No sabré
decir con fijeza en qué año del pasado siglo era cura
de Yanaquihua, en la doctrina de Andaray, perteneciente a la
diócesis del Cuzco, el doctor don Gaspar de Angulo y
Valdivieso; pero sí diré que el señor cura era
un buen pastor, que no esquilmaba mucho a sus ovejas, y que su
reputación de sabio iba a la par de su moralidad. Rodeado
siempre de infolios con pasta de pergamino, disfrutaba de una fama
de hombre de ciencia, tal como no se reconoció entonces sino
en gente que peinara canas. Gran latinista y consumado
teólogo, el obispo y su cabildo no desperdiciaban
ocasión de consultarlo en los casos difíciles, y su
dictamen era casi siempre acatado.
El doctor Angulo y
Valdivieso vivía en la casa parroquial, acompañado
del sacristán y un pongo o muchacho de servicio. Su
mesa rayaba en frugal, y por lo que atañe al cumplimiento de
los sagrados deberes de su ministerio daba ejemplo a todos sus
compañeros de la diócesis.
Aunque sólo
contaba treinta y cuatro años de edad y era de bello rostro,
vigoroso de cuerpo, hábil músico e insinuante y
simpático en la conversación, nunca había dado
pábulo a la maledicencia ni escandalizado a los feligreses
con un pecadillo venial de esos que un faldellín de bandera,
vestido por cuerpo de buena moza, ha hecho y hace aún
cometer a más de cuatro ministros del altar. El estudio
absorbía por completo el alma y los sentidos del cura de
Yanaquihua, y así por esta circunstancia como por la
benevolencia de su carácter era la idolatría de la
parroquia.
Pero llegó
un día fatal, probablemente el de San Bartolomé, en
que el diablo anda suelto y tentando al prójimo. Una linda
muchacha de veinte pascuas muy floridas, con una boquita como un
azucarillo, y unos ojos como el lucero del alba, y una sonrisita de
Gloria in excelsis
Deo, y una cintura cenceña, y un piececito como el de
la emperatriz de la Gran China, y un todo más revolucionario
que el Congreso, se atravesó en el camino del doctor Angulo,
y desde ese instante anduvo con la cabeza a pájaros y hecho
un memo. Anita Sielles, que así se llamaba la doncella, lo
traía hechizado. El pastor de almas empezó a
desatender el rebaño, y los libros allí se estaban
sin abrir y cubiertos de polvo y telarañas.
Decididamente el
cuerpo le pedía jarana..., y ¡vamos!, no todo ha de
ser rigor. Alguna vez se le ha de dar gusto al pobrecito sin que
raye en vicioso; que «ni un dedo hace mano ni una golondrina
verano».
Y es el caso que
como amor busca correspondencia, y el platonicismo es manjar de
poetas melenudos y de muchachas desmelenadas, el doctor Angulo no
se anduvo con muchos dibujos, y fuese a Anita y la cantó de
firme y al oído la letanía de Cupido. Y tengo para
mí que la tal letanía debió llegarla al
pericardio del corazón y a las entretelas del alma, porque
la muchacha abandonó una noche el hogar materno
y fuese a hacer las delicias de la casa parroquial con no poca
murmuración de las envidiosas comadres del pueblo.
Medio año
llevaban ya los amantes de arrullos amorosos, cuando el doctor
Angulo recibió una mañana carta en que se
exigía su presencia en Arequipa para realizar la venta de un
fundo que en esa ciudad poseía. Fiarse de apoderados era,
amén de pérdida de tiempo y de tener que soportar
embustes, socaliñas y trabacuentas, exponerse a no recibir
ni un cuarto. Nuestro cura se dijo:
|
La despedida fue
de lo más romántico que cabe. No se habría
dicho sino que el señor cura iba de viaje al fabuloso
país de la Canela.
Dos semanas era el
tiempo mayor que debía durar la ausencia. Hubo llanto y
soponcio y... ¡qué sé yo! Allá lo
sabrán los que alguna vez se han despedido de una
querida.
El doctor Angulo
entró en Arequipa con ventura, porque todo fue para
él llegar y besar. En un par de días terminó
sin gran fatiga el asunto, y después de emplear algún
dinerillo en arracadas de brillantes, gargantilla de perlas,
vestidos y otras frioleras para emperejilar a su sultana,
enfrenó la mula, calzose espuelas y volvió grupa
camino de Yanaquihua.
Iba nuestro
enamorado tragándose leguas, y hallábase ya dos
jornadas distante del curato, cuando le salió al encuentro
un indio y puso en sus manos este lacónico billete:
¡Ven! El
cielo o el infierno quieren separarnos. Mi alma está triste
y mi cuerpo desfallece. ¡Me muero! ¡Ven, amado
mío! Tengo sed de un último beso.
II
Al otro
día, a la puesta del sol, se apeaba el doctor Angulo en el
patio de la casa parroquial gritando, como un frenético:
-¡Ana!
¡Ana mía!
Pero Dios
había dispuesto que el infeliz no escuchase la voz de la
mujer amada.
Hacía pocas
horas que el cadáver de Ana había sido sepultado en
la iglesia.
Don Gaspar se
dejó caer sobre una silla y se entregó a un dolor
mudo. No exhaló una imprecación, ni una
lágrima se desprendió de sus ojos. Esos dolores
silenciosos son insondables como el abismo.
Parecía que
su sensibilidad había muerto, y que Ana se había
llevado su alma.
Pero cerrada la
noche y cuando todo el pueblo estaba entregado al reposo,
abrió una puertecilla que comunicaba con la sacristía
del templo, penetró en él con una linterna en la
mano, tomó un azadón, dirigiose a la fosa y
removió la tierra.
¡Profanación! El cadáver de Ana quedó en
breve sobre la superficie. Don Gaspar lo cogió entre sus
brazos, lo llevó a su cuarto, lo cubrió de besos,
rasgó la mortaja, lo vistió con un traje de raso
carmesí, echole al cuello el collar de perlas y
engarzó en sus orejas las arracadas de piedras
preciosas.
Así
adornado, sentó el cadáver en un sillón cerca
de la mesa, preparó dos tazas de hierba del Paraguay, y se
puso a tomar mate.
Después
tomó su quena, ese instrumento misterioso al que mi
amigo el poeta Manuel Castillo llamaba
|
la colocó dentro de un
cántaro y la hizo producir sonidos lúgubres,
verdaderos ecos de una angustia sin nombre e infinita. Luego,
acompañado de esas armonías indefinibles,
solemnemente tristes, improvisó el yaraví
que el pueblo del Cuzco conoce con el nombre del
Manchay-Puito (infierno aterrador).
He aquí dos
de sus estrofas que traducimos del quichua, sin alcanzar,
por supuesto, a darlas el sentimiento que las presta la
índole de aquella lengua, en la que el poeta
haravicu desconoce la música del consonante o
asonante, hallando la armonía en sólo el eufonismo de
las palabras.
El resto del
Manchay-Puito hampuy nihuay contiene versos nacidos de una
alma desesperada hasta la impiedad, versos que estremecen por los
arrebatos de la pasión y que escandalizan por la desnudez de
las imágenes. Hay en ese yaraví todas las
gradaciones del amor más delicado y todas las extravagancias
del sensualismo más grosero.
Los perros
aullaban lastimosa y siniestramente alrededor de la casa
parroquial, y aterrorizados los indios de Yanaquihua abandonaban
sus chozas.
Y las dolientes
notas de la quena y las palabras tremendas del
haravicu seguían impresionando a los vecinos como
las lamentaciones del profeta de Babilonia.
Y así
pasaron tres días sin que el cura abriese la puerta de su
casa.
Al cabo de ellos
enmudeció la quena, y entonces un vecino
español atreviose a escalar paredes y penetrar en el cuarto
del cura.
¡Horrible
espectáculo!
La
descomposición del cadáver era completa, y don
Gaspar, abrazado al esqueleto, se arrastraba en las convulsiones de
la agonía.
III
Tal es la
popularísima tradición.
La Iglesia
fulminó excomunión mayor contra los que cantasen el
Manchay-Puito o tocasen quena dentro de un
cántaro.
Esta
prohibición es hoy mismo respetada por los indios del Cuzco,
que por ningún tesoro de la tierra consentirían en
dar el alma al demonio.
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