Me habían pedido que hablara de zombis. Pero yo no quería describir uno cualquiera, así que me puse a mí mismo la meta de crear un ser imparable, una putrefacción artificial sin igual en la historia de la humanidad.
Empecé a pensar qué cualidades debería poseer. Tenía que ser fuerte y poderoso, sin duda, y carecer de alma y emotividad. Sería capaz de comerse incluso a otros de su condición, llegado el momento. La sola idea de enfrentarse a él provocaría temor, ya que podría tumbar y devorar a cualquiera que se pusiera en su camino. Tanto temor provocaría, que se le pagaría tributo, y entre todos le alimentaríamos, haciendo que él y los suyos fueran cada vez más imparables, aunque lo suficientemente listos como para darse cuenta de que, sin nosotros, ellos no serían nada, y por tanto nos asfixiarían lentamente, para que nunca se nos ocurriera tratar de unirnos contra ellos.
Me detuve, como herido por una flecha invisible, y dejé de anotar. Todo eso no valía para nada, ya había sido inventado. El zombi definitivo, de hecho, ya estaba entre nosotros. Nosotros solemos llamarlos bancos
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