I
Pero un día se le ocurrió al emperador que las islas Apológicas serían una posición de importancia en medio de los mares, y con su extraordinaria terquedad trabajó sin desaliento hasta conseguir que el transporte Rey del mar llevase a las islas todo el personal necesario para constituir rápidamente una colonia digna del imperio.
Todos mis lectores recordarán que el barco se perdió a los 93 grados de latitud Norte y 415 de longitud oriental. ¿Por qué se perdió? No se sabe. Un juanete que no se pudo aferrar, una vía en la obra viva... algo que fue suficiente para producir la catástrofe.
Se salvaron algunos niños y mujeres y algunos colonizadores, que fueron recogidos por el vapor The Sea. El resto de los pasajeros y toda la tripulación perecieron ahogados.
Vertamos una lágrima, si a ustedes les parece bien, y sigamos adelante.
En los terribles momentos del naufragio, que tan admirablemente describen los novelistas que nunca han navegado, cuatro hombres se apoderaron de un bote, y a fuerza de remo se alejaron del peligro. Con los hombres iba un perro. Ya lo habrían ustedes presumido, porque en las novelas y en la vida real, siempre que el hombre está en peligro hay un perro que le salve.
Ya he dicho, no sé dónde, que el mundo sería feliz si los hombres fuesen como los niños y las mujeres como los perros.
Cuando los náufragos se vieron libres del inmediato riesgo de ahogarse, comprendieron que si no estaban completamente salvados tampoco estaban totalmente perdidos. Razonamiento que se hace enseguida.
−Bendigamos a Dios Todopoderoso.
−Bendito y alabado sea su santo nombre.
−Esto ha sido una agresión con la agravante de que hemos sido sorprendidos.
−Abrigúense ustedes el cuello.
−Doctor, déjese usted de consejos en estos instantes.
−Pues, hijos, es lo único que puedo dar.
−Oremos a aquel a quien se lo debemos todo.
−Yo opino que después podemos rezar. Ahora debemos buscar tierra.
−El puerto de salvación está en el cielo.
−Pater, no empiece usted con sus misticismos, porque si usted pensaba eso, no sé por qué se ha metido usted en el bote con tanta prisa.
−Yo digo lo que debo decir, y usted dejará de ser librepensador en estos momentos de angustia.
−Ni yo soy libre-pensador, ni usted dice lo que siente. Ahora el problema es llegar a tierra.
−¿Qué opina usted, padre Bernardo?
−El doctor tiene razón.
−Ha perdido usted el recurso.
−Señores, esta discusión es inútil. El doctor tiene razón. Ahora lo que urge es llegar a tierra.
−Y ¿dónde está la tierra?
−Por la posición del sol estamos mirando al sur, por consiguiente la tierra está al este, o sea a mi izquierda. Si bogamos con constancia antes de dos horas la veremos perfectamente.
−Pues, vamos allá −dijo el doctor.
Y el médico y el fraile armaron los remos con grande diligencia, y se pusieron a remar como si otra cosa no hubiesen hecho en toda su vida.
El padre cura, sentado a proa, empezó a rezar el rosario, valiéndose para contar las Ave Marías de las monedas que llevaba en el bolsillo.
El juez, sentado a popa, miraba hacia el sitio donde se había hundido el Rey del Mar calculando el procedimiento más largo y más seguro para procesar al capitán del transporte y condenarle a la pena capital sin discrepar en lo más mínimo de lo que previenen todos los artículos de todas las leyes.
El perro acurrucado debajo de una bancada dormía tranquilamente convencido de que no era necesario.
II
A la mañana siguiente los náufragos llegaron a tierra sin que el cura y el juez hubiesen cogido los remos, pretextando el primero la urgencia y eficacia de sus oraciones, y abstraído el segundo en el profundo análisis de si existe contradicción en el espíritu de la ley que informa el artículo 347.215 de la Ley de enjuiciamiento y el que informa el 19.433 del Código penal.
III
Y ya saben ustedes quiénes eran los náufragos.
El padre Bernardo, fraile ilustradísimo, encargado de la dirección científica de los trabajos agrícolas e industriales de la colonia. Hombre piadoso y virtuosísimo. Todo lo bueno que puede ser un fraile.
César Avieso, letrado del Tribunal de Casación de Gran-burgo. Sujeto de conducta intachable, extraordinariamente erudito como criminalista, pero atacado de la monomanía persecutiva, soñando continuamente en aplicar el Código a todos los seres de los tres reinos, y que se había hecho antipático a la magistratura de la corte, marchando con la colonia más bien desterrado que ascendido.
Benigno Anodino, el sabio más popular en todo el imperio. Hombre de extraordinario talento, tan entusiasta de la verdad, que en todo sospechaba hallar mentira. Un sabio que al partir de Granburgo dejó desconsolados a sus aristocráticos clientes del arrabal de Antruejo.
Y un señor cura, cuyo nombre no ha llegado a ser conocido, uno de los diez enviados a la colonia para las ceremonias del culto y organización de despachos parroquiales. Un infeliz dedicado a llamar continuamente la atención ajena hacia Dios, creyendo que de este modo todas las atenciones se fijaban en su persona. Sin más instrucción que la suficiente para comprender las advertencias del sacristán. Lleno de ridículo orgullo, porque creía que basta mover mucho el rosario para llegar a obispo, sin calcular que ningún ignorante llega a arcipreste. Un mal sujeto que deshonraba las blancas vestiduras de los sacerdotes del im¬perio, vestiduras que si en el alto clero suponen ilustración, rara vez suponen en el clero la mansedumbre que debe ser caracte¬rística del sacerdote. Todo lo malo que puede ser un cura.
IV
Y el juez siguió con sus lucubraciones y el cura con sus rezos mientras el padre Bernardo y don Benigno armaban una choza, encendían fuego y hacían más agradable la vida empleando su actividad y su inteligencia.
Desgraciadamente, el islote no producía nada, y a los tres días de estar en él los cuatro náufragos eran casi cadáveres.
Entonces el doctor abrió discusión:
-Señores, estamos en un sitio donde seguramente hemos de ser recogidos, porque todos los barcos que van a las tierras del norte siguen igual rumbo en cuanto pasan del paralelo de los 90 grados. Hemos tenido la mala suerte de que hasta ahora no haya cruzado ninguno, pero seguramente mañana o al siguiente día estaremos salvados. Ahora bien, ¿llegaremos con vida hasta mañana? Yo creo que no. Me basta ver a ustedes para comprender cómo estaré yo mismo. Hasta al pobre Cuco, mi querido perro, le considero desahuciado. Necesitamos alimento, y... finalmente, creo que uno de nosotros debe servir de aumento a los demás.
−¡Horror!
−No se asuste usted, padre Bernardo, esto lo tenía yo previsto.
−Oremos a Dios para que nos ilumine.
−Lo que usted debe pedir, padre cura, es que no le toque a usted ser la víctima.
−Advierto a ustedes −dijo el juez−, que se hará lo que acordemos, pero me reservo del derecho de proceder contra nosotros por homicidio.
−Por mí proceda usted desde ahora −dijo el doctor.
−Yo creo que aún podemos aguardar un día.
−No, padre Bernardo; si esta tarde no comemos carne, nos moriremos a media noche.
−Basta −repuso el juez−. Están demostradas la necesidad y la utilidad, y creo que debemos proveer. Resta solamente designar la víctima.
−A la suerte.
−Nada de eso, doctor. Justificado el acto que vamos a cometer por el hambre que tenemos, hay que justificar también la elección de persona. Por mi parte declaro que usted, señor doctor, no nos dará tan buen asado como el señor cura.
−Miserable −contestó éste−. Eso es decir que prefiere usted que yo sea el muerto; pues antes le mato yo a usted.
−Señores, repito que la suerte decidirá. ¿Qué opina usted, padre Bernardo?
−Yo me ofrezco a ser la víctima; creo que soy el más inútil, y, además, la única satisfacción que ambicionaba en este mundo la acabo de lograr. He visto reñir a un juez y a un párroco. Nosotros los frailes, los de mi orden y los de todas las comunidades religiosas vivimos del trabajo y de la humildad. Educamos a los niños, cuidamos a los enfermos, cultivamos la tierra, y nos afanamos en conocer la ciencia de tal modo que cuando no la creamos al menos la enriquecemos.
No estamos en Granburgo donde hay que enmudecer ante la constante farsa social. Allí callaba para no mentir ni decir la verdad. Aquí digo que los mayores enemigos del fraile son el juez, que goza hoy de los privilegios que fueron nuestros, y el cura ignorante e hipócrita, que va quitando a los creyentes el alto respeto que merece la tonsura.
−Bien, bien, padre Bernardo. Ahora entro yo. Declaro que los dos grandes enemigos del médico son el juez y el cura. No me refiero al magistrado ni al obispo, porque el ser ilustrado e inteligente es digno de respeto.
»E1 juez y el cura son lo mismo que un gañán que visitase enfermos sin más ciencia que un formulario metido en el bolsillo, aplicado con la ayuda de un escribano o un sacristán.
»E1 juez me quita los locos para curarlos dándoles garrote, llena los hospitales con los presos que salieron de la cárcel o del litigio enfermos o hambrientos; y si alguna vez me llama para que informe es exclusivamente para convertirme en instrumento de sus tenebrosos planes.
»Me parece que el derecho a procesar y el derecho a sentenciar debían ser privilegio de la alta magistratura y no de cuatro ignorantuelos que... No sigo porque no tengo fuerzas. Y no hablo del padre cura porque me lo quisiera comer.
−Pido la palabra.
−Y yo.
−Silencio. Aquí no hay discusión. Lo que ha hablado el padre Bernardo y lo que he hablado yo han sido dos desahogos. Ahora la suerte decidirá.
V
Prepárense ustedes, mis queridos lectores, y no se aflijan, porque esto que leen es un cuento.
La suerte designó al juez, y el doctor ejerció por primera vez funciones de carnicero.
El tostado cadáver fue comido por el médico y el cura.
El padre Bernardo no quiso probar bocado, y el perro olió la carne, y haciendo con sus patas un movimiento que le era familiar, fuese a un rincón y echóse a dormir.
A las primeras horas de la madrugada murió el padre Bernardo, y al amanecer murieron intoxicados no sé de qué el doctor y el sacerdote.
Al mediodía el perro Cuco entraba a bordo del vapor The Sea.
Bien decía aquel jefe de estación: «En todas las catástrofes creadas por las pasiones humanas sólo se salvan los animales».
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