Tales of Mystery and Imagination

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Alejandro Carneiro: Barrotes celestiales



Ya hay dudas sobre quién fue el primer enjaulado de la ciu­dad. Para los pequeños, las jaulas han existido desde siem­pre. Ningún niño está enjaulado y por eso no les tienen nin­gún miedo, pero más de uno piensa que le tocará vivir den­tro de barrotes al llegar a los años puñeteros de la madurez. Creo que no andan errados. Los más rebeldes, sumergidos en la edad del pavo, no van al colegio esperando que les caiga encima la jaula correspondiente. Evita hacerse cargo de cualquier responsabilidad. No sólo entre los jóvenes.
Pero aunque en los tiempos actuales encuentro que se trata el tema con cierta ironía e incluso trivialidad, por no decir indiferencia, en el fondo no ha desaparecido el miedo a sufrir de por vida la cárcel de los barrotes. A la mayoría no le gusta perder su libertad, aunque su disfrute sea delez­nable. Además, se ha corrido el rumor de que si te cae la jaula encima se debe a que eres culpable de algún pecado o error vital. Pues nadie es aprisionado sin causa justificada, aunque no se llegue a conocer cuál es y el juez sea anóni­mo. Las jaulas serían entonces un castigo, pero tampoco creo yo que tengan que serlo; quizá no posean el mínimo significado. Sin embargo, no todos están de acuerdo en el tema. Hay tantas opiniones como gustos. Por ahora sigue siendo un misterio el origen de las jaulas y el motivo de que le caigan a unos encima y a otros ni los tengan en cuenta Aunque las reclamen morbosamente, levantando los brazos en alto en medio de la calle. Me refiero con esto a ll Congregación de los Prisioneros Postulantes, tan famosa hoy en día por sus reuniones de fin de semana, que suelen acabar en alboroto callejero si no cae ninguna jaula entre los congregados.


Muchos sabios han plasmado en sesudas tesis de investigación infinidad de explicaciones sobre el origen de las jau las, su material, dimensiones y trayectoria de caída, pero ninguno ha encontrado la causa que motiva su repentina aparición. Puedes estar paseando con tranquilidad por el parque o tomándote un café en una terraza veraniega, y de pronto escuchas el silbido metálico, te cae del cielo la jaula, incrusta sus barrotes a ta alrededor como garras de buitre y te encierra en su interior para siempre. Ya no se puede hacer nada, excepto tomarlo con resignación y mentalizarse de que se acabó la vida que llevabas y hay que cambiar de hábitos para sobrevivir en un espacio limitado. Por supuesto, el proceso no es nada fácil y provoca una cantidad nota­ble de suicidios, sobre todo en los enjaulados más primeri­zos. Pero la mayoría se acostumbra a la vida de la jaula. I lay algunos que nunca se acomodan ni tampoco tienen la valentía o la falta de cordura para suicidarse. Da mucha pena verlos agarrados a los barrotes mirando a lo lejos sin observar nada, como monos deprimidos, incapaces de reac­cionar a los saludos. No están locos, sólo son desesperados que no se adaptan a lo irremediable.
Si a mí me toca una jaula, no acabaré como ellos. Sé que es imposible salir. Nadie ha podido serrar sus barrotes ni romper sus techos. Son de un material desconocido que se resiste a cualquier análisis. Cuando se ha intentado excavar la tierra alrededor de alguna jaula, buscando las raíces de IUS barrotes, se ha descubierto que al caer sobre sus vícti­mas se cierran sobre sí mismos hasta unirse los cuatro lados. Es imposible abrirlos, pero al menos al sacar el terreno se puede mover la jaula con una grúa y llevarla a un sitio más recogido, o adonde quiera la voluntad de su inquilino. Ya hace tiempo que se ha aprobado una ley por la que las decisiones de los prisioneros son inapelables, excepto si son peligrosas para su salud o la vida de los demás. Muchos han  sido por tanto llevados al jardín de su casa, o de viaje a limas cálidos, a terrenos con bonito paisaje donde calmar su claustrofobia. Los más ricos que se lo pueden permitir se pasan la vida viajando dentro de su jaula, metida en un camión. Es un consuelo pequeño, pero al menos engaña con toques de libertad la existencia de los prisioneros que tienen medios para pagarlo. Es significativo que incluso enjaulado sea bueno tener dinero.
Pienso que si te cae encima la jaula es por algún motivo concreto, que quizá sólo conozca Dios, o quien quiera que sea el diligente carcelero. Pero creo que debe tener un sentido. Estoy en contra de los que piensan que las jaulas son inexpli­cables y que de nada vale preguntarse a qué vienen a noso­tros, como da lo mismo preguntar el motivo de que el tiempo vaya hacia delante. Por desgracia, yo no puedo ser tan indife­rente. Me han educado para buscar el sentido a las cosas y siempre intento encontrarlo, aunque la experiencia me diga que pocas veces las apariencias ocultan algo a sus espaldas.
Además, soy inspector de policía y eso marca mucho. Me gusta enfrentarme a los problemas de la vida como si fueran casos por resolver. Esto explica que un día me arma­ra de tiempo abundante y grandes dosis de paciencia, y saliera de casa dispuesto a no volver a mi portal hasta encontrar el significado de las jaulas, pues todos los estu­dios realizados hasta ahora me resultaban infantiles.
Al primero que visité fue a mi vecino de escalera. No es que sea perezoso y cruzara el descansillo para llamar a su puerta; al contrario, tuve que salir de la ciudad en coche y conducir hasta los acantilados. Es un paraje atractivo, más bonito de pasear cuando es alumbrado por la aurora. La fuente clásica de inspiración de los pintores locales, que suelen dibujar apuntes desde las alturas del acantilado o mojándose los pies a la orilla del mar, mientras los cangre­jos regatean con la marea. Mi vecino es uno de esos pinto­res, y antes se pasaba varias tardes a la semana en proceso inspirativo, con el caballete plantado sobre el acantilado de perfil más imponente y el pincel a punto para inmortalizar el gesto taciturno de una gaviota o la simpatía espumeante de una ola. No es malo como paisajista, si no fuera por su manía de pintar en todos los cuadros un besugo sonriente, lis su tema obsesivo. Ya sea un cuadro marino, un retrato o una escena campestre, el besugo aparece por algún lado. Puede llenar el cielo del dibujo, como un enorme sol esca­moso que alumbra el mundo entero, o ser apenas visible detrás de una piedra o bajo el pie de un magistrado con ganas de inmortalizarse en su salón; diminuto como un escarabajo, gigante como un planeta, de hierático perfil y sonriendo con suficiencia al espectador. El pintor defiende su manía besuguera sin contestar cuando le preguntan sobre ella. Alega que los besugos no son tan importantes y que los críticos sólo se fijan en los detalles más insípidos.
Hace un año le cayó la jaula encima. Dice que no se dio cuenta hasta que apartó la vista del caballete, aunque quizá sea una mentira exagerada por el dramatismo del que se siente artista. Como es habitual, el aprisionamiento le causó una fuerte depresión, pero en su caso pronto sacó fuerzas optimistas de la desgracia y no tardó en crear su propio estudio dentro de la jaula, pues sus obras adquirieron un valor inaudito en el mercado del arte y los pedidos crecie­ron en abundancia. Después de todo, fue el primer artista enjaulado. Aunque luego también le tocó a un escultor y a un director de cine. Pero él fue el primero y eso marca de alguna manera. A estas alturas, creo que ya vale varios millones el cuadro que me regaló un día que se conmovió de mi solidaridad vecinal porque le arreglé el grifo de la cocina. Pero no es de los más caros, porque es de la época prejaula, según los críticos, que hablan de una época prejaula y otra postjaula en su obra. La segunda, mucho más elaborada y profunda, aunque no deja de meter los besugos sonrientes en los lienzos.
Para las visitas que se acercan por el acantilado sólo tiene una silla fuera de la jaula, a merced del temporal y la burla de las gaviotas. Quizá por semejante desigualdad me cansé pronto de su charla y fui descortés, indicando que no venía a visitarle para hablar de las maravillas de su talento, sino que me había puesto a investigar el asunto de las jaulas y buscaba opiniones de valía. Como lo consideraba una per­sona imaginativa, observadora y dotada de una sensibilidad por encima de la media, le pedí si podría decirme su teoría al respecto, sin caer en los tópicos.
Me la dijo y debo reconocer que su idea es original, aun­que tampoco me convenció, por mucho énfasis que el pin­tor empleó en exponerla. Piensa que las jaulas son enviadas por la inteligencia que controla las leyes del universo, ya lo llamemos Dios, Inteligencia Suprema o con cualquier otro nombre rimbombante. Este Dios ha decidido que la huma­nidad necesita más ayuda o simplemente está iniciando otra fase de su plan universal, siempre encaminado a la perfec­ción de su obra. La verdadera misión de las jaulas sería hacer descubrir a la gente de talento sus capacidades, impo­sibilitando de manera drástica, pero necesaria, que hagan cosas superfluas, y obligándoles a centrarse casi exclusiva­mente en su potencialidad; ya sea artística, que es la más sublime y cercana a Dios, o cualquier otra rama de la exis­tencia. Él mismo es el mejor ejemplo, porque nunca ha pin­tado mejor que estando enjaulado. Pero no es el único. Me citó escritores reconocidos, políticos respetados, economis­tas considerados gurús de la bolsa y científicos de prestigio con el Nobel en el bolsillo, todos enjaulados. Y si no fuera por esa circunstancia, reconocen que sus vidas habrían derivado por caminos infructuosos. Me dijo que son gente que comparte su misma creencia sobre las jaulas y con la que está intentando crear una asociación internacional para propagar su teoría por el mundo. Así la gente, enjaulada o no, perdería el miedo y descubriría por fin la sabiduría divi­na que está oculta detrás de los enjaulamientos. Desgraciadamente, la formación de la asociación se está retrasando y aún no se ha hecho pública, como el artista quisiera, porque sus compañeros de fe no están todavía muy convencidos de que su propuesta para el logo de la asociación, un besugo sonriente, sea la más adecuada.
Abandoné el acantilado con muy poco en claro. No tenía ninguna pista de valor. Su teoría con simbólico besugo no me apartó ninguna duda y me dejó bastante escaldado. Me pareció bastante inverosímil que las jaulas las mande Dios para obligar a los talentosos a potenciar su genialidad y mejorar la especie humana. Llámenme catastrofista si quie­ren, pero es que soy policía y encima vivo en una ciudad con enjaulados en cada rincón. No comprendo qué talento pueden tener algunos de ellos, por muy oculto que lo ten­gan. Por los clavos de Cristo, si el que está en la jaula de la esquina del estanco se pasa todo el día masturbándose como un mono. A menos que eso sea modelo de un talento especial, que vayan ustedes a saber con qué baremo mide las cosas la mente de una Inteligencia Suprema. En fin, que B mí la teoría del pintor me dejó tan en ascuas como antes de visitarle. Reconozco que es aguda y que su optimismo encaja mal con un tipo como yo, que no pinta besugos son­rientes y nunca acierta ni tres en la primitiva. Sin embargo, me parecía tambaleante de base. Por lo que decidí seguir indagando opiniones.
Mientras volvía a la ciudad en mi coche, tuve la suerte de ver cómo caía una jaula en el horizonte. Parecen meteoritos que se toman su tiempo en descender, como dirigibles ardiendo que buscan sustentarse con desespero en el aire. Sin embargo, ni tienen el mismo origen que los meteoritos ni han despegado de ninguna parte para luego caer de forma derrotista. Años de vuelos programados de naves con ojos de cíclopes asustados no han conseguido observar a las jaulas viniendo de un lejano cuadrante estelar; no son cometas forjados por un demiurgo artesano. Es evidente que surgen entre las nubes o en el mismo aire claro del verano, para luego caer con evidente estrépito sobre la gente. Esta certeza ha llevado a muchos a considerar que el cielo de toda la vida, el de los angelitos con lira respondo­na, existe de veras y está donde siempre hemos dicho que se encuentra, allá arriba, entre las nubes, pero no muy lejos, para que no nos sintamos abandonados. Si no lo hemos visto todavía es porque no enseña su portal a cualquiera o buscamos mal, perdiéndonos entre tanta capa atmosférica. El cielo está sobre nuestras cabezas y nos castiga con la penitencia de las jaulas, por incrédulos, que parecemos ton­tos dándole vueltas a algo de significado tan nítido. Es una teoría en boga que empezó a rondarme la cabeza al ver cómo la jaula caía con pompa sobre la ciudad. Así que deci­dí visitar a uno de sus seguidores más afamados.
Por lo tanto no volví a casa, y me desvié por un camino comarcal en dirección a la Llanura de la Estilita. Antes lla­mada con el nombre más vulgar de Prado del Buey Tragicómico. Esta pradera es una amplia meseta irregular de cierta altitud sobre el terreno circundante, pero plana en su totalidad, cubierta de hierba florida en verano y escarcha legañosa en invierno. En los tiempos de mi niñez solía servir de paisaje dominguero donde jugar pachangas o llevar a la familia en las horas vacías de los fines de semana, cuando la mayoría de gente se percata de la monotonía trasparente y cómoda en la que viven y han de enfrentarse al hecho de que sus horas de ocio son un botijo de contenido impredecible, que hay que beberse para dar sentido a la vida. Hace años que no visito la llanura porque sé que me roerá una nostalgia atroz, pero esta vez iba a hacer una excepción. Visitaría a su habitante más ilustre, la estilita Fernanda. Un ejemplo de fe en estos tiempos de crisis, aunque una fe vivida de manera un tanto sui generis, como diría un teólogo. Pues Fernanda ha optado por la mortificación cristiana de base histórica. En definitiva, que se ha subido a una columna para continuar la tradición estilita de los monjes orientales.
Siempre fue una mujer extraña. De niña era uno de mis amores de domingo, donde destacaba entre otras sobre la llanura por su mirada clara y decidida, que traspasaba a su interlocutor como buscando los secretos más agazapados. Me cohibía mirarla, pero me fascinaba escuchar sus comentarios. Descubría verdades sin posibilidad de réplica y su manejo de las palabras era increíble cuando apenas levantaba tres palmos del suelo, pero destacaba sobre todo por su carisma entre los adultos. A los niños nos asombra­ba semejante respeto. Solíamos juntarnos en coros a su alrededor, donde la tratábamos como un ideal inalcanzable, y así se manifestaba ella ante nosotros, aislada en un espa­cio propio, vigilado por sus flamantes ojos azules y que nadie se atrevía a traspasar bajo pena de mortal desprecio. Pasaba muchas horas en soledad, pero cuando se juntaba con los demás, dirigía los juegos, que es el grado máximo de respeto que otorga la niñez a uno de los suyos. Algunos le llevaban dos o más años de edad, pero nadie se percata­ba de ese matiz que tanto nos clasifica en la niñez. Para mí era objeto de sueños nocturnos donde yo era un paladín esforzado y ella mi reina oculta en un lejano castillo. Mi padre comentaba que acabaría siendo una gran política, pero que si era sincera en defender sus ideas perdería su vida en un convento. Probó esto último, para sorpresa de todos y enfado eterno de su familia. Pero pronto abandonó la Iglesia para buscar su propio camino.
Algunos piensan que viajó mucho, otros comentan que no salió de casa en un par de años. Comenzaron las leyen­das sobre su vida. Aunque la única verdad conocida es que un día apareció sobre una columna en la llanura. En un capitel jónico, que según recuerdo del colegio es el carac­terístico de los templos de divinidades femeninas. Pero esta columna estaba aislada y servía de base exclusiva al cuer­po delgado de Fernanda. Nadie ha sabido explicar hasta ahora cómo pudo llevar la columna hasta la llanura y cómo se subió en ella. Apareció entre la hierba, sin más. De esto hace diez años. No ha bajado nunca y se pasa el día en meditación, o al menos en un estado de aislamiento interior tan pétreo como su residencia. Mucha gente la visita en peregrinación que espanta a las autoridades de la Iglesia, pero que no deja de ser de interés meramente turístico, aparte de un grupo de acólitos que la venera como una santa y vive en un camping alrededor de la columna. Pero hace tiempo que la gente normal no cree en santos, sobre todo si se mortifican de manera altanera, aunque algunos se molestan en hacerle preguntas de oráculo que nunca con­testa. Su comunicación con el resto del mundo se limita la mayoría de las veces a gruñidos pidiendo que la dejen en paz consigo misma. Se alimenta gracias a la caridad de las visitas y a una cesta sujeta a una cuerda con la que sube las ofrendas que le hacen los peregrinos. En los momentos de recogida suele dar las gracias e incluso comentar trivialida­des reducidas a cuatro o tres palabras. Su grupo de acólitos las consideran mensajes divinos y las anotan para un futu­ro libro profético. Decidí que le llevaría algo de su gusto y aprovecharía la recogida de comida para hablarle.
Al llegar a la llanura tuve que aparcar el coche a bastan­te distancia. Todo lo que me habían dicho sobre las visitas a la Estilita se quedaba corto ante la marabunta de peregri­nos, entre tenderetes que se había instalado en mi antiguo campo de juegos. Desde saltimbanquis a neuróticos beatos, la columna parecía el centro de un pequeño mundo en ebu­llición donde mi ciudad y la comarca se juntaba en un extraño ritual festivo a base de churrascadas, empanadas, juegos de feria y profusión de salmos de David. Luego me enteré gracias a un heladero de cucuruchos corintios que Fernanda había dicho en un ataque de verborrea de cinco palabras que le gustaban los salmos, por eso se los canta­ban con alegría salvadora. También me dijo una señora, que pasaba su jubilación a la sombra de la columna, que la santa disfrutaba con las empanadas de berberechos, o por lo menos la volvían más locuaz. Así que compré una en el puesto más cercano y me puse a la cola de los oferentes.
La gente dejaba sus ofrendas al pie de la columna, donde un secretario jovenzuelo, de cara sonriente y voluntario de la orden de la Estilita, las recibía con indiferencia, a menos que fuesen monetarias. La cola avanzaba deprisa, pues Fernanda no contestaba a ninguna pregunta de los que se acercaban a sus pies y se pasaba el rato mirando el hori­zonte. Por lo que en un cuarto de hora ya me encontraba junto a la columna, dispuesto a no dejarme avasallar por la prisa del joven secretario de mirada urgente. Le estampé la empanada en la cara y le grité a Fernanda si se acordaba de mí. Este truco infantil le obligó a acercarse al borde de su morada y echarme un vistazo con curiosidad. Estaba real­mente gorda bajo su túnica parcheada. Es evidente que la vida en una columna da lozanía, aunque ayunes los viernes. También la encontré muy desmejorada de aspecto, ajada y sucia hasta la negritud; apenas conservaba la intensidad de su mirada entre las arrugas esculpidas por el viento. Preguntó si era el hijo de la Engracia, el que siempre la miraba con cara de degollado. Acertó de pleno, ése soy, y me alegré con cierto orgullo de que todavía tuviese vagos recuerdos de mi persona. Sin embargo, no parecía estar contenta por la visita de un viejo conocido. Me preguntó a qué narices había ido a molestarla después de tantos años. Cuando le contesté que por el tema de las jaulas, estiró su cuerpo y suspiró hasta bostezar. Luego dijo que las pregun­tas de la humanidad son siempre de un obtuso supino y comenzó a soltar un discurso que provocó la paralización de los tenderetes cercanos y el murmullo de asombro de todos los presentes. Pronto la llanura quedó en silencio bajo la columna. El joven secretario me dio una palmadita en el hombro y me felicitó por haber despertado la inspiración de la santa, que llevaba ya dos meses sin decir nada para el despertar de los incrédulos y la gente empezaba a cansarse. Bien hecho, campeón, las jaulas es un gran tema, le inspira la lengua. Y era cierto. Mi pregunta, o puede que la presen­cia de un viejo conocido entre tanto beato y curioso, había enardecido el ánimo de Fernanda. También es posible que el tema de las jaulas le interesara mucho más que al común de los mortales y estuviese esperando a que le dieran baza para soltar su prédica. Habló con entusiasmo evangélico. Con voz potente, que extendía sus palabras sobre la llanu­ra, anunció que la inspiración divina que guiaba su con­ducta y de la que no podía sustraerse le había aclarado que las jaulas son un método que Dios nos ofrece para la peni­tencia y el arrepentimiento de nuestros pecados. Porque Él está dotado de infinitas cualidades y atributos, pero la paciencia es la que más escasea de infinitud en el conjunto. Ya se demostró con el episodio mecano de la Torre de Babel, la lección de oceanografía del diluvio y la revelación ultratumbera del Apocalipsis. Sin embargo, la incredulidad moderna, fruto de siglos pecadores, ha olvidado todos los avisos sobre nuestra condición y sobre lo que Dios espera de nosotros como joyas de su divina obra. Vivimos como eternos, imbuidos de inmortalidad, renegando de la muerte como deidades paganas, engañados de vanidad, y debemos ser avisados del tremendo error de creernos libres para todo lo que nos venga en gana. Las jaulas son la señal de que el Señor espera que nos reformemos. Si derrumbar torres colosales y cubrirnos de agua hasta la crisma no ha servido para nada, al menos atacando nuestro más preciado bien, la libertad individual, comprenderemos la finitud de los actos humanos y su necesidad del amor de Dios. Fernanda la Estilita dixit.
Aunque la concurrencia escuchó sus palabras como maná del cielo y replicó con sonoros aplausos acompañados de griterío devoto, a mí la verdad es que me defraudó bastan­te el discurso. Puede que no tuviese en cuenta el evidente factor de que Fernanda viviese como una santa entregada a su misión de penitencia. Debía haber supuesto que su expli­cación iría por la senda de los padres de la Iglesia y sus admirados modelos de columnas en el desierto. Además, no hay pruebas de los castigos anteriores de que hablaba Fernanda como precedentes. El diluvio y la Torre de Babel son leyendas sin mucho contenido real, no valen para este caso. Por otra parte, Dios no puede ser tan retorcido. Si quiere avisarnos, no necesita jeroglíficos de este estilo, aunque no soy quién para juzgar la acción de una mente divina. Pero, por último, la lógica es evidente. Si hay mucha gente que está feliz con su supuesto castigo y le saca partido, como el pintor, diciendo casi tácitamente que pre­fiere la vida entre barrotes, no entiendo yo su eficacia. Fernanda en el fondo se limitaba a confirmar la teoría del pintor desde su lado negativo, y yo me había gastado dine­ro en una empanada de berberechos para nada.
Me fui de la llanura cabizbajo entre los aleluyas de los presentes y el ajetreo de los periodistas que pensaban sacar noticia de la revelación de la Estilita con entrevistas a faná­ticos posesos. Cogí el coche y pronto me encontré perdido, vagando por los caminos mientras pensaba cuál sería mi próximo destino. Nunca tardé tanto en la resolución de un caso y quizá por ello me sentía viejo. Ya notaba los calam­bres de la jubilación celebrando su victoria. Entonces me acordé del Gnomo...
El Gnomo es un delincuente singular con el que tuve trato durante bastantes años. Su vocación desde la más tierna infancia fue vivir en contra del Código Penal. Para ello, la naturaleza le dotó de un talento renacentista que le permitió probar todas las facetas del mundo delictivo con notable éxito; ya fuera la falsificación, la estafa, el robo a mano armada, el tráfico de drogas y armas, posiblemente el asesi­nato —su primera esposa está desaparecida—, e incluso se le considera el supuesto creador de una célula terrorista. Un verdadero apasionado del crimen cuyo gran defecto es su falta de maña, pues siempre acaba siendo detenido en el momento más inoportuno, normalmente con las manos en la masa. Yo le detuve un par de veces y no tengo el récord, ni siquiera estoy en el ranking de los diez primeros. Por lo que es fácil deducir que su cuenta de días pasados en la cárcel llenaría varios calendarios. Pero compensa su defecto con la virtud de ser un verdadero maestro de fugas. No hay prisión que no burle más temprano que tarde, por mucho que se le vigile, aísle o se le mantenga bajo observación. Siempre encuentra un momento para fugarse de una manera ingenio­sa que hace rodar cabezas en el sistema de prisiones. De ahí le viene su apodo; porque aparte de bajito y barbudo, aparece y desaparece como un gnomo. La última vez se escapó vestido de drag queen de una cárcel de máxima seguridad repleta de controles, cámaras y perros de hocico profético. Al día siguiente, el director de la prisión recibió una foto dedicada del Gnomo, sacada junto a su despacho, mientras se retocaba la peluca. No es leyenda, yo la vi. Pero en la policía no le dimos mucha importancia, casi lo esperába­mos, y además sabíamos que el Gnomo no tardaría en caer de nuevo en nuestras manos como era costumbre. Bastaba esperar hasta que le diera por probar las delicias de alguna nueva clase de delito. Parece ser que probó las maravillas del robo de obras de arte, pues la jaula le cayó encima justo cuando estaba saliendo de una galería con un cuadro de gran valor metido en una funda de tabla de surf. Nadie en la gale­ría se había percatado de semejante robo. Así que se puede decir que ha sido la jaula caída en el momento más apropia­do de las que tenemos noticia. El Gnomo todavía sigue a la puerta de la galería de arte. Se pasa el día meditando sobre la manera de burlar la maldición carcelaria. Es la persona más indicada para que me dé una idea del problema desde un punto de vista experimental.
Cuando llegué a la calle donde estaba la jaula del Gnomo, tuve que aparcar el coche a un par de manzanas. Su fama de famoso criminal hacía que fuese una atracción a tener en cuenta por la Congregación de los Prisioneros Postulantes, que rodeaban su jaula como si fuera un altar de peregrina­ción. A saber el motivo. Puede que la criminalidad atraiga a las mentes desesperadas o que la supuesta rebeldía social del (¡nomo satisfaga a las conciencias deseosas de barrotes cautivadores. Ciertamente me suponía una molestia a la hora de contactar con el enjaulado, por lo que tuve que abrirme paso entre los presentes con el método clásico de enseñar mi placa policial con cara de agente apresurado. Cuando llegué a la primera fila, el Gnomo me saludó con indiferencia raya­na en el desprecio, porque aunque conocido, no dejaba de ser un maldito poli. También por eso me atendió el primero, saltándose el ruego de una ancianita, que preguntaba por el paradero de su nieto casquivano. El Gnomo se había vuelto el esotérico del barrio y la televisión de tropecientas pulga­das que adornaba su jaula evidenciaba que no hacía predic­ciones a la buena voluntad. A su manera, había conseguido proseguir con su vocación delictiva.
Al plantearle mi pregunta sobre el caso de las jaulas, soltó un silbido. No le interesaba saber el origen ni se había planteado el tema desde esa perspectiva poco práctica. Le cayó encima, perra vida, pero hay que aguantar la mala suerte sin descomponer la cara y tirar palante. Su idea obse­siva era salir, no sólo por principio profesional, sino tam­bién porque cada vez desconfiaba más del galerista que tenía enfrente, que cuando no había público le miraba desde la cristalera de su negocio mostrando una vieja Luger herencia de su abuelo. Un día se descontrolaba y le pegaba un tiro, que la gente es muy mala, sobre todo si desciende de abuelos tan filogermánicos. Me dijo que a ver si yo le podría poner escolta policial a su jaula, porque la lista de resentidos no se limitaba al galerista, era de amplitud bíbli­ca, y el día menos pensado le hacían visita en grupo o de uno en uno, que sería peor y más largo. Le respondí que ya vería, pero que si me largaba sus ideas sobre el caso y se dejaba de tantas quejas más rápido lo vería. Así que des­pués de mascullar sobre la maldad chantajista de los agen­tes, me contó sus conclusiones.
Para el Gnomo, una jaula es una construcción sólida, sencilla, indiferente a cualquier intento de deformación. Al carecer de cerradura, es invulnerable a manos sensibles. No se puede construir ningún túnel porque se cierra bajo tierra como las pinzas de un cangrejo. Su inventor sabe del tema de prisiones, no le cabe duda, y las construye para siempre. Pero ése es su punto débil. Confiar en la eternidad es una desventaja y un fallo de perspectiva, pues impide adapta­ciones o mejoras a largo plazo y el Gnomo intuye que las jaulas no son perfectas. Todo material tiene su oxidante o cortador. En la escuela aprendió que los átomos se separan con más facilidad que la necesaria para juntarlos, por lo que las jaulas llevan las de perder. Si consigue salir, segura­mente su creador, sea Dios, un extraterrestre burlón o un científico loco, no enviará más o tendrá que reconsiderar todo su planteamiento. Deberá competir, y el Gnomo pien­sa que no se podrá adaptar a semejante humillación. Poco importa el motivo o el origen de semejantes artilugios. Si se logra salir de una jaula, se acabarán todas. Su inventor se ha jugado un farol muy grande, el órdago definitivo. Es cues­tión de paciencia y sacar poco a poco conclusiones. Logrará fugarse, está convencido. Su mayor miedo no es la conde­na, sino pensar que el galerista de la Luger esté haciendo guardia porque piensa lo mismo y espera la oportunidad de vengarse; el momento en que el Gnomo abandone su aco­gedora jaula y pegarle dos tiros. Se pasa el día vigilándolo desde las sombras siniestras de su escaparate. Es que la gente que se dedica al arte es muy rebuscada, rencorosa y con un fondo de fantasía malvada que es mejor no empujar B la luz. Si sobrevivía a las iras galeristas, me dijo que con­sidera jubilarse en el divertido mundo de la estafa, que es más seguro desde el punto de vista existencial, en vez de continuar con el robo de arte, que le ha resultado bastante más agitado. No sólo por su acechador de la Luger, sino también porque es un ámbito de fieras pardas, donde los coleccionistas son unas arpías capaces de matar por disfru­tar de la vista de un paisaje desdibujado.
No se ha percatado de que, si consigue salir, su vida será una continua celebración mediática, el objeto de colección de toda persona. Pero ya les dije antes que no es muy espabilado.
Caminé hacia mi coche con la vaga impresión de haber avanzado unos pasos en la resolución del caso. Quizá el Gnomo tuviera razón y la perfección de las jaulas se ha magnificado, quizá su sentido se descubra el día que alguien consiga escapar: el simple reto de un dios capri­choso y juguetón. Basta con que un hombre venza al mito para que deje de tenerse en consideración y se vuelva rela­tivo, como todas las cosas. Pero puede también que toda la habilidad y el optimismo del Gnomo no sean suficientes, que su fachada de seguridad sea la prueba de que no quie­re aceptar que le es imposible salir de su prisión.
Al acercarme al coche observé cómo echaban cal viva en la jaula de un muerto reciente, en plena acera. Los enjaula­dos que fallecen son pronto cubiertos de esta manera para que el hedor de su descomposición no provoque problemas y evitar su visión a los familiares. En esta ocasión, la fami­lia se había reunido en el bar más cercano. Vi a dos agentes de mi comisaría sentados en la barra y ellos me vieron a mí, así que tuve que entrar a saludarlos, pensando que tenían parentesco con el muerto.
Lo que se considera más increíble de la muerte es que la gente desaparezca. Es una ley de la existencia que solemos adornar de negro, el color de los agujeros y los abismos, de las grandes soledades. El bar estaba sumido en una oscuri­dad acorde con la situación. Una pareja de la Congregación de los Prisioneros Postulantes consolaba a los parientes arrejuntados en una mesa alrededor de clínex usados, des­cribiéndoles con pasión sincera el paraíso en que el alma del muerto debía estar retozando en estos momentos, gozando de las delicias de los elegidos. Pienso que hasta se lo creían.
El camarero estaba sirviendo dos carajillos a los agentes, que fueron tan amables de pedirme otro. Me preguntaron si estaba también interesado en el Gnomo y pronto descubrí que no tenían nada que ver con el funeral. Llevaban varios meses pasando las horas libres en ese bar y rotando por los demás de la calle, vigilando la posible ruta de escape del Gnomo. Por las noches hacían otro tanto, mediante turnos somnolientos escuchando las lamentaciones que brotaban de la radio de sus coches. Tenían la certeza de que el Gnomo escaparía de la jaula y estaban decididos a detener­lo. La paciencia les sobraba y su convencimiento era tan infantil que no tuve más remedio que felicitarles. Casi sentí compasión por el Gnomo, que entre el galerista vengativo y los agentes obcecados estaba condenado a cumplir por narices el ciclo infinito de su destino.
Me tomé el carajillo entre los comentarios entusiastas de los agentes y luego fui a los servicios. Al entrar me encon­tré a un joven en uno de los urinarios. Me pareció conocido y me saludó por cortesía, o eso me pareció al principio, pues cuando me puse en el de al lado y estaba en plena faena mingitoria, como diría la cursi de mi tía, el chaval preguntó que qué tal iba el caso. Le miré y no conseguí recordarlo de nada. Parecía un chico sacado de un anuncio de yogures, un rarito. Normalmente me molesta que se diri­jan a mí desconocidos de forma familiar, pero en situacio­nes como esa, un jovenzuelo ambiguo, en unos servicios de caballeros mientras estoy con el miembro al aire, la moles­tia se multiplica. Pero en ese momento la sorpresa fue mayor que el enfado. ¿Qué sabía aquel joven sobre mí o sobre el caso? ¿Acaso el pintor o Fernanda la Estilita habían propagado mis intenciones a todo el mundo? ¿Me estaban vigilando? El muchacho acabó sus necesidades y, mientras se limpiaba las manos, me aconsejó que no perdiera el tiempo, porque el caso no era tan trascendente ni importante, pues en el fondo es un simple juego de ángeles, de secun­darios, en el que no hay ningún dios cruel, bondadoso o simplemente caprichoso. Además, dijo sonriente, podría romper mi racha de buena suerte si me empecinaba en inda­garlo. A mí me pareció una amenaza velada que no podía tolerar y salí del servicio detrás de él, pero tan pronto cruce la puerta, el adonis había desaparecido como por arte de magia. Sólo me encontré con la cara de los dos agentes en la barra, el camarero y el grupo del velatorio observando con asombro mi salida precipitada del servicio con la cre­mallera baja y el calzoncillo anunciando su marca.
Cuando cogí el coche, sabía ya adonde dirigir mis pasos. Me acordé de repente de cuándo había visto antes al mucha­cho. Era el mismo que hacía de secretario de la estilita Fernanda, el que me dijo que las jaulas eran un gran tema para sacar del mutismo a su santa. El calco exacto, clónico e igual de descarado. Pero un chaval barbilampiño, de cara sonriente y rostro iluminado que habla de ángeles, con el don de la ubi­cuidad y que desaparece de forma sobrenatural, no es de este mundo. No hace falta ser un lince policial para darse cuenta de que el área más allá de la realidad tiene cabida en este caso. En asuntos así, lo mejor es hablar con expertos reputados en los temas de apariciones, sobre todo si éstas te hablan de los ángeles. Hay que reconocer que se necesita apoyo cuando es necesario meterse en berenjenales teológicos.
Todavía era media tarde y mi récord de casos resueltos en un solo día se mantenía vigente. Aparqué frente al obis­pado y pedí cita con el obispo. No me la podía negar; hacía un par de años ayudé a la Iglesia a minimizar el caso de un monaguillo demente que se dedicaba al degüello de mormones y al que tuve que abatir a tiros en plena sacristía. El obispo me debía una. No me hizo esperar mucho.
Capté enseguida cuando me recibió que se temía mi pre­gunta. Estaba nervioso como un niño pillado en una travesu­ra. Mi presencia le causaba un resquemor evidente. Muy sos­pechoso. Un simple inspector de visita rompía su afabilidad vaticana. No se sorprendió por la pregunta; le pareció absur­do desde el principio que le molestara sobre temas espiritua­les y apariciones relacionadas con las jaulas, que se negaba a comentar, pero adoptaba la rigidez altiva que he visto en multitud de encubridores. Los obispos no dejan de ser huma­nos ante la ley y éste no pasaría la prueba de un detector de mentiras. ¿Qué estaba pasando? Fui para que me dieran una opinión y creo que la casualidad me ofrecía un camino nuevo para mi investigación. El tipo consideraba las preguntas como desvaríos, me trataba de forma infantil, lo que era todavía más sospechoso. Distraía la conversación con refe­rencias a la tranquilidad de conciencia y el reposo del espíri­tu. Me percaté de que sólo esperaba impaciente que me lar­gara después de mantener una conversación protocolaria, pero yo seguía sentado con la mirada fija en su eclesial cara.
Pero su eminencia no estaba esperando a que me fuera, lodo lo contrario. La puerta monumental de su despacho se abrió de repente y tres hombres de blanco se abalanzaron sobre mí sin darme tiempo a sacar mi arma reglamentaria. Piqué como un novato. Me dejé atrapar de la forma más sim­ple en la boca del lobo. ¿Por qué fui tan idiota? Pasé por alto considerar que la Iglesia no podría dejarme libre si tuviese la menor implicación en el caso y fui, imbécil de mí, a contar­le a uno de sus vicarios todo lo referente a la investigación, descubriendo lo que debe esconderse y no ser nombrado. Estúpido, eso es lo que soy. Quizá pague con mi vida el único error de mi carrera. Quizá mereciera esta condena.
Pero no conseguirán convencerme: estoy en mis cabales, no vivo en un manicomio y no pienso tomarme ninguna de sus pócimas de la Inquisición. Siempre las escupo a escondidas.
Este edificio es una cárcel bien pensada. Te dejan pasear en relativa libertad, incluso relacionarte con otros presos. Ningún vigilante lleva armas y los barrotes son escasos, aunque colocados en zonas estratégicas que hacen imposi­ble la huida. Todos los agentes van de blanco. Por mucho aire de enfermeros intransigentes que adopten, creo que en el fondo son de alguna orden monacal y obedecen a un abad comprensivo en apariencia. Lo cierto es que no pue­den ser loqueros profesionales, porque tienen demasiado interés en lo que hacemos. La presión sobre los internos es demencial: quieren dejarnos sin conciencia, manipular nuestros pensamientos y lavar los cerebros que puedan divulgar el secreto que cambiaría el mundo. Muchos de mis compañeros de prisión se han vuelto locos. Otros aceptan con resignación el tratamiento. A mí casi me vencen por pura insistencia. He llegado a tener dudas de mi cordura. Son muy buenos en su labor. Primero apareció el comisario y me contó que necesitaba el tratamiento; le era duro con­fesarlo, pero yo padecía un trastorno mental y él no había querido aceptar que su mejor detective estaba enfermo hasta que las pruebas fueron abrumadoras. Me enseñó un montón de papeles de doctores, no me reconocí en ellos. Luego me pidió perdón por no ayudarme antes y se ofreció en cuerpo y alma para lo que hiciese falta. Que no me pre­ocupase por el trabajo; todos en la comisaría me ofrecían sus saludos acompañados de esperanzas de pronta recupe­ración. Eran una pina conmigo y amigos fraternales. Por supuesto, no me creí nada de lo que dijo. En la comisaría, pocos me dirigen la palabra y casi nadie me trata. ¿A qué venía tanta amabilidad? Aunque confieso que me confun­dió durante un rato. No pensé que el comisario estuviese también en la conspiración. Quizá fuese verdad todo y
necesitase tratamiento. Fue una idea que me royó el alma durante días. Se puede vivir loco con cierta alegría, pero dudar de estarlo es mucho peor.
Luego vino el que se hace llamar doctor y me contó lo que llama la realidad. No existen las jaulas, son un producto de mi imaginación alterada. El pintor vive en una casa junto al acantilado desde hace años, porque tiene una vista inmejora­ble. Cuando lo fui a visitar, no quise entrar y le hablé desde el jardín. No le parecí excéntrico en demasía porque es un artista, o eso se cree, y pensó que mi interés por jaulas era una metáfora para que me explicase su teoría artística sobre la soledad necesaria para cultivar el talento. Me contó su teo­ría de cabo a rabo porque recibe pocas visitas y se siente sólo e incomprendido. Lo único cierto de mi delirio es que pinta besugos con maniática determinación y que quiere hacer una organización de artistas e intelectuales con sus mismos idea­les de automarginación y amor por los paisajes con besugo. Referente a Fernanda la Estilita, no existe nadie con esa des­cripción. Es una alucinación mayor de matices erótico-religiosos que mi mente enferma ha ido desarrollando desde la infancia. La llanura donde jugaba de niño es ahora un parque de atracciones y yo me puse a gritar a la noria después de estamparle en la cara una empanada de bonito al encargado.
Ahí me di cuenta de que el doctor de mirada omnipoten­te se equivocaba o mentía. Pues la empanada era de berbe­rechos. Por otra parte, el doctor confesó que el Gnomo sí existe. Su historial de delitos y fugas también. Pero ahora tiene una tienda de productos esotéricos y echa las cartas a pensionistas; le resulta más rentable, igual de delictivo y encima legal. Cuando lo visité y me quedé en la puerta de su tienda, sin atreverme a pasar, pensó que mis preguntas sobre las jaulas se referían a la cárcel. Su única respuesta fue que lo importante es salir de ellas y que su sentido le importa un bledo. Se me quitó de encima pronto porque los polis le dan mal agüero. Los dos agentes que me encontré en el bar me estaban vigilando por orden del comisario desde hacía un par de meses, pero al ser descubiertos me dijeron que vigilaban al Gnomo. En el bar no había ningún velatorio, era el cumpleaños de un maestro jubilado, y yo salí del baño con el pito al aire y hablando de ángeles. Un maestro jubilado, es para reírse, ¿desde cuándo se les hacen fiestas de cumpleaños? ¿Y en bares? Pero no deja de ser posible, pues las relaciones alumnos-profesor pueden ser muy surrealistas. Claro está, no existe ninguna Congrega­ción de los Prisioneros Postulantes, ni tampoco muchachos sonrientes que se me aparecen de repente. Menos mal que cuando me dio por visitar al obispo decidieron que ya no podían esperar más, la cosa podría volverse seria, y avisa­ron al monseñor a tiempo por teléfono para que me entre­tuviera. A saber hasta dónde me llevaría mi delirio. Fue una decisión que tomaron con pena, pero que es en bien de mi persona ante el cariz que tomaban los acontecimientos.
Todo, en definitiva, es producto del derrape alocado de mis neuronas. Debo de estar desvariando en la esquizofrenia desde hace años y mi enfermedad es realmente grave, pero me recomienda pensar que nada es incurable y que los trata­mientos actuales apartarán mi cerebro de la enajenación hasta un nivel aceptable para devolverme a la sociedad. Pero para eso debo tomar sus malditas pastillas hasta que me muera.
Desde luego, no me fié desde el principio, aun teniendo dudas sobre mí mismo. Pero intuía que conmigo no estaban practicando la medicina, sino una cruel veterinaria.
Yo le dije al doctor que vale, usted manda, que eso le gusta mucho a los médicos, y adopté la devoción de un paciente entusiasmado por los consejos de su galeno, pero en la soledad de mi celda pienso que te den bien, lacayo infernal, ojalá te mueras de un cólico incurable entre horri­bles estertores. Sé muy bien que no estoy enfermo y que no necesito que me trastoquen el cerebro con drogas de dise­ño. Simplemente conozco la verdad sobre las jaulas. Pero en un principio casi me consiguen doblegar pese a sus erro­res. Tardé tiempo en recuperar mi voluntad. Me creí loco.
En los pocos ratos libres en que me permiten pasear por el pasillo o el patio exterior, suelo observar al muchacho de cara sonriente sentado en las ramas del roble del jardín o de puntillas sobre el tejado del comedor. Me mira con guasa y me saluda con su mano de adolescente mimado; a veces se encoge de hombros como dando a entender que me tengo que resignar con el destino que me han impues­to. Ahora entiendo que no es siempre el mismo, sino que todos los ángeles tienen ese aspecto y me visitan para darme a entender que no puedo escapar a su hegemonía, ni a su espíritu burlón. Se han rebelado frente a Dios, o puede que Dios haya decidido desentenderse de su creación, lo que no me extraña, y dejado vía libre a sus colaboradores. Pero no soy teólogo. La única verdad es que juegan con nosotros, libres ya de ninguna tutela paterna y felices de disfrutar de su inmortalidad. Niños con los padres de viaje y con el universo de juguete. A nosotros nos meten en jau­las como a los ratones. Por ahora.
Otro de los prisioneros, el que dice que fue general de Napoleón, me ha contado que vivió en la China hasta hace poco, y que allí los ángeles sueltan dragones que devoran a la gente, por ser paganos recalcitrantes. El pobre sí que está demasiado loco para ser creíble. Durante mucho tiempo pensé que yo me encontraba en un mundo tan majareta como el suyo, pero sin regimientos con charreteras.
También pensé que acabaría como el catatónico del pasillo,
imitando a un cenicero hasta la muerte.
Mis noches eran un tormento, porque la oscuridad era un acicate que despertaba los temores que el día distraía con paseos y charlas. Bajo la sábana lloraba, lo confieso, y me creía más loco que nadie. Sentía que mi vida había sido un delirio permanente. Pero no tomaba las pastillas. Un poso profundo me hacía dudar de todo lo que me decían, me alertaba de la existencia de pistas que no conseguía ver. Era mi instinto detectivesco que se negaba a la derrota y espe­raba paciente. Pero ¿a qué?
Finalmente, una tarde, todas mis dudas fueron aclaradas por el catatónico del pasillo. Me encontraba dando vueltas sin rumbo de un extremo a otro, remordiéndome los pensa­mientos como de costumbre y mirando las caras de los demás pacientes sin fijarme. Le daba vueltas en mi dedo a una pastilla. No quería mirarla, pero empezaba a atraerme. De pronto, al pasar por el pasillo, el catatónico me susurró a escondidas que el también las veía caer. Fue un instante, no dijo más, no me miró, siguió firme recibiendo colillas en su mano. Pero la situación se repitió cada día desde aquél. En cada paseo me echaba una mirada inteligente durante una fracción de segundo y me decía una frase rápida: «Yo también las veo caer».
Empecé a seguirle el juego. Gracias a varias preguntas-telegrama por semana descubrí que se llamaba Juan, que las jaulas existen, y no son tan eficaces porque a élno lo pilla­ron. Bueno, más bien le perdonaron. Porque estaba tan tran­quilo pescando truchas en su rincón del río preferido cuan­do oyó el silbido metálico sobre su cabeza. Se quitó su gorra para ver mejor, la que adorna en su forro interior con una estampa de la Virgen regalo de su madre, y vio una jaula con su techo oscuro acercándose como una garra desde las profundidades del cielo. De pronto, la jaula frenó en seco, a escasos metros de altura. Se quedó estática, chirriando como una bisagra oxidada. Juan escuchó una recri­minación y una contestación bastante resignada. Luego la piula se elevó hasta desaparecer entre las nubes.
Cuando todavía buscaba calmar su respiración, observó I dos gemelos sentados en las ramas del álamo más cerca­no. «Te salvas de que sólo respetemos a la Virgen, que ésa sí es una santa de respeto, que si no ya estabas enchirona­do». Fue lo único que le dijeron y no entendió nada del asunto. Pero, con el paso del tiempo, los descubrió mirán­dole desde el rincón más insospechado. Sonriendo siempre con mirada felina, delicados pero terroríficos. No le perdo­naban la humillación. Pero nunca se quitaba al gorra.
Un día, volvió a pescar en el río, y de pronto aparecie­ron los monjes de blanco enfermero, gritando que eso ya era demasiada burla, y lo trajeron a este antro. Porque inter­nan a todo el que les reta, a todo el que los intuye. Tienen miedo, por mucho que sonrían desde un puesto elevado. Desde entonces lleva dos años haciéndose el ausente con mucho arte para que no le torturen como al resto.
Parecen ideas absurdas sacadas de una chistera de estu­pideces. En principio me creía rodeado de locos. El cata-Iónico Juan, el mayor de todo el manicomio. Casi me con­sideré uno más de su condición. Pero su disimulo parecía el de un cuerdo.
Una noche oí a un bedel de guardia comentar con un enfermero la noticia del día: el Gnomo había muerto de un disparo a bocajarro. El asesino era un galerista rencoroso y el arma una pistola antigua, de las que salen en las pelícu­las. Qué cosas ocurren en el mundo y tal y cual. El bedel no dijo una palabra más, porque se puso nervioso al notar mi cercanía. No lo volví a ver. Poco después me enteré de que lo habían despedido. Desde ese momento ya no tuve nin­guna duda de mi cordura. El galerista existía y finalmente con su Luger había acribillado de plomo germánico al pobre Gnomo, que no habría muerto si hubiera tenido una posibilidad de escape. Ergo el Gnomo estaba enjaulado como un grillo al ser asesinado.
Así de sencilla y de casual fue mi recuperación a la nor­malidad. Ya soy inmune. Aunque la Iglesia quiera tapar a toda costa este nuevo orden abandonado de Dios, pactando incluso con sus actores secundarios, volviendo a la Inquisición más abyecta y probando en mí los métodos más abominables.
La sociedad vive engañada mirando telediarios de cari­catura y pensando en futuros imposibles. Las jaulas sim­plemente están en el paisaje. Han conseguido que se acep­ten como inevitables, como la gripe y el catarro. Creo que la conspiración es mundial y la Iglesia, en el fondo, sólo es una pieza visible y aparatosa de un entramado gigantesco. Sólo busca sobrevivir. A los ángeles traviesos, en el fondo, no les interesa mantener el secreto; simplemente no les importan esos asuntos y se dejan respetar. Quién no haría caso a los ángeles si le permiten estar a salvo de sus dia­bluras. Pero la gente debe saber que el mundo se ha vuelto el campo de juegos de unos seres etéreos adolescentes y despreocupados, que sólo temen a su matrona. Dios nos ha abandonado y sólo nos tenemos a nosotros. A saber cuántos lugares como éste hay en el mundo para recluir hasta la locura a la gente que sabe la verdad. Hay que organizarse, divulgar el secreto y luchar contra la tiranía angélica. Son criaturas de Dios creadas a semejanza de nosotros pero sin nuestros vicios, así que pueden ser derrotadas de alguna forma por otras criaturas del Señor. Porque tienen un defec­to atroz: su bondad intrínseca no les permite matarnos.
El general de Napoleón y yo hemos preparado la fuga para este fin de semana. Está loco de remate, pero es un lince serrando barrotes. Llevamos dos meses con el pro­yecto. Tiempo suficiente para decirle al catatónico Juan si se apunta a la fuga. Se lo debo. Mucha gente pensará que estoy loco y necesito permanecer en este sitio infecto, pues al pasear por la calle les parece que el pulcro edificio que reflejan sus pupilas no es más que un agradable hospital para enfermos mentales, un manicomio, como decían en oíros tiempos de mayor sinceridad. Pero soy policía y sé bien de lo que hablo. Los detectives no creemos en las ideas socráticas sobre la bondad humana. Se acabaron las dudas. El doctor me habla mucho en las sesiones de terapia sobre la casa al borde del acantilado donde vive el pintor, pero su coartada falla. El maniático de los besugos sonrientes no me ha visitado cuando lo he solicitado; tampoco el Gnomo dejó sus cartas de tarot para demostrarme mi error. Encima lo han matado como gato enjaulado. He solicitado sus visi­tas cientos de veces y siempre me pusieron vagas excusas. Escucho cada amanecer de fin de semana los cánticos de los Prisioneros Postulantes en la calle. No creo que las alu­cinaciones sonoras sean corales y la mirada de Fernanda no pudo haber sido un sueño. Ayer me visitó otra vez el comi­sario, para felicitarme por mi mejora y anunciarme con cara paternal que siempre estará a mi lado para lo que necesite durante mi enfermedad. No me miró a los ojos, noto que la. culpa por meterme en este tugurio le taladra la conciencia. I a sola presencia por los pasillos de un catatónico que se pone a charlar a las primeras de cambio ya es una muestra evidente de que este sitio es una cárcel mal pensada y que de manicomio sólo tiene las pastillas.
Sí, que sigan con la idea del delirio, que el complot nie­gue que en las sesiones de consulta con el doctor, en su des­pacho de seriedad académica, no es un ángel mirándome con interés lo que veo sentado en las ramas del árbol junto a la ventana, sino un producto de mi mente trastornada; que se enfaden, que sigan obligando sin resultado a mi razón a actuar como un cuerdo engañado. Pueden repetir mil veces que no existen las jaulas que veo caer en el horizonte tras la muralla del jardín. Yo las veo, los demás pacientes las ven, sus ojos los delatan, aunque algunos giran la cabeza con miedo. Para ellos la visión ya es tabú. Han sido domestica­dos. Prefieren centrarse en la partida de dominó. Todo aquél que ha pensado en los ángeles está aquí. Nadie habla­rá. El complot mundial lo silencia o modifica todo. La gente se cree feliz y no desea molestias veraces. A los que conocemos el secreto nos quieren volver locos, rodeándo­nos de dementes que antes pensaban lo mismo.
Yo sigo diciendo al doctor que vale, viva la medicación, y escupiendo a escondidas las pastillas en los rincones del pasillo. Espero confiado el momento en que el general de Napoleón consiga abrir un frente de batalla en Borodino, que no sé muy bien qué quiere decir, pero suena bien, y mientras lime barrotes con tanto arte no me quejo de sus batallitas. El catatónico prefiere arriesgar la vida que pasár­sela de cenicero de pasillo. Es un plan peligroso, reconoz­co que los tres podemos ser capturados en cualquier momento. Pero yo nunca he dejado un caso sin concluir y no pienso romper la costumbre. Tendré dos buenos ayu­dantes para acabar con esta conjura si salimos de ésta: un Napoleón fanático y un gran mimo. Se van a enterar las cohortes angélicas.
Al menos ya no me enjaularán, porque voy a llevar una boina forrada de estampas de la Virgen del Carmen.

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