Ella
tenía 50 años cuando heredó el antiguo
piso de sus padres, situado en el casco antiguo de la ciudad y donde había
vivido hasta que decidiera independizarse, hacía ya 20 años. Al principio
pensó en alquilarlo o en venderlo, pero después empezó a considerar la idea
de trasladarse a aquel lugar querido y detestado a la vez y, por idénticas
razones, le parecía que aquella decisión podría reconciliarla consigo misma, y
con su historia, y de ese modo sería capaz de afrontar la madurez sin grandes
desacuerdos, contemplando la vida con naturalidad, sin fe, pero también sin
esa vaga sensación de fracaso bajo cuyo peso había vivido desde que abandonara
la casa familiar. Coqueteó con la idea durante algún tiempo, pero no tomó ninguna
decisión hasta encontrar argumentos de orden práctico bajo los que encubrir la dimensión
sentimental de aquella medida.
El piso tenía un
gran salón, de donde nacía un estrecho pasillo a lo largo del cual se repartían
las habitaciones.
Al fondo había un cuarto sin ventanas, concebido como trastero, en donde ella
—de joven— se había refugiado con frecuencia para leer o escuchar música. Se trataba de un
lugar secreto, aislado, y comunicado con el exterior
a través tan
sólo de la queña puerta que
le servía
de acceso Decidió que rehabilitaría
aquel lugar para las mismas funciones que cumplió en su juventud, y tiró todo
lo que sus padres habían ido almacenando allí en los últimos años. Después
colocó en puntos estratégicos dos lámparas que compensaran la ausencia de luz
natural, e instaló su escritorio de estudiante y el moderno equipo de música,
recién comprado. Un sillón pequeño, pero cómodo, y algunos objetos que
resumían su historia completaron la sobria decoración de aquel espacio.
Se
dedicó después a limpiar el salón, sustituyendo los antiguos muebles de sus
padres por objetos de línea más simple que eliminaran aquella sensación de
ahogo. Tuvo problemas con algunos espejos, pues por un lado le gustaban, pero,
por otro, le producían una sensación inquietante aquellas superficies azogadas,
en las que el tiempo parecía haber ido dejando un depósito que sugería la
existencia de una forma de vida en el lado del reflejo. Finalmente decidió
venderlos.
Clausuró
después tres habitaciones —la de sus padres entre ellas—, en las que era muy
improbable que necesitara entrar, y arregló la cocina, en donde parecía persistir
también alguna tenue forma de vida que quizá se había creado a lo largo de los
años con los gestos y los pasos y la mirada de su madre sobre aquellos dominios
alicatados hasta el techo.
Cuando
terminó las reformas que había proyectado, se sentó en el salón y se sintió
vacía y ajena a todo aquello. Había violado un espacio que ya no era suyo para
sentirlo propio, y ahora tenía la impresión de que nunca llegaría a
acostumbrarse del todo a aquella casa cuyas puertas parecían abrirse a otra
persona y cuyas paredes —especialmente las del cuarto de baño y las de la
cocina— exudaban una ligera humedad que sugería algún tipo de actividad
orgánica en el interior de los muros.
En cualquier caso, decidió combatir la aversión
con disciplina y, así, procuraba cocinar todos los días para que la casa se
fuera impregnando de sus propios olores. Salía poco, pues no ignoraba que
aquellos espacios rechazarían su amistad si no se sentían habitados de forma
permanente.
Una vez que hubo dominado el salón y la cocina,
comenzó a recorrer con método el pasillo, que era una de las zonas más
irreductibles de la vivienda. Y el pasillo la condujo al cuarto sin ventanas
que había habilitado para obtener mayores dosis de soledad o refugio que en
el resto de la casa. Se retiraba a esta habitación a eso de media tarde,
cuando la luz dudaba entre persistir o acabarse, y ponía su música preferida al
tiempo que leía un libro o se perdía en ensoñaciones que la trasladaban sin
orden ni diseño a una u otra época de su vida. Aquel cuarto, al que se accedía
a través de una pequeña puerta situada al fondo del pasillo, acabó por
convertirse en una burbuja en cuyo interior podía viajar a salvo de las
asechanzas de la vida.
Así, pasaron algunos meses y la obsesión por el
cuarto sin ventanas continuó creciendo a expensas de la zona más débil de ella,
al tiempo que disminuía su interés por lo exterior. Y si bien es cierto que su
carácter práctico y su educación la libraron de caer en el abandono de todo
cuanto no guardara relación con aquel cuarto, también es verdad que el agujero
aquel reclamaba su presencia de un modo cada vez más apremiante. Le bastaba
colocarse en la cabecera del pasillo para sentir que una fuerza invisible, pero
cierta, tiraba de ella como un centro magnético conduciéndola dócilmente por
el corredor hacia su oscuro destino.
Se
sentaba en el sillón y oía músicas antiguas y leía antiguos libros o miraba
fotografías que iban poco a poco levantando su propia imagen, la imagen de una
mujer dura, aunque frágil, cuya vida podría haber sido distinta a lo que fue. Y
así, entre ensueño y ensueño —sabiamente guiada por la música y por los objetos
de otro tiempo— nació en aquella habitación un reflejo de sí misma que al
principio parecía amistoso, pero que al poco de formado comenzó a mostrar un
lado hostil, independiente y acusador.
Intentó clausurar aquel espacio, vivir como si no
existiera, pero apenas entraba en el pasillo sentía su poder de atracción y
caminaba hacia él, hacia el encuentro consigo misma, como guiada por unos intereses
ajenos, como si sus piernas, su mirada, su cuerpo, fueran manejados desde un
centro de operaciones exterior a ella. Cuando aceptó que se trataba de una
lucha desigual, se dejó vencer, pero enseguida su carácter práctico le
advirtió de que aquello conducía a la locura. Se vio a sí misma envejeciendo en
aquel cuarto, manteniendo conversaciones interminables con lo que no pudo ser,
haciéndose cargo de una vida paralela a la suya que vampirizaría todas sus
energías, y el terror a esa imagen consiguió de nuevo levantarla del sillón y
hacerla acudir a las zonas más templadas y luminosas de la vivienda.
Poco
a poco, gracias de nuevo a sus antiguos reflejos disciplinarios, fue espaciando
las visitas a aquel agujero, que era como el núcleo de una conciencia cuyos
dictados parecían concernirla, y perdió el antiguo hábito de acudir a él. Sin
embargo, la otra —llena de ausencia— no paraba de gritar desde aquel cuarto sin
ventanas, de manera que sus gritos traspasaban la pequeña puerta y galopaban
—ciegos— por el pasillo en dirección al salón. Pensó que aquello era otra forma
de locura y decidió entonces clausurar con ladrillos el hueco de la puerta
para dejar emparedado allí todo lo antiguo junto al reflejo de ella, junto a la
otra, que quería crecer a cualquier precio ignorando que sólo se crece hacia la
muerte.
Consiguió la cantidad de ladrillos y cemento
necesarios para la operación y se puso a trabajar un domingo por la tarde. En
apenas tres horas consiguió levantar un sólido muro que pareció borrar la existencia
del cuarto. Todavía con la paleta en la mano, un poco sudorosa, observó los
contornos de su obra y repasó las pequeñas imperfecciones de los bordes. Después,
agotada por el esfuerzo, se sentó y se quedó dormida.
Se despertó al poco, como sobresaltada por algo
que estaba a punto de suceder, y el terror entró como una garra en su estómago
porque advirtió que se encontraba en el lado del muro que se había propuesto
clausurar. Para defenderse de aquella visión pensó que quizá seguía durmiendo o
que tal vez ella era la otra, pero no le dio tiempo a averiguarlo porque un
dolor desconocido por su intensidad le mordió el pecho, a la altura del
corazón, y cayó muerta sobre el suelo, junto a aquel muro que debería haber
dividido su existencia y que ahora separaba dos espacios asimétricos y sin
significado.
En fin.
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