Tales of Mystery and Imagination

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Juan José Millás: Ella acaba con ella




Ella tenía 50 años cuando heredó el antiguo piso de sus padres, situado en el casco antiguo de la ciudad y donde había vivido hasta que decidiera independi­zarse, hacía ya 20 años. Al principio pensó en alquilarlo o en venderlo, pero después empezó a conside­rar la idea de trasladarse a aquel lugar querido y detestado a la vez y, por idénticas razones, le parecía que aquella decisión podría reconciliarla consigo mis­ma, y con su historia, y de ese modo sería capaz de afrontar la madurez sin grandes desacuerdos, contem­plando la vida con naturalidad, sin fe, pero también sin esa vaga sensación de fracaso bajo cuyo peso había vivido desde que abandonara la casa familiar. Coque­teó con la idea durante algún tiempo, pero no tomó ninguna decisión hasta encontrar argumentos de or­den práctico bajo los que encubrir la dimensión sen­timental de aquella medida.
          El piso tenía un gran salón, de donde nacía un estrecho pasillo a lo largo del cual se repartían las ha­bitaciones. Al fondo había un cuarto sin ventanas, concebido como trastero, en donde ella —de joven— se había refugiado con frecuencia para leer o escuchar música. Se trataba de un lugar secreto, aislado, y comunicado con el exterior a través tan sólo de la queña puerta que le servía de acceso Decidió que rehabilitaría aquel lugar para las mismas funciones que cumplió en su juventud, y tiró todo lo que sus padres habían ido almacenando allí en los últimos años. Des­pués colocó en puntos estratégicos dos lámparas que compensaran la ausencia de luz natural, e instaló su escritorio de estudiante y el moderno equipo de músi­ca, recién comprado. Un sillón pequeño, pero cómo­do, y algunos objetos que resumían su historia com­pletaron la sobria decoración de aquel espacio.
 
Se dedicó después a limpiar el salón, sustitu­yendo los antiguos muebles de sus padres por objetos de línea más simple que eliminaran aquella sensación de ahogo. Tuvo problemas con algunos espejos, pues por un lado le gustaban, pero, por otro, le producían una sensación inquietante aquellas superficies azoga­das, en las que el tiempo parecía haber ido dejando un depósito que sugería la existencia de una forma de vida en el lado del reflejo. Finalmente decidió venderlos.
Clausuró después tres habitaciones —la de sus padres entre ellas—, en las que era muy impro­bable que necesitara entrar, y arregló la cocina, en donde parecía persistir también alguna tenue forma de vida que quizá se había creado a lo largo de los años con los gestos y los pasos y la mirada de su madre sobre aquellos dominios alicatados hasta el techo.
Cuando terminó las reformas que había pro­yectado, se sentó en el salón y se sintió vacía y ajena a todo aquello. Había violado un espacio que ya no era suyo para sentirlo propio, y ahora tenía la impresión de que nunca llegaría a acostumbrarse del todo a aquella casa cuyas puertas parecían abrir­se a otra persona y cuyas paredes —especialmente las del cuarto de baño y las de la cocina— exuda­ban una ligera humedad que sugería algún tipo de actividad orgánica en el interior de los muros.
En cualquier caso, decidió combatir la aversión con disciplina y, así, procuraba cocinar todos los días para que la casa se fuera impregnando de sus propios olores. Salía poco, pues no ignoraba que aquellos es­pacios rechazarían su amistad si no se sentían habita­dos de forma permanente.
Una vez que hubo dominado el salón y la coci­na, comenzó a recorrer con método el pasillo, que era una de las zonas más irreductibles de la vivienda. Y el pasillo la condujo al cuarto sin ventanas que había ha­bilitado para obtener mayores dosis de soledad o refu­gio que en el resto de la casa. Se retiraba a esta habita­ción a eso de media tarde, cuando la luz dudaba entre persistir o acabarse, y ponía su música preferida al tiempo que leía un libro o se perdía en ensoñaciones que la trasladaban sin orden ni diseño a una u otra época de su vida. Aquel cuarto, al que se accedía a tra­vés de una pequeña puerta situada al fondo del pasillo, acabó por convertirse en una burbuja en cuyo interior podía viajar a salvo de las asechanzas de la vida.
Así, pasaron algunos meses y la obsesión por el cuarto sin ventanas continuó creciendo a expensas de la zona más débil de ella, al tiempo que disminuía su interés por lo exterior. Y si bien es cierto que su ca­rácter práctico y su educación la libraron de caer en el abandono de todo cuanto no guardara relación con aquel cuarto, también es verdad que el agujero aquel reclamaba su presencia de un modo cada vez más apremiante. Le bastaba colocarse en la cabecera del pasillo para sentir que una fuerza invisible, pero cierta, tiraba de ella como un centro magnético conduciéndo­la dócilmente por el corredor hacia su oscuro destino.
Se sentaba en el sillón y oía músicas antiguas y leía antiguos libros o miraba fotografías que iban poco a poco levantando su propia imagen, la imagen de una mujer dura, aunque frágil, cuya vida podría haber sido distinta a lo que fue. Y así, entre ensueño y ensueño —sabiamente guiada por la música y por los objetos de otro tiempo— nació en aquella habitación un refle­jo de sí misma que al principio parecía amistoso, pero que al poco de formado comenzó a mostrar un lado hostil, independiente y acusador.
Intentó clausurar aquel espacio, vivir como si no existiera, pero apenas entraba en el pasillo sentía su poder de atracción y caminaba hacia él, hacia el en­cuentro consigo misma, como guiada por unos intere­ses ajenos, como si sus piernas, su mirada, su cuerpo, fueran manejados desde un centro de operaciones ex­terior a ella. Cuando aceptó que se trataba de una lucha desigual, se dejó vencer, pero enseguida su ca­rácter práctico le advirtió de que aquello conducía a la locura. Se vio a sí misma envejeciendo en aquel cuar­to, manteniendo conversaciones interminables con lo que no pudo ser, haciéndose cargo de una vida parale­la a la suya que vampirizaría todas sus energías, y el terror a esa imagen consiguió de nuevo levantarla del sillón y hacerla acudir a las zonas más templadas y lu­minosas de la vivienda.
Poco a poco, gracias de nuevo a sus antiguos reflejos disciplinarios, fue espaciando las visitas a aquel agujero, que era como el núcleo de una conciencia cuyos dictados parecían concernirla, y perdió el anti­guo hábito de acudir a él. Sin embargo, la otra —llena de ausencia— no paraba de gritar desde aquel cuarto sin ventanas, de manera que sus gritos traspasaban la pequeña puerta y galopaban —ciegos— por el pasillo en dirección al salón. Pensó que aquello era otra for­ma de locura y decidió entonces clausurar con ladri­llos el hueco de la puerta para dejar emparedado allí todo lo antiguo junto al reflejo de ella, junto a la otra, que quería crecer a cualquier precio ignorando que sólo se crece hacia la muerte.
Consiguió la cantidad de ladrillos y cemento necesarios para la operación y se puso a trabajar un domingo por la tarde. En apenas tres horas consiguió levantar un sólido muro que pareció borrar la existen­cia del cuarto. Todavía con la paleta en la mano, un poco sudorosa, observó los contornos de su obra y re­pasó las pequeñas imperfecciones de los bordes. Des­pués, agotada por el esfuerzo, se sentó y se quedó dor­mida.
Se despertó al poco, como sobresaltada por algo que estaba a punto de suceder, y el terror entró como una garra en su estómago porque advirtió que se encontraba en el lado del muro que se había pro­puesto clausurar. Para defenderse de aquella visión pensó que quizá seguía durmiendo o que tal vez ella era la otra, pero no le dio tiempo a averiguarlo por­que un dolor desconocido por su intensidad le mor­dió el pecho, a la altura del corazón, y cayó muerta sobre el suelo, junto a aquel muro que debería haber dividido su existencia y que ahora separaba dos espa­cios asimétricos y sin significado.
En fin.

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