Nos lo prestó una pareja de amigos, compañeros de la universidad; por lo visto, lo compraron en Polonia, durante el semestre que pasaron en la universidad de Poznan con su hija de pocos meses. «Nosotros ya no lo necesitamos, hace mucho que Ane duerme por las noches de un tirón», nos dijeron. Maddi se despertaba muy a menudo, en aquella época, de manera que aceptamos: aquel aparato de color crema iba a venirnos muy bien. Constaba de dos elementos: el emisor, que colocaríamos junto a la cuna de Maddi, y el receptor, que llevaríamos con nosotros. El alcance, por lo que nos contó Jabi, era de doscientos cincuenta metros, aproximadamente. «Más que suficiente, al menos si no pretendéis tomaros unas copas en el bar de abajo».
Durante las primeras semanas funcionó a la perfección: si Maddi suspiraba, la oíamos varias veces amplificada, aunque estuviésemos en la otra punta de la casa. Al mes de tener el aparato en casa, sin embargo, empezamos a oír ruidos a través del receptor, siempre alrededor de las once de la noche: una especie de chirridos o, según mi mujer, de quejidos. Las primeras veces, por descontado, fuimos corriendo a ver qué le pasaba a la niña, pero siempre la encontrábamos dormida como un tronco. Se nos ocurrió que podía ser la pila -el aparato usaba una de esas pilas cuadradas, grandes, que ya no son tan fáciles de encontrar-, pero, aunque la cambiamos, fue inútil: esa misma noche, a partir de las once, el receptor empezó a emitir aquellos molestos gemidos, y no hizo otra cosa durante los siguientes minutos. «Será una interferencia -afirmó Arantza-. Seguro. Le preguntaré a los vecinos, ya sabes, a los que han tenido gemelos». Así era: los de al lado poseían un aparato similar, que encendían hacia las once de la noche, cuando se acostaban. Les explicamos nuestro problema, pero ellos no podían hacer mucho: nuestro aparato, al menos, no le causaba interferencias al suyo.
No volvimos a preocuparnos del tema en una temporada: los ruidos eran engorrosos, sí, pero no nos impedían oír a Maddi si lloraba o gritaba. Puede decirse que nos acostumbramos.
Durante un fin de semana, sin embargo, nuestros vecinos se marcharon a visitar a los abuelos, al pueblo, y las interferencias continuaron. Entonces empezamos a fijarnos más en aquellos sonidos: subimos el volumen al máximo y tratamos de averiguar qué podía ser aquello. Parecían llantos y, de vez en cuando, se oían algunas palabras que no entendíamos. Como si procedieran de un antiguo disco de 78 r.p.m.
Al final grabamos aquellos sonidos, aquellas supuestas voces, y decidimos llevarle la cinta a Iñigo, un filólogo amigo nuestro que conoce una considerable cantidad de lenguas. Mi petición le sorprendió -no le di demasiadas explicaciones-, pero me prometió que escucharía la grabación. Me llamó a la mañana siguiente: «No se oye muy bien, pero yo diría que es alemán. Pero un alemán un poco raro. Probablemente yiddish: ya sabes, el dialecto de los judíos del Este. Aunque lo cierto es que no he entendido gran cosa».
Recordé entonces que Jabi nos había entregado el aparato dentro de su caja original, y corrí a buscar el cuaderno de instrucciones. Allí estaba: “Made in Poland”. Y, debajo, el nombre y la ubicación de la fábrica: “Oswiecim”.
Oswiecim, en alemán, es Auschwitz.
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