Tales of Mystery and Imagination

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Juan José Millás: Simetría



A mí siempre me ha gustado disfrutar del cine a las cuatro de la tarde, que es la hora a la que solía ir cuando era pequeño; no hay aglomeraciones y con un poco de suerte estás solo en el patio de butacas. Con un poco más de suerte todavía, a lo mejor se te sienta a la derecha una niña pequeña, a la que puedes rozar con el codo o acariciar ligeramente la rodilla sin que se ofenda por estos tocamientos ingenuos, carentes de maldad.
El caso es que el domingo este que digo había decidido prescindir del cine por ver si era capaz de pasar la tarde en casa, solo, viendo la televisión o leyendo una novela de anticipación científica, el único género digno de toda la basura que se escribe en esta sucia época que nos ha tocado vivir. Pero a eso de las seis comenzaron a retransmitir un partido de fútbol en la primera cadena y a dar consejos para evitar el cáncer de pulmón en la segunda. De repente, se notó muchísimo que era domingo por la tarde y a mí se me puso algo así como un clavo grande de madera a la altura del paquete intestinal, y entonces me tomé un tranquilizante que a la media hora no me había hecho ningún efecto, y, la angustia comenzó a subirme por todo el tracio respiratorio y ni podía concentrarme en la lectura ni estar sin hacer nada... En fin, muy mal.
Entonces pensé en preparar un baño y tomar una lección de hidroterapia, pero los niños del piso de arriba comenzaron a rodar por el pasillo algún objeto pesado y calvo (la cabeza de su madre, tal vez), y así llegó un momento en el que habría sido preciso ser muy insensible para ignorar que estábamos en la víspera del lunes.
Paseé inútilmente por el salón para aliviar la presión del bajo vientre, cada vez más oprimido por el miedo. Pero la angustia desde dondequiera que se produjera ascendía a velocidad suicida por la tráquea hasta alcanzar la zona de distribución de la faringe, donde se detenía unos instantes para repartirse de forma equitativa entre la nariz, la boca, el cerebro, etc.



Y en esto que ya no puedo más y me voy a ver a mi vecino, que también vive solo en el apartamento contiguo al mío. Sé que estaba en su agujero porque había oído ruidos y porque, además, es un pobre infeliz que jamás sale de su casa. Pues bien, llamé a su puerta varias veces y, en lugar de abrirme, comenzó a murmurar y a gemir como si estuviera con una mujer. Me dio tanta rabia que decidí irme al cine, aunque fuera a la segunda sesión, completamente decepcionado ya de las relaciones de vecindad, que son las únicas posibles una vez que uno ha cumplido los cuarenta y se ha desengañado de las amistades de toda la vida.
Y en este punto comenzó mi ruina por lo que a continuación detallaré: resultó que en la cola del cine tres o cuatro metros delante de mí había un señor que se parecía mucho a mi vecino y que no hacía más que volverse y mirarme como si me conociera de algo, y de algo malo a juzgar por la expresión de su rostro. Tuve la mala suerte de entrar cuando ya había comenzado la película y de que el acomodador, por casualidad, me colocara junto a él. Este sujeto estuvo removiéndose en el asiento, dándome codazos y lanzando suspiros durante toda la película. Daba la impresión de que yo le estuviera molestando de algún modo, cosa improbable si consideramos que no suelo masticar chicle, ni comer palomitas, ni desenvolver caramelos en la sala. El film, por otra parte, era novedoso y profundo, pues se trataba de una delegación de aves que se presentaba ante Dios con el objeto de protestar por la falta de simetría detectable en algunos aspectos de la naturaleza. Así, esta delegación compuesta por pájaros grandes en general se quejaba de que tanto los animales terrestres como los aéreos tuvieran que encontrarse tras la muerte en la misma fosa, cuando una disposición más armónica y equilibrada habría exigido que quienes pasaran su existencia en el aire reposaran en la tierra al fallecer, mientras que quienes habían vivido en la tierra encontraran descanso eterno en el aire. El Supremo Hacedor, que todo lo sabe, no ignoraba que ésta era una vieja aspiración de los buitres y demás pájaros carroñeros, que soñaban con una atmósfera repleta de cadáveres. Pero ocupado como estaba en otros asuntos de mayor trascendencia, y por no discutir, firmó una disposición obligatoria que sólo obedecieron los indios. Mas cuando los indios se acabaron por las rarezas de la historia y los cadáveres desaparecieron de las ramas de los árboles, se formó una nueva comisión que volvió a molestar con la misma cantilena al Relojero del Universo. Entonces, Éste que se encontraba ya menos agobiado explicó a los pájaros que la simetría no se podía imponer de golpe, sino que se trataba de una conquista a realizar en diversas etapas, la primera de las cuales dijo consistiría en convertir a los gorriones en las cucarachas de las águilas. De ahí que desde entonces estas aves rapaces sientan enorme repugnancia por esos pajaritos grises, que los seres humanos nos comemos fritos en los bares de barrio.
Bueno, pues el impertinente sujeto que digo me impi­dió ver a gusto este documental apasionante y denso, del que sin duda se me escaparon muchas cosas. Pero lo peor fue que a la salida del cine comenzó a perseguirme por todas las calles con un descaro y una astucia impre­sionantes: con descaro, porque no hacía más que mirar­me; y con astucia, porque, en lugar de seguirme por de­trás, me seguía por delante, aunque volvía frecuentemente el rostro con expresión de sospecha, como si yo fuera un delincuente conocido o algo así.
Intenté, sin éxito, deshacerme de él con diversas argucias, pero se ve que el tipo era un maestro en esta clase de persecuciones y no hubo manera de quitármelo de encima. Hasta que, a las dos horas de implacable persecución, se paró delante de una comisaría y cuchicheó algo con el guardia de la puerta, al tiempo que me señalaba. Yo continué avanzando con tranquilidad sin sospechar lo que me aguardaba. El caso es que cuando llegué a la altura del establecimiento policial, el guardia me detuvo y me preguntó que por qué tenía yo que seguir a aquel señor. Le expliqué, sin perder los nervios ni la compostura, que se había equivocado, que el perseguido era yo. De todos modos, me obligó a pasar dentro en compañía del sujeto que, frente al comisario, me acusó de haberle molestado con el codo y con la rodilla durante la película, y de andar detrás de él toda la tarde.
En seguida advertí que el comisario estaba más dispuesto a creerle a él que a mí, porque yo era de los dos el que peor vestido iba, pero también porque un ligero defecto de nacimiento le da a mi mirada un tono de extravío que quienes no me conocen identifican con cierta clase de deficiencia psíquica. Procuré, pues, mantener la serenidad y hablar en línea recta, pese a mi conocida tendencia de utilizar giros y metáforas cuyo significado más profundo no suelen alcanzar las personas vulgares. Y creo que habría conseguido mi propósito de convencer al policía, de no ser porque en un momento dado de este absurdo careo el defensor de la ley nos preguntó que qué película habíamos visto. Yo respondí que no me acordaba del título, aunque podía contarle el argumento. Confiaba en derrotar a mi adversario en este terreno, dada mi habilidad para narrar fábulas o leyendas previamente aprendidas. De manera que me apresuré a desarrollar la historia de los pájaros. Y ahí es donde debí cometer algún error, porque detecté en el comisario una mirada de perplejidad y una fuerte tensión a medida que el relato avanzaba.
El caso es que cuando acabé de contarle la película, se dirigió al otro y le dijo que podía marcharse; a mí me retuvieron aún durante algunas horas. Finalmente, me hicieron pagar una multa de regular grosor y me dejaron ir con la amenaza de ser llevado a juicio si volvía a las andadas.
Desde entonces, siempre que me persigue alguien, me detienen a mí. Y de todo esto tiene la culpa mi vecino, que no me abre la puerta. Pero también influye un poco el hecho de que haya dejado de asistir al cine a las cuatro de la tarde, que es la hora a la que solía ir cuando era pequeño. En fin.

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