Huesos.
Sólo
huesos.
Un
montón de ellos.
Lucas Cebrián no paraba de sacar huesos.
Adultos, unos pocos niños... Esqueletos completos y piezas sueltas.
Limpios
y algo ennegrecidos por el color rudo del suelo que los acogía.
Los
apilaba en la parte de atrás del cobertizo. Lo hacía con cuidado y respeto;
imaginaba que en una situación parecida, a él le hubiera gustado que quien
perturbara el sueño eterno manejase sus restos con un mínimo de decoro.
Mes tras mes, año a año, Lucas peleaba con denuedo contra el destino
que había heredado: una granja contagiada de lepra, en medio de un páramo
insalubre donde sólo medraban los mosquitos, las culebras y las ratas; rodeado
de una tierra estéril con la que había que pelearse para obtener algún fruto.
Y que sólo parecía querer germinar intermitentes
cosechas de huesos.
Lucas Cebrián era un hombre solitario: segundo hijo en una familia
humilde, y por lo tanto abocado a la miseria en un lugar en el que el
primogénito heredaba todo. La granja, las tierras, los cerdos y hasta aquel
saco de pulgas, parecido a un mulo, provenían de un tío materno suyo, padrino
de bautizo, que había muerto poco tiempo atrás sin más descendencia que aquel
muchacho retraído y hosco, aunque trabajador. Era una nueva vida, lejos de su
lugar de nacimiento. Cualquier otro hubiera cejado en el empeño al poco tiempo,
pero Lucas era un hombre adusto y obstinado, temeroso de Dios a la manera de
quien lo ve como un padre exigente, brutal y algo distante. Aquella herencia
había sido un regalo, la puerta que se le había proporcionado para salir de una
existencia abocada al infortunio: puerta y prueba. Asumía su actual pobreza con
pragmatismo: nadie es pobre, un pobre de verdad si tiene un lugar y los medios
para subsistir por sí mismo. Sólo se es pobre de verdad si se depende de la
caridad ajena. Consideraba que el trabajo era una obligación moral y que la
riqueza, la auténtica riqueza estaba en relación inversa a las necesidades que
uno mismo se exigía.
Lucas pedía poco: comer, beber, dormir y tener la salud suficiente
para ir amanecer tras amanecer a pelearse con aquella tierra preñada de huesos
y penuria.
Sin embargo había días en los que percibía un ligero prurito de duda.
Miraba
el montón de tibias, costillas y cráneos y se preguntaba en voz baja si él no
iba a ser el siguiente en pudrirse bajo la maloliente capa que lo cubría todo;
dudaba si alguien iba a recoger sus huesos mondos, roídos por las ratas.
Pero, para los hombres y mujeres como Lucas, el cansancio y el hambre
eran los mejores revulsivos contra la inquietud, compañeros que empujaban hasta
devolver al individuo al vulgar camino de la rutina y a la certidumbre del
trabajo duro.
Lucas
seguía sacando huesos de vez en cuando. No se hacía preguntas. No había miedo.
Lucas no era supersticioso o no tenía tiempo de serlo. ¿Por qué estaban ahí?
Alguna razón habría, una vieja batalla olvidada de una guerra más olvidada, una
peste... Qué más daba. Los muertos no hacían daño a nadie. Estaban en el cielo
o en el infierno, atrapados a buen recaudo; sonrientes y felices en un caso,
condenados y arruinados en el otro.
Él se limitaba a recogerlos y a
apilarlos.
Hasta aquella noche.
Claro.
Dormía en su casa, una edificación de un piso, y una sola habitación
que hacía las veces de cocina, dormitorio, almacén y despensa. Estaba hecha de
piedra y madera, de formas toscas y funcionales, sobria hasta el extremo, sin
apenas muebles. Era verano. Dormía con la ventana abierta, protegido de las
dolorosas picaduras de los mosquitos por una fina malla de metal. No corría
aire, y el calor se filtraba en los rincones como una manta sofocante. Lucas
tenía el sueño ligero, por lo que despertó cuando escuchó un extraño ruido
procedente del exterior. Pasos arrastrándose, pasos de varias personas, y una
sorda letanía, algo parecido a una oración murmurada en voz queda por varias
bocas. La granja estaba en medio de ninguna parte, al final de cualquier
sendero, los caminos no pasaban de largo, terminaban. Quien llegaba allí lo
hacía con premeditación o por desorientación. Por eso nuestro hombre se levantó
con cuidado y fue a coger la vieja escopeta que usaba para cazar algunos
conejos famélicos.
Era un grupo formado por mujeres de negro
y niños vestidos de domingo. Todos llevaban velas o toscos hachones confeccionados
con brezo y brea. En un carromato arrastraban un ataúd hecho de tablones medio
podridos; lo habían pintado de color oscuro en un vano intento de disimular la
cochambre, pero a través de las grietas, apenas iluminado por la luz de las
teas, se veía el color macilento de la mortaja. Se habían detenido a pocos
pasos de la valla que separaba la casa y el cobertizo de las tierras
circundantes. Estaban al lado de un enorme ciprés, de cara a la casa, como
esperando algo. No paraban de rezar, un susurro apenas audible, como el
agitarse de un panal
—¿Qué quieren? —preguntó Lucas, hosco. Sostenía el arma con descuido,
más molesto que enfadado.
Los rostros eran del color de la luna que rasgaba la noche. Las
miradas estaban cargadas de temor. Rostros calcados unos a otros, cargados de
arrugas y cansancio, enmarcados en el velo negro del luto.
Nadie
dijo nada. Los niños bajaron la cabeza y las mujeres no pararon de escupir
padrenuestros y avemarías con mecánica pulsión.
—¡Maldita sea! ¿Qué hacen en mis tierras, a estas horas y con eso?
—Venimos a enterrar —respondió una de ellas, indistinguible del
resto.
—¿Qué cono decís de enterrar a nadie aquí? —dijo asombrado.
La salmodia cesó. El silencio de la noche se apoderó de los oídos de Lucas.
A lo lejos cantaban las ranas y las cigarras, un soniquete repetitivo e
hipnótico.
—Siempre se ha hecho
así —le contestó la misma voz.
Lucas dudó. No podía
creer lo que escuchaba.
—Pues ya no. Esto, esto... no es un cementerio —respondió confuso, sin
llegar a creer del todo lo que había oído.
Un
murmullo distinto, el gorgoteo del agua al fluir por un riachuelo, llegó hasta
él. Eran las mujeres, que hablaban entre sí.
—¿Qué murmuráis?
Una de ellas se adelantó. Sostenía un velón torcido que goteaba cera
amarilla sin cesar. Era joven, o al menos sus ojos no se habían contagiado de
la vejez prematura que acosaba a todas las mujeres de la zona; se mostraba
desafiante.
—Esta tierra llama a los muertos. Ha sido así siempre.
Lucas
notaba como el enojo crecía en su interior. Tenía sueño, hacía demasiado calor,
la humedad le pegaba la ropa a la espalda. El hedor de sus axilas le aturdía y
la estúpida testarudez de aquellas beatas comenzaba a cansarle. Apoyó los dos
pies en el suelo con firmeza, cogió la escopeta con las dos manos. El cañón
enfilaba firme al cielo.
—Aquí no se entierra a nadie. Son mis
tierras ahora —apuntó a gritos—. Fuera.
Algunas de las mujeres se apiñaron
formando un grumo oscuro. Lucas, impaciente pateó el suelo con el pie y agitó
el arma. Notaba el vello de los antebrazos erizado. No le gustaba aquella
reunión macabra, no allí. Le gustaba la soledad, la libertad de no depender de
nadie y mucho más la tranquilidad de saber que nadie dependía tampoco de él. De
alguna forma aquella procesión lúgubre tambaleaba esa seguridad.
—¡Hombre! —el grito de la misma mujer la sacó de su ensimismamiento.
—¿Qué?
—¿Dónde empiezan tus tierras? —¿Para qué
quiere saberlo?
La mujer tragó aire. Sus ojos mantenían
una serenidad tensa.
—Si el cuerpo sale de la casa, hay que
enterrarlo. Si no es aquí, donde siempre se ha hecho, será en otra parte, en
otro lugar donde tu palabra no valga nada. Y queremos que sea lo más cerca de
aquí.
Lucas masticó con impaciencia una respuesta grosera. Luego suspiró.
—Allí atrás, donde termina la línea de
sauces.
La mujer inclinó la cabeza y se dio la
vuelta. Sus compañeras se abrieron como una flor carnívora y la digirieron.
Sin previo aviso comenzaron a rezar de nuevo, se dieron la vuelta al unísono y
arrastraron la carreta hacia la zona que Lucas les había señalado. Alguno de
los niños se giró y le miró. No había curiosidad, ni miedo, sólo un vacío, una
falta de emociones que le produjo escalofríos.
—¡Cavad bien profundo! —gritó antes de darse la vuelta y volver a
dormir.
Le recibió el tacto áspero de las sábanas. Cerró los ojos y se dejó
llevar por el cansancio. Lucas no creía en supersticiones. Sin embargo no
lograba quitarse de la cabeza una de las frases que había oído:
Esta tierra llama a los muertos.
A los pocos días Lucas acudió al pueblo. Tenía que comprar azufre para
sulfatar unas vides. Bajaba de ciento a viento. No le gustaba. Además de ser un
recién llegado, los oriundos le hacían sentirse forastero, extraño, y aquello,
aunque no llegaba a suponerle un problema, sí le incomodaba en tanto en cuanto
aguijoneaba un poco más su sensación de soledad. Había lugares en que a uno lo
recibían con los brazos abiertos o con el respeto callado de la indiferencia.
Otros, como El Pueblo, en la zona nadie lo llamaba de otra manera, recibían a
los de afuera con desconfianza y miradas de reojo.
—¿Cómo va ese huerto?
¿Ya no te molestan los topos?
Pablo, el tendero, quizá debido a su profesión, era menos retraído y
más comunicativo que otros. Ayudaba que poseía uno de esos rostros siempre
cruzados por una mueca de ironía y tenía la lengua presta al chiste fácil. Era
un hombre acostumbrado a que la gente depositara cierta confianza en él.
—Sólo las plañideras
—respondió Lucas algo arisco.
Llevaba
dos noches sin apenas dormir. Se pasaba el día de mal humor sin saber bien la
razón.
—Estás en boca de
algunos.
—No sé si eso es bueno o malo —Lucas descompuso su cara intentando
sonreír.
—Tu tío les dejaba. No iban a menudo, una vez cada pocos años. Parece
mentira, pero aquí la gente se mata poco... —Pablo emitió una carcajada única,
un disparo que reverberó en el aire, mostrando sus muelas cariadas—, pero
claro, él no vivía allí.
—¿Matarse? —Lucas no captaba la gracia.
—¿No sabes nada?
—No
Pablo le dio una palmada amistosa en el antebrazo. —Que por acá la
gente ya se suicida poco. —¿Suicida?
Pablo se dio la vuelta. La tienda estaba
sita en la planta baja de una pequeña casa de piedra caliza, era como una
cueva: oscura y estaba llena de moscas. De un manotazo atrapó a una de ellas.
—A los que se dan muerte por su propia mano no se les entierra en
sagrado —dijo el tendero, serio, observando su puño cerrado. Se escuchaba el
zumbido nervioso del animal encerrado, intentando salir.
Lucas se pasó la mano por la cara. El tendero, con un movimiento
seco, estampó la mosca sobre la superficie del mostrador. El animal rebotó,
cayó de nuevo y estuvo un par de segundos agitando de forma frenética las patas
hasta morir.
Pablo tiró el insecto al suelo de un manotazo
y se encaró con Lucas.
—A mí me da igual. En otros sitios los
entierran tras la tapia del cementerio. Pero aquí siempre los han llevado a las
que son ahora tus tierras. Siempre, no me preguntes la razón, no la sé...
—atrapó otra mosca al vuelo—, les gusta respetar las costumbres —recalcó—. Son
muy suyos con las costumbres. Ya te irás dando cuenta.
Lucas no dijo nada. Cogió el saco de
azufre, sacó unas monedas, pagó y se fue sin más.
Las calles del pueblo eran empinadas. Las
piedras que formaban el adoquinado irregular brillaban a la luz del sol, las
calles se retorcían, apenas se podía encontrar una sombra al caminar, era como
si quien hubiera construido ese maldito pueblo hubiera intentado hacerlo todo
lo más incómodo y molesto posible. Unas cuantas mujeres marchaban por la calle
principal, llevaban bolsas con el pan o con hortalizas; dos o tres hombres
fumaban sus cigarros liados a mano, sentados a la puerta del casino con aspecto
cansino. Lucas les saludó con una leve inclinación de cabeza. Las mujeres
bajaron la mirada y los hombres no hicieron el menor caso. Estaba acostumbrado.
Sin embargo se preguntaba cuánta carga de resquemor acompañaba a aquella
indiferencia.
Apresuró el paso. Quería salir de allí cuanto antes. Tenía que reparar
un agujero en el techo del cobertizo, dar de comer a los cerdos y segar algo de
hierba para los conejos.
Llegaba al arrabal, donde terminaba el pueblo y comenzaban el valle y
la huerta, donde el río serpenteaba perezoso y cansino entre los chopos. Vio
una cara conocida avanzar de frente a buen paso. Era la mujer que le había
hablado noches atrás. Iba vestida de campo, llena de barro, con la cabeza
protegida con un gran sombrero de paja trenzada. Era mayor de lo que en
principio había pensado.
Ella pasó a su lado sin siquiera mirarle, la vista clavada en el
suelo. Lucas se paró.
—¿Por qué en ese lugar?
Llevaba haciéndose la misma pregunta varios días, varias noches; sin
cesar. A veces se había descubierto a él mismo caminando hacia la parte de
atrás del cobertizo, en dirección a los huesos amontonados como si ellos
pudieran tener una respuesta.
La mujer se detuvo
también.
—¿Por qué los enterráis
precisamente allí? —insistió.
—Así se ha hecho
siempre.
La voz femenina
denotaba cansancio.
—Pero, ¿por qué?
Hablaban espalda contra espalda, alejados
unos dos metros el uno del otro, con el sol y las golondrinas como únicos
testigos. La mujer chasqueó la lengua.
—Esa
tierra llama a los muertos, a esos muertos, ya se lo dije.
—Eso es un sinsentido.
Hubo
unos segundos de pesado silencio. Luego la voz le contestó.
—Es la verdad, siempre ha sido así.
Lucas frunció el ceño y
se limpió el sudor.
—Ahora la gente me odia, me odia por no haber dejado que enterrasen a
aquel hombre en mis tierras.
Escuchó algo parecido a
una risa apagada.
—No, nadie le odia. Usted no tenía porqué saberlo, es forastero
—percibió el énfasis en al palabra—, pero sí piensan que es un idiota.
Lucas no sabía bien qué decir.
—Pero son mis tierras, soy pobre, hay que
trabajar como un mulo, para...
Nadie respondió. Se dio la vuelta. La
mujer se alejaba a buen paso.
Huesos.
Demasiados huesos.
Años, siglos quizá. Los pequeños huesos de los niños, esos cráneos
diminutos, le ponían más nervioso que el propio montón en sí.
Lucas no era un hombre reflexivo. Las
verdades, sus verdades le surgían de dentro o habían venido dictadas desde
fuera. Era mejor siempre navegar en las aguas tranquilas de lo cotidiano,
aferrarse a una verdad simple. No obstante, cerca de aquellos huesos no podía
reprimir una incertidumbre emocional. Su curiosidad se disparaba, llevándole a
llamar a puer-as extrañas.
Hay preguntas que no encuentran
respuestas, dudas que se
mantienen impermeables
a cualquier valoración y reflexión, y que convocan espectros de ansiedad e
incertidumbre. las personas como Lucas, de forma inconsciente, se centraban
entonces, acuciadas por emociones complejas, en aquello que barría de un plumazo dichas turbaciones: trabajar, trabajar; no
parar, sudar, agotarse de tal modo que la extenuación en lo físico soslayara y
aniquilara la incertidumbre en lo psicológico.
El
campo era uno de los más cercanos a la granja. Llevaba en barbecho más de seis
meses. El suelo se había endurecido, formando una costra renegrida en la que el
arado, tirado a medias por el mulo y por el propio Lucas, apenas lograba penetrar.
El sol caía a plomo, el sudor se evaporaba antes de llegar a sus pies, el
animal jadeaba como una locomotora ante cada acometida brutal. No importaba,
estaba dispuesto a dejar preparada la tierra para la siguiente siembra a
cualquier precio. De vez en cuando ambos se acercaban a la casa, Lucas sacaba
un par de cubos de agua del pozo, bebía él, bebía el animal, se refrescaba y
arrojaba el resto sobre el lomo del mulo.
Después de uno de estos momentos de solaz, las fuerzas renovadas, el
ánimo dispuesto, mientras la barra dibujaba una línea irregular, quebrando
terrones duros como el mármol, ésta se quedó atascada. Lucas empujó, fustigó a
la bestia maldiciendo, ésta protestó con un sofocado gañido. Una y dos veces,
seis intentos hasta que lo que fuera cedió y el arado continuó su marcha unos
pocos metros debido a la inercia.
Lucas detuvo al animal
y fue a mirar.
—Mierda —exclamó al entrever qué es lo
que se asomaba
de entre al tierra. Más
huesos. Estaba harto.
Sólo que no eran huesos
en sí.
De entre las glebas asomaba un torso a medio pudrir, envuelto en una
mortaja. Un brazo, torcido, ennegrecido e hinchado, sobresalía como un mástil
improvisado que señalaba al horizonte. El hedor de la muerte se extendió su
alrededor rápido como una nube de tormenta. El mulo se encabritó, pifió y pateo
el suelo, alejándose cuanto pudo del cadáver. Lucas, atónito, también
retrocedió.
La tierra llama a los muertos.
Por unos segundos estuvo tentado a pensar
que aquellas mujeres se habían reído de él la otra madrugada, que al final
habían entrado a sus campos y allí habían abandonado al muerto. Pero aquel terreno estaba virgen, ni
pico, ni pala, ni mano alguna lo había atacado en al menos seis meses...
Duro como la piedra. Lo
hubiera notado, se
dijo.
Pero el cuerpo estaba
aún fresco.
Como atendiendo a una llamada muda pero
imperiosa, una miríada de grandes moscas comenzó a bailar su peculiar danza
sobre el pellejo verdoso del difunto. Caminaban, chupaban, sembraban su
simiente en la carne descompuesta, en las pústulas reventadas, en la piel
sajada. Lucas las espantó de un manotazo. Furiosas, se precipitaron sobre él
zumbando alrededor de su cabeza, posándose en su boca, en su nariz,
traspasándole algo de la podredumbre que se les había adherido.
Vomitó, obligado por el sabor amargo que le transmitieron los
insectos, lo hizo hasta que sus tripas se secaron y sólo fue capaz de escupir
bilis. Jadeante y encorvado, pues se le había venido encima todo el cansancio
acumulado, la extenuación le vencía. Retrocedió más, se dejó caer en un ribazo.
Después de unos
segundos de reflexión
se levantó decidido, desató al mulo del arado, lo cogió del bocado y
arrastrando los pies se acercó a la casa.
Dejó al animal a la fresca, con agua y pasto, y tomó con aire resuelto una
oxidada pala.
No fue difícil encontrar el lugar en el
que supuestamente las mujeres habían dejado su macabra carga días atrás. Él les
había dicho que sus tierras se acababan al otro lado de los sauces. Allí a
pocos metros del primero de ellos, un gran árbol cuyas ramas colgabán hasta el
suelo, acariciándolo con suavidad, vio el montón de tierra. Era más oscura que la de alrededor; no había ni una cruz, ni una madera, nada que señalase que en esa tumba I'ocha estar un hombre en su último descanso.
Una sensación de .absoluto desamparo le abofeteó. Ni un mísero nombre, nada que
humanizara aquel macabro trasunto. No podía dejar de pensar que pocos se iban a
acordar de él mismo tras su muerte.
A
ti también te espera una tumba mísera... Sólo espero que alguien ponga un
nombre en ella.
Tuvo que cavar poco.
Mira que les dije que
lo enterraran hondo.
Cuando el metal de la pala golpeó las tablas que trenzaban el
improvisado ataúd, estas se quebraron como si fueran frágiles palillos. Lucas
se secó el sudor antes de limpiar la tierra y dejar al descubierto toda la
caja. La energía que le había movido a correr hasta allí, a comprobar si la
idea que le corroía el cerebro era real, se había ido dejando tras de sí un
vago residuo de temor a enfrentarse a la verdad. Se preguntaba si quería
arriesgarse a encontrar aquello que se dibujaba en sus entrañas como un prurito
amargo.
Tragó saliva. Desde allí se veían buena
parte de sus tierras. Los campos donde el maíz mal vivía raquítico y enfermo,
donde las patatas se pudrían antes de alcanzar el tamaño adecuado, el
cobertizo y el establo, la casa, con el aspecto de un leproso dormido. Vida y
muerte se confundían. En un repentino golpe de lucidez se vio a sí mismo como
un soldado, como un laborioso y trágico personaje esclavizado por un destino
trágico, abocado a un fracaso esencial: llevar la vida, el orden, la
fertilidad, allí donde la muerte se había establecido omnipresente y poderosa,
enraizada en lo profundo, vertiendo su miasma en la tierra, el agua, el propio
aire. Los cipreses que silueteaban el camino, los sauces que tenía al lado, la
textura del suelo, la consistencia del viento... Todo contaminado, todo
malogrado por un sortilegio oscuro.
Cerró los ojos, con fuerza. No había lágrimas, pero sí una congoja
absoluta; los cerró hasta que la oscuridad se vio acá liada por una mirada de
chispas. Aferró con fiereza la pala y descargó un golpe sobre las tablas que
improvisaban la tapa del féretro.
No había nadie dentro. Sólo un vago olor a muerte empapando la madera.
Se agachó y apenas se sorprendió al ver en un extremo, aquél que apuntaba hacia
sus tierras, en concreto al campo de donde había desenterrado su último
hallazgo, un gran agujero que carcomía las tablas, y que daba paso a la boca de
un tosco y estrecho túnel excavado en la tierra. La tierra llama a los muertos.
Y era una llamada que
ninguno de ellos podía rechazar.
Huesos.
Amontonados, desordenados. Huesos
renegridos.
Los cipreses dibujaban sombras alargadas en el suelo. Oscurecía. El
calor asfixiante del día daba paso al calor sofocante y traicionero de la
noche. El suelo despedía la humedad que una tormenta pasajera había descargado
unas horas antes, así que el aire se había hecho denso y pegajoso.
Poco
parecía importarle eso a Lucas. El sudor y la suciedad le cubrían el torso y la
cara. Había terminado su trabajo. Con un manotazo cubrió con una manta los
huesos desparramados en una estera: Llevaba horas arrojándolos dentro de un
carromato. El mulo se mostraba nervioso, como si la macabra carga ejerciera
algún tipo de influencia perturbadora sobre él.
Una vez la parte de atrás del cobertizo
quedó limpia, Lucas se sentó sobre una piedra, se secó el sudor que goteaba por
su (rente. Se miró las manos; estaban llenas de tierra, olían a podredumbre. Se
las restregó contra la tela del pantalón, pero la suciedad se negaba a
desaparecer, así que se levantó de nuevo y fue a por un balde con agua y algo
de jabón de taco para lavarse. Luego volvió a sentarse. De nuevo examinó sus
manos. Las vio llenas de callos, de grietas y cicatrices, las uñas renegridas
y cuarteadas. Manos de un labriego, de un hombre simple y trabajador, sin más.
Cerró los puños y se concentró en lo que debía hacer. Sabía que estaba alargando
la espera demasiado. Habia tomado una decisión sin meditar, atendiendo a una
llamada inconsciente:
Aléjalos.
Y si sacas más, échalos fuera, sácalos de
tus tierras, expulsa a la muerte.
Una urraca hizo restallar su graznido en
la copa de un chopo muerto. Como si aquello fuera una señal, Lucas se acercó al
carro, tomó las riendas y obligó al mulo a ponerse en movimiento pese a sus
quejas.
Conforme se alejaba de sus propiedades el animal parecía tener que
esforzarse más y más para arrastrar la carga. Lucas tenía que azuzarle,
golpearle con una vara en la grupa, gritarle e insultarle. Las ruedas se
hundían en el suelo todavía húmedo; la madera y el metal chirriaban, como si el
avance supusiera un esfuerzo terrible. El velo de la oscuridad convocaba al
silencio que mediaba entre la sonoridad diurna y los latidos apagados, la
respiración secreta de la noche.
Lucas
sentía la congoja cosquilleando sus intestinos. Sabía que lo que iba a hacer
podría traerle problemas. Pero estaba dispuesto a asumirlos. Temía menos a sus
convecinos que a aquella angustia que le sobrevenía al ver los huesos, al
tocar la tierra, su tierra, y sentirla contaminada, sucia y maldita. Apenas
recelaba de la reacción de aquellos hombres y mujeres, herméticos y
supersticiosos; apenas en comparación con la comezón que percibía en su
organismo, una especie de rara sensación de enfermedad, de melancolía física y
mental que le absorbía energía, postrándole a veces en un estado de fatiga
inexplicable; apenas en comparación con el miedo al contagio, a que el miasma
que se infiltraba a su alrededor se hubiera instalado en él, consumiéndole.
Ahora el supersticioso soy yo, se decía. Se reía para sus adentros, con la amargura como compañera
silenciosa.
Llegó a su destino con la noche ya cuajada, con la luna gibosa
iluminando con calidad espectral su sacrilegio. Se apresuró a descargar la
cosecha maldita y luego, furtivo, medroso, tomó el mismo camino de vuelta a
toda prisa. Todavía quedaba trabajo por hacer; estaba el último cuerpo. Lo
había dejado en el campo. No se había sentido capaz de recogerlo con la legión
de moscas revoloteando a su alrededor, empapadas de la corrupción, pegajosas,
con las obstinación de un diablo en busca de alma. La noche era su aliada en
ese macabro cometido.
Dejó el carro en casa, cogió un saco de
arpillera, una horquilla oxidada, una linterna y corrió en busca del fleco por
atar. Los animales se revolvían inquietos. Los cerdos, que normalmente ya
solían estar tumbados en un rincón, medio adormilados, no paraban de gruñir,
empujándose en repentinas carreras, chillando cuando uno mordía con furia a
otro; a veces se lanzaban con violencia contra la puerta que los encerraba,
haciéndola tambalear. Las gallinas caminaban en círculo, nerviosas, cloqueando
en voz baja, picoteándose unas a otras.
Era aquel calor, aquella humedad... La
contaminación que estaba extirpando de su hogar, que se resistía a ser
expulsada; que, de alguna forma, extendía sus tentáculos por la atmósfera,
perturbando y enloqueciendo aquello que tocaba.
Pero pronto terminará, pronto.
El terreno recién removido dificultaba cada paso. La lluvia se había
secado a ras de suelo, pero todavía empapaba la capa más profunda. El barro se le
pegaba en las alpargatas, absorbía cada paso como si quisiera hacer más lento
su avance, succionarlo, llevarlo a la profundidad donde descansaban aquellos
malditos huesos y su corrupción. El cadáver no estaba muy lejos, en cualquier
momento podía dar con él.
Sólo que jamás lo
encontró.
Recorrió el campo varias veces, no dejó
rincón sin mirar, ribazo sin explorar, maleza sin levantar. En principio
extrañado, luego aturdido, cada vez más nervioso. Hasta que al final el frenesí
espumó en su sangre como el veneno, sumiéndole en un estado de miedo y paranoia
crecientes.
Llorando, se dejó caer en el suelo.
Hundió las manos en la tierra, como si allí mismo, cavando un poco, hubiera de
encontrar aquello que buscaba y que obviamente había desaparecido. Era una
sensación de calidez orgánica y desagradable. Las sacó .asqueado. Poco a poco
trató de dominar su excitación. La luna amenazaba con ocultarse tras una
colina, rasgada por las copas de algunos cipreses esmirriados. Fijó su atención
en ella con el objeto de tranquilizarse, de menguar la intensidad con la que el
corazón latía.
Un animal, un animal se lo ha llevado, se dijo oscilando la cabeza arriba y
abajo.
Pero
sabía bien que no había más huellas que las suyas, cientos, miles, pero sólo
suyas. Un animal hubiera dejado un rastro, aunque lo hubiera devorado por
completo allí mismo... y un hombre, una mujer un niño, también. El lo hubiera
visto.
La tierra llama a los muertos.
Corrió. Corrió todo lo
rápido que pudo.
Los cerdos se habían vuelto locos. Continuaban chillando, profiriendo
alaridos agudos y chirriantes capaces de romper el cristal. Corrían de un lado
a otro de la pequeña porqueriza, golpeándose el lomo contra las paredes,
envistiendo la puerta con furia.
A veces, por encima del alboroto, en
paralelo a la música y las voces borrosas de la radio, se podían escuchar otros
ruidos. Susurros.
Lucas
estaba sentado en una butaca desvencijada, de cara a la puerta de la casa. El
sudor corría por su rostro formando regueros marrones en los que se reflejaba
la luz marchita de la única bombilla. Tenía el pelo enmarañado, lleno de barro.
Sus ojos estaban enrojecidos por el cansancio. Llevaba horas así. Era de
madrugada y, aunque había intentado dormir, deshacerse de la desazón
ocultándose en las tinieblas del sueño, no había sido capaz de convocarlo. Por
el contrario, eran otros los fantasmas que le visitaban de forma obstinada, se
colaban dentro del vacío que intentaba construir en su cerebro, anidando y
reproduciéndose. Había encendido la vieja radio, cosa que no hacía a menudo, al
menos escuchando otras voces se sentía menos desamparado y frágil. Sin embargo,
apenas era consciente de su presencia. Su atención estaba centrada en aquellos
pensamientos recurrentes, en una sensación de extrañeza que no lograba
desentrañar.
—Son mis tierras, mi vida... No me iré
—susurraba de vez en cuando.
Respondiendo a su letanía, los puercos se
detuvieron un instante. A pesar de todo, Lucas podía escuchar su respiración
agitada, sentir la tensión que emanaba de ellos, de toda la casa, de la
tierra; y por encima de ella —apagó un instante la radio—, de nuevo aquellos
susurros.
Presentía que se acercaban. No podía
imaginar qué era lo que los producía.
Tragó saliva.
Echó un vistazo al rincón donde guardaba la escopeta. Por alguna razón
desconocida, era consciente de que aquel objeto en un momento así era poco
menos que inservible. Se arrebujó, a pesar del calor tenía las manos heladas,
el cuerpo dolorido, el paladar seco.
Cerró los ojos. No había conjuro que
sustrajera al sueño de su lejanía, que lo atrajera hacia sí para ejercer su
efecto reconfortante. Sus ojos se obstinaban en permanecer abiertos, sus
pensamientos alborotados; era consciente de que el malestar no era sino un
efecto de algo externo, de una tensión acumulada en el aire que en cualquier
momento podía liberarse.
—Nadie me va a echar de
aquí.
Los susurros retumbaron más cerca, muy cerca, detrás de la puerta. Se
dio cuenta de que no eran tales susurros, era el sonido de algo que se
arrastraba, de algo que rozaba el suelo lleno de grava de la entrada.
—No sé quién eres... Quiénes sois, pero
no estáis invitados —murmuró entre dientes.
Deseó estar dormido, deseó con todas sus
fuerzas no haber encontrado esos huesos. A veces la ignorancia era la mejor
compañera. Ya era demasiado tarde. La puerta se había abierto. Habia echado el
cerrojo, estaba seguro, pero era algo que no parecía importar a lo que quería
entrar. No había obstáculos para ello.
La
oscuridad se derramó en la habitación, empapando todo: muebles, objetos,
comida, con una cualidad siniestra, empequeñeciéndolos, difuminándolos, como
si la negrura tuviera la potestad de absorber y borrar parte de su
consistencia.
Lucas Cebrián no era un cobarde. Pero cerró los ojos, por unos
segundos retrocedió a su niñez al percibir que algo se ocultaba detrás de
aquella oscuridad.
Si no lo ves no existe.
Pero, ¿qué sucede si, aunque no se pueda ver, se percibe delante, como
si no hiciera falta un mediador fisiológico, como si se bastase por sí mismo
para penetrar directamente en el sentido global de la percepción, y estampar
allí su firma ardiente?
Eran varios, muchos, incontables. Se
apiñaban en el umbral, amontonados, arrastrándose, clavando sus uñas, sus
dientes, en el suelo de madera, en la espalda de aquél que estaba por delante
de él luchando por avanzar también; empujaban con fuerza para avanzar,
arrastrando sus vientres sobre las tablas sin lijar, haciéndolas crujir con su
peso.
Cuando Lucas abrió los ojos —qué sentido tenía mantenerlos cerrados
si ya sabía qué había ahí, ante él—, lo primero que vio fue una figura borrosa
de pie, erguida a un metro, y detrás de ella, como un caldero en ebullición,
aquel montón de cuerpos de aspecto gelatinoso y fofo, escalofriantes remedos
aplastados de lo que un ser humano podía ser. Todos penetrándole con miradas
líquidas, pugnando por avanzar. Una masa informe, que bullía, poseedora de una
perturbada voluntad de avance. Eran como larvas, como gusanos recubiertos de
piel y pelo, a los que se les hubieran desarrollado un par de ridículos brazos
y piernas, de cabezas aplastadas, sin consistencia.
Sin huesos.
Silenciosos.
Su silencio le asustaba
más que su aspecto.
Eran ellos, comprendió.
—Son ellos —se dijo.
Los dueños de los
huesos, vacíos, fláccidos.
Y delante, todavía con su carcasa, inexpresivo y fantasmal, fresco,
aquél que horas antes había arrancado a la fuerza del suelo.
Todos en el pueblo supieron que algo había sucedido, algo malo, cuando
los perros comenzaron su tonada lúgubre en medio de la noche. A pesar de
saberlo, nadie se atrevió a salir de las casas hasta el amanecer, momento en el
que los animales, agotados, corrieron al primer rincón escondido que encontraron,
con el rabo entre las piernas, gimiendo, evitando la mirada de sus dueños y
vecinos.
Nadie dijo nada. Las calles estaban llenas de gentes que se miraban en
silencio unas a otras, la misma pregunta flotaba en la atmósfera. Pero nadie
estaba seguro de la respuesta, nadie sabía entonces qué es lo que había
sucedido. Fue después de un par de horas, cuando un labriego pasó al lado del
cementerio, camino de uno de sus campos, y vio el montón de huesos al lado de
una de las tapias, cuando la noticia se supo y algunos se atrevieron a ir
adonde vivía el tal Lucas, el forastero.
El cielo tenía el aspecto de la panza de
un burro. Soplaba un aire revoltoso, cargado de humedad, que agitaba las ramas
de los árboles que flanqueaban el camino. El sendero corría paralelo al río.
Los caminantes sintieron la transición, el paso por al frontera que separaba
las tierras fértiles y pródigas, de esas otras que rezumaban una peculiar
esencia de desolación. Allí el suelo era más oscuro, los árboles poseían un
aire enfermo, como si no hubieran podido acabar de enraizar del todo, la
vegetación crecía desordenada, sin luminosidad.
Vieron la puerta de la casa abierta. No
había nada extraño, sólo la puerta de la porqueriza en el suelo con los goznes
destrozados y el sonido borroso de una radio encendida.
Encontraron a Lucas colgado. La soga estaba atada en una de las vigas
del techo; los dos cerdos, famélicos, huraños, estaban tumbados en un rincón
junto a una estufa de carbón. Tenían los hocicos manchados de sangre. Habían devorado
las piernas del cadáver hasta la altura de las pantorrillas, dejando los huesos
al aire.
Lucas esbozaba una mueca de terror, los ojos descompuestos, la lengua
oscura e hinchada colgando de entre sus labios amoratados.
Eran
seis, cuatro hombres y dos mujeres. Todos se santiguaron. Uno de los hombres
se fue al pueblo a dar el aviso. Al salir observó unas raras marcas en las
tablas del suelo. Eran como arañazos, muescas, todo el cuarto estaba lleno de
ellas, frescas, astillando la madera.
Vinieron más mujeres y algunos niños, todas vestidas de riguroso luto,
ellos arreglados con sus mejores trajes. Rezaban. El hombre que las había ido a
buscar mató a tiros a los dos cerdos que habían violado el cadáver, luego los
quemó en uno de los campos y se aventaron las cenizas al aire.
Con Lucas se siguió la tradición. Los
hombres se fueron y las mujeres lo descolgaron, amortajaron y enterraron. Un
simple hoyo, profundo, pues la tierra estaba blanda, sin nada que lo marcase
salvo la elevación propia del terreno, como si se hubiera preparado para la
ceremonia y quisiera recibir a un viejo amigo.
Rezaron un último padrenuestro antes de irse. Mientras, una de ellas,
la misma que días antes había hablado con el difunto, murmuró una lacónica
frase mirando a la sepultura:
—Esta tierra llama a los muertos...,
incluso antes de morir.
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