Desde pequeño sentía yo cierta atracción por todo lo que las gentes califican de horrible; me gustaba ver los hospitales, el depósito de cadáveres, los que morían de muerte violenta, yo me metía en todos estos sitios; muchas veces me echaron y entonces volvía disgustado a mi casa. Cuántas veces he seguido a las camillas, a los heridos de algún accidente en la calle; algunas he sido testigo involuntario de estas tragedias emocionantes, de impresión desagradable. Luego estas escenas han provocado en mí tal afición y curiosidad que cuando leo un periódico que relata un crimen, me hago de conocimientos para ver la casa donde se desarrolló el suceso, el estado de la habitación, qué posición ocupaban la víctima o víctimas, en fin, todo el curso de las investigaciones de la policía. Una vez, en las inmediaciones de la Casa de la Moneda, vi una aglomeración de gente que se estrujaba por entrar alargando el cuello y poniéndose de puntillas; otros trepaban por la verja. En aquel grupo corría la voz de que dentro había el cadáver de un suicida; un guardia dijo a la gente que podían entrar para ver si alguno reconocía al muerto, que estaba sentado en el suelo, con el busto contra la pared y vestido elegantemente; tenía la sien destrozada de un balazo. En los hombros, sobre los pliegues de la americana negra, la sangre estancada la daba un tinte morado; por la boca abierta corría la sangre en estrechos hilos; a poca distancia había
-Bueno, ya que te empeñas, pasaremos, pero te advierto que es una impresión terrible; yo, que estoy acostumbrado a ello, siempre que los veo me imponen, porque he visto y conocido vivos a algunos de ellos, he oído sus lamentos por la noche, en las camas del hospital, los he sentido luchar con la muerte.
La puerta tenía la llave puesta, di media vuelta, la empujé y entramos; noté un movimiento de vacilación en mi amigo y una mueca de disgusto en su boca.
En mesas de madera, distantes unas de otras como cosa de un metro, estaban tendidos unos cuantos cadáveres. El de una vieja muy alta, por lo estirada que estaba, se parecía a un garrote; la cabeza, muy pequeña, la tenía cubierta con un pañuelo blanco, atado con un nudo en la frente, a uso de las mujeres de pueblo, y en la boca, muy abierta, negra y desdentada, sólo tenía un diente que brillaba mucho; el vientre estaba muy hinchado, y en el bolsillo del delantal guardaba unas medias empezadas, en las que estaban clavadas dos largas agujas; de la falda, corta, entre el refajo de bayeta amarilla, salían las piernas, largas y secas, amarradas con un pañuelo; sus zapatillas eran como las de las niñas: blancas, con adornos de trencilla, hebilla de plomo y una borlita roja.
A su lado estaba, en otra mesa, el cadáver de un trabajador; tenía el pantalón de pana, blanco, lleno de arrugas, y desabrochado por la cintura, donde asoma la camisa; sus tobillos, muy delgados y rígidos, atados por la cinta del calzoncillo y los calcetines rojos y unas botas muy grandes, de becerro, con la suela gruesa, quizá para que le durasen mucho tiempo, al salir del hospital; sus brazos estaban muy estirados, a lo largo del cuerpo, y en las muñecas, amarillentas, se marca mucho el hueso; su cara está tapada con una boina vieja, llena de agujeros.
Me entró curiosidad de ver aquel rostro, y ya le iba a descubrir, cuando mi amigo me contuvo el brazo. «¡Qué vas a hacer!, no le destapes la cara, que cuando el portero de esta sala le ha puesto la boina por encima, por algo será; debe de estar horrible y le debió de dar miedo.»
Al pie de las mesas de todos estos cadáveres hay un papel con el nombre de cada uno, para que puedan ser vistos y reconocidos por sus familias antes de llevarlos a las mesas de autopsia, aunque muchos de éstos, según se les saca de la cama al morir, los envuelven desnudos en una sábana con la cabeza fuera y los meten en un ataúd; algunos, sin cruz, van así al cementerio cuando hay demasiado número de cadáveres para las autopsias y no hacen más que estorbo.
Al salir de esta cripta, subimos una escalera; al cruzar por un pasillo vimos una faja de luz muy baja que salía de una puerta entornada, era la capilla; dentro, extendido sobre un paño negro goteado de cera, había un cadáver metido en su caja, iluminado por dos cirios; por los estrechos y sombríos pasillos pasaban, delante de nosotros, mozos con blusas negras, ribeteadas de trencilla amarilla y manguitos de hule: eran los encargados de hacer la limpieza, lavar los instrumentos y recoger los cubos con vendas y algodones sucios; éstos también se encargan de lavar y afeitar los cadáveres. Seguían los pasillos negros y silenciosos; en las paredes había faroles con velas o bombillas de luz eléctrica muy cansadas.
En una sala estaban sentados en sillas, al lado de la estufa, unos enfermos envueltos en mantas y vestidos, tan escuálidos, que no conservaban más que la osamenta.
Cada vez que se abría una puerta y nos asomábamos, teníamos que resistir la mirada fija y interrogadora de algunos enfermos desahuciados, que parecían preguntar a todo el que se acercaba los días que tenían de vida; de vez en cuando pasaban religiosas que iban y venían de las salas.
De pronto, oímos fuertes voces en los pasillos; era un médico que entraba acompañado de discípulos.
En un cuarto, aislado de los demás, había un verdadero caso clínico; se trataba de una enferma que llevaba sin salir de la cama y sin comer dos años, y que, por estar siempre tan encogida, habían llegado los muslos a unirse con el vientre, tomando carne del mismo.
A los pocos meses de estar en San Carlos se cubrió de llagas, por lo que se hacía muy difícil cambiarla de posición y hacerle la limpieza; no tardó en llenarse de parásitos, saliendo por sus llagas y bocas líquidos que corrompieron el jergón y engendraron algunos gusanos, siendo estas ropas quemadas hacía días y también la camisa, que conservaba puesta desde que entró en el hospital.
Al asomarnos a la puerta de aquella habitación vimos una anciana con el cuello esquelético; su pelo gris le llegaba, como una larga cola, hasta las uñas de los pies, y en las piernas se veía la forma del fémur. En aquel momento ya no podía articular palabra y se contaba su fin próximo, pues el corazón iba disminuyendo sus latidos. Al salir de allí fuimos a visitar el gabinete anatómico.
Tras los relucientes cristales de las vitrinas, pintadas de negro, se veían unas figuras de cera que representaban a una persona en los estados por que pasa en la disección; las arterias están pintadas de encarnado y las venas de azul, los nervios de blanco y los vasos linfáticos de amarillo.
Fetos y monstruos de animales y personas, conservados en frascos de espíritu de vino.
La colección de piezas patológicas de enfermedades de la piel, cuyos modelos de cera están vaciados del natural y copiados; el color de las pústulas, úlceras y erupciones de los enfermos que ocupan las salas de venéreo; los órganos genitales del hombre y de la mujer, rodeados de asquerosos pelos y de lienzos encolados, que son los marcos de estos modelos; en uno de ellos, bajo el cristal de la caja, se ve el vientre de una mujer, con los muslos abiertos, llenos de ulceraciones y tubérculos sifilíticos reblandecidos, de un color cobrizo, que le llegan hasta la cintura; tiene el faldón de la camisa levantado.
Sobre una peana hay un gorila imitado en cera en la que han sido adheridos todos los pelos de su piel.
Metido en un armario se ve el esqueleto de un granadero francés que tiene mercurio en sus huesos y el de un negro de la Guadalupe de siete pies de alto. En otro armario está el esqueleto del gigante extremeño y su piel, disecada, clavada en el fondo de la vitrina; en el suelo se ven las enormes botas que usaba; este esqueleto está todo apolillado, como si fuera corcho, porque murió el gigante de carie en los huesos. También se conserva en este museo anatómico el riñon de un hombre que fue extraído de su cadáver atravesado por el cuchillo de un criminal hacia su parte anterior, cuya herida, en que fue además interesado el peritoneo, dio lugar a un derrame mortal en la cavidad del vientre.
Entre las preparaciones anatómicas figuran una cabeza artificial de mujer disecada con los músculos del rostro, las arterias y los nervios.
Hay al lado una cabeza de hombre que por un lado muestra, después de la extracción de los músculos, las arterias y venas, como también los nervios dentales; el ojo con sus músculos motores y sus arterias es visible también. Estando levantada la unidad de la parte superior del cráneo se ven en el interior los nervios de los sentidos cortados y las venas que se extienden sobre la dura-mater.
Hay también varias piezas reproducidas en cartón piedra de diferentes amputaciones, donde se ve las manos del cirujano llenas de sangre cortar con un cuchillo una pierna, un brazo o una mano y serrar el hueso, y en otras operaciones más delicadas, del cuello, va ligando las arterias y haciendo nudos con un hilo encerado.
Pero la vitrina que nos produce más emoción es la de un grupo de figuras de cera, de mitad del tamaño natural, que parecen personas vivas; un grupo de médicos están alrededor de una cama; sobre la blancura de las almohadas hay hundida la cabeza de una mujer que acaba de morir y resalta el pelo negro y suelto por encima de las sábanas; a este cadáver le están abriendo el vientre para extraer a la criatura, que se supone viva.
El cirujano tiene unas patillas grises como un marino, y la cara y los brazos desnudos rojos y las manos llenas de sangre hasta las muñecas; los ayudantes le rodean con escalpelos y bisturís y están como absortos con los ojos de cristal, mirando el cuerpo desnudo de la muerta; algunos compañeros, que están como espectadores, miran de lejos, muy pulcros, con la barba y el pelo rubio, y están como cohibidos por no mancharse el traje con la sangre de los cubos; tienen los puños de la camisa con mucho brillo y el cuello de pajarita y corbata de lazo blanco, viéndose el pico del pañuelo en las americanas azules; todos tienen las uñas como una enfermedad, muy brillantes y descoloridas como los muertos, y parece que les sale a todos pus por las orejas y ventanas de las narices; algunos de estos jóvenes doctores se llevan estudiadamente la mano a la frente, como si una duda les asaltase, pero conservan amaneradamente muy doblado el abrigo de verano al brazo; algunos llevan una flor en el ojal de la americana; sus cabezas, distraídas e inconscientes, no parecen pensar en la acción que se está desarrollando. Al pie de esta vitrina hay un cartel que dice: «Operación cesárea».
En el fondo de esta sala, un viejo jorobado y casi enano, muy metido en un abrigo viejo y con una pipa en la boca, está sentado en una silla alta para llegar a la mesa y pega, con una brocha que moja en un puchero de engrudo, unas etiquetas en varias calaveras y tibias, para meterlas en un estante; de vez en cuando tose y se pega el tabaco mascado en los huesos de los cráneos, que quita con el pañuelo, y de tanto echarles el humo, ha aculatado algunas de estas calaveras, al pasarse las horas muertas restaurándolas.
Este viejo enano, comprendiendo nuestra curiosidad, nos presenta un cráneo de mucho peso y voluminoso que deja caer de golpe en su mesa. Ésta es la calavera del hermano Pedro, fraile carmelita; era muy putero y violó a muchas mujeres de Tierzo, provincia de Zaragoza, de donde él era natural. ¡Dios le haya perdonado!
Este cráneo que está apolillado y tiene las muelas agujereadas porque el difunto no quiso gastarse dinero en vida para que se las compusiera el dentista, es el de un prestamista que dejó a muchos en calzoncillos, y el cabrón de él creo que se dio al final a la bebida, muriendo de delirium tremens. Cuando trajeron esta calavera aquí, estaban cegados, por el barro de la sepultura, todos sus agujeros, y yo me entretuve mucho quitándoselo; pero cuando estaba más distraído, me llevé un susto, pues salieron dos gusanos enroscados andando por esta mesa; yo no sé el tiempo que no veían el sol, pues los pobres estaban delgadísimos.
Si hubieran ustedes venido más temprano, les contaría algo curioso de todas estas cosas que nos rodean, pero ya es bastante tarde y este timbre que mete tanto ruido anuncia que nos marchemos.
Las paredes de este museo se van ensombreciendo, y un empleado se dispone a echar las cortinas para cerrar.
Después de despedirnos de este jovial y macabro restaurador, al salir de aquí bajamos por una escalera de caracol; vimos una mampara con cristales de colores; la puerta estaba abierta y entramos en el vestíbulo.
Bajo un cielo de cristal esmerilado, se veía un patio que tenía aire de cementerio; lo cercaba una tapia de ladrillos; en el suelo, de baldosas, florecían en las junturas hierbas enfermizas.
En unas mesas de mármol rodeadas de un piso de cemento corría el agua por un sumidero e iba teñida de sangre y líquidos corrompidos; al lado de estas mesas se veía el grifo de una fuente; encima de los tableros de mármol había varios cadáveres desnudos y despedazados por la autopsia; uno tenia la tapa del pecho abierta por el bisturí y el cráneo serrado; encima de un velador se veía una masa de sesos que le habían sacado, dejando el cráneo lavado y hueco.
En grandes barreños de zinc había montones de cabezas cortadas, con el pelo y las cejas afeitadas; muchas estaban maceradas y tenían manchas moradas de llevar varios días metidas entre hielo. Arrimados a la pared, había un montón de restos de difuntos, brazos, piernas, orejas y pies cortados, todos blancos y lavados, para ser enterrados en sacos en la fosa común.
Aquella masa de carne descuartizada inútilmente despedía un olor a putrefacción que daba náuseas, esperando a ser cargada en un carro y llevada al cementerio del Este, y que al amanecer el sepulturero más piadoso que estos estudiantes abriese la fosa con el azadón y enterrase aquellos miembros que los ciegos y silenciosos gusanos se encargarán de comerse.
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