Morir es un arte como cualquier otro.
John
Faré, 1965
Nunca antes había tallado un pulgar humano. En 1964 muchos me consideraban uno de los mejores prostéticos de
Dinamarca; mi trabajo sobre articulaciones, cadera y clavícula sobre todo, me
había otorgado cierta fama en círculos médicos. En una galería de arte moderno
de Copenhague incluso
realizaron una pequeña
exposición con mis bocetos y modelos
de trabajo. Me gustaba codearme con escultores y fotógrafos. En el fondo yo siempre me había considerado más un artista que un simple
médico. Y quizás por eso acudieron a mí.
Llovía, recuerdo eso. En mi taller siempre olía a alcantarilla en cuanto caían cuatro gotas. Puede que por eso asociara al principio
aquel olor a la persona de Gilbert Aridoff, el primero de los compañeros de
Faré que llegué a conocer. Siempre que me encontraba con él me llegaba ese olor
almizclado y levemente nauseabundo. En aquella primera ocasión no hablamos
demasiado, Aridoff quería saber si podía realizar la réplica exacta de un pulgar humano. Le dije
que sí, pero que mi trabajo se orientaba a moldes y prótesis genéricas. Dijo
entenderlo y se marchó sin más explicaciones.
Volvió unas semanas más tarde. Llevaba con él una caja de cartón del
tamaño de un puño. La dejó sobre mi mesa de trabajo y se encendió un cigarrillo
mentolado que no pudo apartar aquel olor que parecía desprender.
—Debe usted comprender —me dijo, tras un par de caladas profundas al
cigarro— que lo que le voy a proponer no tiene
nada que ver con la ciencia o la medicina. Tiene que ver con el arte.
El arte. En aquella época el arte podía ser tanto pintar un globo gigante de azul o saltar desde un segundo piso. No quiero decir
que haya cambiado demasiado ahora, pero entonces todo el mundo experimentaba cierto
vértigo ante el arte. Sobre todo si el que hablaba era capaz de pronunciar
aquella palabra con mayúsculas.
—Represento a un artista muy especial —continuó, alguien dispuesto a
romper todas las barreras que el stablishmeni ha
dispuesto durante años sobre la verdadera expresión artística. Trabajamos en un
proyecto arriesgado, una idea revolucionaria. Y créame si le digo que necesitamos
su ayuda para seguir adelante.
El porqué un artista de vanguardia
necesitaba a un especialista en prostética para romper con los valores
establecidos mi intrigó. Aridoff señaló la caja que había traído.
—Ábrala,
por favor —me pidió, tras exhalar una nube mentolada.
Levanté las solapas de cartón que cerraban la caja. Dentro había un frasco de cristal que saqué sin demasiadas complicaciones. En
el interior de aquel recipiente flotaba un pulgar
humano
suspendido en formol. Dejé el frasco junto a la caja, entre horrorizado y, por
qué no decirlo, fascinado.
—¿Puede usted hacer un pulgar como ése?
—me preguntó Aridoff.
Sí
—contesté, observando la herida que había separado el dedo. Era un corte
limpio, de cirujano, justo a la altura de la primera falange. La articulación
estaba destrozada—. Pero no creo que
su artista recupere la movilidad de ese dedo.
Aridoff sonrió. Era un tipo siniestro
hasta cuando reía.
—Mi
asociado no desea recuperar ninguna movilidad, pero quiere un pulgar nuevo, metálico, exactamente igual al que tenía.
Creo recordar que le miré incrédulo.
—¿En eso consiste su trasgresión? —dije—,
¿en cortarse dos y
sustituirlos por
prótesis? Permítame decirle que parece algo más relacionado con el sadomasoquismo que con el arte.
—No se confunda —tiró su cigarrillo al
suelo y lo pisó con tirria parsimonia—, la necesidad de una prótesis surge en la
idea de un artista completo frente al nacimiento de la obra. Mi representado
necesita sentirse entero para afrontar los desafíos que i impone.
Volví a mirar el pulgar en el frasco,
inerte, flotando a la deriva. En
cierta forma hasta resultaba hipnótico.
—No creo que pueda ayudarle —dije, sin
dejar de mirar el dedo—. Como ya le expliqué, mi trabajo se centra en prótesis
genéricas, moldes y aleaciones especiales. No tengo tiempo para su arte, lo
siento.
—Diez
mil dólares americanos —fue toda su respuesta.
Ese
dinero, en aquella
época, era a lo que ascendía la beca anual que recibía de la universidad. Una
beca que casi había agotado a mitad de año. Aridoff sacó su cartera del abrigo,
extrajo un fajo de billetes y los dejó junto a la caja y el frasco.
—Cinco
mil ahora y la otra mitad cuando tenga el dedo. Así que no fue por el arte, ni
por la curiosidad o la ciencia. Acepté reproducir un pulgar humano en acero
brillante por dinero. Nada más. Cuando Aridoff abandonó el taller tuve la sensación
de que se llevaba con él algo mío. Observé el pulgar que seguía flotando, ajeno
a toda la situación. Seguía oliendo a alcantarilla aunque hacía tiempo que
había dejado de llover.
No, nunca había tallado un pulgar. Y tampoco fue la última vez que
Gilbert Aridoff entró en mi casa con un frasco de cristal dentro de una caja.
***
De 1964 a 1967 realicé copias exactas de un dedo índice, otro anular, ocho dedos de los pies, con
cortes a diferentes alturas. También puse en contacto a Aridoff con un colega
que sé dedicaba a los ojos de cristal. A veces traía sólo un miembro amputado,
otras veces varios de golpe. Siempre recibí el mismo pago por trabajo. Y cada
vez que aquel hombre entraba en mi talla armado con una caja de cartón y un
cigarrillo mentolado, no
podía evitar una
desazón que me consumía por dentro.
Hablábamos de arte aunque se mostraba reacio a decirme quién era su
misterioso representado o, como le llamaba a veces, asociado. Por mi parte yo había averiguado quién era Gilbert Aridoff, rumano de origen, había
destacado por ciertas pinturas murales calificadas como llenas de oscuridad y
del todo perturbadoras. Pese a haber expuesto en Copenhague, no encontré nada de su obra, ni siquiera en catálogos. Por lo que yo
sabía, llevaba varios años sin exponer en el circuito europeo de galerías.
—Mi asociado trabaja con su cuerpo —me
decía—, se expone a ser moldeado, a cambiar. Y con ese cambio pretende que
aquellos presentes durante su transformación reciban, de algún modo, una parte
de esa diferencia, de esa sublimación.
Para aquel entonces yo ya había deducido
que aquel hombre se mutilaba de forma voluntaria. La sustracción de la carne no era algo nuevo, ni como arte, ni como forma religiosa. Desde las bacantes griegas a chamanes africanos, todos practicaban la automutilación en sus sacerdotes. Quizás los nuevos artistas se sentían así, de alguna forma veían su arte como un nuevo predicamento
para las masas. Quien sabe. Pero, de cualquier forma, yo no había oído nada acerca de ese tipo de performance
durante aquellos años,
pese a haber buceado en los movimientos underground de Copenhague y Berlín.
—Sólo pueden acudir a la composición personas especiales me decía
cuando yo insistía en asistir—. Expertos en arte, vieja nobleza, millonarios
americanos, gente de la calle que escogemos al azar. Todos firman un contrato
que les prohíbe hablar sobre lo que van a experimentar. Algunos acuden por
invitación y otros previo pago de una buena suma. Exprimir a los ricos no está
reñido con el arte, ¿no es cierto?
Supuse que decía eso porque no eran sus dedos los que flotaban en
pequeños frascos de cristal. Un día me contó que la primera operación a la que se había sometido su «artista» era un intento de lobotomía. Eso explicaba, al menos para mí, muchas cosas.
La primera era que, dados los cortes
precisos de las amputaciones, el artista no se automutilaba. Alguien le operaba
sin pensar en reimplantar lo que cortaba. Eso reafirmaba mis ideas sobre el
sadomasoquismo y que, en realidad, todo tenía que ver con algún ritual morboso y sexual. Pero quién decía que aquello no podía
ser considerado arte, después de todo.
Estaba seguro que Aridoff no era el
encargado de realizar las imputaciones; no le iba en absoluto ese modelo. Era
un narcisista
y un manipulador, pero
no le veía arrancándole un ojo a nadie. Algunos de los dedos amputados
presentaban cortes en mitad de una falange. El que había hecho aquello tenía
que ser un auténtico carnicero. Un carnicero artístico, por supuesto.
En navidades de 1968 conocí a otro de los seguidores, compañeros,
asociados o explotadores, de John Faré. Se llamaba Golni Czervath y cuando entró en mi taller, acompañado de Aridoff, estaba totalmente borracho; llevaba bajo el brazo una taja de cartón.
Supe en aquel instante que algo iba a cambiar. Es irónico que toda esta situación
artística, cargada de cierta inverosimilitud, diera como resultado algo
realmente positivo y contrastable. Hasta aquella navidad me había limitado
realizar meras reproducciones de dedos, capaces, eso sí, di adaptarse al cuerpo
de Faré sin necesidad de cirugía posterior. El contenido de la caja que traía
bajo el brazo Czervath cambio todo aquello. Tanto mi trabajo como el suyo.
Tras las correspondientes presentaciones procedí a desembalar, en algo
que ya parecía un auténtico ritual, otro frasco di cristal lleno de formol.
Pero aquella vez no tenía un dedo o un ojo
en su interior; contemplé incrédulo los genitales del artista desconocido flotando a media altura, ejecutando un lento vals en aquel
líquido denso.
—En esta ocasión necesitamos otro tipo de
prótesis —dijo Czervath, arrastrando las vocales
lentamente—. El metal no le gusta ahí abajo.
Yo seguía mirando aquellos genitales. Era
como la primera vez, como volver a ver aquel pulgar de nuevo. Pero aquello ya pasaba de lo malsano a lo homicida. Contemplé a los dos hombres y me
di cuenta de que yo era tan culpable como ellos di aquella situación.
— ¿Quién ha hecho esto? —les pregunté—.
¿Es que no se dan cuenta de que podrían haberlo matado? Por dios santo...
Se
miraron perplejos. Czervath negó con la cabeza, como si no me comprendiera.
—No lo ha hecho nadie —me dijo, tratando
de encontrar
las palabras en su
cabeza entumecida—. Ha sido el azar. Nadie —repitió—, nadie lo tocó.
—El azar no maneja un bisturí —repliqué,
enfurecido ¿Fue usted? ¿Estaba borracho cuando lo hizo?
—No lo entiende —dijo entonces Aridoff,
trayendo con sus palabras aquel desagradable olor a alcantarilla—, nadie sabía
lo que iba a pasar en realidad.
—Sí —confirmó Czervath, al tiempo que le
brillaban los ojos de forma enfebrecida—. ¡El azar!
En un principio se negaron a decirme más.
Por lo visto todavía no era digno de compartir sus
secretos. Insistí, por lo menos, en conocer el estado de salud del artista. Me
dijeron que
esperaba su nuevo reemplazo
lo antes posible. Que ya no quería más
metal. Que quería plástico. Me negué.
Intentaron razonar conmigo, me ofrecieron más dinero, incluso un
puesto en la universidad —qué influencias habrían llegado a conseguir mediante
aquel espectáculo secreto me asustaba—, pero me mantuve firme en mi negativa.
Sólo tenía una condición para seguir adelante: asistir a una de sus
representaciones.
Protestaron, chillaron, incluso patalearon. Se acusaron mutuamente de
hablar demasiado y de equivocarse conmigo. Me lanzaron miradas de amenaza y
luego de súplica. Querían aquel secreto sólo para ellos.
—Usted construya esa prótesis lo antes posible —me dijo finalmente Aridoff—, y acudirá a la próxima representación que hagamos en
Copenhague. Pero tendrá que firmar el acuerdo de confidencialidad como todos
los demás.
Acepté los términos y despedí a aquellos dos hombres siniestros. El olor, sin embargo, no desapareció.
Comencé a investigar sobre la prótesis genital enseguida, nunca había trabajado en ese campo y tuve que aplicarme a fondo. De ahí
surgió, como ya he dicho, lo único positivo de toda esta historia retorcida. En
colaboración con un amigo mío de la universidad, experto en urología, desarrollé
la primera prótesis de
látex genito-urinaria
funcional, hipoalergénica y que sólo requería de cirugía menor. Al menos alguien acabó beneficiándose de toda aquella locura.
Tres meses después de enviarle
a Aridoff los nuevos genitales de su
asociado recibí un sobre sin remite. En el interior venía una invitación para asistir a la representación número quince de John Faré bajo la Cirugía
del azar. La dirección anotada era la de una
prestigiosa sala de
arte underground que solían frecuentar los
gurús de
la vanguardia artística.
También encontré un contrato lleno de cláusulas
que, de
aceptarlas, me
prohibirían hablar, tanto en público como
en privado, de la representación, de John Faré o de cualquiera de sus
asociados, a riesgo de pagar una suma de más de diez millones de dólares.
Firmé el contrato. La representación era en menos de una semana. Aun así estaba impaciente. Tenía
sentimientos enfrentados, por un lado sabía que todo aquello era una perversión
del arte, cuando no de la propia naturaleza humana; por otro, sentía cierta
fascinación y curiosidad por John Faré y lo que hacía. También, por qué no decirlo,
quería ver cuál era mi contribución. Contemplar mi propia obra. Como ya he
dicho, la
situación no me parecía
demasiado clara. Quizás, de haberlo sabido
todo, hubiera actuado de otra forma.
Llegué a la galería de arte una hora
antes de lo que marcaba la invitación.
El lugar estaba en una zona industrial medio abandonada y ocupaba lo que antes
había sido un almacén de maniquíes. Me pregunté si habrían elegido aquel lugar
a propósito o
si era una triste
casualidad. En cualquiera de los dos casos la
ironía era casi dolorosa.
El almacén estaba pintado en un rojo
brillante que destacaba tanto con el resto de arquitectura gris y cochambrosa, como con el suelo blanco cubierto por las
primeras nieves del invierno. En la puerta esperaba un tipo grande, de mostacho
poblado y cara de pocos amigos. Parecía miembro de alguna banda de moteros, en algunos sitios solían
contratarles como fuerza di seguridad. Sobre todo si existía poco interés en
que la policía acudiera por los alrededores. También es cierto que eran tiempos de contracultura y la mayor parte de
la vanguardia era antisistema por naturaleza.
Fuera como fuese, el hombre de la puerta
se negó a dejarme pasar. Demasiado pronto, me dijo. Yo ya me esperaba algo así,
pero quería ver a Faré, hablar con él antes de la representación. Así que le
monté un pequeño espectáculo al motero utilizando toda la jerga
pseudo-artística de la que fui capaz, pidiendo, exigiendo en realidad, hablar
con Aridoff o, si no había otro remedio,, con
Czervath. La situación llegó a un punto en la que aquel hombre sólo tenía dos
opciones: entrar a preguntar o darme un par de golpes y abandonarme en la parte
de detrás. Supongo que no querría
problemas antes de tiempo, así que despareció tras la puerta para volver, casi
al momento, acompañado por Aridoff.
No se alegró especialmente de verme allí, pero no podía negarse a
dejarme pasar. Dentro todavía había unos cuantos operarios instalando varios
cuadros de tamaño considerable a lo largo del vestíbulo y el pasillo principal.
Nosotros, sin embargo fuimos en dirección contraria, atravesando una pequeña
oficina y un almacén de suministros hasta una habitación habilitada como
camerino donde descansaba John Faré.
Era un hombre pequeño, o al menos esa era la sensación que proyectaba.
De cuerpo fibroso, vestía una bata que a penas podía protegerle del frío que hacía
en aquel almacén, enseñaba un sin
fin de cicatrices desde las manos al rostro. Al verme tendió su mano derecha,
rematada con un pulgar cromado que reconocí
al instante, y me sonrió.
—Creo que le debo mucho, doctor —susurró en voz baja—. No sabe usted
cuánto.
Le estreché la mano y no noté apenas resistencia. Observé el resto de
mi trabajo en aquel hombre y no pude sino sentirme orgulloso. Aunque no eran funcionales, Faré arrastraba una buena
cojera, cada pieza insertada en su cuerpo brillaba con luz propia.
—Sí —dijo, sin dejar de sonreír—, siéntase orgulloso de su trabajo.
Cada pequeña pieza que me ha proporcionado ha resultado perfecta. No podría haber
seguido con mi trabajo sin su ayuda. Me agrada que esté usted aquí y pueda
comprobarlo.
Tenía muchas preguntas que hacerle, pero me quedé allí, de pie, mirando a aquel hombre cosido a cicatrices y no podía hacer más que
observar la sensación de paz absoluta que proyectaba. Le di las gracias y di
media vuelta. Aridoff acababa di encender uno de sus cigarrillos mentolados.
—Lo entenderá todo cuando vea lo que hace John —me pasó un brazo por
encima de los hombros y me acompañó hasta la oficina de al lado—. Es un hombre
excepcional. Una
vez le pregunté por qué
lo hacía, ¿sabe? Todo esto, lo que usted va a ver en breve. «Morir
es como cualquier otro arte», me contestó. Al principio yo tampoco lo
entendía, pero a medida qui le veía sangrar en cada representación lo comprendí.
Todos tenemos algo que queremos perder, un
sueño, un pasado cruel, una vida que detestamos, todo situaciones que viven
escondí das dentro de nuestra alma. Faré elimina partes de su cuerpo para que
nosotros limpiemos nuestra alma. Nos redime.
Asentí, qué otra cosa podía hacer. El
olor a alcantarilla había vuelto
y me revolvía el estómago. Czervath entró en la oficina. Estaba sobrio, tampoco le gustó verme allí.
—La máquina está preparada —le dijo a
Aridoff—. En
cuanto John esté listo
podemos hacer pasar a la gente.
Me miró unos segundos, sopesando si
merecía su atención —Hizo un buen trabajo con su polla —dijo, mostrando una sonrisa que me pareció del todo sucia.
Aridoff me acompañó hasta la entrada. En
el vestíbulo esperaban cerca de diez personas más. No
reconocí a nadie, para mi no eran más que una masa sin rostro. Formé parte de
ellos sin demasiados problemas. Nadie me habló y yo no hablé cotí nadie. No
tardaron mucho en hacernos avanzar.
Los cuadros que había visto colocar antes ocupaban más de lo que me
pareció al entrar, llegando algunos a rozar el techo del almacén. No reconocí
el estilo, cuajado de pincelada anchas y gruesas, trazadas con furia,
alternando el negro y el rojo
sobre fondos construidos a base de deshechos, latas, ropa,
quincalla e incluso trozos de maniquí.
Parecía que querían construir un laberinto con aquellos cuadros, ante los que m
hicieron desfilar durante un buen rato, andando en círculos, quizás con el
objetivo de confundirnos. Se me ocurrió que aquella era la obra de Aridoff, ¿no
era pintor? ¿no llevaba años sin exponer?
A esto se había dedicado los últimos años, a preparar el primer paso de la
obra de Faré como antesala de una catedral perversa.
Tras aquella sombría peregrinación nos dejaron frente a un telón de
terciopelo negro en una habitación sin apenas iluminación. Empezó a sonar un
ruido de motores, como de aviones realizando un picado, cada vez a mayor
volumen. A medida que el sonido se hacía insoportable añadieron otros efectos, sirenas de bombardeo, perros ladrando;
creí reconocer hasta el llanto desgarrado de un bebé. Fue entonces cuando
conectaron las luces, grupos de focos con diversos colores girando a gran velocidad.
Parecía como si nos quisieran inducir una especie de viaje de LSD.
De repente, el silencio más absoluto. Las luces pasaron a un blanco
mate, doloroso. Levantaron el telón con cierta parsimonia teatral.
Lo primero que vimos fue la mesa de operaciones. Aunque, por las
palabras de Czevarth, comprendí que era aquello a lo que se refería como «la
máquina».
Era una mesa de cirugía un poco más grande de lo normal, en cada
extremo había un cilindro metálico del tamaño de una persona de la que salía un
brazo neumático articulado. Era parecido a los robots que empezaban a instalar
en las fábricas de coches, sólo que mucho más estilizado. En el extremo de cada
brazo había un instrumento diferente, una jeringuilla, una
tenaza, unas tijeras y una sierra dentada. Comenzó a sonar un vals que no conocía. Los brazos mecánicos se movieron a su ritmo ejecutando un baile que me pareció siniestro.
tenaza, unas tijeras y una sierra dentada. Comenzó a sonar un vals que no conocía. Los brazos mecánicos se movieron a su ritmo ejecutando un baile que me pareció siniestro.
Faré entró en la sala acompañado de Czevarth y la música se detuvo.
Estaba desnudo y mostraba con orgullo las prótesis que le había hecho. Se acomodó en la mesa de
operaciones y su compañero de representación marcó unos límites en la mesa
utilizando unas piezas metálicas. Levantó una tapa de uno de los laterales y
extrajo una decena de pequeños micrófonos. Los distribuyó por el cuerpo de Faré y los
altavoces restallaron con el latido de su corazón y el sonido de su garganta al
tragar salíva. Nos enterábamos de cada movimiento que hiciera, por pequeño que
fuese.
Czervath introdujo una tarjeta perforada de ordenador en la mesa de
operaciones a través de una ranura, junto al robot ele la jeringuilla. Los
brazos volvieron a bailar, esta vez sin música.
—El azar —sonó la voz de Aridoff por los altavoces— que
rige nuestras vidas,
todas ellas, decidirá ahora en John Farc cuál es el precio por liberarnos. ¿Qué
perderá él para que nosotros lo ganemos? Así como el destino nos marca a todos
por dentro, así dejará una señal en él, a través de su piel, de sus manos, de
su cuerpo.
Recuerdo el ritmo del corazón de Faré. No se alteró en un solo latido
mientras el brazo robótico que llevaba una jeringuilla le perforaba el brazo.
Tenía que ser algún tipo de anestesia o calmante,
pues a partir de entonces se relajó la cadencia que sonaba por los altavoces.
Reconozco que todo aquello era hipnótico. La sala tras el telón estaba
limpia como un quirófano y Czervath había cogído un pequeño maletín de médico.
El brazo de la jeringa si retiró mientras el de la tenaza presionaba el brazo
derecho de Faré. La sierra radial se activó con un ruido espantoso y distorsionado
por los altavoces. Se acercó al brazo con un movimiento lento pero preciso.
Todos mirábamos aquello pese a qui sabíamos lo que iba a pasar. Nadie hizo nada
para evitarlo.
El sonido de la sierra rompiendo el hueso de la muñeca de John Faré
rebotó en las paredes de aquel viejo almacén. La sangre salpicó en todas direcciones
pese a la presión ejercida en la muñeca por el otro brazo. Czevarth acudió con
rapidez. junto al muñón ensangrentado y extrajo aguja e hilo quirúrgico para
coser la herida. Aquello era una auténtica carnicería. La sangre empezó a chorrear por debajo de nuestros pies formando
un charco.
John Faré seguía con la misma sonrisa
plácida con la que me había obsequiado en el camerino. Los brazos proseguían
con aquella especie de danza aleatoria sobre su cuerpo. Mientras Czevarth todavía
cosía el muñón de la mano la operación del azar continuaba; las tijeras
cortaban el muslo de la pierna izquierda con soltura. Parecía una herida
superficial, pero la sangre seguía cayendo con abundancia. La sierra volvió a
sonar.
Sentí
una arcada. Tenía ganas de vomitar. No podía creer lo que estaba viendo, ni
siquiera podía creer que alguien siguiera allí. Me di la vuelta y eché a correr
por los pasillos cubiertos de cuadros, atravesando aquel laberinto, dejando
atrás los latidos del corazón, la sierra, la sangre, a mí mismo.
Fuera la nieve era demasiado blanca.
Vomité junto al motero barbudo de la entrada. Lo tiré todo, vaciándome. Acabé
sentado, apoyado en el muro pintado de rojo tratando de respirar aire puro. No
podía quitarme de encima aquel hedor a desagüe podrido. Tal vez porque siempre
había sido yo y no Aridoff el que olía así.
Recuerdo que no podía parar de llorar
cuando empezó a salir de la galería de arte el resto de la gente. Corrían.
Algunos de ellos parecían aterrados. Yo
no había podido aguantar tanto como ellos,
fascinados por el horror de tal forma que parecían no creerlo posible, como si hubieran asistido a una representación demasiado realista del Gran Guiñol. Tras ellos apareció Aridoff.
—Creí que se había marchado —dijo. Tenía
en los labios un cigarrillo ensangrentado—. Algo ha salido mal.
No supe qué decirle. Le miré, creo que
con odio. Parecía tranquilo. Se dejó caer a mi lado y dio una calada profunda. Ya no olía mal.
—Czervath se ha ido —comentó—. No sé si
volverá. Nunca lo ha llegado a comprender del todo. El sólo entendía a la máquina.
¿Y usted? ¿Cómo se siente?
Tenía miedo, asco, me temblaban las piernas y estaba mareado. El
sabor de la bilis me atravesaba la garganta. Me odiaba a mí mismo porque en el fondo,
muy dentro de las entrañas, me sentía aliviado. Estaba avergonzado por esa
sensación. Hoy día lo sigo estando.
No le contesté, lo dejé allí, fumando junto al almacén rojo. Llegué
hasta mi coche y conduje lejos de allí. Seguía llorando cuando llegué a casa.
Nunca más volví a ver a Gilbert Aridof, Czervath o Faré, ni tuve
noticias suyas por ningún medio. De vez en cuando me llegan comentarios sobre
alguien que se mutila en escena para realizar una performance, o que se extrae un litro de sangre y
luego lo esparce entre el público. Asisto a todas las que puedo y me fijo en
los artistas.
Ninguno de ellos es John Faré, no es lo
mismo. Soy capaz de ver su vacío, pero no pueden aliviar el mío. Aridoff tenía
razón en una cosa: todos tenemos algo que redimir, algo que nos mancha el alma.
No sé si Faré murió por todos nosotros, pero desde entonces en mi
estudio sólo huele a alcantarilla cuando llueve. Y le doy las gracias por ello.
1 comment:
Nos ha encantado tu ácida reflexión sobre el arte en la actualidad, y estamos seguros de que tampoco nos defraudará tu nueva propuesta. Un fraternal saludo y nuestros mejores deseos de un creciente y bien merecido éxito.
Post a Comment