Tales of Mystery and Imagination

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Eduardo Vaquerizo: Una esfera perfecta

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1

Una esfera perfecta, roja, trémula en la punta de mi dedo. Apenas un movimiento y caerá. Se apagarán las mil velas de la sala del trono, ar­derán las filias de los regidores y el sol teñirá de fuego por última vez las cúpulas de la ciudad alta.
Indiferentes, los pájaros sagrados gritarán al atardecer como han hecho siempre, como siempre seguirán haciendo.
Esa esfera al borde del abismo, más allá de la velocidad, de las pasiones, de la vida.


Una mañana escuché tumulto. Justo delante del puesto unos orgos oscuros, de músculos nudosos como raíces barnizadas, apartaban a la gente a empellones. Sin esfuerzo aparente transportaban un aparatoso palanquín ornado de cobre y plata que se bamboleaba debido a su paso vivo. Una niña de unos doce años, rapada según una condantía hereditaria y vestida con el ocre de la niñez, asomó desde detrás del terciopelo de la cortina y me miró de medio lado. Tan asombrado estaba que no pude moverme. Esa mirada... nunca había visto nada igual. No había desprecio, sólo una indiferencia pulida por un uso de siglos, dura como la piedra y tan implacable como la espada. Bajé la vista y miré a los gusanos que vendíamos, oscuros, sedosos, gruesos como mi brazo y removiéndose apenas en el balde lleno de estiércol. Sentí claramente que ellos y yo no éramos muy diferentes para esos ojos manchados con el dorado de los ofibles. De golpe supe que el simple universo de mi niñez esta­ba rodeado de otro mucho más grande, cubierto de aristas nítidas, afiladas y dolorosas. Mi vida hasta entonces había transcurrido dentro de un escondido teatro de marionetas. Aquella tarde me fue dado atisbar por encima del decorado y descubrir que el horror y la infelicidad son lo único real.
De alguna manera ya lo sabía. Hubiera sido imposible que dura­sen el goce sin límite, las risas, los atardeceres calurosos bañándo­nos en las aguas del Todolo y las noches sin lunas en que el ciclo parecía una red que había pescado ojos de sarpontes, millones de iris brillantes como si infinitos peces muertos nos mirasen desde el cielo. Lo sabía. Cuando los adultos nos gritaban con voces estentó­reas ¡escondeos! no era un juego más. Escuchábamos desde los árboles los disparos, los gritos de las mujeres, las voces de los ma­yores suplicando y todos sabíamos que no era un juego. Luego, cuando volvíamos a la aldea, olvidábamos con fuerza, negábamos los rostros curtidos de dolor, las chozas quemadas y los llantos. Se­guíamos riendo y jugando.

En una de aquellas ocasiones mi madre, como las de muchos otros antes, había gritado largas horas sobre el barro mientras los orgos disfrutaban con sus juegos. Yo no entendí, no quise hacer en­cajar ese hecho en mi simple universo, como sí lo hacía en el de mi padre y mis hermanos mayores, cabizbajos, apretando su mano yerta, vaciando un tronco para su último viaje a lomos del Todolo.
Sin embargo aquella mirada no me daba opción, tan clara, tan irrebatible. Sin saber qué te ofende es difícil odiar. Una vez que se conoce, las heridas no cicatrizan, el pecho se abre y se descu­bre que por dentro todo está envenenado del encono más negro: in­testinos, músculos, hígado y cerebro rezuman violencia. Hasta los ojos submarinos en el cielo y el sol resbalando lánguidamente sobre la piel son armas, piedras y lanzas que se atesoran para el futuro.

2

Abandoné la aldea con quince años. No podía continuar allí, con aquella llama devoradora batiendo mi interior. No había juego ni amistad que calmase la ira y todo me remitía a esa mirada de desprecio acrecentada mil veces en mi imaginación. Llegué a la ciu­dad abriendo y cerrando las manos vacías, como buscando las he­rramientas que me permitirían escarbarme el pecho y arrancar esos esquistos dolorosos, perforar hasta llegar a aquellos ojos crueles que seguían mirándome en mi memoria.
Trabajé como un arquete en las piraguas de pesca, transportan­do cosas, limpiando calles, construyendo chozas. Enseguida al­guien me habló del Volre y sus juramentados.
El Volre, aparentemente la antítesis, la esperanza, en realidad el movimiento subversivo ancestral, conocido y tolerado por los ofíbles. De vez en cuando se freía públicamente a alguno de sus miembros en medio de grandes ceremonias, tamboreros y alfanjes, sólo para que las ofibles sensibles arrugaran la nariz ante el olor a fritanga que subía hasta las ventanas de la ciudad alta.
De no ser por Kanan, el Volre me habría abrazado con su enlo­quecedora lentitud y enlodado el filo de mi odio en acciones estéri­les, como había ya hecho con muchos otros, como correspondía a su función dentro de la estratificada sociedad del Imperio. Kanan -delgado y barbudo, casi perdido dentro de las telas de su toga- era un consejero menor, ya tan anciano que nadie se esforzaba por es­cuchar su voz, suave brisa con la que relataba historias, pensa­mientos, pequeños vuelos de la imaginación, grandes saltos de la mente, todo resumido en sonidos escasos y terribles. Como él de­cía, «pequeñas palabras de dientes afilados que te muerden la ca­beza y te arrancan las mentiras».
Así encontré un nombre para cada una de las ideas que ya esta­ban dentro de mí. Sílabas que cristalizaban la amarilla furia en for­ma de ámbar que me hería con sus aristas concretas y afiladas. El destino, la historia, el tiempo, el cambio. Conocí al fin el porqué de desear un futuro sin Cachol, sin arquetes, ofibles ni humiltres. El porqué que revestía de dignidad mi odio irracional, lo hacía más digno, más humano y a la vez más terrible.
Sin embargo aquellos conocimientos hacían daño. Cuanto más sa­bía, más me indignaba el Volre. Grandes ceremonias, mística vacía, aburridas costumbres milenarias. Cumplimos únicamente alguna amenaza a un ofible demasiado cruel con sus criados o estériles in­timidaciones a los jeclas que maltrataban a sus arquetes. Accio­nes pequeñas, mezquinas, inútiles, dirigidas por el círculo interior, jerarquía de los que luchan contra la jerarquía.
Pasé cinco años en los círculos inferiores. Sentía continuamente la falta de una herramienta en mis manos, algo que las hiciese efi­caces para vaciarme el pecho de esa angustia. Sin embargo no po­día luchar yo solo contra el Cachol, necesitaba al Volre. Continua­ba atado a la organización, luchando contra ella, penando para ascender en su interior y lograr cambiarla, depurarla hasta descos­trarla de ineficacia y connivencia.
Fue por aquellas fechas, el año que la luna blanca adelantaba a la roja en tres cuartos de esfera, cuando murió el anciano Cachey. Como mandaba la tradición, la muralla externa se abrió y muchos subimos hasta la ciudad alta. Apenas me sorprendí: lo que fuera de sus murallas era adobe, allí era piedra cubierta  de azulejos esmal­tados en verdes y oros. No se conocían los tejados de paja, todo eran deslumbrantes cúpulas de bronce. Caprichosas fuentes de mármoles lustrados por el agua adornaban plazas rodeadas por macizos edificios embellecidos de azulejos y hiedra.
Las calles estaban abarrotadas y, a pesar del clima fresco de la quinta estación, sudábamos en silencio solemne, apretados unos contra otros y luchando por ver algo mas allá de la multitud de ca­bezas. Se hacía difícil respirar y la tentación de gritar y salir de allí era fuerte. Pero todos podíamos ver perfectamente a los orgos co­locados en balcones y aleros, prestos los fusiles para abatir al que rompiese el silencio ritual. Sólo los pájaros sagrados, más allá de cualquier norma, gritaban al atardecer y se perseguían conti­nuamente unos a otros en una alegría indiferente a los asuntos humanos.
Miles de cabezas, tocadas de diferentes gorros y turbantes, se orientaban hacia la fortaleza del Cachey, una mole cuadrada cons­truida de piedra roja y erizada de esbeltas torres esmaltadas en azul metálico. Esperamos mucho, hasta que el sol bajó en el cielo iluminando las cúpulas con destellos de horno. Algunos se desma­yaron. Dentro del palacio se estarían cumplimentando las alaban­zas de los arciunis, los grandes gongs de acero cantarían sin cesar entre densas nubes de aromas inhalatorios y miles de velas crea­rían cascadas de luz al reflejarse infinitamente en espejos de oro.
Sin aviso previo se soplaron interminablemente las trompetas metálicas que arremedan el mugido del jamecle. Descomunales compuertas de hierro se abrieron en la muralla de palacio. De ellas salió un gran caudal de agua inundando el canal fúnebre. Cientos de miles de cántaros de agua, acarreados por miles de arquetes desde la última muerte imperial, bajaban desbocados en busca del Todolo. Había sido un rey poderoso y longevo, por eso el río era crecido y retrasaron un poco la suelta del barcud. Era un espectá­culo fascinante escuchar el refrescante correr del agua río abajo, buscar su ser completo en el lecho del Todolo.
Pasado un tiempo indeterminado -¿el vuelo de un pájaro?, ¿una hora?-, se abrió una pequeña puerta atrapando el sol de la larde en una filigrana de oro bateado, y el barcud descendió como una ex­halación, trastabillando, oscilando. El cuerpo del Cachey, amorta­jado y sujeto por sedas rojas, se tambaleaba mientras la veloz co­rriente le arrastraba hacia donde acabamos todos, al río que nos acoge sin preguntarnos nuestra condición.
El gentío no dejaba de admirar el espectáculo mientras yo sólo tenía ojos para el agua, aquella ingente cantidad de líquido subida a hombros de arquetes aguaderos, todo para que el cadáver de un hombre alcanzase el río.
Encima mismo de aquella puerta dorada había asomado el su­cesor, una figura solitaria sobre la que se concentraba todo el po­der, la punta de la pirámide del Cachol. Se decía que rondaba los veinte, que no le gustaban las intrigas ni la política, y sí las artes, las largas excursiones, el saber de los arciunis. Sólo en los últimos años se había reconciliado con su padre y aceptado sus responsa­bilidades sucesorias.
La silueta permaneció un momento absorta y después nos miró. ¿Qué pensaría viendo toda aquella agua llevarse a su padre y la multitud de cabezas que se extendían por las calles de la ciudad alta, sobre los edificios, en todas partes? ¿Cómo iba a ser su vida a partir de ese momento? ¿Se le habría ocurrido, como a mí, que no volvería a ver abiertas aquellas enormes puertas de hierro?
Para todo el Cachol, él no era una persona, sino un símbolo, y como símbolo deseé poder matarlo, hacerlo acompañar río abajo a su padre y mandar con ellos a todos los ofibles, a aquellos rastreros humiltres que ya empezaban a vitorearlo, ratones que gritaban lealtad enfervorizada al águila que les desgarraba las entrañas.
Mirando la silueta del nuevo Cachey me abrumó una sensación de responsabilidad, de enorme tarea por hacer, como si yo mismo hubiese de ser el encargado de trasegar esa enorme cantidad de agua. Luego imaginé que yo no tendría que trabajar con agua sino con sangre, y ese pensamiento me hizo feliz.


3

Pasaron cuatro anos, tiempo para vivir varias vidas o para no vivir ninguna. Busqué el arma que colmase la fuerza encerrada en mis brazos sin encontrar más que sucedáneos. Los sentimientos que retenía dentro de mí, las esperanzas, el odio renegrido, amenaza­ban convertirse en costumbres, llanos hábitos de odio que me acompañarían siempre.
Kanan murió, una mañana lluviosa se había apagado definitiva­mente su voz. Terminaron las noches contemplativas, las estrellas, el frío relente de las vigilias rituales soportando el rocío, y había nacido el esfuerzo de hablar; de convencer, de forzar, de amenazar y... también de matar.
De una forma que me era natural, sin premeditación o duda al­guna, empecé a pasar de las palabras a los hechos. Dejé de verme como un adolescente entregado a vanos trabajos dentro del Volre, y percibí la realidad desde fuera, tan clara como si mis ojos hubiesen tenido el brillo de estrellas. Había de sortear aquellas tradiciones pa­ralizantes, abolirías, luchar contra ellas desde fuera, nunca desde dentro del sistema. Con la lentitud y precisión de una araña, ajeno a la virulencia que el odio me dictaba, tejí un entramado de planes, una estrategia certera. Después dejé que mi cuerpo la siguiese ciega­mente, como un tonel que bajase sin control una empinada cuesta.
Y el primer hito concebido era el templo de la mente, el lugar donde todos los sacerdotes del dios arquitecto adquirían sus cono­cimientos de ingeniería, medicina, leyes. El Arci era un edificio muy antiguo en la frontera con la ciudad alta y consagrado a los antepasados que balaran del cielo. Aunque yo no tenía vocación me sobrecogían sus conceptos. Espacio, tiempo, aritméticas sin números, gramática sin palabras, estrellas girando unas sobre otras en vacíos aterradores. Había estado en sus salas enormes, al principio solo, luego acompañado, hablando con los estudiantes, los futuros mestres, contables, astrónomos servidores del dios ar­quitecto que no rinde devoción ni la pide, cegado por la evolución de las grandes leyes del universo.
Casi recuerdo cada una de las miles de conversaciones frente al té oscuro, aquellas frases y pensamientos enrevesados que pren­dieron en las polvorientas orejas de los mestres mayores. Ellos las Llamaron herejía y despotricaron un rato desde sus tarimas eleva­das. Después, como viejos ratones de memoria débil, las olvidaron sin consciencia de su fuerza. Nuestras palabras, las palabras que nosotros divulgamos en los enormes claustros decorados de estu­cos medio caídos, viajaron lejos, por todo el país, adheridas a las mentes de los nuevos arciunis consagrados, construyendo la espi­na dorsal de nuestro éxito futuro.
Allí encontré lo que sería el núcleo de mi ejército. Éramos ape­nas una docena, aquellos en los que las ideas habían prendido como una llama en un tonel de aceite. Se veía arder la pasión en sus ojos, atisbo de un horno interior presto a volcarse en acciones.
Con ellos a mis espaldas volví la vista al Volre. El corro sagrado, sus lerdos consejeros y sus ceremonias vacías quedaron transfor­mados en poco más que un pasatiempo comparado con las pala­bras de Kanan que nosotros nacíamos resonar por los pasillos sub­terráneos, en los corrillos de las plazas, rebotar en los oídos de todos como ecos de insidiosos gamelanes, la música de la verdad gritada por fin a pleno pulmón.
La lucha fue dura, pero era la guerra previa, imprescindible. Tu­vimos, mes a mes, nuevos adeptos, los jóvenes levantaban la cabe­za desde la posición de meditación y nos escuchaban.
El camino trazado en la telaraña llegó a un punto que temía: los consejeros antiguos se resistían, retenían el poder de las viejas con­signas, los secretos de los escondites, las células, los juramentos. Estorbaban, peor aún, colaboraban con el Cachol. Llegó la hora de empezar a trasegar sangre, y de acudir a aquellos en los que las ideas de Kanan no eran una opción, sino la única verdad posible. Me acordé muchas veces de mi aldea, de la maldad impersonal, casi infantil, de los orgos practicando sus crueldades con nosotros. Cuando planeé aquella reunión plenaria, cuando ordené desem­polvar y afilar los aceros, me sentía como ellos, jugando, y eso me helaba el sudor en la frente. Descubrí que no costaba toda una vida adquirir esa facilidad para matar y torturar, era fácil, muy fácil...
Pero había que continuar, seguir el plan. Aquella noche, cuando pálidos rayos de luna iluminaban el círculo interno, el corro del Volre, salimos de las sombras repartiendo silenciosos y fatales ar­gumentos.
Habíamos aprendido pronto a ser crueles, algo en que los ofibles siempre nos habían superado. No fue difícil, pero a la vez tuvimos que tolerar la ponzoña de la violencia, controlar su avance, evi­tar que nos dominase con un yugo más cruel aún que el del Cachol, y usarla sólo cuando era necesaria, contra los espías y traidores de la Gicía de los que estábamos infectados.
Todos los avances no eran bastante, nada lo era. Seguía bajando al mercado y viendo niños arquetes atados a estacas y castigados con hierros candentes. El cadalso rebosaba de azotados y mutilados humiltres. La interminable hilera de aguaderos seguía subien­do la colina de la ciudad alta. Siempre, día y noche, levantaba la vista y veía el camino de antorchas, la larga fila caminando bajo el monzón terrible, espaldas encorvadas y castigadas por el ruego del sol, los arquetes que a menudo caían rodando la cuesta abajo.


4

El Cachey... Todavía no he hablado de él. En el mercado, sobre una de las inmensas paredes, habían colocado su retrato esmaltado en miles de azulejos. Muchos codos de alto y ancho para una cara del­gada, sencilla, ojos negros y tristes que el pintor había intentado hacer parecer amenazadores sin conseguirlo. Tras los primeros días de murmullos y admiración, todo el mundo lo había olvidado y seguían comerciando a gritos entre el gentío, los olores, los vapo­res de las cocinas y las especias. Yo transitaba intranquilo bajo su mirada inteligente y calma mientras iba o venía de alguna reunión. Siempre terminaba por levantar la vista y automáticamente recor­daba el enagua de su padre, esa diminuía figura de blanco sobre las almenas contemplándonos a nosotros, un campo de cabezas mecidas por brisas de tiempo e historia sobre los que tenía poder absoluto.
Su gobierno había sido extraño, tanto que redoblamos los esfuerzos por introducir espías en la corte. Según ellos había pasado día y noche investigando en las bibliotecas, cónsultando con arciunis, conociendo la geografía y estado de todas las provincias, com­prendiendo el entramado de leyes, lazos de sangre y costumbre que ligaban mestres, ofibles, humiltres y arquetes hasta conglomerar el imperio Cachol a lo largo del Todolo, desde Ba hasta la lejana Hui, en el delta del oro.
Lo más sorprendente: él y sus colaboradores habían escrito una nueva ley. Según ella, los ofibles perdían el derecho de vida y muer­te sobre los arquetes, al igual que, en teoría, ya no lo tenían sobre los humiltres. La corte entera, el palacio, toda la ciudad alta y el piélago de ofibles que poblaban el país desde el Todolo hasta las fronteras del oeste y el sur se opusieron. Era como arrancarles el dorado de sus ojos, un privilegio demasiado fundamental. Enemi­gos irreconciliables, órdenes de ofibles enfrentadas a muerte y el Arci, todos unidos por una vez, habían impuesto su poder para que las sillas de los regidores estuvieran llenas de ancianos prestos a impedir que el Cachey impusiese esa ley.
No entendíamos nada. ¿El Cachey saboteando el Cachol? La mera idea era extraña. Investigamos, nuestros espías hablaron con las ayas, las criadas, los cocineros, los arciunis mestres de palacio. Descubrimos que el nuevo Cachey odiaba a los guardias orgos y sus juegos. Detestaba a la Gicía, a los jeclas mayordomos y sus cas­tigos sobre los arquetes que habían cometido una equivocación. Anécdotas, iras de su padre, reprimendas por no empuñar los fusi­les enjoyados, todos aquellos informes fueron construyendo una inhabitual imagen del Cachey. La magnificencia abrumadora de escayolas chapadas en oro, ventanas sobre jardines olorosos, deli­cadas sedas y alfombras, fuentes de mármol y cristal, criados mu­dos e invisibles haciendo funcionar todo con sudor, miedo y dolor. Las hacinadas habitaciones de los arquetes, los abusos, castigos, el látigo presto, el cuchillo sorgo que corta manos y lenguas. Enor­mes partidas a la caza del monsgre, tres monteros por cazador por­tando armadura y aceros aguzados y un arquete pequeño atado a una estaca como cebo vivo, el único que hace acudir al monsgre.
El Cachey había demostrado mirar por encima del Cachol, de los lujos, el poder económico y militar. Ser capaz de ver personas que sufren y no filtrar ese dolor ajeno Iras la espesura de la tradi­ción, de la casta, de la herencia divina. Igual había hecho yo, sólo que al revés, él desde lo alto, yo desde lo más bajo. Por eso podía entender sus motivos, pero no imaginaba sus sentimientos. Sabía mía en exclusividad esa rabia casi sólida, pedazos de cristal de aris­tas afiladas rodando dentro del pecho. Quizás a él le calaba una lenta lluvia de pena, una melancolía infinita... No lo supe entonces. Me limité a no intentar pensar más en él, a tratarle como el símbo­lo odiado que era.
Cuando su proyecto fracasó, supuse —todos supusimos— que la frustración le había embargado de tal manera que quiso huir de todo. La ciudad entera escuchó el bando: el Cachey marchaba a la isla de Siley, dos días río arriba pero tan lejana para todos nosotros como el mismísimo firmamento del que los antepasados bajaron montados en grandes edificios de metal.
Era una mañana de sol radiante. Nos acumulábamos en las ori­llas mientras por el Todolo de aguas lentas y doradas circulaban treinta barachas pintadas en una sutil sucesión del ocre al rojo. Cuernos de jamecle soplados por gigantescos fuelles atronaban el aire matutino. Oropeles de terciopelo y seda ondulaban a la brisa y desnudos adolescentes arquetes remaban al compás de los cuer­nos, batiendo las aguas oleaginosas tal como si la cuenca del Todo­lo fuese un crisol de oro fundido y ellos los orfebres. Era un sueño que pasaba cerca de ti sin tocarte. Abrías la boca, admirabas la su­tileza de líneas, el brillo dorado de las barachas. las sucesivas transformaciones de colores, sin saber en qué momento pasaría la última o en cuál viajaría el Cachey.
La multitud de los que nos agrupábamos en la orilla se dispersó apenas la última baracha dobló el meandro del norte. De la algara­bía sólo se distinguía una palabra: Siley, Siley. Corrían tantas le­yendas sobre aquel lugar que cabían dos opciones: que ninguna fuera cierta, o que lo fueran todas y aun así no hicieran justicia al lugar.
El hombrecillo fracasado se marcha despechado a disfrutar de sus privilegios, eso pensábamos todos. Hablé con mis hermanos del Volre. Habitaba allí una frustración distinta, en sus corazones se celebraba el funeral de la esperanza: el fin del Cachol sin lucha ya no era posible. Yo ya lo había supuesto, pero aun así dos días después seguía sin dormir. Me removía inquieto entre los linos del lecho, sudaba y terminaba por levantarme e ir a pasear sobre la azotea al fresco de la noche. Buscaba la hilera de antorchas, los ar­quetes subiendo cántaros hasta el palacio y la oscuridad de la no­che que se hacía más intensa, hervía y me mordía la piel con saña. No era frustración. Cuando se odia tanto y durante tanto tiempo, termina haciéndose un hábito v hay que aumentar la intensidad para no dejar consumirse ese dulce dolor de la rabia acumulándo­se en tu pecho, aumentar la reserva de veneno gota a gota, esperar el día en que toda esa ponzoña estalle en acciones definitivas. Eso hacía yo, noche tras noche, contemplando cómo subían los cánta­ros por las cuestas empedradas.
Casi como si hubiese tomado la decisión mucho tiempo atrás tiré algunos enseres y ropas en el fondo de una piragua y la deslicé en las suaves aguas del Todolo. La luna carmesí reinaba alta en el ciclo nocturno. Su escasa luz era un fluido corinto empapando mis manos, espuma roía rompiendo en quilla y resbalando por el remo. Detrás de mí, la ciudad de Ba era apenas unas luces amarillas, bul­tos oscuros y algunos reflejos de color rojo sobre las cúpulas de la ciudad alta. Ninguna chalupa, ningún fuego en la ribera, nadie se atrevía a salir en una noche de sangre como aquélla. Quizá por eso los guardias estaban más relajados y no me vieron atracar en­tre la maleza de la isla. Nada se movía, no había viento ni insectos zumbantes, sólo el lento canto del pabra rasgaba el velo de silencio. Me agazapé escuchando el rápido latido de mi corazón y el trans­currir del agua a mi espalda. No recuerdo qué pensamientos vaga­ban por mi mente; era, de nuevo, ajeno a mi voluntad. Volví a es­cuchar el grito del pabra y por fin inicié la marcha. Tras unos cuantos pasos quedó atrás el olor fresco del río y enseguida los aromas estancados de la selva me rodearon como un asfixiante velo sobre la boca. A mi alrededor miles de orquídeas nocturnas, grandes como mi puño, se abrían en un esplendor de palidez y hedor enfermizo, dispuestas a beber la luz sangrienta de la noche. Me moví con pasos de monsgre cauteloso halando a través de un fluido grumoso de roja penumbra, hojas y aromas que me arro­paban por todos lados. Sin transición aparente, pasé de las ramas y lianas salvajes al suelo ajardinado, el césped, los setos, los muretes ornamentales, los árboles podados. No puedo describir mucho de Siley. Sólo recuerdo retazos de aquella noche color sangre gangrenada, imágenes fragmentadas como de fresco al que se le han desprendido grandes partes: campos de hierba cortada con esme­ro, lagos de formas suaves, piedras que parecían haber escogido el lugar idóneo donde erguirse, cascadas artificiales. Siempre adelan­te me guiaba el resplandor del palacio reflejándose en las lustrosas hojas de palmas, en el mármol de fuentes delicadas como suspiros.
De repente, como sucede en los sueños -y yo estaba en la isla de los sueños- delante de mí apareció un prado ocupado por gente, iluminado por pebeteros y velas. Me petrifiqué inmediatamente, una sombra entre las sombras. Comprendí que era el Cachey, sen­tado a menos de veinte metros de mí y de mi cuchillo que ya afe­rraba sin sacarlo todavía de su funda. Estaba cenando rodeado de sirvientes vestidos con derroche de bordados. Él sólo llevaba una camisa blanca y una sencilla falda larga. Un trío de hermosas mujeres tañía instrumentos de cuerda y sus sones llegaban hasta la selva como delicadas telas de araña sonoras. Todo era lujo sin lí­mites, en la ropa, en la mesa y los cubiertos, oro, diamantes incrustados, marfil. Justo detrás se distinguía la gran mole oscura del palacio, almenas y lechos de suave pendiente que caían hasta el suelo.
Los derroches no me cautivaron. Miraba únicamente su rostro, pálido, grandes ojos, largo cuello, ese cuello delicado, de piel sua­ve, fácil de cortar con el filo serrado de mi cuchillo. Sólo tenía que correr veinte metros. Llegaría, sabía que lo haría. Casi sin dar tiem­po a esa fuerza que me dominaba, el Cachey se levantó mastican­do un frusgo, caminando despreocupadamente sobre la hierba. La música cesó y el viento barrió con un soplo las últimas notas mien­tras acortaba la distancia que nos separaba. Con cada paso yo de­senterraba un poco más la hoja letal. Cuando sólo nos separaban dos zancadas, se detuvo. No podía ver de él más que la silueta y el brillo de sus ojos que parecían clavados en mí. Yo era una sombra oscura más, imposible de distinguir, sin embargo sentía aquella mirada calarme el pecho, retener el resorte que almacenaba ener­gía en mi brazo. En ese momento me alcanzó la sensación que an­tes sólo pude suponer. Vi, sentí a la multitud mirándome, el río de agua, el barcud navegando en busca del Todolo, y me abrumó un sentimiento largo, tan largo como mis días sobre la tierra, como los gritos de mi madre sobre el barro, como las palabras del ancia­no, como el dolor del niño castigado en el mercado, como el des­pecho de aquella mirada infantil. Era una tristeza intensa, desga­rrada, desnudada de redención por la impotencia, por fuerzas mayores que uno mismo, por el destino que navega en aguas inun­dadas de atardeceres y muerte.
Volví por el mismo camino. No encontré las trampas tan nom­bradas, ni los miles de orgos, ni los monsgres amaestrados. Quizá sólo fue suerte, o quizá la isla se proteja con murmullos y fantasías. Volví vacío, sin energía para reprocharme no haberlo matado, sólo con fuerzas suficientes para arrastrar la piragua hasta el agua y de­jarla llevarse río abajo, hacia Ba.


5

No comprendí aquella cobardía. Tampoco me la reproché. Simple­mente continué viviendo. La fuerza interior, la misma que me ha­bía alimentado todos esos años de lucha, había decidido no matar al Cachey y me había abandonado dejando mustios los brazos que antes sentía rebosantes de fuerza. Lo acepté, regresé al seno del Volre y seguí trabajando, espesando la red de espías, comprando traiciones, emboscando a orgos, quemando almacenes de ofibles, hurgándole en la nariz al gigante sin casi despertarlo. Como mu­cho, conseguía que la Gicía nos persiguiese durante uno o dos días, como el jamecle que espanta insectos durante un rato y luego se cansa y los ignora.
Una especie de borrachera de monotonía me iba ganando, ane­gando las ideas, los futuros, desdibujando el presente hasta no ser más claro que los jirones de niebla que se deslizan sobre el Todolo al amanecer. La rutina era un manto confortable sobre mis hombros. Hablaba largo rato en las supremas juntas del Vol­re regidor, visitaba juramentados, estudiaba el Cachol, todo sin percibir apenas el paso del tiempo. No tenía a mi lado a nadie a quien llamar por su nombre, con quien reír al lado de una bote­lla y una vela; a quien besar mientras las lunas circulan por el cic­lo al antojo de los enamorados. Y no me importaba; estaba ya muerto, sólo la inercia del impulso inicial me permitía seguir mo­viéndome, disfrazando la carencia de propósito con los ropajes del hábito.
Eso sí, observaba. Casi como el río trae aguas de colores dife­rentes, basuras flotando o el pez que rompe en un salto, por delan­te de mí pasaba un continuo fluir de rostros distintos manchados de ira, de muerte, riendo, apretando los dientes con sed de vengan­za. Me había convertido en un imparcial espectador de la injusti­cia, un colector de pasiones, de cegueras, delitos, crímenes, ven­ganzas, agravios... todas estériles gotas de lluvia que calaban menos en mí que el recuerdo de suaves chaparrones empapando mi piel infantil mientras cuidaba de los gusanos.
Sólo me sentía cerca de alguien en esa alfombra de complejísi­mo dibujo humano. En los breves instantes en la isla supe que sólo los dos contábamos. Personificaciones de ideas diferentes y anta­gónicas, no estábamos hechos para vivir —para eso ya habíamos te­nido infancia, sino para llevar adelante un destino. Nunca hablé con el Cachey, pero supe que conocer nuestro papel no nos impe­día añorar la indiferencia quizá la felicidad de los que viven sin más, sin propósito, sin un destino.
Cuando un gran cambio se avecina, normalmente no lo prece­den tremendas manifestaciones. La época de las lluvias comienza con una sola gota de agua que cae anónima sobre una alta azotea, cala un rostro tendido al cielo o riega la tierra sedienta. Sin em­bargo, la siguen multitud: cuatro semeses, trece lunas de lluvia continua. Así ocurrió entonces. Llovía, nos habíamos acostumbra­do al cielo grisáceo, al tamborileo del agua sobre las lonas. El Todolo crecía día tras día, los humiltres habían empezado a elevar sus chamizos sobre troncos, como hacían todos los años. Una tar­de, igual a muchas otras, contemplaba cómo se oscurecían los co­lores del río sentado en un pequeño techado donde se servía comi­da y bebida. A mi alrededor, el perpetuo movimiento de la ciudad baja me arropaba, me daba seguridad. Veía pasar caras jóvenes, viejas, asustadas, cansadas, felices, las caras de aquellos a los que intentaba convencer para que se rebelasen y que sin embargo esta­ban ya tan lejos de mí. Nada me avisó. Como una más, llegó la cara de Jupere, la persona que me tenía que informar sobre las células del sur. Mi indolencia no me permitió alterarme, sólo levanté el vaso hasta apurar el vino de arroz. Jupere miraba a derecha e izquierda una y otra vez, se movía compulsivamente. Al final pareció verme y se dirigió a mi mesa directamente. No me moví mientras se sentaba a mi lado. Algo más tranquilo, en su cara la expresión de miedo dio paso a otra más intensa que no supe interpretar inme­diatamente: no me sentí alarmado, sólo curioso. «Los han matado a todos... Cercaron Nobella, nos cogieron. Capturaban a uno e iban tirando del hilo. Los colgaban en la plaza delante del Arciley y les daban tormento hasta que decían otro nombre, entonces lo busca­ban y continuaban con el procedimiento. Después, cuando quedó claro que no quedaba vivo nadie del Volre, arrasaron todo aquello que les había pertenecido, quemaron sus casas, a menudo con sus familias dentro, cerraron sus negocios y colgaron sus cabezas de la muralla.» Me aferró la mano con desesperación mientras miraba por encima del hombro. «Tenemos que huir, escondernos por una temporada.»
Como si la certeza hubiese estado volando a mi lado y sólo en­tonces se posase, reconocí su expresión, era de remordimiento. Vi las lesiones que tenía en la cara, el pánico en el fondo de los ojos, un miedo que ya empaparía siempre todo su ser. Me levanté brus­camente, derribé la mesa y con ella medio chamizo, y salté a la lluvia. Sólo entonces escuché el retintineo de las armaduras, vi confusamente avanzar una compañía de orgos. Jupere no había es­capado, nadie del Volre de Nobella había escapado. Pensé que qui­zá entonces le cortarían el cuello y conseguirían que el miedo Hu­yese de su garganta abierta, que desalojase esa mirada espantosa, lo deseé fervientemente mientras corría entre la multitud derri­bando tienduchas, girando frecuentemente, sin pararme siquiera a mirar atrás. Hubiera debido sentirme mal, triste, rabioso, pero era otro el sentimiento que animaba mi huida: la fuerza había muerto, sólo mi cuerpo, que no quería morir, se movía. Escuché el ruido seco de un arma disparándose. Identifiqué el picotazo en mi pierna, la repentina rigidez de ese miembro, pero continué corriendo, cojeando cada vez más. Llegué a la selva en poco tiempo. No me siguieron. A los orgos no les gustaba la espesura empapada, la ma­raña de vegetación que impide la vista, que oculta la mano que cae de improviso, mata y vuelve a desaparecer.
El dolor casi no me dejaba andan Busqué la aldea, no había vuelto allí desde mucho tiempo atrás, sin embargo mis pasos fue­ron seguros, encontré el camino. El Todolo ya había inundado la orilla, veía las casas alzadas sobre pilotes y me arrastré sobre el ba­rro gritando. Pero mis palabras se ahogaban en lluvia. No sé cómo, al final alguien me vio. Me acogieron sin preguntas bajo uno de aquellos lechos de arlanca gris punteados por el interminable aguacero. Eran mi familia.
Toda la temporada de lluvias duró la caza. Las noticias llegaban lentas, pero llegaban. Uno a uno, casa por casa, chamizo por cha­mizo, corredor por corredor, la Gicía, repentinamente eficaz, esta­ba desbaratando el Volre. Los cadáveres adornaban los muros de la ciudad alta con sus intestinos pudriéndose como guirnaldas de un festejo macabro; los verdugos no daban abasto atendiendo a todos los clientes que esperaban en celdas. Nadie estaba a salvo de una denuncia.
Era evidente que el Cachol se sacudía una molesta pulga.
Y reinando sobre toda aquella feria del terror, el Cachey, aquel hombre que había tenido al alcance de mi cuchillo. Parecía como si la persona que había intentado la liberación de los arquetes no fuese la misma que ahora dirigía toda aquella masacre. Con el tiempo llegaron nombres: Fer, el nuevo comandante de la Gicía, un hombre eficaz traído de los puestos avanzados del norte. Arla, Jlei, Hol, miembros del renovado consejo de los regidores, una panda de asesinos promovidos al poder por ambición y lujuria de sangre.
¿Y yo? Sólo sentía una vaga tristeza genérica. No tenía amigos cuya muerte lamentar, no había querido a ninguna mujer, sólo ha­bía tenido esa fuerza interior que ya no estaba.
Visto desde la distancia aquel periodo fue confuso. Agua en el cie­lo, agua en el suelo, agua en el ambiente, el azo servido con gusano, los cuidados de un arciuni de la aldea vecina, el sabor salado del mafrugo recién recogido del árbol. Mi pierna iba curando. Mientras, rememoraba el pasado, mi infancia entre aquellas chozas misera­bles, el tiempo en el que aún era humano. Sólo interrumpían mis recuerdos las noticias de Ba, tal o cual ejecución, tal matanza en tal plaza... Absurdas, vanas reseñas de otro mundo que ya no existía, ficción, fantasía más allá de la selva borrada por ese aguacero del destino que había llegado hasta mí aquella tarde en la tabernucha.
Estaba derrotado, lo había estado desde el día del encuentro en el río. Ajeno a todo lo demás, observaba sin embargo a la gente de mi aldea. Según llegaban las noticias sus caras mudaban al horror, al miedo, y al fin... a la rabia. No sabían quién había sido, si no me habrían sacudido hasta obligarme a luchar por ellos.
La lluvia acabó. El sol volvió a lucir en el cielo. Sumido en mi nube de negación, por no decidir, fui otra vez uno de ellos borran­do de mi mente todos mis años de ciudad como si sólo hubieran sido un mal sueño. Trabajábamos limpiando el suelo según el agua se retiraba, removiendo el barro y cebándolo de vegetación muer­ta para lograr que se pudriese y acudiesen los gusanos, laborando el barro en silencio mientras el sudor resbalaba por mi frente, y la mente permanecía en blanco, vacía y obsesivamente pendiente de los detalles, el tacto rugoso de la azada, el brillo del sol en las alas de un insecto, perdida en el infinito detallismo de un presente sin pasado ni futuro.
Cuando la cosecha de gusanos creció lo suficiente fuimos a ven­derlos a Ba. Colocamos las largas brazadas de aquella temblorosa carne negra en cestos de mimbre humedecidos y ascendimos el Todolo en las piraguas. Ir a la ciudad a vender no era un hecho tras­cendental. Ya había olvidado mis años de ciudad y bromeaba con los humiltres de mi aldea mientras el sol caía de plano sobre noso­tros, reverberaba en el agua tranquila y los pájaros graznaban des­de las copas de los árboles.
Tras un meandro del río, la selva se abrió, comenzó la ciudad. El cielo ya no era verde y azul, sino que estaba tapiado del ocre in­menso de las murallas. Las mil cúpulas doradas de Ba eran mil so­les brillando intolerablemente. Nosotros, los humiltres, callamos un momento ante la magnificencia. Después continuamos reman­do, esquivando esquifes, piraguas, botes de vela y armadías de troncos hasta alcanzar la embarrada orilla. Ya no volvimos a reír.
El sol parecía haber venido a iluminar la sangre que ni tres semeses de lluvia habían podido diluir. En muchas plazas había pi­cas con empalados medio podridos. Pasábamos como fantasmas cargados de fardos por largas calles destartaladas, vacías de la ale­gre turbamulta que yo recordaba. Entreveíamos mucho naranja mortuorio, lentas siluetas que caminaban arrastrando su dolor.
Levante la vista, y sí, allí continuaba la larga fila de arquetes aguadores transportando los cántaros hasta el aljibe del enagua. Por motivos extraños, aquella continuidad me conmovió más que los cadáveres y los llantos de las viudas.
En silencio pagamos el tributo y entramos en el mercado. Una gran parte de los puestos estaban vacíos. Descubrí ausente la habi­tual algarabía de gritos, la saturación de aromas, niños corriendo por todas partes, tumultos, discusiones, regateos a voces. La gente callaba y miraba de reojo apretando los dientes. En un rincón ex­tendimos nuestras mercancías y esperamos. No podía dejar de ha­cerlo, miraba las caras de los hombres y mujeres que venían a com­prar, humiltres, arquetes, arciunis, todos parecían taciturnos, bruscos, asustados. Algo me hacía torcer el gesto al verlos pasar de­prisa, comprar y volver a sus casas... pero no sabía qué era, todavía no recordaba quién había sido, cómo había aprendido a leer los rostros de las multitudes, y sólo me sorprendía la diferencia de aquel mercado con el que mi memoria me mostraba. Empecé a comprender viendo cómo orgos vestidos de acero paseaban vol­teando sus varas de madera, tomando lo que querían de los pues­tos y golpeando a quien protestaba.
Levante la vista y el enorme retrato del Cachey me miraba desde la pared teselado en baldosines de colores. Estaba manchado, le habían arrojado frutas podridas, entrañas, desperdicios de la peor condición que hedían a pesar de la distancia.
En ese momento pasó cerca un ofible rodeado de orgos, el úni­co que había visto desde que huí de Ba. Era una nube de escarla­tas y aceros abriéndose paso a grandes zancadas que resonaban sobre las losas de piedra. A su paso la gente detenía sus conversa­ciones. Una nube de silencio, de odio, descendió sobre el merca­do. Desde dentro de su escarlata caperuza bordada en oro, el marqueno volvía la cabeza de un lado a otro. En la oscuridad de la prenda acerté a distinguir el brillo de una expresión, unos ojos do­rados llenos de miedo. Una amplia sonrisa me iluminó la cara, en­tendí al fin. La herramienta del destino -aparcada durante un tiempo- volvía a ser afilada, esta vez para cortar definitivamente un árbol podrido. Como una ola de agua limpia barre los restos putrefactos de la orilla, quedé despejado del limo pegajoso de la desidia y la derrota y pasé, en un instante, a sentirme de nuevo lleno de esa fuerza incontenible, de ese odio que me taladraba el pe­cho con su fuerza.
El recuerdo de unos ojos, mucho tiempo atrás, me había impul­sado hasta aquel momento. Una fugaz visión de ojos ofibles en­terrados en terciopelo y oro, era, de nuevo, mi catapulta hacia el futuro.


6

Era la temporada, del barro. El sol primaveral todavía no había lo­grado secar todos los charcos ni arrancar la humedad de las mura­llas. La ciudad parecía recuperarse mal de las lluvias. Las repara­ciones tardaban, la pesca parecía escasa, desganada. Ya no se veían arciunis hablando de las lejanas estrellas.
Mis familiares regresaron a la aldea, nada tenía que decirles ni ellos a mí pues era de nuevo el hombre de ciudad, el caudillo se­creto de un Volre renacido sólo en mi pecho. Recogí dinero y ropas de los escondites y comencé a moverme por las calles de Ba. Una alegría malsana me animaba todo el tiempo. Disfrutaba del aire, de los aromas a comida flotando por el mercado, el hedor de los cur­tidores metidos en sus pozos de tinte, de las miradas, ya no tan ale­gres, de las prostitutas en el barrio este. Era frecuente escuchar los pasos apresurados de los orgos en medio de la noche, el tintineo brutal de las armaduras, el estruendo de una puerta derribada y los gritos nocturnos. El Todolo acogía más muertos de lo normal, ca­dáveres desmembrados, sin ojos, sin lengua, con la tripa abierta o los miembros dislocados.
Veía todo aquello y sentía intensamente esa especie de felicidad que toma prestado de lo que vendrá.
Recorrí muchas veces los barrios embarrados con la aparente li­gereza del paseo y caminando en realidad sobre garras cargadas de veneno. De vez en cuando me cruzaba con una cara conocida. Mu­chos fingían no reconocerme. Los menos me hablaban. Había pre­caución, rigidez en sus gestos disimulando torpemente para no mirarme a los ojos. Los escuchaba desgranar historias atroces, muertes, torturas, y por dentro sonreía mientras musitaba algunas palabras de consuelo. Conversaba con antiguos compañeros, con jóvenes y viejos, todos sumisos ante el terror de la Gicía, comentá­bamos la situación, el poder absoluto del Cachey emanando por el canal de los enaguas hasta caer sobre nosotros con la dureza de la roca. «El Volre está muerto», repetíamos todos al lado de una jarra de vino. Ante tanta desgracia, debía disimular el júbilo, el pecho inundado poco a poco de un sol calmo, de victoria. Ya lo he dicho otras veces: perdí mi humanidad. El «yo» que siente las muertes y llora por ellas no estaba, quizá todavía permanecía cultivando jun­to a las gentes de mi aldea.
A pesar de mi quietud, la Gicía empezó a buscarme. Segura­mente alguien les habló de mí. Yo me sentía como bañado en un aura de sol dentro de la cual nada podía hacerme daño. Escapaba a los registros en el último momento. Esquivaba patrullas con una suerte imposible.
Y todo el rato esperaba, reposaba como un monsgre todavía sin demasiada hambre, pero que sabe que la tendrá a raudales, que lle­gará como un viento imparable arrollándolo todo.
Una mañana pasé delante del Arci. Había ardido y sólo queda­ban paredes ennegrecidas, restos de los estucos ocres, de las pintu­ras murales representando el abismo de estrellas, el viaje de los antepasados. Tanta belleza, los conocimientos, las tardes tomando té mientras la lluvia lustraba las grandes hojas del jardín, todo que­mado. Mi alegría cedió un poco y recordé al Cachey, a su tristeza mientras nos miraba desde lo alto de la muralla, esa sensación lán­guida abrumándome, quemándome por dentro lentamente. Había comprendido entonces que nos unía un destino antagónico. Ahora veía súbitamente, como escrito en las cenizas del Arci, que su par­te era la más dura. Se enfrentaba a sí mismo en una lucha de la que no podía ser ni vencedor ni vencido.



7

La ascensión era larga, muy larga, y el cántaro aumentaba de peso con cada escalón. El sol de la estación seca era una densa catarata de calor descendiendo desde el cielo, rebotando en la piedra, la cerámica y el bronce, percutiendo con dolor sobre nuestros hom­bros. Sin embargo el peso excesivo, el calor sofocante, eran una ayuda más que una carga. Recordaba cuántos habían sufrido igual que yo entonces y una alegría invencible me ayudaba a subir, paso tras paso, la tremenda cuesta.
Miré hacia atrás un instante jugándome un latigazo. Conocía a casi todos los que me acompañaban. Caras sudorosas, esforzadas, mirándose los pies unos a otros, compañeros todos del Volre, el nuevo Voire que había surgido de las cenizas torturadas y pisotea­das del anterior. Había sido sencillo convertir todo el temor y el do­lor sembrado durante aquellos semeses en rabia, un alud de odio que nada, salvo la muerte, podía parar.
Fer, el mestre de la Gicía, había luchado bien, pero el mero peso del número era muy difícil de combatir. Si caían diez, cien les susti­tuían. Cualquier acción de ellos actuaba en su contra, mientras que las nuestras multiplicaban su efecto. Fácil, había sido fácil pero duro... Parece que la sangre es un bien escaso porque de él se ali­mentan la mirada de los niños, las caricias nocturnas, las risas, y sin embargo siempre se sabe cómo desperdiciada con generosidad.
Pasamos la gran puerta de los monsgres, bajo sus mandíbulas deformadas por aguzados dientes de bronce y plata. Dentro de la ciudad alta el sonido cantarino de las fuentes aumentaba la sed. Los ecos de nuestros pasos sobre el adoquinado se confundían con los de las chicharras. Ni un alma, salvo orgos y jeclas, nos acom­pañaban en aquellas horas tórridas. Todos ellos daban muestras de necesitar una siesta. Pero la fila no puede parar nunca, de enagua a enagua la columna de arquetes transportaba el esplendor del Cachey, la garantía de su poder.
Seguimos subiendo, a veces resbalando con las piedras mojadas por el gotear de algún cántaro, adentrándonos en la ciudad alta. En poco tiempo llegamos hasta una puerta en medio de la gran mole de la muralla este. Era la entrada al aljibe, al palacio. Modesta, es­trecha, ella sola guardaba el honor mortuorio del Cachey, de toda la organización del Cachol y por extensión de todos los ofibles.
La duda me hizo detenerme un instante. ¿Merecía la pena? Ha­bría más muerte, más padecimientos. Algo, quizá la fuerza inno­minada que se apoderaba de mí, lanzó el cántaro contra el orgo guardián golpeándole en la cabeza y lanzándole contra la pared. El cántaro se rompió y la espada que había dentro tintineó sobre el suelo hasta que la recogí y la levanté sobre mi cabeza. No había tiempo ya para pensar. Todos me siguieron. El aire se llenó del rui­do estruendoso de cascotes rompiéndose. Ajusticiamos a todos los orgos y jeclas visibles y, como estaba acordado, un grupo se ocupó de buscar el cuerpo de guardia exterior mientras los demás entrá­bamos en el palacio por aquella estrecha puerta.
Recuerdo que nos demoramos un latido de corazón asombrados de la tremenda cantidad de agua oscura, fresca, que se almacena­ba allí. Un Todolo estancado, retenido por la fuerza de mil hom­bres para que otro pudiese morir con pompa.
Como una tromba, como el propio aljibe liberado, fuimos su­biendo, adentrándonos en el palacio siguiendo una ruta concreta y estudiada, peleando brevemente con orgos, degollando ofibles o je­clas por los pasillos. Sabíamos que la mayoría del acuartelamiento interior estaría descansando o jugando. En silencio rodeamos el pabellón de la guardia. No éramos más de cien, pero nos bastamos para cerrar las puertas, abrir los depósitos secretos de pez -pensa­dos para prevenir rebeliones- y prenderle fuego. No teníamos tiempo, no podíamos pararnos a escuchar los horribles gritos, el olor sofocante de la carne achicharrada. Seguimos corriendo, con­quistando pasillo por pasillo, habitación por habitación de aquel enorme palacio cuyo plano era de lo poco que se había salvado del Arci calcinado. Avanzábamos ciegos a los lujos, a las alfombras de color azul, las pinturas, los pebeteros en oro, las ventanas ovaladas abiertas a jardincillos remotos.
Alcanzamos al fin las estancias últimas, dentro de tres círculos internos de murallas. Recuerdo que me detuve ante la puerta de madera tallada. ¿Habría funcionado la rebelión en las demás pro­vincias? ¿En todos los acuartelamientos? Era tarde para pregun­tarse. Entramos derribando la puerta, arracimados, enredando torpemente cortinajes de seda sutiles como soplos de aire, rom­piendo cerámicas casi transparentes, como una manada de jamecles desbocados.
Creo que me esperaba, llevaba años haciéndolo. Estaba tendido, mirando el meandro del Todolo. Volvió la vista brevemente y miré aquellos ojos oscuros que recordaba jóvenes, ya casi muertos, gastados, consumidos por el sufrimiento. Se decía que no dormía, acosado por terribles pesadillas, y su cuerpo estaba delgado, ape­nas piel, huesos y fibra tensa. Imaginé sus manos, las mismas que reposaban tranquilamente en eí terciopelo del asiento, apretadas Jargos años, obligadas por una mente implacable a firmar las leyes, los nombramientos crueles, las estrategias alocadamente opreso­ras que tanto nos habían ayudado a vencer, y sentí de nuevo una identidad común con aquella persona. Me llegó su amargura, el dolor y la culpa que sentía por todos aquellos muertos inocentes y la firme convicción que le había mantenido luchando contra sí mismo, obligándose al papel que el destino había tejido para él.
Sí, mi papel fue fácil, aunque nadie me crea, hasta que tuve que clavarle la espada, obligar a mi brazo a presionar el mango sin­tiendo la resistencia de su pecho al abrirse y dejar camino hasta el corazón.
Fue entonces, sólo entonces, cuando me alcanzó el cansancio de tanta sangre, el ahogo de tantos llantos. En las estancias abiertas del último jardín del último circo, mi humanidad que cultivaba gu­sanos desde niño, que reía y amaba, por fin pudo alcanzarme y co­brarse el tributo de culpa que todavía hoy padezco.


Ese dolor en el pecho durante tantos años... la espada lo ha roto. Atrás dejo muerte, desolación... espero que futuro y justicia. Qué absurdo, qué vana voluntad intentar la felicidad, la perfección cuan­do esa gota de sangre colgando de mi dedo es perfecta, roja como los labios que no besé, redonda y sedosa como el perfil del viento, pro­funda como una noche sin luna, y breve, tan breve que no le da tiem­po a sufrir cuando ya cae, ya cae...


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