El célebre teólogo jesuíta Oswaldo Santamaría estudió, en 1979, un extraño caso de «posesión angélica», ocurrido algunos meses antes en la ciudad de Madrid. Luego de entrevistar a varios sacerdotes que habían seguido directamente los sucesos, el padre Oswaldo consiguió que la protagonista, una joven llamada Visitación Montera, que permanecía a la sazón recluida en un establecimiento psiquiátrico, le relatara en primera persona su historia. El teólogo, que publicó al respecto un pintoresco artículo en el diario madrileño Ya, grabó dicha narración con el fin de incluirla en su libro Memorias de un Católico Curioso, cosa que finalmente no ha llevado a cabo. No explicaré de qué extraña forma la cinta llegó a mi poder; me limito a transcribir literalmente.
Tú sabes sin duda, porque eres cura, que
antes que al mundo creó Dios a los ángeles, y que cuando los hombres empezaron
a desperdigarse sobre la superficie de este planeta, en vista de las movidas
chungas que venían realizando sin parar, allí quiso el Creador darnos a cada
uno un ángel custodio que guiase nuestros pasos y nos sacase de los peligros y
las tentaciones. Y también es del
dominio
público que, a pesar de la perfección que van por ahí pregonando que tiene, el
Padre Eterno metió como quien dice la pata, y ya sé que perdonas por la forma
de señalar, porque más de un angelito le salió rana, y si no ahí tienes el
ejemplo mismamente de Lucifer, y Asmodeo, y Belcebú, y Gomaray, y Bechet y toda
la basca de ángeles que quisieron ser rebeldes y subir al paraíso mismo para no
sé qué rollo, que si estaban tan bien y eran tan guapos como la Biblia asegura no sabe una
qué carajo iban a buscar total tres o cuatro nubes más arriba. Digo todo esto
no porque esté así como zumbada, que es lo que sostienen las titis de aquí, y
ellas sí que están un poco deterioradas de la chorla, sino porque viene a
cuento dejar bien claro que los ángeles, muy al contrario de lo que la mayoría
de la gente piensa, no son de piedra, algo así como espíritus perfectos que nunca
se equivocan, sino de naturaleza bastante más frágil, como ahora se verá.
Pues bien, quiso el Altísimo, que debe
ser que está tan alto que no ve muy bien las cosas del suelo, que me tocara en
suerte un ángel custodio más bien salidillo, que en mi barrio como en los demás
se les llama a los mendas que la tienen ahora levantada y luego también, aunque
eso sea exagerar un poco, ya me entiendes. Al principio, naturalmente, aquello
no fue problema, seguramente porque el tal ángel de la guarda no atesoraba en
su espiritual esencia el sutil vicio de la pederastía, y mientras fui chinorri
nada ocurrió. Quiso también la suerte que mi viejo, un modesto comerciante de
la calle San Bernardo, fuese uno de esos católicos a machamartillo, de los que
la gente llama, no sin razón, beatones o meapilas, y me impuso una educación de
colegio de monjas y misa diaria con el lógico resultado, entre otros, de que
cuando me llegó el primer menstruo yo pensaba que los nenes los traía una
cigüeña desde París en la mismísima punta del mirlo, que marchaba por las
calles mirando en cada edificio y en cada hogar, a ver si encon traba alguna
señora gorda para darle un mamón y que así se le pasara la hinchazón, fijo.
Pero el tiempo fue pasando y las carnes se me fueron empezando a poner
redondas, que tú mismo podrás apreciar si alargas la mano que este cuerpo que
se comerán los gusanos no es moco de pavo, antes al contrario, ya con trece
años empece a desarrollar un culito y unas tetitas y unos muslitos que hacían
la boca agua. Y ahí empecé yo a notar historias mosqueantes.
El primer desliz angélico que recuerdo me ocurrió una noche cuando,
arrodillada junto a mi cama con el pijama ya puesto, rezaba esa oración tan
capulla que dice:
Ángel de la guarda, dulce compañía, no me
dejes sola ni de noche ni de día.
Vale, pues nada más terminar de orar sentí un beso en los labios que
mira, macho, me dejó colgadísima. Me quedé de mármol, porque estaba,
naturalmente, sola en la habitación, y no pude imaginar de dónde habría salido
aquella boca misteriosa que tan deliciosa caricia me regaló. Apenas dormí en
toda la noche, y en mis ensueños de duermevela se mezclaban fantasmagóricos
labios rojos flotando en el ambiente, sensaciones desconocidas que me
rodeaban, y guapísimos chulos con cazadoras de cuero subidos en sus
motocicletas y tirando niños hacia las ventanas, al ritmo de canciones
sincopadas y rodeados de humo.
En días posteriores nada nuevo ocurrió, aunque algo dentro de mí me
hacía cosquillas cuando cerraba los ojos y decía eso de «ni de noche ni de
día», y estiraba los morritos como una boba, para ver si de esa manera el
fantasma se animaba otra vez y me daba un beso tan embriagador como el primero.
Pero al cabo de un par de semanas, una noche en que ya el sueño empezaba a vencerme,
sentí cierto magreo sobre las nalgas y la espalda, tapadas por la manta; fue
algo muy distinto al cariñoso y aséptico azotito que papá me daba segundos
antes de arroparme convenientemente y desearme dulces sueños
(«que sueñes con los angelitos», solía decir, el subnormal). Me volví
en seguida, con el corazón saliéndome por la boca de tanto miedo, pero no vi
nada. Tuve tiempo sobrado, en las interminables horas de insomnio que
siguieron al acontecimiento, de unir mentalmente los dos sucesos, el ósculo
invisible y el furtivo mimo, y no me fue muy difícil llegar a la conclusión de
que ambas cosas me habían sido hechas por el mismo fantasma. El acojonamiento
que me inundó tenía, ahora puedo decirlo con seguridad, algo de agridulce.
Pero imagínate a una chavalita de trece años que comprende de pronto que es
visitada por un espectro: como para volverse loca, tronco, y no las
gilipolleces que dicen que he hecho para meterme aquí dentro, en este puñetero
asilo dé dementes.
Con el tiempo los signos se fueron
sucediendo muy espaciadamente, y casi podría decir que me iba acostumbrando,
ya sabes, un pellizco en un muslo al ir por el pasillo, el tacto etéreo de unos
dedos sobre el busto incipiente al sentarme en la mesa, un bocadito dulcísimo
en el cuello al meterme en el agua tibia de la bañera... Cositas sin
importancia, pero que me iban metiendo alacranes en el cuerpo tan tierno, y me
impedían dormir y me daban fiebre. Hasta que pasó lo que tenía que pasar.
Ya
es sabido que cuanto más rígida es la educación de una chica más caliente se va
haciendo, y no tardé en enamorarme de un muchachito alto y rubio como la cerveza,
que eso decía la letra de una canción cachondísima del año de la patata que
cantaba Conchita Piquer. Era hijo de un mercero y vivía tres manzanas más abajo
de la mía. Tenía una bicicleta y alguna vez pasó frente a mí en el parque del
Oeste, donde paseaba con mis amigas, hasta que un día nuestros ojos se
encontraron y el corazón me dio un vuelco. Y ya no pude quitarlo de mi cabeza,
y lo espiaba tras los visillos de mi ventana cuando pasaba, tan rubio y tan
delgado, con su bicicleta calle abajo, rumbo hacia el parque.
Te
ahorraré ahora, colega, la tópica secuencia de amiga mensajera y en el fondo
envidiosa, notitas tontas que decían «me gustas, estaré en el parque esta
tarde», y gansadas por el estilo, pero el caso es que nos hicimos novios y nos
cogíamos de la mano detrás de los árboles más gruesos, y nos poníamos colorados
(sobre todo él, tan blanco y tan rubio), y no decíamos casi nada, sólo
chucu-chucu-chucu nuestros corazones latiendo muy fuertes y nuestras pupilas
encendidas. Y yo no sé si es que mi amiguito era algo bobochorra, o tan niño o
qué, pero yo quería de él algún beso o algún roce o algún aliento caliente como
los del fantasma, que me hicieran asustarme y alegrarme al mismo tiempo de esa
manera tan extraña, y él sólo me miraba muy ruborizado y decía tonterías como
«hoy escuché en la radio que a partir de mañana sube el precio del metro», o «mi
padre ha prometido llevarme el próximo sábado al Campo del Gas a ver lucha».
De todas formas yo le apreciaba y pensaba que era tan guapo y tan rubio, y
montaba tan bien en su bicicleta.
Después
vino el primer aviso del más allá, que no estaba tan allá, pero no olvides,
tío, que yo entonces pensaba que se trataba de un fantasma. Un día, después de
salir de la escuela, al cruzar Sagasta rumbo al metro de Bilbao para volver a
casa, un Simca mil doscientos blanco y como monstruoso estuvo a punto de atrepellarme;
fue una chorrada, simplemente no miré y me metí en la carretera por la cara. El
conductor anduvo listo y frenó con el tiempo justo de no llevarme por delante.
Sólo un susto, comprendes, pero también a partir de entonces noté que las
caricias escatológicas empezaban a ser me-. nos dulces, algo así como
violentas. Los pellizcos dolían de verdad, y los azotes en el pompi parecían
bofetones. En mi inocencia, todo aquello me desbordaba; no podía sospechar que
mi fantasma, o mi alma en pena, o el hombre invisible o lo que carajo fuera se
estaba poniendo celoso por lo de mi amistad con el hijo del mercero. Y, por
último, vino el acontecimiento que me hizo verlo tan claro, tan espantosamente
claro y posible: mi amigo
el de la bicicleta y yo estábamos en el
parque detrás de un árbol, como siempre, y él debió echarle valor o yo me le
puse tan a tiro que no pudo contenerse y me abrazó y me besó. ¡Ah, qué
indescriptible felicidad me asaltó cuando comprendí que aquella sensación
dulcísima de unos labios resbalando sobre los míos también podía venir de un ser de carne y hueso!
Pero no siguió; turbado por su atrevimiento, mi amigo se levantó de golpe,
miró a un lado y a otro como si alguien le hubiera propinado un capón en lo
alto del coco, y después dirigió sus ojos hacia mí, absolutamente cabreado; sin
comprender nada, pobrecito, levantó su bici y se fue sin despedirse. Pero no
acabó ahí todo, porque al primer bordillo que encontró la rueda delantera de su
máquina se desprendió como por ensalmo, y dio con mi atribulado y recién
perdido tronco en el duro suelo. A consecuencia de la caída comenzó a sangrar
por la boca y a quejarse de un brazo. Suerte que algunos colegas suyos que por
allí había jugando al fútbol lo recogieron y lo llevaron a su casa. Un rato después,
pasando junto a ellos, escuché, horrorizada, la razón de la caída: las
palometas de la rueda delantera estaban totalmente destornilladas.
Después de cenar aquella noche, ya en mi habitación, tenía el negro
presentimiento de que algo muy grave iba a ocurrir entre mi fantasma y yo. Lo
notaba por el ambiente tenso que la lámpara sobre la mesita de noche iluminaba
con dificultad. Se respiraba igual que antes de las grandes tormentas, había un
aire electrizado. Por fin, un par de horas después que mi viejo me había
deseado buenas noches, como solía, la aparición se produjo. Comenzó por un
punto de luz azulenca a los pies de la cama que se fue moviendo trémulo en el
ámbito del dormitorio, como si eligiera el lugar idóneo para tomar forma
definitiva. Después toda la habitación se iluminó con un resplandor
sobrenatural y empezó a dibujarse frente a mí la figura de un joven musculoso
de pelo muy largo y rostro afeitado, cubierto por unos ropajes brillantes y
vaporosos de los que sobresalían, a sus espaldas, dos alas grandes y fuertes y
limpias, que temblaban produciendo una especie de rumor de pájaro agazapado.
El horror de lo desconocido me impidió mover un solo músculo, apenas podía
respirar, pero desde que la visión se aclaró por completo no me cupo duda alguna
de que aquello era nada menos que un ángel en todo su esplendor. Se supone que
una, acostumbrada a las lecturas piadosas, y al Corpus Christi y la Biblia y el bla, bla, bla,
tendría que haberse postrado de rodillas diciendo «hágase en mi según tu
palabra» o cualquier soplapollez por el estilo. Pero aquello era impresionante,
tío, me temblaba todo el cuerpo. Una vez que ya se hizo materia total el ángel
dio un paso hacia mí. Ahora recuerdo claramente que estaba buenísimo, con el
pelo tan largo y la barbilla tan afilada, y aquellos alones musculosos que
parecían tener luz propia. «Parece talmente un ángel», pensé, qué bobada, ya
ves, qué otra cosa iba a ser sino un ángel fetén de los pies a la cabeza. En mi
atolondramiento, en mi pavor, me gustó mucho más que el hijo del mercero, dónde
va a parar, era tan tuertóte y así como tan macho, tan demasiado, imagínate,
colega, ¡un espíritu celestial!
En
seguida se inclinó hacia mí, y con una voz ronca y profunda murmuró: «¡He
sufrido tanto, Visitación mía!» Luego se despojó de su túnica, y ahora me río
yo de todos aquellos que dicen que los ángeles carecen de atributos sexuales.
Ja, ja y ja, porque el ángel aquel de la guarda mío, dulce compañía, etc.,
estaba en posesión de un atributo grandote y guapo, de cabeza colorada y rodeado
de plumitas muy pequeñas de aspecto suave, que, posiblemente por ser el primero
que me era dado contemplar, me impresionó mucho más de lo que hubiera sido
razonable, y cuando el espíritu se acercó más a mí y me dijo, en un aliento entrecortado:
«ave, Visitación, no temas, amor mío, que no te va a doler», las aguantaderas
de mi terror se rompieron y empecé a gritar con todas mis fuerzas, sembrando
la alarma en toda la casa y desencadenando un mogollón de carreras, puertas que
se abrían y se cerraban, estentóreos aullidos preguntando que dónde estaba el
fuego, dolorosas luces repentinas hiriendo los ojos aún semidormidos y,
finalmente, el rostro congestionado de mi padre diciendo que qué pasaba, que
por qué gritaba de esa manera, qué tripa se me había roto. El ángel se evaporó,
con la mirada sorprendida y tristísima, al primero de mis gritos, y fue como
un dolor que se me pegó a la piel y salpicó las paredes de la habitación con
una explosión silenciosa de repentina oscuridad.
Lo demás es ya más bestia y creo que tú lo sabes. Gritaba tanto y tan
sin tregua que pensaron que estaba endemoniada. La histeria se apoderó de mi
mente, y sentía tanto dolor y tanto placer a un tiempo dentro de mí que entre
un aullido y otro no sabía si aquello era el paraíso o el infierno. Pero ni
siquiera entonces estuve loca. Sólo que la idea de que tenía un ángel dentro de
mí era demasiado grande para mi pobre cabecita de muchacha ignorante. Llamaron
a un exorcista baboso, me ataron a la cama, me manipularon durante días y
días, y al fin aquel espíritu enamorado salió de mí. Claro que para entonces ya
había tenido tiempo de sufrir el castigo divino a su rebeldía y se había
convertido en un auténtico demonio horrible con cuernos y rabo, pero aún bajo
esa forma pavorosa, un instante antes de desaparecer para siempre en los
abismos del infierno, me pasó junto al oído y me susurró, en un gemido:
«perdona, Visitación, amor mío».
Y me curé, según dijo el exorcista
baboso. Y me quedé vacía también.
Pasaron
varios meses y mi viejo palmó en olor de santidad. Recogí lo poco que me dejó
y me fui a una buhardilla de Malasaña. Era muy joven y muy hermosa, viví de mi
cuerpo. Me aficioné a la ginebra y, borracha, buscaba ángeles por los
arrabales. Luego los delirios, las pesadillas de día y de noche. Y el arroyo. Y
el punto final justo y razonable: el manicomio cabrón.
Pero yo no estoy loca.
Ya veo que tú tampoco me crees, ya veo.
Por la cara que pones piensas que estoy pirada, como todo el mundo aquí, en
este manicomio sin compasión. Pero yo lo sé que es verdad; sólo yo sé que fui
tan estúpida. Tenía un ángel para mí sola, un ángel bellísimo enamorado de mí,
y por mi culpa fue condenado por ángel malo, y luego por demonio malo también,
y ahora seguro que ni Dios ni Satanás saben por dónde andará, pobrecito mío, angelito
de la guarda bobo que perdió la cabeza por mí. Qué solo, qué triste vagará por
los arcanos, tronco, quizá tan solo y tan triste como estoy yo aquí, sólita,
viendo mi cuerpo tan lindo arrugarse poco a poco, sin razón, escuchando siempre
que estoy loca, loca, loca. Quizá loca por no haber sabido querer a un ángel
que un día quiso ser rebelde por mí.
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