Tales of Mystery and Imagination

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Matías Candeira: Exploradores





Naturalmente, esta clase de cosas ocurren de noche, cuando gimotea el fonógrafo y las bombillas pintadas proyectan demenciales sombras.

Truman Capote


Ha delirado y ha gritado su nombre a la oscuridad del sótano y ahora, por fin, lo sé. Le he esposado una mano al saliente de la bañera. Al mirarle fijamente intento que me parezca un ani­mal, moribundo, lo intento con todas mis fuerzas, una criatu­ra sin posibilidades ante lo que vamos a hacerle. Por eso trato de visualizar alguna otra imagen para no sentir tristeza. Que él es, si me esfuerzo, el cráneo blanco y limpio de un caimán o una cría que morirá sumergida en una ciénaga o puede (tengo que conseguirlo) que un oso atravesado por la herida de un cazador, desangrándose en mitad del hielo. Vuelvo a contem­plar su cuerpo (un bulto, es un bulto) y él delira, susurra su nombre una vez más, Langdoc, creo que es Langdoc, y yo ima­gino y deseo que llegue el momento en que mi propio nom­bre se desvela, ese segundo furtivo en que me siento, quizás,

más cerca de mi padre y sus ojos como alas de insecto, en lar­gas noches cuidando juntos el árbol. El visitante susurra su nombre, Lang..., ojos cerrados, agonía, un hilo de sangre oscura empapándole los párpados, pero los nombres no se pueden decir a la ligera. Necesito acercarme y limpiarle la cara. Eso hago, le reclino la cabeza hacia atrás para que respire mejor, y creo que ya me siento más tranquilo. No mucho, si soy sincero.
Según mi padre, no se puede venir sin invitación a nuestra casa. No se puede pisar la hierba seca ni subir al árbol de las manzanas a robarnos uno de nuestros tesoros. En la parte tra­sera, hace sólo unas horas, susurró: «Hay alguien en el árbol de las manzanas». La noche llegaba hasta la casa y sus muros derruidos. Me fijé en que lo decía así, con ansia, levemente su labio se abrió en la penumbra y empezaron a aflorar con pere­za, islas, esos dientes enormes. Mi padre saca los dientes y entonces uno sabe que tiene un hambre espantosa.

El árbol resplandecía a lo lejos, parecía que las ramas fueran pasto de un incendio rojizo, pero que yo recuerde, las manza­nas siempre han brillado de esa manera. Mi padre señaló la base, el tronco, la figura enmarcada entre los frutos: el visitan­te trataba de escalar a las ramas más altas, arrancó una manza­na roja sin saber lo que iba a ocurrirle. Dijo que no sabía cogerlas, empezó a moverse violentamente entre los muros con la boca anegada de saliva, no sabe, no sabe, furioso, mientras acariciaba el cuchillo que le cuelga del cuello. Yo dije que a lo mejor sólo quería una, porque lo cierto es que no deseaba ir hasta allí, sentir pena, vértigo, hacer eso que iba a pedirme de un momento a otro. Pero él siguió insistiendo en que el árbol es lo único verdaderamente nuestro, que el visitante tiene que pagar un precio por robarlas; y después metió sus dedos ganchudos y gelatinosos en una abertura del muro y sacó una manzana picada y empezó a pelarla con la uña, uno de sus rituales nocturnos cuando alguien inesperado nos visita. Pela la manzana hasta que sólo queda en su mano la circunferencia limpia, la carne (pienso en un cráneo), y las entierra siempre junto al agu­jero del muro, como esos hijos que ya no vuelven a abrir los ojos. No sabe, una vez más. Retrajo los dientes al acabar, sorbió un poco de saliva y entonces, de la misma abertura, sacó la palanca y me la entregó solemnemente.
Escucho pasos en el piso de arriba, uno, dos, puede que un golpe seco en las tuberías viejas, y aquí abajo el visitante repite su nombre y la sangre está empezando a empapar su traje blan­co con remaches metálicos, que brilla en la densa oscuridad de este sótano. He decidido cerrar la puerta. Desde que perdí la memoria y no recuerdo mi nombre (¿cómo se vive cuando no sabes quién eres?), las palabras de mi padre siempre han sido señas, instrucciones confusas, reglas que sólo él comprende. El mundo es nuevo para ti, hijo, lo que tenemos que hacer es ponerle nombre a las cosas. Mira, ¿me escuchas?, mira, saber cómo te llamabas antes no te va a ayudar en nada. Esta noche caminamos los dos hacia el visitante, aún más agachados, en silencio. Le veíamos columpiarse de algunas ramas, cada vez más cerca. Con su cuerpo largo y huesudo probaba su resisten­cia al peso como si el árbol fuera un juguete de infancia. Éra­mos reptiles blancos, iguales a esa hierba quemada. Otra forma de vida. Pienso que quizás no debería culpar a mi padre por negarse a decirme cuál es o era mi nombre, porque puede que él mismo sea incapaz de recordar el suyo y por eso sienta, muy dentro, una tristeza tan antigua como el hierro o los desvanes. Quizás sea sólo una excusa para no hacer lo que rengo que hacer. Corrimos campo a través, más rápido, lateral, silenciosa­mente. Yo tenía miedo, eso me parecía. Aunque me temblaban las manos, probaba a mover la palanca de derecha a izquierda, calculando el giro de muñeca, esa zona dura de la cabeza donde mi padre dice que tengo que golpear para dejarlos inconscien­tes. Casi reptábamos por el terreno cuando llegamos al pie de la colina rala. Más lento, hijo, cuidado, oía la voz densa de mi padre mientras apretaba el mango de su cuchillo. Yo no podía dejar de mirar su cráneo, la palanca sujeta entre mis dedos, lo fácil que sería. Pero siempre tardo demasiado en decidirme con cualquier asunto. Tierra más blanda y una elevación y nuestro árbol y las manzanas brillantes y rojas colgando como las crías de un animal desconocido. En ese momento, al ascender, mi padre extendió su mano izquierda hacia mi costado. Me pare­ció que quería coger la mía, infundirme tranquilidad, pero fue un gesto que no me hizo sentir nada. Se supone que uno debe sentir algo hacia su padre. Yo se la cogí de todos modos, porque si no sería peor. Olía a manzanas bajo la tierra, cráneos protegidos de hombres, y sin más encajé la palanca en mi espal­da, en un punto exacto de los huesos que salen de mi espinazo, para que el visitante no la descubriera. Vas a acabar enseguida, escuché que decía mi padre. Ya es hora. Su tono era especial­mente leve, como susurrado a través de un torrente subterrá­neo, y no supe si se estaba refiriendo al visitante o a algo secreto que muy pronto tendría que ocurrir.
Buenas noches, dijo al fin, a los pies del árbol de las manzanas.
Durante un instante, el visitante se giró hacia nosotros. Llegamos a tiempo, porque probablemente estaba a punto de marcharse en ese aparato blanco que había traído. Resulta bas­tante extraño, ya que en aquel momento yo fui incapaz de recordar cómo se llamaba. Por sorpresa, el visitante dio un paso atrás, una de las manzanas se le cayó de las manos y rodó hasta donde estábamos; y entonces estuve seguro de escuchar cómo crujía la boca de mi padre, un gesto tan suyo al ver el fruto caer, golpearse, como una pieza sagrada que no se respeta. Cogió la manzana. Frotó con la uña el lugar donde se había hundido. Hubo silencio. Y más silencio todavía, lo que, para ser sincero, no era muy buena señal.
El visitante nos saludó con su mano enguantada y volvió a apoyar el aparato metálico junto al tronco. Creía oír su respira­ción, arrítmica porque acababa de descubrirnos, perfilados bajo las ramas, guardianes. Me hubiera gustado poder verle los ojos en aquel momento, mirarnos, de igual a igual si él hubiera que­rido. Pero llevaba el casco y era difícil.
Mi padre debía de haber escondido el cuchillo sin que me diera cuenta. El visitante comenzó a hablar ahora, cada vez más lentamente, y tranquilo, quizás porque le sonreí. Eso quiero creer. Este árbol que tienen ustedes aquí es asombroso, dijo, yo pensaba que en esta zona no crecía nada ni vivía nadie. Mi padre respondió que, obviamente, se equivocaba, que estába­mos nosotros, y continuó hablándole con mucha lentitud del árbol y de las manzanas gigantescas, instrumentos vivos, su tesoro redondo, perfecto, incandescente. ¿Sabe usted?, decía mi padre mientras le miraba palpitar el cuello, nos alimentamos con ellas... Ya se imaginará que por aquí no hay nada más que comer. Pero estaba mintiendo. Esa fue la señal, sé que lo era porque oí a mi padre silbar confusamente, su mandíbula oscu­ra y torcida al cerrarse, contándole al visitante alguna historia incierta. ¿Puede usted pasarme una manzana? Me gustaría enseñarle algo, ¿ve?, han de cogerse así y la mandíbula y los dientes siguieron chasqueando con un sonido que sólo yo puedo comprender. Me sentí incapaz de hacer nada. Los ojos de mi padre quedaron fijos, inmóviles. Contempló al visitan­te inclinarse para mirarla más de cerca y noté que no podía moverme cuando estaba alzando la mirada otra vez, la manza­na en la mano como su propia cabeza, tome, dijo, aquí está y un segundo de silencio antes de que me empujara con fuerza a la tierra, arrancara la palanca de mis huesos traseros y le gol­peara en la nuca, justo donde me ha enseñado. No me moví. Simplemente me acurruqué en la tierra, esperando las palabras posibles, las que tenían que venir: eres un inútil o no eres mi hijo o para sobrevivir tienes que obedecerme. Sentía vergüen­za, pero también la victoria (o lo que más se parece a la victo­ria) de no haber podido hacerlo. Mi padre cogió entonces las otras manzanas del suelo. Creo que empezó a temblar, no sé si estaba llorando, cuando las colocó junto a sus ramas, como un artesano (con manos de musgo) en su taller sin luz, cada una en la suya, hermosas y en orden hasta que el árbol volvió a ser nuestro árbol. El árbol de las manzanas.
En aquel momento anunció que no estaba enfadado conmi­go, que esta noche había pensado algo especial para mí y ya estaba llegando la hora. ¿La hora de qué?, pregunté yo. El se agachó junto al visitante. Como si estuviéramos en mitad de un ritual blanco y antiguo, tocó la herida en la cabeza, mojó los dedos en el charquito de sangre, los chupó dulcemente. Uno a uno. Éste servirá, sentenció. Yo no sabía a qué se refería, no lo sabía, pero sí lo supe cuando, bajo las manzanas fantasmales que pendían sobre nuestras cabezas, mi padre se inclinó violen­tamente hacia delante, hincó la rodilla en la tierra, contrajo con rapidez algunos de sus muchos huesos y después, con aire vic­torioso, me mostró el cuchillo otra vez.
Esta noche, dijo, cuando le hayas pelado, voy a decirte tu nombre por fin.
Yo me quedé en silencio mirando el aparato apoyado en el tronco, evitando sus ojos al hacer círculos, y absurdamente, de pronto, vino una imagen a mi cabeza. Y también el dolor, la ceguera, rabia roja, el latido de mi corazón agolpándose como un cuco. Bicicleta. Era una bicicleta.
Le pregunté si podía llevármela, pero supe enseguida que no me consideraba digno, que pensaba que eso era para los niños pequeños y no tenía valor. Haz lo que quieras, me respondió, y mientras él cogía al visitante de una pierna y comenzaba a arras­trarlo con mucho esfuerzo por la hierba quemada, yo traté de empujar la bicicleta. Bajo la noche inmensa imaginé, muy len­tamente, un camino imaginario que descendía la colina y yo podía seguir.


He rasgado con la boca un trozo de una vieja cortina. No sé si es adecuado vendarle la cabeza al visitante, ni tampoco levan­tarle los párpados, ni mirarme en sus ojos blancos, desvaneci­dos (más dentro de lo que puedo atreverme) y sentir, otra vez, una extraña nostalgia. Pero es lo que he hecho y ahora, se está despertando.
Esto es... ¿Es un bunker?, balbucea confusamente.
Estás en nuestro sótano, le digo, y con lentitud voy señalán­dole la bombilla huesuda que cuelga sobre nosotros, los contor­nos de las vigas, la herrumbre luminosa de los rincones, los aparatos rotos y herramientas que cuelgan de los ganchos del techo como jirones de piel, una pila de postales viejísimas junto a la bañera. He decidido no hablarle de la pequeña montaña de huesos que hay al lado de la puerta verde, donde ni siquiera yo me atrevo a mirar. Él suspira, aprieta los dientes. Debe de dolerle muchísimo. No sé bien por qué, pero me atrevo a acer­carme hasta donde está y me siento en el borde de la bañera. En realidad, quizás lo hago esperando que se aparte bruscamente y así pueda golpearle la cabeza con la palanca con toda la fuerza que tengo. Partirle la mandíbula, sin más. Estallarlo. Abrirle un agujero en la nuca y así no tener que mentir si me pregun­ta por qué le he esposado, qué es lo que hace mi padre ahí arri­ba con el sonido del cuchillo cada vez más denso, pulcro, sonido y miedo, el que reconoce cualquiera que esté esposado en un sótano y mire su boca y su saliva. Piedra. Piedra. Un golpe. La raspadura del metal. Y él se queda inmóvil al reco­nocer mis facciones.
Pero qué... Qué sois vosotros, dice en alto, casi grita, y lo único que puedo responderle es que no sé si hace tiempo yo era como él, que no lo recuerdo. Agacha la cabeza y se pone a temblar, porque es posible (aún no lo sé) que haya compren­dido. Dios mío, solloza, me contaron que la zona era peligro­sa y no les escuché, ¿me has vendado tú?... No, ¡no!, ¿qué vais a hacerme?
Tampoco tengo respuesta para esa afirmación, porque debo entender que me incluye en esa amenaza oscura. Está llorando. Se ha cubierto la cara con sus manos grandes, inclinándose, rít­micamente. Me quedo en silencio un poco más. Si gritas, mi padre va a bajar aquí, me oigo decirle a continuación. Cuidado, exacto, debemos tener muchísimo cuidado. ¿Por qué no sim­plemente lo dejo inconsciente otra vez hasta que mi padre me entregue el cuchillo? Creo que las palabras se hunden en las pare­des leprosas del sótano cuando salen de mi boca, no son mías, quizá sí, pero desconozco cuánto tiempo pasa hasta que él vuel­ve a mirarme y siento ganas de abrazarlo, unas inmensas ganas y todavía más cuando extiendo las manos manchadas de aceite de bicicleta, manos con sangre, y él se aparta con asco, un momen­to sólo, pero luego deja que le toque la cara y repase con los dedos curvos sus mejillas hundidas, la barbilla afilada, la cicatriz que tiene en el labio, su pelo rojizo, como de cobre ardiendo. Es como si al tocarle encontrara una mitad perdida, humana, si es que esa palabra puede pertenecerme. Sé, en este instante, que debo preguntárselo para poder sentirme vivo en este sótano. ¿Podrías...?
Carraspeo, reúno las fuerzas: ¿Podrías ponerme un nombre?
En el piso de arriba creo oír el cuchillo, se agrava su ampli­ficación al rozar la piedra y las tuberías. Quizás mi padre (si es cierto que es mi padre, pienso, y no alguien que estaba ahí en el momento adecuado) esté escuchándonos desde la habitación, haciendo crujir su boca, esa mala señal. El visitante sigue obser­vándome fuera de toda comprensión.
No lo entiendo, dice, ¿cómo puedes vivir así?
Si nos volvemos a encontrar, quizás pueda contártelo. Agito las manos, le señalo ese sonido aterrador en algún lugar de la casa; y sigo hablando:
No hay tiempo ahora, ¿podrías hacerlo?
Me mira de ese modo, vacilante, pero quizás estemos un paso más cerca de comprendernos. De pronto, débilmente, extiende la mano libre hacia las postales viejas, universos de una época desdibujada para mí, fuera de un origen. ¿Qué hace? Las coloca en su regazo, el firmamento de cosas que contienen. Este es el silencio más largo de mi vida, cuando baja la cabeza, piensa, se toca la venda confusamente, el dolor le da un latigazo terrible, alza una postal manchada de sangre hacia la luz y me mira. Me mira.
¿Qué te parece si te llamo «Cumbre»?
Yo miro esa postal, rápido al principio, sin atreverme. Noto que me tiemblan un poco las piernas. La miro. La miro otra vez: hay una montaña de roca verde en el dibujo, nieve virgen que se precipita por una ladera vastísima, un hombre sobre la cima que extiende los brazos, que grita al cielo quién sabe qué.
Cumbre... Cumbre..., repito a la oscuridad que nos rodea. Suena bien. ¿Sabes si ese lugar existe?
Queda lejos, eso desde luego, me responde él.
Decidido, empuño la palanca, y se la entrego, y nuestros dedos son una sola cosa.
No me importa, le digo. La verdad es que tengo mucho tiempo.
Sólo queda el martilleo de la tubería al ser raspada, más lento cuando me giro para escuchar y lo localizo encima de nosotros; y propagándose hacia la izquierda (mi padre ya casi ha terminado) al girarme de nuevo hacia él porque hay una cosa más que decir. Y debo decirla con convicción. Debo ser capaz, por esta vez.
Escóndela bien, ¿me oyes? Tienes que hacerte el muerto cuando mi padre baje.
Él suplica que me quede, ¿dónde vas?, por favor, no te vayas, no me dejes solo, revolviéndose en la sangre oscura que cubre el fondo de la bañera.
Dale aquí, continúo. Muy fuerte Todo lo fuerte que puedas. Yo no puedo hacerlo, pero tú sí.
Me toco familiarmente la zona dura de la cabeza donde, hace mucho, mi padre o el hombre que dice serlo me enseñó.
Este silencio es el último. Digo «gracias» y estrecho su mano libre otra vez. Luego subo en silencio los peldaños. Podría vol­ver, llorar, abrazarlo de nuevo mucho más fuerte, pero desisto.
Arriba, junto a las ventanas, no consigo ver a nadie. Tampoco en las habitaciones vacías que se multiplican. Y por un momento pienso en decir «adiós, padre», pero sólo consigo

musitar un adiós blando, sin luz, mientras alcanzo la puerta y miro por última vez atrás. Adiós...
Vuelvo a intentarlo. Adiós.
Por un instante, cuando monto en la bicicleta, me parece escuchar los pasos de mi padre descendiendo al sótano, uno, dos, nada, uno, dos de nuevo, hasta que la puerta se cierra sin el menor ruido. Aprieto los dientes y los huesos y quiero parar pero ya estoy pedaleando, más y más fuerte. Sé cómo se hace. Ahora, veo el árbol fantasmal en la cima de la colina y siento que es una frontera que nunca he atravesado.
Con mi verdadero nombre, lo primero que voy a hacer es robar una manzana.

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