Rodolfo Martínez: Un jinete solitario

Rodolfo Martínez, Relatos de misterio, Tales of mystery, Relatos de terror, Horror stories, Short stories, Science fiction stories, Anthology of horror, Antología de terror, Anthology of mystery, Antología de misterio, Scary stories, Scary Tales, Salomé Guadalupe Ingelmo


I.                         Un espía perfecto 

En diciembre terminé el curso en la Guardería y no me quedó más remedio que pasarme por la Central. Firmé las seis copias de los comprobantes, me acerqué a la administración a recoger mis atra­sos y terminé en la cafetería con una taza de café en las manos asintiendo distraída mente a los chismes que me contaba Aldo Es­teban. Era lo último que me apetecía, después de seis meses inten­tando hacer comprender a dos docenas de hombres y mujeres el tipo de mundo cruel, brillante y, a veces, aburrido que les esperaba allí fuera. Como de costumbre, dudaba de haberle conseguido. Los idealistas ingenuos seguían siendo idealistas ingenuos, los merce­narios ansiosos no habían perdido el brillo de hambre en los ojos, los adictos a la información seguían deseándola como si les fuera la vida en ello, y los escasos fanáticos patrioteros continuaban usando la bandera para envolver sus sueños más húmedos. Sólo los años podrían cambiarlos, y quizá con el tiempo recordaran mis palabras; era poco probable, y en el fondo no me importaba. Creo que hubo una vez en que mi trabajo en la Guardería me pareció in­teresante; más aún, en alguna época lo consideré esencial. Ese tiempo había pasado. Me había ido convirtiendo en un instructor derrotado que repelía su cantinela con una desesperación monóto­na que nadie salvo yo mismo conseguía captar.
Qué más daba. Al menos la Guardería me permitía mantenerme apartado durante medio año de la Central, de sus zancadillas y comadreos, de las sonrisas obsequiosas que apuñalaban por la espal­da, y de la eterna burocracia que parecía ser la única constante en el universo del espionaje. Cuando el curso terminaba volvía a la Central y procuraba irme de allí lo más pronto posible. Casi siem­pre tenía suerte, pero había ocasiones en las que caía en las redes de algún antiguo conocido, y la buena educación, la cobardía o ambas me impedían deshacerme de él.
Así que allí estaba, calentándome las manos en la taza de café mientras Esteban desgranaba sus chismes intrascendentes inten­tando convencerme (y convencerse) de que era un tipo importante, que estaba al tanto de todo y sabía bien lo que se cocía en los pa­sillos del mundo secreto. De vez en cuando yo asentía distraída­mente o dejaba escapar un gruñido carente de significado. Eso le bastaba a Esteban, cuyo auditorio solía ser mucho menos compla­ciente.
-¿Recuerdas a Vaquero, el ciberpirata? -dijo de pronto-. Cono, claro que lo recuerdas. Fuiste su instructor, ¿no?
Aquello me despertó de mi estado de espectador abstraído.
-Sí. Pero es historia antigua. Hace años que nos dejó.

-Y aflora ha dejado al resto del mundo -dijo Esteban, con una ri­sita entre dientes-. Quemado por completo.
-¿Cómo?
-Provocó las iras de una IAC allá en la Peonza. Después de eso, la primera que vez que intentó enchufarse a la red recibió una microdescarga que le fundió todas las sinapsis. Un vegetal. Quemado, chico, quemado del todo.
-Cuéntame -dije, procurando no sonar excesivamente interesa­do. Si Esteban creía que su información valía algo era capaz de ha­cerme sudar para conseguirla.
No se dio cuenta de mi interés, así que fue dejando escapar la historia con su voz monótona. Como narrador, Esteban resultaba tedioso e insoportable; como informador era una joya: no había un solo detalle, por trivial que fuera, que no hubiese guardado en su memoria.
La historia de Vaquero tenía algo ridiculamente trágico. Des­pués de renunciar en el Servicio se había ido a la Peonza, la esta­ción espacial de la Convergencia, y había permanecido allí duran­te siete años, trapicheando con la información que conseguía robar de las redes de datos. Lo irónico del asunto es que su des­trucción vino motivada porque, sin saberlo, se involucró con un agente bajo cobertura que llevaba diez años en la Peonza. El agen­te estaba en dificultades: una de las inteligencias artificiales cons­cientes de la estación se había metido en un juego de poder, y para ella el agente no era más que un peón sacrificable. Vaquero inten­tó ayudarlo a escapar y tuvo cierto éxito, lo que motivó que cayese bajo las iras de la IAC. Su venganza fue tan cruel como efectiva: j cuando Vaquero se enchufó los cables de conexión a la red en la ranura bajo su oreja derecha, la IAC le envió una descarga de microamperios que le fundió la mayor parte del cerebro y lo dejó con­vertido en un vegetal.
Algo no acababa de convencerme en aquella historia. Vaquero no era ningún novato, sabía muy bien que la IAC tenía que estar es­perando el momento oportuno para vengarse, y pese a ello se había conectado sin tomar la menor precaución. Luego recordé lo que conocía de su carácter, y no me sorprendió tanto: siempre hubo una vena autodestructiva en su forma de ser. El modo que eligió de morir (pues, aunque su cuerpo físico todavía respondía a los estí­mulos, su mente se había ido para siempre) no era mas que un sui­cidio complicado y rocambolesco.
Cuando Esteban terminó de contarme la historia hacía tiempo que el café se había enfriado. Lo arrojé al reciclador de desechos, murmuré una excusa sin sentido, y dejé a Esteban allí sentado, en busca de otra víctima a la que atormentar con sus trivialidades.
La cabina de transporte me dejó junto a mi casa. En realidad, era el último sitio en el que quería estar en aquellos momentos. Para ser exactos, era el último sitio en el que había querido estar en los últimos años, desde que Sara decidió que no aguantaba más la vida a mi lado y desapareció una tarde de abril sin la menor expli­cación. No era necesaria: llevaba tiempo viéndolo venir.
Abrí la puerta y me enfrenté con la prosaica realidad de unos muebles que no me gustaban y unas paredes que proclamaban a gritos mi fracaso. No había comido nada desde hacía al menos ocho horas, pero me dejé caer vestido en la cama, me tomé un par de sedantes, y dormí el resto de la noche sin sueños que pudiese re­cordar.
El amanecer, como siempre, fue igual que una promesa frustra­da. Me levanté y permanecí la mayor parte de la mañana sumergido hasta los hombros en agua caliente y burbujeante. A medida que me iba hundiendo poco a poco en ¡a paz triste de la bañera, la imagen de Vaquero, tal y como lo había conocido nueve años atrás, se fue haciendo más nítida en mi cabeza.

Recuerdo perfectamente lo que dije en mi primera clase. No es ex­traño: iniciaba cada curso soltando la misma parrafada que a mí mismo empezaba a sonarme estúpida.
-Esto que ven no es una persona virtual. Mi cuerpo no es un holograma. Si me pinchan sangro, si sufro lloro, y, si me agravian, ¿por qué no vengarme? -La cita del viejo Shakespeare no era co­rrecta del todo, pero eso no importaba-. Se preguntarán ustedes por qué. Llevan tres meses atendidos por los más eficientes auto-maestros que nuestros especialistas en software han podido pro­gramar. Ahora les envían un viejo, cansado e ineficiente humano. ¿Qué motivo puede haber para eso? La respuesta oficial es que hay cosas que una máquina, por bien diseñada que esté, no puede en­señarles como lo haría un ser humano. Eso es una tontería. La ver­dadera respuesta es que el Servicio, como toda máquina burocráti­ca, es lenta e ineficiente en el cambio y tiende a conservar las cosas más allá de su utilidad. No crean que no se lo agradezco. Gracias a eso tengo un trabajo.
En esos momentos hacía una pausa para encender mi pipa y contemplar disimuladamente a mi auditorio. Las respuestas po­dían ser tan variadas como predecibles, y eso me permitía hacer una rápida catalogación de mis alumnos: desde el que se reía con disimulo al que me miraba despectivo, pasando por los pocos que habían encontrado en mis palabras una crítica al sistema y duda­ban entre tratar de llevarme por el buen camino o echar a correr en busca del censor más próximo para denunciarme.
Aquel curso, sin embargo, me encontré con una reacción que se salía de los patrones establecidos. En un pupitre del fondo, un in­dividuo vestido de forma estrafalaria me miraba pensativo, mien­tras acariciaba con la mano derecha las anchísimas alas de un sombrero. Dudó unos instantes, levantó la otra mano y, cuando hubo captado mi atención, dijo:
-Quizá lo que las máquinas no nos pueden enseñar es que las co­sas suelen sobrevivir a su utilidad.
Al principio lo tomé por una simple salida ingeniosa, aunque no tardaría en saber que, en cierto modo, estaba hablando de sí mis­mo. Pero en aquellos momentos lo único que hice fue consultar con mi base de datos unipersonal en busca de su nombre, y res­ponderle:
-Señor Velasco, su comentario, aunque no carente de ingenio, es en realidad un oxímoron. Si las máquinas no nos pueden enseñar eso, ellas mismas están sobreviviendo a su utilidad.
-Quizá sea así -apostilló, sin darse por vencido.
En mi interior no tuve más remedio que asentir. Pero no dije nada en voz alta. Me limité a enarcar una ceja en un gesto diverti­do y continuar con la clase. La verdad es que me sentía regocijado. Había encontrado lo que todo maestro ansia y raras veces consi­gue: un hereje. Di gracias al cielo en silencio y pensé que aquel cur­so iba a resultar realmente interesante.

Volví a la Central ese mismo día. Firmé mi entrada y tomé el turboascensor hasta los sótanos, en dirección a los archivos. Después de unos minutos de charla intrascendente con el encargado me perdí en el laberinto de informes impresos y deambulé entre los anaqueles como si no tuviera en mente nada concreto. Si alguna vez hubiera necesitado alguna confirmación para las palabras con las que empezaba cada curso, la habría encontrado allí. El Servicio tiene uno de los sistemas informáticos más avanzados de la Confe­deración, y, no obstante, allí estaban aquellos cientos de miles de papeles apilados en estantes de madera, como si von Neumann aún no hubiera inventado a su terrible criatura.
No necesitaba consultar el expediente de Vaquero para refrescar mi memoria. Recordaba cada detalle de su historia, al menos de la parte que había vivido a su lado, y no dudaba de que lo contado por Esteban fuera más que suficiente para no necesitar averiguar más sobre lo que había hecho después de dejarnos. Pero releer un ex­pediente que ya conozco es para mí una forma más de pensar, así que cogí el de «Velasco, Andrés (a. Vaquero)» y me senté en el rin­cón más alejado y silencioso que pude encontrar.
No me interesaba mucho lo que allí había consignado sobre sus antecedentes, aunque sin duda éstos explicaban la clase de perso­na que era cuando llegó a nosotros. Odio la psicología de salón, y no necesito un doctorado para comprender que una infancia soli­taria puede empujar a un niño al mismo tiempo hacia la informá­tica y la pedantería.
Las páginas interesantes empezaban unos seis meses antes de su reclutamiento, con el fallido atentado terrorista que le dio en ban­deja la presidencia de la Confederación a Mijail Katanawe. Claro que Vaquero no habría estado muy de acuerdo en considerarlo fa­llido. La bomba destinada a acabar con la vida de Katanawe falló por un pelo en su objetivo, pero eso no le impidió llevarse por de­lante sin la menor consideración a media docena de inocentes es­pectadores que tuvieron la mala suerte de estar cerca del coche en aquellos momentos. Entre aquel amasijo de cadáveres irreconoci­bles estaba el de Lois Lamartine, quien llevaba algo más de año y medio viviendo con Vaquero.
Una cosa lleva a la otra, como se suele decir. Vaquero pasó seis meses encerrado en su apartamento, convertido en una figura desa­liñada y pálida que sólo dejaba de trabajar en su proc cuando el agotamiento ío hacía desmoronarse y caer sobre la holopágina de códigos para roncar sonoramente mientras su ceño se fruncía y pesa­dillas inconfesables hacían girar sus ojos a velocidades vertiginosas.
Pasados los seis meses se afeitó, se cortó el pelo al cero y, des­pués de un baño interminable, salió de su casa y se las arregló para ponerse en contacto con nosotros y ofrecernos sus servicios. Caí­mos sobre él con verdadera voracidad; llevábamos mucho tiempo tras él y sus increíbles habilidades, y la propia Lois nos lo había re­comendado como un excelente material para un agente de campo. Al fin y al cabo era su deber: ella era uno de los nuestros.

Estaba firmando mi salida del edificio, cuando el vifono junto al funcionario de guardia emitió su irritante pitido. Dejé que el registrador raspara las células superficiales de mi dedo índice y compa­rara mi código genético con el que tenía almacenado en sus fiche­ros mientras, con el rabillo del ojo, seguía la conversación del fun­cionario de guardia con la persona que había al otro lado de la línea. Al fin la máquina dio su visto bueno a mi ADN, y ya me dis­ponía a salir cuando el hombre colgó y, volviéndose a mí, dijo:
-Señor Highsmith.
Me detuve y lo miré.
-Desean verlo en el quinto piso.
No necesitaba preguntar en qué parte de él. El temor reverente que había en su voz era más que suficiente. Sin embargo, una vida llena de frases intrascendentes destinadas a ganar tiempo me hizo abrir la boca:
-¿Quién me llama?
-Él -dijo, como si el monosílabo fuera explicación suficiente.
Lo era. Di media vuelta, tomé el ascensor y descendí hasta el só­tano. Una vez allí emprendí el ascenso interminable por la estrecha escalera de caracol que me llevaría al despacho del hombre que durante varias décadas (y según algunos rumores, no por estúpidos menos inquietantes, durante varios siglos) había estado rigiendo en la sombra los destinos de la Confederación.
Al fin llegué al quinto piso, me identifiqué ante la puerta y ésta se abrió en silencio. Crucé un largo pasillo en penumbra y me de­tuve frente a una nueva puerta, que estaba entreabierta. Entré sin llamar y me encontré en un pequeño y espartano despacho ilumi­nado por un único foco a un lado de la mesa.
Un rostro humano entraba parcialmente en el cono de luz. Allí estaba Control, como si no se hubiera movido del sitio desde la úl­tima vez que lo había visto. Su rostro, inexpresivo y anguloso, no había cambiado en absoluto, como tampoco lo habían hecho sus ademanes de pajarillo indeciso.
-Siéntese, Highsmith -me dijo con una voz suave y cansada.
Hice lo que me pedía. Control había estado al frente del Servi­cio desde mucho antes de mi ingreso en él. Como he dicho, algu­nos rumores insensatos afirmaban que llevaba en el quinto piso cerca de mil años, y que el actual Control era el mismo hombre que había ordenado el exterminio de los multis y el genocidio de Tierra de Nadie en el 2997, Aunque el rumor era de por sí absur­do, no tenía nada de imposible. Un cuerpo humano no puede vivir tanto tiempo, pero es fácil diseñar un clon, acelerar su crecimien­to hasta la madurez en pocos meses, y luego trasplantar a él los re­cuerdos de su donante. Claro que era ilegal pero, si el Gran Titiri­tero no podía hacerlo, ¿quién más hubiera podido? Por supuesto, lo que el rumor ignoraba con verdadera cabezonería es el simple hecho de que un cerebro humano no está capacitado para alber­gar mil años de recuerdos y experiencias. Ah, pero incluso eso te­nía una explicación, como oí contar a alguien cuando, en medio de una conversación sobre el tema, expuse mis objeciones: fila­mentos de memoria. Reemplacemos parte del cerebro con fi­lamentos de memoria y tendremos una capacidad para el alma­cenaje y manejo de información casi ilimitada. Claro que los filamentos de memoria se habían desarrollado hacía poco más de trescientos años, así que el Control original no podía haberse beneficiado de ellos.
No es que me importase mucho. Lo que hubiera ocurrido en Tierra de Nadie hacía once siglos no era asunto de mi incumben­cia. Presentía que tampoco lo era de la de Control. Aunque fuese realmente el hombre que había manipulado la opinión pública para exterminar a la única especie alienígena inteligente que habíamos conocido los humanos y destruir un planeta cuyo único pecado era ser distinto del resto de la Confederación, aquel asunto ya no ocupaba un lugar importante en su mente. A veces pienso que jamás lo ocupó. Por supuesto, con ese pensamiento estoy dan­do implícitamente carta de autenticidad al rumor.
Mientras me sentaba y mi mente repasaba todo esto, Control apenas se movió. Sus ojos, lo único vivo de su rostro, brillaban en la penumbra, y a sus facciones de estatua asomaba lo que casi pa­recía una sonrisa.
-¿Qué tal el curso? -preguntó al fin.
Me encogí de hombros.
-Como siempre.
Una vez había intentado agradecerle lo que había hecho por mí. Control era inmune a la gratitud. Se había limitado a ponerme en un lugar donde todavía podía serle útil al Servicio. De no haber encontrado ninguno me habría echado a los perros. Así de sencillo. Nunca estuve muy seguro de creerle.
-¿Repasando antiguos casos? -preguntó de repente, cambiando de tema con la brusquedad con que solía hacerlo cuando le intere­saba ir al grano.
-Nada interesante. Revisando algunos expedientes.
-El de Velasco, por ejemplo.
Sabía que mis huellas dactilares habían quedado impresas en el material sensible que cubría la carpeta del expediente, y que el pe­queño chip que lo controlaba las había enviado al registro central. Lo que me sorprendía era que todavía pudiera interesarle a Con­trol que alguien hurgara en el expediente de Vaquero.
-No es que no lo esperase. Suponía que, en cuanto se enterara de lo ocurrido, iría a los archivos. En realidad, es lo que deseaba.
Aquello no me hizo sentir mejor. No me gusta que me encajen en uno de los planes del Gran Titiritero. Una tontería: había estado en­cajado en ellos desde que ingresé en el Servicio. Quizá desde antes.
—Míreme, Highsmith. No es necesario que me diga lo que ve: una araña en el centro de su tela, tirando de los hilos y recogiendo suculentos cadáveres. Conozco todos y cada uno de los rumores que circulan sobre mí: algunos resultan divertidos, otros triviales, y unos pocos frustrantes. Todos ellos, sin embargo, han contribui­do a hacer de mí un mito y, con un poco de suerte, a mi sucesor le pasará lo mismo. Soy Control, el Gran Titiritero, y lo que yo mani­pulo queda atado para siempre. Estoy libre de error. En realidad, no soy humano. Todo eso me conviene. Se puede atacar a un hom­bre. Luchar contra un mito resulta más difícil. Y eso me ha permi­tido aferrarme a este sillón durante más de cincuenta años... o al­gunos dirían mil. -Sonrió, ahora de forma abierta. Era la primera vez que lo veía hacer algo así, y tuve la impresión de que su rostro no estaba diseñado para una hazaña de ese calibre-. Pese a todo, soy humano. No soy más que un hombrecillo que ha escalado con esfuerzo hasta donde está. Un pequeño burócrata que ha encon­trado su parcelita de poder y espera morir dentro de ella.
Esa confesión me hizo sentir más incómodo aún. No dudaba de su sinceridad; pero, si alguien es capaz de utilizar la verdad para sus propios fines, ése es Control.
-¿Y a qué viene esto? Quizá a nada. Quizá a mucho. Míreme bien, Highsmith, sí, vuelva a mirarme. ¿Podría encontrar dos hombres menos parecidos que su Vaquero y yo? ¿Cómo hacerle comprender lo que sentí cuando nuestros investigadores me traje­ron el material que habían obtenido sobre su pasado? Parecía mi hermano gemelo. ¿Se sorprende? La soledad forja los caracteres de formas muy distintas. A Vaquero lo convirtió en un pedante y en el mejor pirata informático de la Confederación. También hizo de él un hombre irracional, que confiaba más en el instinto que en la lógica. No es sorprendente: Vaquero se rebeló contra la soledad y luchó toda su vida contra ella. En cierto modo creo que tuvo éxi­to. Yo me... Iba a decir que me conforme, pero la expresión no es adecuada. No, la acepté, la admití como el destino natural del ser humano y aprendí a convivir con ella. Sin embargo... a veces pien­so qué habría sido de mí si me hubiera rebelado como hizo Va­quero.
-Quizá estaría muerto. -La frase había surgido de forma tan automática que no tuve tiempo de arrepentirme de haberla dicho.
-Quizá -dijo él, sonriendo de nuevo-. Pero también es posible que, pese a todo, hubiera merecido la pena. —Comprendo.
No era más que una palabra vacía para llenar el silencio, pero Control pareció sopesarla como si realmente tuviera algún sentido.
-¿Comprende? Sí, creo que sí. Usted también es parecido a no­sotros dos, Highsmith. No hay dos opciones frente a la soledad, sino tres. Podemos aceptarla, como hice yo, o luchar contra ella, como Vaquero. O también podemos resignarnos a que nos acom­pañe toda nuestra vida pese a que lo que en realidad deseamos es tomar la segunda opción. Sólo que nos falta valor.
Asentí. En aquellos momentos era incapaz de decir nada.
-Siempre ha sido un espectador, Highsmith. Nunca ha intenta­do manipular la vida como yo, o vivirla como Vaquero. Se ha limi­tado a contemplar lo que pasaba. Bien, quiero que haga eso una úl­tima vez para mí. Éste es un encargo directo y confidencial del quinto piso. No necesito decirle lo que eso significa.
No, no hacía falta. Podría interrogar a quien quisiera, meter las narices donde me apeteciese, y nadie podría decirme una palabra. Control acaba de convertirme en su brazo ejecutivo.
-Quiero la vida de Vaquero. Quiero tener un retrato suyo, com­pleto, total, hasta el último detalle. Si ha entendido mi pequeño discurso no necesita preguntar por qué. Si no lo ha hecho, es inú­til que lo pregunte. Bien, eso es todo. Buenos días.
Control pareció haberse olvidado de mi presencia. Yo me levan­té y me fui de allí. Descendí lentamente por la escalera de caracol. En cierto modo, lo que acababa de pasar no me parecía real. Me sentía como si hubiera entrado en los parajes prohibidos de un sueño que no me pertenecía.
No es que tuviera importancia. Como había dicho Control, siem­pre he sido un mirón. Creo que ése es el verdadero motivo por el que Sara me abandonó; no por mi pertenencia al mundo secreto, por ha­berme convertido en lo que ella llamaba «un guardián del miedo», sino por no haber tenido jamás el valor suficiente para vivir. Incluso mi relación con ella había sido sólo eso: otra historia que yo había contemplado, una película que se desarrollaba ante mis ojos, más cercana a mí y por eso mismo más fascinante, pero en el fondo ajena.
Control acaba de ponerme en bandeja la oportunidad perfecta: una vida que contemplar, que escudriñar, una historia que debía desvelar hasta en el más pequeño y trivial de sus acontecimientos. Sentí un impulso de gratitud hacia él. Luego recordé un antiguo di­cho: «Cuando los dioses quieren destruirnos primero nos vuelven locos, luego nos conceden nuestros deseos».

-El amor mata, ¿sabes, profe? -me dijo hace tiempo Vaquero. Cu­riosamente, su forma ampulosa y pedante de hablar parecía haberse suavizado-. Drena lentamente el corazón, recorre las venas como cromo fundido, y todas esas majaderías con las que los ado­lescentes se llenan la boca. Pero es cierto, mata. Para él no hay re­glas, nunca pagará las facturas, jamás resultará ser culpable de nada; se acercará a la menle como una barra de acero helado y, cuando la haya atravesado, no quedará nada detrás. Es así de sim­ple. Mata. Y cuando abren el cadáver lo único que encuentran los médicos es arena fina depositada en el corazón, tal vez dos gotas de lluvia en los pulmones. Nada más. ¿Entiendes de qué hablo, profe, tienes la menor idea de lo que estoy diciendo, oh ínclito y sapientísimo maestro de espías novatos? Quizá sí. Tengo la curiosa impresión de que sí. De que sabes muy bien que el amor mata, que es un animal dañino, rabioso, una de las criaturas más feroces que deambulan por la selva. Curioso. No está mal para algo que se­gún algunos ni siquiera existe, que no fue más que un invento de Leonor de Aquitania para tener a su maridito bien sujeto por los adminículos reproductores, vulgo huevos, peladillas, pelotas, cojoncillos, bolas, nueces, albondiguitas... Sí, curioso. Porque, si no existe, entonces soy un cadáver andante que se ha muerto de nada, de nada en absoluto. Tiene gracia.
Sí, la tenía, pero no como él pensaba. No me sorprendían sus pa­labras. Al fin y al cabo aún no tenía veinticuatro años, y es normal que a esa edad se piense todavía en el amor como en una fuerza de la naturaleza. El lado gracioso del asunto es que yo ya había cum­plido los cuarenta y siete y, aunque jamás se lo dije, pensaba exac­tamente lo mismo que él. Sin duda el amor mata. Tal vez por eso jamás me permití experimentarlo, como no fuera de la misma for­ma distante y abstraída en que experimentaba todo en la vida. Así que me había salvado: no estaba muerto. Claro que tampoco había estado vivo jamás. ¿Cómo podría afectarme la muerte entonces?
Creo que, en cierta forma, eso es lo que nunca comprendió Va­quero (¿o quizá lo hizo?; a veces me gusta pensar que sí). Sólo lo que ha vivido puede morir. Los vegetales, los mirones, las rocas, los eternos espectadores somos inmortales. No, creo que Vaquero ja­más se dio cuenta de lo afortunado que era.
  

2. El amante ingenuo y sentimental

Había una vez un hombre que estaba enamorado y era correspon­dido. Algo no muy original, me temo. Esa situación, tan tópica como almibarada, desapareció para siempre la mañana en que el atentado contra la vida de Mijail Katanawe falló en su objetivo y en lugar de eso provocó la muerte de media docena de espectadores inocentes, entre ellos la mujer a la que Vaquero amaba. A partir de aquel momento la vida de nuestro hombre se llenó de nuevos tópi­cos: algunos lo acompañaban en el sentimiento, otros se limitaban a expresarle cuánto lo sentían, y había quien afirmaba que el mun­do era absurdo e incomprensible y, por supuesto, injusto.
Vaquero sabía perfectamente todo eso, pero no le servía de gran cosa. Las palabras de consuelo y las miradas de comprensión re­sultaban inútiles frente a la furia ensordecedora que le quemaba las tripas y que era incapaz de soltar porque no había lugar alguno contra el que dirigirla. Todo lo que podía hacer era encerrarse en su habitación, pelearse con los muebles y despellejar sus manos contra la pared, para acabar tan vacío como al principio. El rencor seguía allí, convirtiendo sus entrañas en acero fundido, y por mu­cha rabia que soltara seguía quedándole más dentro.
Sí, sin duda el mundo era absurdo, incomprensible, injusto; y, lo que era peor, Vaquero se negaba a dejarse derrotar por él. Después de año y medio de compartir hasta la menor de las nimiedades de su vida se negaba a creer que de nuevo estaba solo, que la mano ti­bia que interrumpía sus pesadillas era ahora un fantasma sutil, que la risa desganada ante sus chistes malos se había convertido en un eco distante, que cuando alguien lo llamaba imbécil no había nin­guna ternura en el insulto.
Sólo podía hacer una cosa. De haber tenido inclinaciones artís­ticas, es probable que hubiera pintado un cuadro grandioso, o compuesto una sinfonía indescriptible, o quizá escrito un poema inacabable. En lugar de eso conectó su ordenador e hizo lo que me­jor sabía: programó. Usó cada uno de sus recuerdos para construir una personalidad virtual, utilizó hasta la más trivial de las memorías que tenía de ella para simular de nuevo su existencia, atrapa­da para siempre en el código de un programa. Después de todo puede que Vaquero sí tuviera ciertas inclinaciones artísticas, por­que el resultado fue una obra maestra. Quien hubiera conocido a Lois Lamartine cuando aún estaba con vida no habría podido en­contrar la menor diferencia entre ella y la personalidad virtual que las habilidades informáticas de Vaquero habían recreado. Salvo quizás una, que a Vaquero nunca le pareció demasiado relevante: su creación no tenía cuerpo.
Eso no es del todo cierto. Igual que recreó su personalidad había recreado su voz, sus rasgos y sus ademanes, y cuando el proyector dibujaba el holograma de la mujer que había amado, su cuerpo pa­recía tan real como el que había tenido en vida. Es verdad que no lo podía tocar, que se escurría de entre sus dedos como la más te­nue de las nieblas, pero eso no importaba demasiado. El sexo está sobre-valorado, pensaba Vaquero, sin comprender que lo que en realidad había descubierto es que el sexo no tiene nada que ver con los actos aparatosos y, a veces, gratificantes con los que estamos acostumbrados a identificarlo.
Ni siquiera en eso Vaquero resultó ser demasiado original. Mu­chos antes que él habían perdido lo que más querían, deseaban o necesitaban y habían huido a su propio interior en su busca. Con el tiempo algunos conseguían engañarse lo suficiente para pensar que lo habían encontrado, y terminaban encelándose en su mun­do particular de ilusiones. La diferencia está en que Vaquero, en lu­gar de encerrarse con su fantasía, la sacó al exterior y la convirtió en algo objetivo, mensurable, palpable.
Era la compañera ideal. No porque fuese perfecta. Vaquero era un programador demasiado concienzudo para no dar lo mejor de sí mismo, y al hacerlo no pudo evitar recrear a Lois tal y como ha­bía sido, con todos sus tics, miserias y defectos. El peligro era evi­dente: un fantasma perfecto que jamás nos, desengaña acaba has­tiando, y terminamos por comprender que algo así no puede ser real. La Lois virtual era tan imperfectamente humana como lo ha­bía sido su modelo, y Vaquero se enamoró de ella con la misma candidez y apasionamiento que la primera vez. De hecho, desde punto de vista, seguía amando a la misma persona. Quizá fuese cierto.

Estábamos dispuestos a abalanzarnos sobre Vaquero en cuanto se pusiera a nuestro alcance. Al fin y al cabo, Lois había sido nuestra, y sus informes indicaban que sería un agente de campo casi per­fecto cuando lo hubiéramos despojado de los prejuicios a través de los que contemplaba el mundo, para sustituirlos por los nuestros. Sin embargo, no hizo falta. Fue él mismo quien nos buscó con tan­ta intensidad que al principio creímos que era una trampa.
Tuvo que llegar Control y poner las cosas en su sitio.
-Claro que nos busca -dijo, con aquella voz casi inaudible-. ¿A qué otro lugar podría ir?
Así que le tendimos la mano y lo recogimos como al hijo larga­mente esperado que parecía ser. El mundo del espionaje se abrió de piernas ante él: era joven, arrogante, increíblemente pomposo en su forma de hablar, y sus ademanes parecían los de un chulo no demasiado seguro de su papel. Pero conocía su trabajo como nadie y, una vez que se le había metido algo en la cabeza, lo perseguía de forma implacable basta conseguirlo. También era de una fragili­dad tremenda, y yo tenía que encargarme de que, después de haber pasado por mis expertas manos, fuera tan indestructible como una cinta de monofilamento.
Además de ser el director ejecutivo de la Guardería me ocupaba del entrenamiento informático de los espías novatos. Con Vaquero aquello era como si alguien quisiera explicarle el Big Bang a Hawking. Enseguida me di cuenta de que yo no tenía nada que enseñar­le y que estaba tan por encima de mí que poco podía aprender de él.
Pero también me ocupaba de las clases de moral. Ignoro de quien fue la idea; a veces creo que alguien lo comentó medio en broma y terminó convirtiéndose en oficial sin que nadie supiera muy bien cómo había ocurrido. Pero así era. No sólo teníamos que hacer que nuestros muchachos supieran vivir de acuerdo con su cobertura, sabotear los sistemas más complejos o asesinar de trein­ta y nueve formas distintas usando exclusivamente las manos. También teníamos que explicarles, no, que convencerlos de que lo que hacían era por el bien de la Confederación y, en última instan­cia, de la humanidad. Sorprendentemente algunos de ellos termi­naban creyéndolo. Como agentes su utilidad solía ser limitada, pero como asesinos no tenían precio. Jamás cuestionaban una or­den y la cumplían con la fría eficiencia del fanático entregado a su causa. La mayoría, sin embargo, salían del curso de moral tan escépticos como habían entrado, y unos pocos, más aún que antes de haberse metido en nuestro mezquino mundo secreto. Ésos solían ser los mejores. Cuando la venda se les caía de los ojos y su rosada ingenuidad desaparecía, estaban listos para ser moldeados y con­vertidos en lo que nosotros quisiéramos.
Las palabras con las que iniciaba mi primera clase de moral eran tan heréticas como las que abrían el curso de informática:
-Algunos de ustedes se convertirán en agentes de contraespio­naje y se pasarán la vida vendiendo al Mandato Sáver falsos secretos. Otros pasarán tras sus líneas y corromperán a sus ciudadanos para que nos entreguen secretos verdaderos. Algunos se integrarán en la sección antiterrorista. Puede que muchos de ustedes acaben tras la mesa de un despacho, firmando justificantes de pago, o po­niendo orden en los historiales de agentes retirados. Eso no im­porta. Les aseguro que ningún trabajo es trivial en el Servicio. To­dos ellos son necesarios para que nuestro sistema se mantenga. La pregunta a la que responderá este curso no es cómo. Tienen otros maestros que les explicarán esa parte mucho mejor que yo. No, la verdadera cuestión es por qué. Un arma no necesita saber el moti­vo por el que es apuntada y disparada. Desgraciadamente para no­sotros y al contrario que un arma, ustedes tienen algo vagamente parecido al cerebro dentro de su cráneo y eso, que a veces puede ser una ventaja, también se puede convertir en una auténtica mo­lestia. Una pistola obedece cuando su dueño aprieta el gatillo. Us­tedes no, a menos que sepan lo que están haciendo, conozcan el motivo y estén de acuerdo con él. Mi tarea es que comprendan por qué es necesaria la existencia de algo como el Servicio. La suya, una vez comprendida, es aceptar vivir de acuerdo con esa necesi­dad. Así pues, la única pregunta de todo este curso es por qué. Y, si creen que la respuesta es fácil, más vale que presenten su dimisión, firmen el acta de secretos oficiales y vuelvan a sus vidas ahí fuera. Usted, Karzinsky -dije, volviéndome a uno de los estudiantes, apa­rentemente al azar. En realidad había estudiado los historiales de todos ellos (en aquellos mismos instantes estaba interactuando con mi base de datos personal) y sabía que Karzinsky era del tipo oficialista: aceptaba lo establecido porque creía que así debía ser, sin preocuparse mucho de los detalles-, dígame por qué debemos espiar al Mandato Sáver e intentar llenar sus redes de la mayor cantidad de desinformación posible. Dígame por qué hemos de evi­tar que los grupos terroristas instalen sus violentas utopías a golpe de sangre.
—Eh... yo... supongo que para impedir que nos destruyan, señor.
—Karzinsky, quizá no lo sepa, pero ha puesto el dedo en la llaga. Efectivamente, para evitar que nos destruyan. Pero de nuevo pre­gunto: ¿por qué? Quizá sea bueno que nos destruyan, quizá el modo de vida del Mandato sea mejor, más justo, más equitativo. Tal vez esos sistemas disparatados que los grupos terroristas afir­man defender sean superiores al nuestro. ¿No lo cree?
-Por supuesto que no, señor.
-Parece muy seguro de sí mismo. Le confesaré una cosa, Karzinsky, se la confesaré a todos ustedes. Yo no estoy tan segura. Des­pués de todo, es posible que ellos tengan razón y nosotros estemos equivocados. Además, puestos a hacer confidencias, les revelaré otro pequeño secretillo: no importa. No importa que su sistema sea mejor o no que el nuestro. Esa cuestión es irrelevante. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué defender nuestro modo de vida si ni siquiera estamos seguros de que sea el mejor de los existentes? Aunque no lo crean (y no lo creerán, y algunos de ustedes seguirán sin creerlo cuando este curso haya acabado), la respuesta es, en este caso, muy sencilla: porque es el nuestro. Así de simple. Es el nuestro. He­mos decidido vivir de esa forma y vamos a hacer cualquier cosa para impedir que nadie la cambie. Sí, incluso iremos contra nues­tro propio sistema con tal de defenderlo. ¿Merece el sistema que lo hagamos, es tan bueno? Repito, no importa. Es el nuestro, y por eso y no por otra razón lo hacemos. Cuando comprendan eso y lo acepten, dejarán de ser novatos y comenzarán el largo camino que los convertirá en habitantes del mundo secreto. -Aquí siempre ha­cía una larga pausa, calibrando la reacción de mi público-. Puesto que es la primera clase, hoy no hablaré más. Pueden irse.
Entonces me sentaba y fingía enfrascarme en la lectura de unos impresos. Generalmente, los estudiantes tardaban un rato en com­prender que la clase había terminado y se ponían lentamente en pie, rumiando e intentando asimilar mis palabras. En aquella oca­sión la reacción no se apartó demasiado de lo que esperaba. La única diferencia fue el breve guiño que el ojo derecho de Andrés Velasco, comúnmente apodado Vaquero, lanzó en mi dirección. Hice caso omiso del desafío y seguí leyendo los impresos mientras mi hereje abandonaba la sala y se dirigía a su cuarto.

Aún no había transcurrido un mes desde el inicio del curso cuan­do vi por primera vez a la Lois virtual. Durante aquellos veinte días, la arrogancia de Vaquero había ido creciendo en las clases, posiblemente alimentada por mi actitud cínica ante sus comenta­rios. Un hombre como Vaquero puede soportar que le contradigan o lo den la razón, pero no podrá evitar enardecerse cada vez que al­guien se limite a mirarlo y sonreír como si hubiera dicho algo mo­deradamente gracioso pero no demasiado interesante. Así que, para regocijo del resto de los novatos, Vaquero se había convertido en el disidente oficial.
Lo curioso es que eso hizo que nuestra relación se fuera estre­chando con rapidez. Enseguida comprendió que mi actitud no era más que una pose y que en realidad me interesaba lo que decía. Su forma de comportarse en las clases no cambió en apariencia, pero algo sutil se había introducido en sus comentarios, un cierto to­que de complicidad entre él y yo que sus compañeros no compar­tían. De forma inconsciente alimenté esa complicidad, y no tardé en encontrarme a su lado en la cafetería, sentado con una taza hu­meante en las manos y discutiendo de los temas más peregrinos. En realidad yo apenas abría la boca; Vaquero (por aquel entonces aún lo llamaba Andrés) no necesitaba gran cosa de su público, y yo sabía perfectamente cuándo enarcar la ceja en un gesto escéptico, sonreír con aires de superioridad o llevarle la contraria sin mucha convicción. De hecho, estaba fascinado ante los extraños derroteros por los que su mente solía llevarlo. Tenía un cerebro curioso: ágil y despierto como pocos, pero al mismo tiempo increí­blemente caótico, lo que hacía que muchas veces él mismo se per­diera en medio de un razonamiento. En ocasiones lo sorprendía manteniendo una opinión totalmente contraria a la que había sos­tenido al empezar a hablar. Por supuesto, enseguida se daba cuen­ta de ello, pero, en lugar de volver a su posición original, seguía argumentando por el nuevo camino. Una tarde terminó confesán­dome que a veces discutía por el simple placer de discutir y que to­maba una postura u otra según pareciera irritar más o menos a su interlocutor.
-Me importa poco si fue moral o no invadir Tierra de Nadie, pro-fe -me dijo-. Después de todo este lapso, ¿a quién puede concer­nirle un asunto tal?
-Entonces eres un sofista.
-Lo sería si me ganase mi peculio con estas disertaciones que tanto parecen gracejarte -respondió tuteándome. Usaba el «tú» o el «usted» indistintamente, según estuviera de un humor más o me­nos pedante-. No es más que un divertimento, una distracción.
-¿Y no hay nada en lo que creas de verdad?
-Posiblemente sí, profe. Y supongo que tarde o temprano aca­baré dando con ello.
Sonrió y me guiñó un ojo. No pude evitar devolverle la sonrisa. Había algo contagioso en él cuando se encontraba de buen humor. En aquellos momentos no aparentaba sus veinticuatro años; parecía un adolescente que de pronto hubiera descubierto que el uni­verso es un lugar luminoso y magnífico, y que es estupendo estar vivo. Con el tiempo iría conociendo sus aspectos menos agradables y descubriendo que, en sus momentos bajos, podía ser la persona más autodestructiva y mezquina que jamás he conocido.
La tarde en que me presentó a Lois lo había estado buscando, no recuerdo muy bien el motivo. No lo encontré en ninguno de sus lu­gares habituales, y acabé llegando a la conclusión evidente de que debía de estar en su cuarto. Dudé antes de ir hacia allí. Las habita­ciones eran los únicos lugares prácticamente inviolables que po­seían los novatos durante su estancia en la Guardería y, por mucho que Andrés y yo nos llevásemos bien, era probable que no le apeteciese que un profesor metiera las narices en su intimidad. Al final, no sé por qué, acabé decidiendo arriesgarme.
Tardó un rato en abrirme la puerta, y yo vacilé unos instantes en el umbral antes de decidirme a pasar.
-Puede trasponer mis dominios con toda impunidad, profe. Así lo hice. La habitación era un auténtico caos, pero aquello no me sorprendió. Andrés estaba sentado en la estrecha litera junto a la ventana, con la cabeza parcialmente vuelta en mi dirección. Bajo su oreja izquierda sobresalía un conector de red, y contemplaba algo que había tras la puerta con una mirada que yo jamás había visto en sus ojos. La puerta se cenó a mis espaldas, y entonces pude verla.
Por supuesto, conocía perfectamente el historial de Andrés y sa­bía de su relación con Lois. Aun así, no pude evitar sorprenderme al ver aquella figura femenina medio oculta entre las sombras, y mi torpe reacción fue volverme de espaldas a ella y encararme con mi alumno.
-Tranquilo, profe -dijo Andrés-. Al contrario que usted, si la pin­chan no sangra. En cuanto a vengarse si la agravian, es algo que aún no he podido comprobar.
-Una persona virtual -dije, aunque eso era evidente. -Tremendamente agudo, profe. No me extraña que nuestro siempre alerta Control, nunca lo suficientemente ponderado, haya decidido que comparta su profunda sabiduría con nosotros, po­bres novatos.
-¿Es Lois? -pregunté.
Me constaba que Vaquero sabía que yo había leído su historial, así que la pregunta no tenía por qué tomarlo por sorpresa. No lo hizo; se encogió de hombros y dijo: -¿Por qué no se lo pregunta a ella?
Volverme de nuevo me costó un tremendo esfuerzo. Al fin lo hice. Sí, sin duda era Lois Lamartine, o lo más parecido a ella que se podía conseguir en aquellos momentos. El holograma había re­producido con absoluta fidelidad la calidez de sus ojos, y el mohín de felino jugando con su presa parecía tan natural que apenas pude reprimir un estremecimiento.
-Buenas tardes, señor Highsmith -me dijo. Su voz era la misma voz suave que había tenido la Lois real, y Vaquero había consegui­do transmitirle ese tono tan cercano a la sumisión que, sin embar­go, no lograba ocultar del todo su cualidad terca y, a veces, impla­cable.
-Buenas tardes -conseguí responder, aunque lo que en realidad deseaba era huir de allí-. Veo que Andrés ha hecho un magnífico trabajo.
-¿De veras? -preguntó ella. Hablaba y me miraba como si no me conociera, lo cual era cierto. Pero, por otra parte, no lo era en ab­soluto-. Es importante para mí saber que mi comportamiento es el adecuado. Oh, Vaquero dice que sí, pero ya sabe cómo es. -Sonrió brevemente.
-No traté mucho con tu... con tu homólogo de carne, pero hasta donde recuerdo no hay la menor diferencia.
-¿De veras? -La sonrisa se ensanchó y al mismo tiempo algo triste brilló en sus ojos-. Vaquero es un pedante, pero sus palabras eran ciertas: si me pinchan no sangro.
Miré a Andrés por el rabillo del ojo. En apariencia estaba tran­quilo, pero se mordía mínimamente el labio con un canino. -¿Es eso una gran diferencia?
-No lo sé —dijo ella—. Posiblemente no podré saberlo nunca. Apenas recuerdo nada más de lo que se dijo después. Sé que la conversación derivó enseguida por un camino menos peligroso y que pronto hablábamos los tres como si lo hubiéramos estado ha­ciendo siempre. Lois parecía perfecta para Vaquero: sabía exacta­mente en qué momento pincharlo y en cuál animarlo y a veces, cuando creía que yo no miraba, sus ojos lo devoraban como si no hubiera visto nada tan apetitoso en toda su vida.
Cuando volví aquella noche a casa no respondí de la forma ha­bitual a los comentarios de Sara. No le reproché su incomprensión ante la forma de vida que había decidido llevar, ni le eché en cara sus comentarios ácidos. Me limité a quedarme mirándola con los ojos nublados y luego me abracé a ella de una forma tan desespe­rada que yo mismo me sorprendí. Al principio Sara no supo cómo reaccionar; posiblemente tan atónita como yo. Luego dejó que me sumergiera en ella, con el misino desamparo con que lo había he­cho la primera vez.

Poco a poco Lois fue creciendo, como cualquier otra criatura. Cuando la conocí no era más que el equivalente digital de una ado­lescente sofisticada que intentaba impresionar a su usuario. En po­cos días, y con toda la red del Servicio para poder navegar por ella, se fue convirtiendo en una mujer tan espléndida como inalcanza­ble. Y Vaquero, atrapado por su hechizo, apenas era capaz de ha­cer nada sin consultarla.
Lois estaba en ejecución continua, perpetuamente encajada en la ranura de conexión de la oreja derecha de Vaquero, lanzando sus finísimos tentáculos infrarrojos para conectarse a la red de información, que recorría en busca de nuevos datos con que alimentar­se. Incluso entraba en los corredores más prohibidos del espacio terabit y descubría ios más ocultos secretos de este mundo de se­cretos ocultos. Vaquero la había diseñado tan bien que podía me­rodear por donde quisiera, entrar donde le apeteciese, y a su paso las alarmas no sonaban y los fagocitos del sistema no se activaban. En poco tiempo devoró todos los datos que había a su alcance en la red del Servicio, y empezó a extender sus tentáculos por las demás redes a las que estábamos conectados. Pero no fueron los terabits que absorbió lo que la hicieron madurar y convertirse en aquel ser irresistible y mágico. Vaquero no se limitaba a tenerla continuamente conectada; tras unos momentos iniciales de reti­cencia no tardó en presentarla a todo el mundo. Incluso en la cla­se no era raro que Lois interviniera como una alumna más. A me­nudo sus comentarios eran mucho más agudos que los de Vaquero.
No sabía qué pensar. Desde luego, Vaquero nunca se habría re­cuperado de la muerte de la Lois real sin ayuda de todo aquello, pero no estaba muy seguro de que a la larga no resultase tan des­tructivo para él como si se hubiera encerrado en una habitación y se hubiese negado a salir de ella para el resto de su vida. Además, tenía otras razones para sentir temor: si deambulaba el tiempo su­ficiente por la red, Lois acabaría descubriendo tarde o temprano la verdad sobre su origen, el engaño que había tras su relación con Vaquero. No sabía cómo reaccionaría entonces, pero cada vez que pensaba en ello sentía pavor.
En cierto modo creo que Vaquero era consciente del peligro. Aquella definición del amor que me dio una tarde, un par de se­manas después de haberme presentado a Lois, era una forma táci­ta de reconocerlo. Me estremecí: el hecho de que pudiera ver su si­tuación con la suficiente claridad para definirse a sí mismo como «un cadáver andante que se ha muerto de nada» y al mismo tiem­po siguiera adelante con aquella farsa resultaba escalofriante. Nunca le dije lo que pensaba, pero creo que él se daba cuenta de que yo lo sabía.
Eso nos acercó más. Posiblemente yo era la única persona con la que hablaba sin que la presencia sutil de Lois revolotease a su al­rededor.
-A veces tengo la sensación más bien inquietante de estar con­templando un microscopio desde el lado equivocado, profe -me dijo una vez-. Y tú eres el científico loco que me escudriña desde el otro lado.
No respondí. ¿ Oué podría haberle dicho? Muchas cosas, supon­go; incluso podría haber seguido las enseñanzas de Control y haber utilizado una parte de la verdad para mentirle sin el menor escrú­pulo. No lo hice, y no es que eso me haga sentirme mejor, porque Vaquero tenía toda la razón: quizá yo no era ningún sabio chiflado, pero desde luego el había sido mí experimento, desde el principio hasta el final.
Lo que más me aterraba de todo no era que estuviese superando todas mis expectativas. No. Era lo satisfecho que me sentía con ello.
No sé por qué (supongo que no quiero saberlo), pero una tarde decidí invitarlo a cenar a mi casa. Tenía la sensación de que a Sara le gustaría, y había muy pocas cosas que a Sara le gustaran de mi mundo para desaprovechar la oportunidad.
Estuvo perfecto desde el principio. Desempolvó sus expresiones más arcaicas y ampulosas y, quitándose el sombrero, se inclinó ha­cia Sara y te besó suavemente el dorso de la mano.
-Así que ésta es la encantadora dama a la que el ínclito profesor dedica sus requiebros, y que oculta celosamente de las miradas de sus inexpertos pupilos. Soy su más humilde servidor.
La cena transcurrió como un sueño. Vaquero llevaba el peso de la conversación y fue hilvanando una anécdota tras otra. Sara pa­recía fascinada, y llegué a sentirme celoso en más de un momen­to. No pude evitar darme cuenta de que Vaquero no hizo la me­nor alusión a Lois durante toda la noche, salvo en el momento en que Sara le preguntó sí él no tenía «ninguna dama a la que re­quebrar».
Una sombra pasó fugaz por el rostro de Vaquero mientras res­pondía:
-Me temo que tal tópico pertenece a lo que el bardo de Stradford calificaba como ala materia de la que están hechos los sueños», o tal vez a esas cosas «en el cielo y la tierra con las que nunca pudo soñar la filosofía». -Esbozó a medias aquella sonrisa que seguro que había hecho que las madres de sus amigos quisieran comérse­lo cuando era pequeño, y enseguida se las apañó para desviar la conversación por otros terrenos.
Sara se disculpó después del segundo café, y Vaquero y yo nos quedamos solos, mirando en silencio la ventana abierta tras la que se desparramaban las chillonas luces nocturnas de la ciudad. Estuvimos así un buen rato, cada uno inmerso en sus propios pensa­mientos. Al fin, Vaquero se levantó, recosió su sombrero, le sacu­dió el polvo que no tenía y, mirándome de una forma peculiar, dijo: -No deberías hacerlo, profe, de veras que no. -No sé a qué te refieres. -Y en aquel momento era cierto: mis pensamientos me habían llevado por senderos demasiado extra­ños, y su comentario me había traído de vuelta al mundo real con excesiva brusquedad.
-Mi señora Sara es lo mejor que te ha pasado en tu insulsa vida de educador de espías novatos, o lo sería si te tomases la moles­tia de dejarla entrar en ella.
-Vaya, Andrés Vaquero Velasco, espía, pirata informático y con­sejero sentimental. Tienes facetas insospechadas,
-Ser mordaz sólo se te da bien en clase, profe. Te lo digo en se­rio y sin prosopopeya. No lo hagas.
-¿O qué? ¿Lo lamentaré el resto de mi vida? ¿Gritaré su nombre arrepentido en mi lecho de muerte? Además, en cualquier caso, será ella la que me deje a mí.
-No, profe. Tú la obligarás a dejarte.
Sonrió de nuevo y se puso el sombrero.
-Y con esta perla de sabiduría me retiro a mis cuarteles de in­vierno. Buenas noches, profe.
-Hasta mañana, Andrés.
De camino a la puerta dio media vuelta y me guiñó un ojo.
Más tarde, con las luces de la sala apagadas, saboreé lentamen­te dos dedos de vodka mientras me imaginaba la plácida respira­ción de Sara en el cuarto de al lado.
¿Había sido un acierto invitar a Vaquero a cenar? No importaba gran cosa. Nada importaba gran cosa. Llevaba media vida espiando y enseñando a otros a espiar. Estaba demasiado acostumbrado a mirar a los demás desde la parte de arriba del objetivo del micros­copio, y Vaquero tenía razón: terminaría consiguiendo que Sara me dejase. Y posiblemente me daría palmaditas mentales por lo bien que me las había apañado para llevarlo todo: estaba seguro de que Sara, cuando se fuese, lo haría sintiéndose culpable. De ella sal­drían las recriminaciones, los gritos, los lamentos. Hasta el último instante yo me mostraría conciliador, no perdería los estribos, in­tentaría calmarla y hacer que viera la situación de otra manera: bas­ta trataría de convencerla de que no se fuese. Y ella no sería capaz de ver que cada una de mis palabras eran otros tantos pasos en el camino que la alejaba de mí, que hasta el último de mis gestos esta­ba destinado a conseguir que se fuera. Pobre Sara, pensé esa noche. No me compadecí a mí mismo, sin embargo. Tendría tiempo de sobra para ello más adelante.
Por fin el curso se acabó y, tal y como todos esperábamos, Vaque­ro terminó por optar a la sección antiterrorísta. Su expediente lo calificaba prácticamente para cualquier acción de campo, y todos (desde Control hasta él mismo) sabíamos lo que elegiría.
No hubo ninguna ceremonia, ninguna entrega de diplomas, lo que no deja de ser extraño, teniendo en cuenta el gusto del Servicio por la burocracia. Tan sólo una comida informal de todos los graduados y algunos instructores, a la que yo, como todos los años decidí no asistir.
Día tras día, mis manos habían moldeado el carácter de Vaquero sin forzarlo nunca, aprovechando las vetas naturales de su persona para ir tallándolo de acuerdo con nuestras necesidades. Lo que hi­ciese a partir de aquel momento, recuerdo que pensé, era tan inevitable como un chaparrón el día que uno se olvida de llevar el para­guas. Acabábamos de forjar el instrumento perfecto y, con un poco de suerte, cumpliría sin problemas la misión para la que lo había­mos destinado y jamás sería consciente de nuestras manipulaciones. Por supuesto, olvidé que el universo rara vez se ajusta a nuestras ex­pectativas y que, cuando un instrumento es lo suficientemente bue­no, tiende a hacer cosas que sus diseñadores no habían previsto.
Nos separamos amistosamente, aunque me dio la impresión de que no esperaba volver a verme. Tampoco yo lo esperaba y, poco a poco, su estrafalaria imagen fue convirtiéndose en un retrato ne­buloso en la parte más polvorienta de mi memoria. A veces recor­daba alguna de sus frases o actitudes, o mi imaginación se veía asaltada por la mirada de absoluta adoración con la que contem­plaba a Lois.
-Dale mis parabienes a la encantadora dama Sara -dijo al des­pedirse.
Yo agité la mano en un gesto vago y poco comprometido, y él echó a andar pasillo abajo.
-¿Sabes, profe? -me dijo, volviéndose de pronto-. El corazón es un animal hambriento. Y no se sacia nunca. -Yo lo miré con la do­sis exacta de escepticismo que él esperaba-. Sí, el tuyo también, profe, el tuyo también.
Siguió su camino, mientras el fantasma holográfico de Lois se materializaba a su lado y caminaba junto a él. Parecían estar susu­rrándose esos secretitos idiotas a los que sólo los enamorados en­cuentran sentido. El rostro de Lois se volvió fugazmente, y vi un destello de compasión pintado en sus ojos.
Pasaría mucho tiempo antes de que volviese a ver a ninguno de los dos.



3. Nuestro juego
  
De vuelta en la Central. Otra vez paseando por aquellos pasillos im­polutos y grises, anodinos. Recorriendo expedientes, buscando más retazos del pasado de Vaquero. El hombre que le había hecho de Papi en su primera misión de campo, la agente con la que man­tuvo una breve relación sexual y a la que jamás susurró una pala­bra de afecto, su compañero en los días tensos y breves en que es­tuvieron vigilando a algunos de los miembros del Brazo de Elohí mientras intentaban decidir a cuál de ellos se acercarían. Con al­gunos no pude hablar directamente y tuve que conformarme con una breve charla a través del vifono; con otros fue imposible po­nerme en contacto: ya habían muerto, o estaban en medio de una misión y, por mucho que yo fuera ahora el brazo ejecutivo de Con­trol, no iban a abandonar la cobertura de la que dependía su vida para responder a unas preguntas sobre alguien a quien habían conocido vagamente.
De todas formas, los datos que pude recoger de todos ellos, aun­que interesantes, no resultaban demasiado reveladores. Me aporta­ban nuevas perspectivas sobre Vaquero, sí, puntos de vista sobre su forma de ser que yo jamás habría observado por mí mismo, pero su relación con él había sido demasiado superficial y no había de­jado la huella suficiente en ellos para que lo que me dijeran fuese de mucha utilidad.
Hubo una entrevista que pospuse durante varios días. Hacía tiempo que conocía a Yarik Edouard, pero nunca había podido acostumbrarme a su presencia. No eran las cicatrices del lado izquierdo de su rostro, que él se negaba obstinadamente a reparar. Ni siquiera sus modales, a mitad de camino entre la amargura y el desafío. Lo que me inquietaba era un brillo frío y distante en lo más hondo de sus ojos que me hacía sentirme como un insecto bajo la mirada profesional y no demasiado interesada de un ento­mólogo. Control podía contemplarme como un dios manipulador, y eso me convertía a mis propios ojos en una criatura impotente, inútil, sin más propósito en la vida que servirle de marioneta. Aun así, no me resultaba incómodo estar con él, no de la misma forma que con Edouard, Ambos actuaban como si tuvieran poder de vida y muerte sobre mí y pudieran aplastarme con un mínimo movi­miento del dedo. La diferencia era que Control sólo lo haría si yo resultara ser una marioneta desobediente o inservible. Edouard era capaz de hacerlo tan sólo para combatir el aburrimiento de una tarde de lluvia.
Había sido el jefe de la sección antiterrorista durante varias dé­cadas, antes de dimitir del Servicio y encerrarse en una concha pri­vada de la que se negaba a salir, rodeado siempre de sus libros y su amargura hacia nosotros, hacia él mismo, o hacia todos. También actuó como adiestrador de Vaquero en tácticas antiterroristas, des­pués de que éste se graduó en la Guardería. Yo había intentado pre­parar su conciencia (y había fracasado, pensaba la mayoría de las veces) para la vida que le esperaba, y Edouard hizo lo mismo con su mente y buena parte de su cuerpo. Debió de tener éxito, porque Vaquero salió con vida de la misión para la que el Servicio lo había estado preparando incluso desde antes de reclutarlo, y el Brazo de Elohí quedó convertido en cuatro fanáticos sin rumbo que habían perdido sus objetivos y los medios para llevarlos a cabo.
Edouard llevaba retirado unos cinco años. Se había comprado una pequeña casa solariega no muy lejos de Primer Planetizaje, y su primer acto como dueño de sus dominios había sido inhabilitar la cabina de transporte instalada en el jardín. Así que, si uno que­ría visitarlo, no le quedaba más remedio que subirse a un vehículo y recorrer veinte monótonos kilómetros de naturaleza domestica­da para llamar al timbre.
Eso fue lo que hice, después de varios días de vacilaciones y un par de intentos inútiles de comunicarme con él usando el vifono.
La pantalla de la verja no se iluminó, aunque era evidente que la cámara estaba llevando mi imagen al interior de la casa, porque enseguida la voy desagradablemente cascada de Edouard me dio la bienvenida.
-Vaya, vaya, el chico de los recados del bueno de Control. Su­pongo que querrás pasar.
La verja se hizo a un lado y, siguiendo mis instrucciones, el ve­hículo se internó en un sendero de gravilla en dirección a la casa austera y rodeada de árboles que había al fondo. Me detuve frente a ella, bajé del coche y, antes de que pudiera llamar a la puerta, esta se abrió. No había nadie al otro lado. Me vino a la mente la com­paración con un holo de terror barato, y no pude reprimir una sonrisa.
-Por el pasillo hasta el fondo y luego a la derecha -graznó un al­tavoz sobre mi cabeza.
Seguí las instrucciones y terminé desembocando en una amplia sala. La luz entraba por una enorme puerta ventana, y las paredes estaban completamente cubiertas de estantes llenos de libros. Y cuando digo libros quiero decir exactamente eso: papel, tinta y cuero.
-Te daría la bienvenida, pero no eres tan tonto como para creer que sería sincera.
Me volví y vi a Edouard frente a la puerta ventana, con su desa­gradable rostro cruzado por una sonrisa fría y un cigarrillo a me­dio consumir entre los labios. Me recordaba una imagen que había visto una vez en un museo: un dibujo extraído de un cómic ante­rior al Interregno que mostraba un individuo con la mitad de la cara desfigurada y que parecía obsesionado con el número dos. Pero, al contrario que el personaje de ficción, las cicatrices en el rostro de Edouard no mostraban ninguna dualidad en su persona, sólo la voluntad de resultar desagradable y de hacer sentir incó­modos a cuantos estuvieran en su presencia. Lo conseguía conmi­go, y a veces pienso que también lo había conseguido con Con­trol, y que éste había suspirado de alivio cuando Edouard decidió dimitir.
-Hola, Yarik. Siento invadir tu intimidad, pero tu vifono debe de estar estropeado.
-Hace años que lo rompí. Si alguien me considera tan impor­tante como para hablar conmigo, lo menos que puede hacer es ve­nir hasta donde yo estoy.
Asentí con la cabeza, pese a que aquello era una contravención de las normas del Servicio. Jubilado o no, un agente tiene que es­tar siempre localizable. Aunque, siendo estrictos, Edouard lo esta­ba: jamás salía de su casa.
Me miraba con un frío asomo de diversión que podía trocarse en aburrimiento en cualquier instante. Aspiró una larga bocanada de humo, contuvo apenas la tos y me indicó un asiento frente a él. Me senté y traté de encontrar la forma más adecuada de plantearle la cuestión que me había llevado allí, mientras contemplaba el ceni­cero junto a él, lleno de una pirámide de colillas apagadas que se mantenía en pie de puro milagro. El olor de la ceniza húmeda inundaba la habitación.
-Necesito algunos datos sobre Vaquero -dije al fin, yendo direc­to al grano. Sabía que ésa era la mejor forma de actuar con él. Si quería darme la información me la daría y, si había decidido no ha­cerlo, ninguna diplomacia, sutileza o chantaje lo harían cambiar de opinión.
-¿Vaquero? —Aquello pareció tomarlo por sorpresa—. Santo Dios, Vaquero. —Empezó a reírse, pero un acceso de tos le cortó las carcajadas por la mitad. Apagó el cigarrillo (la brasa casi le llegaba a los dedos, amarillentos de nicotina) y encendió otro mientras deja­ba de toser-. Así que Vaquero. Qué pasa, ¿el chico ha derribado al Mandato Sáver él sólito y le vais a dar una medalla? No veo mucho las noticias últimamente.
-Vaquero está quemado -dije, usando la misma expresión con la que Esteban me había dado la noticia-. Y hacía años que no traba­jaba para nosotros. -Edouard tenía que saber de sobra aquello: aún no había dimitido cuando Vaquero nos dejó.
-¿Vosotros? ¿Control ha hecho una ampliación de capital y tú has comprado unas cuantas acciones? ¿O te ha nombrado su here­dero? No, entonces no estarías aquí; habrías enviado a algún buró-Pasé por alto sus pullas como mejor pude, pero me sentía incómo­do y sabía que Edouard lo notaba. En realidad sus aguijones verbales no eran más agudos que los que yo aguantaba todos los años por parte de los chicos que entrenaba en la Guardería, y ellos nunca ha­bían conseguido hacerme perder el control. No eran sus palabras, sino la inquietante sensación de que yo para él era menos que nada y que hablar conmigo le costaba el mismo esfuerzo que estrangularme.
-Así que quemado. No, no quiero que me cuentes cómo fue. Tar­de o temprano habría acabado así. -Asentí de forma automática y vi brillar en sus ojos un destello de complacencia-. Lo que no en­tiendo es qué utilidad tiene ahora para » vosotros» -recalcó la pala­bra con desprecio-, si hace años que os había dejado.
Estuve a punto de decir que no era asunto suyo, pero preferí se­guir en silencio.
-De acuerdo -dijo Edouard tras un buen ralo-. Supongo que no es asunto mío. Al fin y al cabo seguís pagando mis cuentas, y lo me­nos que puedo hacer por vosotros es ayudaros a engrosar con unas cuantas páginas otro expediente.
Terminó el nuevo cigarrillo y encendió otro. Antes de ir a verlo había leído su legajo y sabía que era el tercer par de pulmones que usaba en los últimos cinco años. Siempre tenía un recambio cre­ciendo en los tanques de clonación de un banco de órganos. Quizá pese a todo sí hubiera algo de dual en su persona: tal vez su manía de fumar de forma tan desesperada no era más que un intento de suicidio, y los recambios en el banco de órganos la forma en que se arrepentía en el último momento. Tuve la sensación de que algún día decidiría no usarlos y permitiría que el cáncer acabase con él para siempre.
-¿Qué quieres saber?
Habíamos llegado por fin al meollo del asunto, y yo no sabía cómo planteárselo. Hablar con los compañeros de promoción de Vaquero o con los que habían compartido misiones con él había re­sultado fácil. No tenía más que agitar la orden ejecutiva de Control frente a sus ojos, y contestaban a mis preguntas sin cuestionarlas. Edouard no reaccionaría así.
—¿Qué opinabas de él? ¿"Cómo os llevabais? -pregunté, tratando de sonar lo más protocolario posible.
-Por Dios, esto sí que es nuevo. Puedo comprender que el pobre chico os interese después de todo este tiempo, pero ¿yo? ¿Que de­monios os puede importar si me caía bien o mal? -No estoy autorizado a decírtelo.
-Claro. No esperaba menos de ti, Peter. Así que cómo nos llevá­bamos. Trabajamos bien juntos. Era el mejor agente de campo que he tenido bajo mis órdenes, aunque siempre he creído que él tenía sus propios planes y que sólo por pura casualidad coincidían con los míos o los del Servicio, o al menos que eso era lo que él pensa­ba. -Me miró, como si intentase decirme que yo era transparente a sus ojos y que no lo engañaba ni por un momento-. Qué más da. Era de una eficacia mortal. Sabía lo que se esperaba de él y corno hacerlo y lo hacía sin vacilaciones, hasta las últimas consecuen­cias. Era implacable. Una vez que estaba convencido de cuál era su misión, la ¡levaba a cabo, y no importaba cuántos civiles no involucrados cayeran por el camino. ¿Qué opinaba de él? Era arrogan­te, insufrible, pomposo y una de las personas más frágiles que he conocido. Siempre a cuestas con su programa de simulación, ha­blando con aquella Lois igual que un colegial enamorado. Yo po­dría haberlo destruido, ¿sabes, Peter? -Su voz se dulcificó repenti­namente-. Sabía muy bien qué resortes tenía que tocar en su mente para hacer que se derrumbara por completo. No lo hice, eso es evidente, pero no fue porque le resultara útil al Servicio, ni si­quiera porque fuera mi mejor agente y me sintiera orgulloso de él. No lo hice precisamente porque podía hacerlo. Dios, era un chi­quillo. No era más que eso, un crío que había perdido todo lo que quería y que no sabía qué hacer para seguir adelante sin ello. Po­dría haberlo destruido, y lo que en realidad quería era consolarlo. Sólo que no sabía cómo. Nunca he sabido. Quizá porque nadie me ha importado nunca lo bastante para aprender a hacerlo. Ah, Dios. Y tenias que venir aquí y recordármelo. Vaquero... -Sonrió, y ha­bía un deje nostálgico en su sonrisa. El brillo frío y burlón de sus ojos se había apagado. Para entonces creo que ni siquiera me mi­raba-. Vaquero, ojalá hubieras podido ser feliz con tu Lois y no nos hubieras conocido nunca. Tarde o temprano tu amor se habría convertido en rutina y tu vida se habría deslizado hacia la misma plácida estupidez en la que vive el resto de la humanidad. Pero no­sotros no podíamos dejarlo en paz, ¿eh, Peter? -Volvió a mirarme, pero no había nada de superioridad en sus ojos, sólo amargura-. No, encajaba demasiado bien en nuestros planes para salvar el mundo. ¿Cómo íbamos a dejarlo en paz?
Encendió un nuevo cigarrillo, pero no se lo llevó a los labios. Se quedó contemplándolo con aquel rostro deforme (y yo no sabía cuál era su lado más desagradable, si el cubierto de cicatrices o el intacto) mientras el humo subía lentamente hacia el techo, enros­cándose en tenues espirales, construyendo una escalera de caracol por la que nadie podría ascender.
Me levanté y le di las gracias. Él no me oyó. Siguió allí sentado, inmóvil, con los ojos clavados en el cigarrillo que se consumía con una parsimonia casi infinita.

Sara me dejó poca después de que Vaquero nos abandonara. Nun­ca he podido evitar la sensación inquietante de que ambos aconteci­mientos estaban relacionados. Por supuesto, es una tontería. Pero a veces pienso que la presencia de Vaquero en nuestras vidas (aun cuando fuera una presencia distante, apenas perceptible, más sutil incluso que el fantasma cibernético de su Lois) era lo único que hacía que Sara no terminase de reconocer la derrota. Sólo cuando Va­quero dimitió del Servicio y tomó la primera nave que pudo conse­guir que lo alejase de nosotros, Sara fue capaz de aceptar lo inútil de sus esfuerzos y encontró el valor suficiente para dejarme. Estú­pido, sin duda, porque Sara no tenía forma de saber lo que había pasado con Vaquero. O no tan estúpido, porque yo sí lo sabía. En cierta manera es muy posible que no me atreviera a dar el paso de­finitivo, a propinarle a Sara el último empujón que la hiciera irse, hasta que la presencia de Vaquero no se hubo desvanecido de nues­tras vidas.
No fue un final fácil, pero supongo que ninguno lo es. Hubo llan­tos, y gritos, y recriminaciones, todos por parte de Sara. Yo perma­necí impasible, como una roca, como una momia. De vez en cuan­do abandonaba mi trance de implacable tranquilidad para dejar caer algún comentario conciliador que sólo conseguía enfurecerla más: le pedía que se calmase, le decía que lo hablásemos como per­sonas racionales. Pero, en los escasos momentos en que Sara recu­peraba el control de sí misma e intentaba llegar a mí, yo volvía a mi postura de accidente geográfico y lo único que salía de mi boca
Finalmente, cansada de llorar y gritarme, cogió su maleta y echó a andar hacia la puerta. Por unos instantes su figura abatida sa­liendo de mi apartamento me resultó insoportable. Algo tiró de mí y me hizo levantarme de la silla. Imbécil, pensé. Corre hacia ella, no la dejes marchar-, haz que vuelva. Conseguí dar un paso en dirección a la puerta. Fue todo lo que mi cobardía, mi desgana férreamente forjada tras una vida entera dándole forma, me per­mitieron hacer. Me quedé allí de pie, contemplando la puerta entreabierta como un niño que ha perdido algo y no sabe demasiado bien qué, ni cómo recuperarlo, sólo que era importante y ya no está. Se me escapó una maldición entre dientes y volví a sentarme.
Bien, pensé. Se había terminado. Había metido el dedo en la co­rriente para comprobar lo que se sentía y, cierto, no estaba mal. Pero no era para mí. Regresaba a mi sitial y desde allí seguiría contemplando el fluir el río. Al final, como todos los ríos, se desparra­maría en un laberinto de médanos y terminaría muriendo, dilu­yéndose en un mar sin fronteras ni esperanzas. El mirón ha vuelto. Debería haberme sentido satisfecho. Pero, por algún motivo que no acababa de comprender, una rabia sorda e impotente iba lle­nando de ácido mis entrañas.
En el fondo no importaba. Una vez oí a alguien hablar de la re­gla del millón de años. Es la regla perfecta cuando uno es un es­pectador que se ha involucrado demasiado en los acontecimientos y éstos lo han salpicado más de lo que pretendía. También es muy simple: si uno se siente mal, si ha ocurrido una tragedia, si el mun­do se cae en pedazos, hay que pensar que dentro de un millón de años a nadie le importará. Lo malo de esa regla es que resulta muy poco útil a corto plazo.

Su partida de nacimiento lo identificaba como Alberto Morales, sin duda un nombre mucho más prosaico y menos atractivo que el Barak ben Solomón con el que se había bautizado a sí mismo años más tarde. Había sido durante mucho tiempo el señor X, la sombra en la oscuridad que regía los destinos del Brazo de Elohí, quien de­cidía dónde, cuándo y de qué manera se producirían los ataques contra el corrupto y decadente sistema que afirmaban repudiar. Hoy no era más que el recluso NHR-1024 del penal de Dármur, y lo único que lo identificaba como el caudillo despiadado e inteligen­te de un grupo de fanáticos era su voz.
Me presenté ante él con mi mejor aspecto burocrático. Sabía que eso lo irritaría. Con absoluta frialdad, como si no me importa­ra lo más mínimo lo que tuviera que contarme, fui desgranando mis preguntas, ocultando mi verdadero objetivo tras una nube de trivialidades: qué explosivos había utilizado en qué atentados, cuántos hombres habían organizado tal secuestro, quiénes habían sido sus lugartenientes más inmediatos. Cuestiones todas de las que conocíamos las respuestas desde hacía años.
Poco a poco, a medida que él se enfurecía ante mi aparente fal­ta de interés, fui acercándome a lo que había ido a buscar. De vez en cuando me detenía y le hacía repetir un detalle carente de im­portancia, sólo para tenerlo a punto de saltar de la silla y que no re­parase en lo que realmente me interesaba. -Andrés Velasco estuvo bajo su mando.
—¿Ése? -Bufó su desprecio-. Un completo inútil. Bueno con los sistemas de información, pero no servía para nada más. -Serviría para algo o se habrían deshecho de él -dije. -Claro. Siempre se puede encontrar utilidad para un ciberpirata burgués que cree estar salvando el mundo. Nos ayudó en un par de cosas, nada importante.
Me alejé de mi objetivo, rodeándolo para volver a él minutos más tarde, mientras pensaba que después de tanto tiempo aquel imbécil aún ignoraba a quién debía su estancia en la cárcel.
De esta manera, avanzando como en medio de un laberinto, fui consiguiendo de él lo que deseaba. Un retrato de Vaquero tal y como lo habían visto los otros terroristas, o al menos su jefe. Un individuo pusilánime, bueno para enchufarse un pin de conexión en la ranura bajo su oreja izquierda y bucear por la red en busca de datos, bueno para manipular la información y lanzar una nube de ruido a la cara de las autoridades, pero nada más. Completa­mente incapaz para la acción de campo.
-Se habría desmayado a la vista de la sangre -apostilló Ben Solomón.
Lo que él no sabía era que, durante los siete meses en que Va­quero fingió ser miembro de su organización, ésta no llevó a cabo un solo atentado. Vaquero programó las más convincentes simula­ciones mientras, uno tras otro, los terroristas eran seguidos, con­trolados y numerados, hasta llegar a la cabeza que los guiaba. Fue­ron siete meses durante los cuales el Brazo de Elohí vivió en medio de un sueño digital, engañado por la intrincada y juguetona men­te de Vaquero, que siempre iba un paso por delante de ellos.
-Estuvimos a punto de lograrlo -dijo Ben Solomón cuando ya llegábamos al final del interrogatorio.
No lo saqué de su engaño. No merecía la pena. Sin embargo, no pude resistir la tentación de abandonar mi disfraz de burócrata aburrido por unos instantes y responderle:
—Fracasar siempre es fracasar. No importa por cuánto margen. Se detuvo en mitad de camino Hacia su celda y me miro como si me viera por primera vez. Sus ojos se entrecerraron, calibrándome. -Ya veo. Fue Velasco, ¿verdad?
Sentí una punzada de admiración ante aquel individuo. Una sola grieta en mi disfraz, y había sido capaz de deducir la verdad en apenas unos segundos. Quién sabe el daño que nos podría haber cau­sado una mente tan brillante de no haber encontrado a Vaquero.
No le respondí. Di media vuelta y abandoné la sala de interrogatorios. La incertidumbre era el mejor castigo.

No sé muy bien por qué pero al salir de la cárcel, en lugar de digitar las coordenadas de mi casa en la cabina de transporte, pulsé una combinación que me dejó en el centro de la ciudad, cerca de los restaurantes de lujo y las galerías comerciales. Deambulé por allí toda la tarde, deteniéndome ante eseaparaies vistosos que mos­traban cuerpos perfectos embutidos en ropas inverosímiles mien­tras, algo más allá, hombres gordos devoraban su comida como si la vida les fuera en ello.
Regresaba ya a casa cuando una voz conocida me hizo vol­verme.
-Peter, ¿eres tú?
Sí, era yo. Sara me miraba, de pie junto a un individuo en el que por un momento creí reconocer mi reflejo. Enseguida el entrena­miento de tantos años de Servicio me desengañó: físicamente éra­mos parecidos, pero había en él un aire de vitalidad, de iniciativa que yo jamás había tenido y que me resultó insoportable contem­plar en alguien que se me parecía tanto.
-¿Cómo estás, Sara? -conseguí decir, intentando no mirarla, y sabiendo que era inútil, que la memoria me la devolvía con total ni­tidez. Al fin, mis ojos se atrevieron a posarse en su rostro mientras ella decía:
-Bien. Ya veo que tú también.
Mentía, y no con demasiada convicción. Yo seguí mirándola; había envejecido, por supuesto, pero eso no importaba: su cara se­guía manteniendo la misma mezcla de dureza y dulzura que me había fascinado la primera vez que la vi. Me miraba con un asomo de compasión en sus ojos claros. ¿Tan mal aspecto tenía?
-¿Qué haces ahora? -pregunté, aunque lo que en realidad de­seaba era irme de allí.
Ella respondió algo, aunque no recuerdo qué. Estuvo a punto de devolverme la presunta, pero vi cómo el pensamiento pasaba por su cabeza y lo hacía a un lado casi enseguida. ¿Qué hago ahora? Soy un guardián del miedo, y espero en la sombra contemplando lo que no me atrevo a tocar. Qué otra cosa.
Intercambiamos alguna trivialidad más y por fin nos despedi­mos. No me presentó a su acompañante y noté, con un vistazo fu­gaz por encima del hombro, que él se inclinaba hacia ella preguntándole algo. «No es nadie, alguien a quien conocí alguna vez», escuché en mi mente, tan claro como si ella lo hubiera dicho en voz alta. No, pensé. Nunca me conociste. Pero, si eso era cierto, ¿de quién había .sido la culpa?

Mi investigación sobre Vaquero llegaba a su fin. Había reunido to­dos los datos a mi alcance, había hablado con todos aquellos con los que podía hablar, y lo único que me quedaba era darle una forma coherente a toda esa información y presentársela a Control. Queda­ban huecos en su historia, por supuesto, pero un retrato completo nunca es posible, ni siquiera creo que sea deseable. El exceso de in­formación no lleva a una imagen más nítida, sólo más abigarrada.
Pese a todo, había una parte de su vida a la que no había con­seguido tener acceso: sus años después de dejamos, su vida en la Peonza como ladrón de datos para las redes de husmeo de la esta­ción espacial. De todas formas, pensé, la imagen de Vaquero que había obtenido era lo suficientemente completa para satisfacer a Control. Y si deseaba averiguar algo más sobre sus años en la Peonza tenía sus propios métodos para lograrlo. El informe esta­ba completo, al menos todo lo completo que podía estarlo en aque­llos momentos.
Después de siete noches con el proc de palabras conectado y en blanco, llegué a la conclusión de que no era cierto. Había una vi­sión de Vaquero de la que no disponía, y de la que posiblemente no llegase a disponer jamás: la suya propia.
Pero había otra que podía conseguir, y el solo pensamiento de hacerlo me aterraba. Allí estaba ella, en el almacén del Servicio. Llevaba siete años desconectada, tan sólo un chip inocuo, inofen­sivo, una pequeña oblea de material sensible en la que se había co­dificado un programa que intentaba imitar la vida. No tenía más que firmar su salida en el registro, llevarla al proc más cercano con proyector de hologramas, y ejecutar el fichero.
Ella había conocido a Vaquero; sin la menor- duda, lo había co­nocido mejor que nadie en el mundo, tal vez mejor que él mismo. Pero también me conocía a mí. Y yo, para mi desgracia, para mi eterna condenación, la conocía mejor de lo que hubiese querido.
Soy demasiado concienzudo, incapaz de comprometerme cuan­do depende de mí, pero incapaz también de abandonar lo que me han encargado antes de llegar al final. Supongo que en eso me pa­rezco a Vaquero. Y no sólo en eso.
No me sorprendió encontrarme al día siguiente en el almacén, llenando por triplicado el holoimpreso que me permitiría sacar de allí el chip efe Lois, Pensé en llevarlo fuera de la Central y ejecutar su programa en la soledad de mi cuarto, en casa. No pude.
Pedí una sala de conferencias vacía y, después de asegurarme de que el proc de la habitación era seguro (todo lo seguro que podía ser, al menos, en el mundo de intrigas y secretos sin sentido en el que vivía), introduje el chip en el ordenador.



4- El honorable colegial

Recuerdo la última vez que vi a Lois mientras Vaquero aún estaba conmigo. Fue poco antes de que terminara el curso en la Guarde­ría. Aquella tarde yo me había embarcado en un discurso que pa­recía contradecir todo lo que había estado diciendo hasta el mo­mento; de pronto me había convertido en un defensor acérrimo de nuestro modo de vida: no había nada comparable a la Confedera­ción, nuestro sistema político era superior a cualquier otro, pasado o futuro, la calidad de vida era inigualable, y ninguna otra sociedad podía ser más justa que la nuestra. Casi esperaba ver a Vaquero sal­tar del asiento y recriminarme tamaña contradicción en su pinto­resco estilo.
Esperé unos segundos, pero la reacción de mi hereje no llegó ja­más. Estaba sentado al fondo, como siempre, pero tenía la vista clavada frente a él y no parecía prestar atención a cuanto ocurría a su alrededor. Fue otro alumno el que cogió la antorcha y dijo:
-Pero... esto., señor Highsmith. ¿Qué hay de lo que dijo el pri­mer día?
-Sí, ¿qué hay? -respondí, mientras por el rabillo del ojo seguía contemplando a Vaquero.
-Afirmó que no importaba si nuestro sistema era superior o no, que lo único importante es que era el nuestro.
-En efecto. ¿Y qué es lo que lo hace nuestro?
—Bueno, hemos nacido en él.
—Ah, ya veo. Pero nada le impide pasar al otro lado y solicitar la ciudadanía sáver, o intentar establecer su propia utopía y buscar seguidores, bien sea de forma pacífica o viólenla. No, no es el na­cimiento lo que hace que este sistema sea el nuestro. Aunque reco­nozco que así resulta ser para la mayoría de la gente, no puede ser­lo para ustedes. Todo lo que dije el primer día sigue siendo cierto. No importa lo bueno o malo que resulte nuestro modo de vida: sólo importa que es «nuestro» modo de vida. Pero lo es porque así lo he­mos decidido. Hemos elegido vivir de acuerdo con sus normas. ¿Y quién sino un idiota escogería deliberadamente vivir en un sistema que le parece corrupto? Para los demás, la Confederación puede ser el lugar donde les ha tocado vivir. Para ustedes «tiene que ser» aquel en el que han escogido quedarse. Y eso sólo será cierto si es­tán convencidos de que es el adecuado. No importa que lo sea realmente o no. Pero deben creerlo. 
             -¿Cómo?
-Pese a las apariencias, no tengo respuestas para todo, Hendrick. Busque ésta usted mismo. La clase ha terminado.
Poco a poco, el aula fue quedando vacía, salvo por la presencia de Vaquero al fondo, inmóvil y con el entrecejo fruncido. Me acer­qué a él lentamente. No pareció darse cuenta de mi presencia has­ta pasados unos minutos.
-Hola, profe -dijo-. Buen discurso. Los ha encandilado. -¿Te ocurre algo? -pregunté, pasando por alto su comentario. -Nada serio. -Pero la expresión de su rostro y su tono de voz lo desmentían-. Una vulgar riña de enamorados. -Cerdo -oí de pronto a mis espaldas.
Me volví. Lois se acababa de materializar. El holograma que le servía de cuerpo fingía estar sentado en una silla, algo a la derecha de Vaquero.
-Me temo que Lois no se volvió loca de regocijo al descubrir mi pequeño desliz -dijo este, con una sonrisa que lo era Lodo menos alegre.
-¿Desliz? —pregunté yo, sin dejar de mirar a Lois, que echaba chispas por los ojos.
-Un mero intercambio de fluidos corporales con Carmen. -Era una de sus compañeras de curso-. Nada trascendental, se lo ase­guro.
-Ya ve, señor Highsmith. Parece que pese a todo sí va a resultar importante que no sangre si me pinchan -dijo ella, en un tono de voz tan frío que podría haber helado el infierno.
-Mierda de toro -dijo Vaquero, perdiendo los estribos por pri­mera vez desde que lo conocía-. No tuvo la menor importancia. No fue más que la satisfacción de una urgencia fisiológica sin más trascendencia que defecar o comer.
-¿También jadeas y aullas cuando comes?
-Mierda de Loro -volvió a decir él, ahora en un susurro. De pron­to se llevó la mano al bolsillo y extrajo de allí un papel doblado-. Hay algo que me gustaría que hiciera por mí, profe. Lea esto en voz alta.
-¿Qué es?
-Léalo, ¿de acuerdo?
Lo desdoblé. Estaba escrito a mano, con una. caligrafía precio­sista pero firme. Era un poema. También, en cierto modo, una disculpa. Nunca se me ha dado bien leer en voz alta, y menos poesía, pero lo hice lo mejor que pude:

-A veces la huella de tu cuerpo
se desliza tan esquiva entre la noche
que mis dedos impacientes
sólo pueden encontrar
el roce inaplazable de tu ausencia.
No hay rastro de tu sombra en el silencio
y mi cuarto es un largo lamento sin final.
En la almohada
mi boca busca tu rostro y fracasa
y el aire no trae
tu denso aroma de selva.
En vano intento
cruzar el abismo delicioso de tu boca,
recorrer la frontera ilimitada de tu tacto,
la acerada suavidad de tu sonrisa,
el dulcísimo sendero entre tus muslos,
el enigma irresoluble de tu vientre.
Entonces despierto
y pienso que quizá en la distancia
tu cuerpo busca con urgencia mis caricias
y tus ojos se abren paso
a través de la noche interminable
tratando de encontrarme para siempre.

Cuando terminé de leer, volví a doblar el papel y lo deposité so­bre la mesa con infinito cuidado. Me estremecí al oír un sollozo, pero no era Vaquero quien lloraba. Me di la vuelta. Enormes gote­rones se deslizaban por las inexistentes mejillas de Lois. El holograma que intentaba darle carne se incorporó y echó a andar en dirección a Vaquero. Éste la miraba, sin decir una palabra, com­pletamente arrobado. Lois llegó junto a él y se inclinó con suavi­dad. Vaquero cerró los ojos, pero los de Lois seguían abiertos mien­tras sus labios se acercaban a los de él, en busca de un beso imposible que jamás se materializaría.
Ella volvió a incorporarse, con la mirada húmeda y llena de amor.
-Te quiero -dijo, como si las palabras le fueran arrancadas. Lue­go la mirada de gato inquieto volvió a relucir en sus ojos y añadió-: Aunque seas un cerdo.
El holograma se desvaneció lentamente, y Lois regresó a la red de datos. Poco a poco Vaquero abrió los ojos. Sonreía y parecía fe­liz. Supongo que lo era.
Y allí estaba ella de nuevo frente a mí. En sus ojos no brillaba el amor, pero tampoco el odio, y no supe muy bien cuál de las dos co­sas me inquietaba más. Pareció desorientada unos instantes, como si despertase de un largo sueño.
-Hola, Peter -dijo al fin.
Ella nunca me había llamado Peter mientras aún estaba con Vaquero, y supe al instante lo que significaba el hecho de que ahora lo hiciera.
-Veo que ha pasado bastante tiempo desde que Andrés nos dejó.
Supuse que lo primero que había hecho al despertar había sido comprobar su reloj interno y luego compararlo con el de la red, para ver durante cuánto tiempo había estado desconectada. Segu­ramente, después de eso había buceado un poco entre la informa­ción, lo suficiente al menos para saber qué había sido de Vaquero y del resto del mundo durante aquellos años. Sus siguientes pala­bras me lo confirmaron:
-No podías dejarme descansar tranquila, ¿verdad? Bien, aquí me tienes. ¿Qué es lo que quieres?
Durante unos instantes fui incapaz de hablar, fascinado ante las maneras y actitudes del Holograma que le servía de cuerpo. No estaba preparado para verla otra vez, después de tanto tiempo, para oírla hablar, para sentir la llamarada acusadora de sus ojos. No es­taba preparado para que mi boca se quedara seca y una bola amarga y afilada se deslizase por mi garganta al verla.
-Vaquero-conseguí articular.
-Claro, Andrés, qué otra cosa. Supongo que no fue suficiente con moldearlo a vuestra imagen y semejanza. Ahora necesitáis tenerlo diseccionado en vuestros ridículos expedientes. -No dije nada. No había nada que pudiera decir-. No sé si Vaquero os per­donó después de descubrir lo que le habíais hecho. No es que me importe. Soy yo la que no os perdono, la que no puede perdonarse a sí misma. Ya sé que es una tontería. Yo no soy la Lois original y no soy responsable de sus acciones. En realidad ni siquiera ella lo era. Pero eso no me impide sentirme culpable.
Asentí. Aquellas palabras confirmaban lo que yo siempre había sospechado: Vaquero era un programador demasiado bueno para nosotros. Al proporcionarle a Lois una conexión con nuestra red de datos, hizo algo más que ayudarla a crecer. También le permitió averiguar la verdad sobre sí misma... y sobre su antecesora.
-Nunca le dijiste nada a Vaquero -me oí decir a mí mismo.
-¿Cómo podría haberlo hecho? Decirle la verdad hubiera sido destruirlo.
-Y tú lo amabas. -Estaba hablando con una pieza de software, con un puñado de código informático que fingía ser una persona.
Acababa de afirmar que ese programa era capaz de sentir amor y no conseguía encontrar ridiculas mis palabras.
-Yo lo amaba. Y lo hubiera apartado de vosotros si hubiera po­dido. Pero me creó demasiado bien. Me parecía demasiado a la Lois original. Es curioso, ¿no crees? Vaquero ignoraba muchas co­sas de mi homólogo de carne y, sin embargo, al reconstruirla en mí, también reconstruyó lo que desconocía. Yo os pertenecía. Su­pongo que os sigo perteneciendo.
Estuve a punto de decir que lo sentía, pero algo me hizo callar. Lois tomó asiento a mi lado. Ya no había acusación en sus ojos, sólo dolor y un destello de lástima. ¿Por mí, por ella misma? Quizá por ambos.
-Pese a todo, creo que al final lo descubrió por sí mismo. Al me­nos parte de la verdad.
Aquello me sorprendió.
-¿No estás segura?
-No, Peter, no lo estoy. Nunca tuve acceso a sus procesos menta­les, salvo a través del pequeño canal que nos permitía intercambiar información. Compréndelo. Eso habría sido destruir la ilusión. Las personas de verdad no se leen la mente. Yo no sabía qué pensa­mientos pasaban por su cabeza, y él ignoraba los míos.
Asentí. Era lógico. Si Vaquero había querido recrear a su amor muerto no podía ser de otra forma. Los amantes se comunican con los ojos, con la boca, con el cuerpo, pero en el fondo siempre igno­ran lo que yace en la mente del otro. Supongo que es una de esas co­sas que hacen que la relación funcione, el hecho de que uno tenga que suponer, que nunca esté seguro, que la duda lo asalte a veces y se pregunte si ella es realmente suya, si hay algo que se le escapa.
-Bien, ¿qué quieres saber, Peter? ¿Si Vaquero descubrió vuestros embustes, si fue capaz de atravesar la trama que habíais tejido en torno a un hombre inocente y averiguar la verdad? Te lo diré, y luego tú me desconectarás y me dejarás volver a la nada en la que he estado sumida todos estos años. Y, si hay una pizca de decencia en ti, Peter, destruirás el chip que contiene mi código y me permitirás descansar para siempre.
—Yo... -empecé a decir.
Pero no pude continuar. De pronto Lois se incorporó en la silla y se volvió hacia mí. Sus ojos echaban chispas.
-¿No te imaginas lo que es sentir que tu diseñador, tu usuario, el hombre al que amas se libra de ti, te desconecta? ¿Puedes com­prender lo que es despertar de pronto, sin tener conciencia de que haya transcurrido tiempo alguno hasta que compruebas tus relojes internos? No, claro que no. Cómo vas a comprenderlo, cómo vas a comprender lo que es que te roben siete años de tu vida, que descubras que, durante ese vacío, Vaquero se ha ido y no volverá más, que ahora no es otra cosa que un vegetal de mirada perdida en un hospital aséptico y frío. Oh, sí, Peter, no soy más que un puñado de instrucciones grabadas en un chip, sólo una serie de variables, unos cuantos bucles y algunas rutinas de randomización, ¿no es cierto? Pero te aseguro que si me pinchan sangro, si sufro lloro, y si me agravian intentaré vengarme. -Yo... -dije de nuevo.
-Cállate, Peter. Te daré tu información, pero no lo haré yo. -¿Cómo?
Sonrió, pero era una sonrisa amarga.
—Poco antes de desconectarme e irse. Vaquero dejó algo grabado en mis ficheros de datos. Un mensaje. Dirigido a ti. No me pregun­tes qué contiene. Está demasiado bien protegido y no he podido acceder a él. Tan sólo puedo ejecutar la rutina que lo activa. E inclu­so entonces no conoceré su contenido. Vaquero se aseguró de ello. Aun así, creo saber más o menos lo que te dirá y por qué se tomó tantas molestias para asegurarse de que no pudiera acceder a él. Nunca estaré segura, claro. Pero, si los motivos de Andrés no son los que yo creía, por favor, no me saques de mi error.
-No lo haré -dije. Además. Estaba seguro de que Lois no se equi­vocaba. Pese a todo, pese a que seguramente Vaquero había descu­bierto la verdad, o al menos parte de ella, había sido considerado con Lois hasta el último momento. Las protecciones que rodeaban el mensaje estaban destinadas a no causarle dolor a la mujer que amaba. Ah, Vaquero, Vaquero, pensé. Cómo podías ser tan magníficamente estúpido. Sentí envidia hacia él, no por primera ni por última vez.
Luego no pude seguir pensando. El fantasma virtual de Lois se desvaneció y en su lugar tomó forma la conocida imagen vestida con un largo guardapolvo y el enorme sombrero de ala ancha. E1 holograma era deliberadamente defectuoso, como si Vaquero hu­biera querido asegurarse de que yp no me engañaría respecto a su verdadera naturaleza, que no correría para estrecharle la mano o abrazarlo.
-Hola, profe. No te molestes en responder. Esta rutina apenas tiene capacidades interactivas. Lo suficiente para ser consciente de tu presencia y de algunas de tus reacciones. Pero no puedo embar­carme en un verdadero diálogo. Así que será mejor que escuches con atención. No habrá repeticiones y, en cuanto haya terminado de ejecutar el mensaje, éste se borrará. ¿Preparado?
No pude evitar asentir, y el holograma se rió brevemente. -Supongo que has dicho que sí. Somos animales de costumbres, sin la menor duda. Perdona esta pequeña trampa. -Había algo extraño en sus palabras. Sin duda era Vaquero, su voz, sus actitudes, pero toda pretensión de pomposidad había desaparecido de él-. Ignoro cuánto tiempo pasará antes de que se te ocurra preguntar­le a Lois. A lo mejor no lo haces nunca, quizá no se te pase por la cabeza el que yo te pueda haber dejado un último mensaje de des­pedida. No lo creo. Tarde o temprano lo harás. No sé qué será de mí para entonces aunque, de una manera u otra, ya no estaré en vuestro Servicio y Lois no estará conmigo. Pese a todo la sigo que­riendo, ¿sabes, profe? Aunque sé de qué forma usasteis a la Lois original para manipularme, la sigo queriendo. Supongo que en el fondo no amamos a los demás, sino a la imagen que nos forjamos de ellos. No importa.
Calló un instante, mientras parecía mirar algo por encima del hombro. Luego se volvió a mí y siguió hablando.
-Fuisteis muy listos, condenadamente inteligentes. Y supongo que la mano de Control estaba detrás de todo. De cualquier forma eso lo averiguaré pronto, por lo que no necesitas responderme. Además, no te oiría, así que sería un desperdicio. Pero sí, muy in­teligentes. Me hicisteis creer que Katanawe estaba detrás del su­puesto atentado del que se había salvado milagrosamente, que él lo había preparado todo para que la opinión pública se volcase a su favor y le diera la victoria en las urnas. Qué sutiles. Nadie me dijo nunca nada sobre eso, dejaron que yo lo averiguara por mí mismo. -Así que, cuando me infiltré en el Brazo de Elohí, mis propósitos eran algo más que simplemente desmantelar una organización terrorista. Iba a derribar al hombre que ocupaba el sillón del poder. . Me iba a vengar de los que habían puesto la bomba que había ma­tado a Lois, pero también del individuo que había preparado todo el montaje para su propio beneficio y al que no le había importado la muerte de los inocentes con tal de salir beneficiado.
Así que Lois tenía-razón. Vaquero lo había averiguado.
-Durante los meses que conviví con esa escoria, todas las pistas parecían llevarme en la misma dirección: el actual presidente de la Confederación de Drímar había alcanzado su puesto preparando un falso atentado del que había salido indemne. Control es un maes­tro de la intriga, sin la menor duda. No es que los miembros del Brazo de Elohí creyeran que Katanawe era su líder en la sombra; algo así habría sido demasiado burdo. Pero los indicios, las pistas que encontraba siempre terminaban remitiéndome a él.-Piqué como un imbécil. A medida que iba sumiendo a aquellos estúpidos fanáticos en la red de ilusiones que habíamos preparado para ellos (y te aseguro que enseguida empezaron a causarme lástima; ¡era tan ridiculamente fácil engañarlos!) también fui acumulando prue­bas contra Katanawe, que era lo que vosotros pretendíais. Entré en sus bases de datos, navegué por su vitaespacio camuflado como una inspección rutinaria de Hacienda, seguí los movimientos de sus cuentas bancarias, las anotaciones ocultas de su agenda. Inves­tigué a sus colaboradores más cercanos, y todo encajaba.
Hubo otra pausa, esta vez deliberada, como la de un mal actor aprovechando el momento cumbre para mantener el suspenso en­tre el público.
-Pero encajaba demasiado bien. Sí, tú y Control (porque no lo dudo, profe; Control pudo haber diseñado el plan, pero necesitaba un informático de primera para llevarlo a cabo, y ése sólo pudiste ser tú)... Mierda de toro, chico, acabo de perderme. Sí, decía que tú y Control habíais hecho un trabajo de primera, en realidad dema­siado bueno. Y eso, permíteme que te lo diga, profe, os delataba como aficionados. El verdadero genio nunca se atreverá a consu­mar la perfección. La realidad es chapucera, está llena de contra­dicciones e incoherencias. Y vuestro plan era demasiado bueno. ¿ Sabes? En mis momentos de benevolencia pienso que eso fue de­liberado, que lo hiciste así para que yo tuviera una oportunidad de descubrir el fraude.
Mis labios modularon un «gracias» silencioso al que Vaquero no reaccionó.
-Eso no importa. Deliberado o no, el trabajo resultaba demasia­do bueno, y eso me llevó a sospechar. Sí todo era una trama, si Ka­tanawe era inocente, ¿quién podía haberlo hecho? Era evidente que, de una manera o de otra, la intención del plan nunca había sido matar a Katanawe. El atentado había sido medido con tal pre­cisión que era imponible que recibiese el menor rasguño. ¿Enton­ces? Podía haber sido uno de sus colaboradores, o tal vez algún grupo de poder al que le interésala catapultar a Katanawe a la pre­sidencia. O también podía haber sido una forma retorcida y bri­llante de acabar con él. Sigue mi pensamiento, profe, y no te que­dará más remedio que llegar a la misma conclusión que yo. Si deseas destruir a un político (por la razón que sea, eso es irrele­vante) no lo matas y lo conviertes en un mártir, porque entonces el partido al que pertenece utilizará su imagen de héroe caído para vencer. Así que lo transformas en un héroe, sí, pero un héroe triun­fante, y le permites sentarse en el sillón del poder durante un tiem­po. Pero luego te las apañas para que alguien descubra que todo es un fraude, que el acto de heroísmo no es más que un montaje pu­blicitario. Un montaje, además, en el que han muerto varias personas inocentes. ¿Qué ocurre cuando todo eso llega a oídos del pú­blico? No sólo has acabado con el hombre, sino que has destruido con tanto cuidado todo lo que representa, que nunca podrá alzarse de nuevo. Brillante, ¿no crees? Ahora te pido que sigas mi razonamiento un poco más. No me pregunté quién tenía interés en des­truir de esa manera a Katanawe. Eso era lo de menos. No, la pre­gunta clave era quién tenía los medios para hacerlo. Y la respuesta no podía ser otra que la que fue. Vosotros. Nosotros. El Servicio.
Sentí ganas de aplaudir, pero no lo hice.
-Me llevó tiempo descubrirlo. Eh, digamos, unos tres meses. Pero seguí adelante con la misión. Desmantele ese ridículo grupúsculo terrorista y volví a la Central para recoger mis. fel¡citaciones. Y, mientras tanto, algo se fue cociendo en mi cerebro. Yo era el arma inconsciente destinada a averiguar la «verdad» que habíais monta­do en torno a Katanawe. Me habíais estado utilizando todo este tiempo, moldeándome, dándome forma de acuerdo con vuestros planes para que al final apuntase a donde os interesaba. Y sólo pu­disteis hacerlo de una forma: si Lois no hubiera muerto en ese atentado, yo jamás habría entrado en contacto con vosotros. ¿Ves adon­de lleva todo esto? Qué pregunta más estúpida, claro que lo ves.
La pausa que siguió a estas palabras se me hizo interminable. Los ojos de Vaquero estaban clavados en los míos y no había en ellos el menor sentimiento, la menor emoción. Sentí un escalofría mientras el seguía allí, inmóvil y borroso, como si deliberase con­sigo mismo lo que debía hacer a continuación.
-No te guardo rencor, profe. Creo que tú mismo te ocuparás de tu castigo, y que éste será mayor de cuanto a mi se me pudiera ocurrir. En cierto modo te compadezco. Has sido una marioneta de Control, igual que yo, igual que todos. La diferencia es que has sido una ma­rioneta consciente de quien tiraba de tus hilos y cómo. Debe de ha­ber sido terrible. Pienso que lo seguirá siendo. Ahora voy a ver al Gran Titiritero. No porque crea que puedo vencerlo. Pero al menos puedo arrebatarle la victoria. Ya es algo, aunque no mucho. No sé qué haré después, aunque no tengo muchas opciones. Si Sara con­tinúa contigo dale mis parabienes. Si se ha marchado ya, espero que sea feliz dondequiera que esté. Tengo la impresión de que tú también lo esperas. Un último favor, la última gracia del condena­do: no le cuentes a Lois lo que he descubierto. Adiós.
El holograma se desvaneció y quedé solo en la habitación du­rante unos instantes, basta que Lois volvió a materializarse frente a mí. No dijo nada, pero en sus ojos había una pregunta.
-Te amaba -dije-. Incluso al final.
Ella asintió y fue diluyéndose lentamente. Me incorporé, saqué del proc el chip que la contenía y apagué el aparato.
De nuevo estaba solo, mientras digería las palabras del último mensaje de Vaquero, con el chip en mis manos. Aún no se había acabado. Activar el programa de Lois no había sido el último paso, quizá ni siquiera el penúltimo. Arriba, en el quinto piso, me espe­raba Control para completar la historia, y yo no quería subir.
Recordé las últimas palabras de Vaquero: «Espero que Sara sea feliz dondequiera que esté. Tengo la impresión de que tú también lo esperas». Se equivocaba. Descubría ahora, demasiado tarde como siempre, que no le deseaba a Sara la menor felicidad, salvo que fuera junto a mí. También descubría que, en el fondo, no la quería a mi lado.
Hice girar el chip de Lois entre mis dedos. ¿Lo Había hecho, Ha­bía descubierto Vaquero toda la verdad, o sólo la parte de ella que fue capaz, de creer? Si no por otra cosa, necesitaba hablar con Control para averiguar eso. La investigación que me había encargado carecía ya de importancia: lo único que deseaba era satisfacer mi propia y malsana curiosidad. El mirón quería llevar su oficio has­ta las últimas consecuencias.



5- Calderero, sastre, soldado, espía

Vaquero tenía razón, por supuesto. Yo mismo terminé ocupándo­me de mi castigo, y fue adecuadamente tortuoso y dolió como ha­bía esperado que doliese. ¿Fue suficiente? Lo ignoro, y supongo que no lo sabré nunca.
Hablé con Control. Tuve mi pequeña charla con el Gran Titirite­ro y até los últimos cabos de la trama sólo para descubrir que no había estado escudriñando en la historia de Vaquero, sino en la mía propia. Creo que Control lo sabía desde un principio y, en cier­ta forma, yo también.
Pero no fui a ver a Control inmediatamente. En lugar de eso pasé varios días en casa, con el chip de Lois siempre entre los de­dos, sin atreverme a actuar y, mucho menos, a no hacer nada.
Durante esos días hablé con Memo vía hiperondas. Era el último ser humano que había visto a Vaquero en plenitud de facultades, antes de que la vengativa Inteligencia Artificial lo transformara en un vegetal con la mirada perdida. Era un adolescente de corta es­tatura y gesto desafiante, y no pude evitar el pensamiento de que Vaquero a su edad había sido igual. El que Memo tuviera la mitad del cerebro sustituido por filamentos de memoria era un detalle sin importancia.
No me dijo nada que no conociera, pero no eran los datos lo que me interesaba. Memo hablaba de Vaquero casi con adoración y lo echaba terriblemente de menos, aunque ni una sola de sus pala­bras aludía a ello. Conocía lo suficiente de su historia para com­prender que Vaquero había sido para el chico como una especie de hermano mayor.
La imagen que me dio de él fue sorprendente, en cierto modo. En lo exterior Vaquero no parecía haber cambiado. Su forma de expresarse, sus construcciones ampulosas, la distante ironía con que se lo tomaba lodo: en eso seguía siendo el Vaquero de siempre. Pero durante su estancia en la Peonza, y sobre todo en los últimos días que había pasado con Memo, su actitud había cambiado. En cierta forma había conseguido reconciliarse con la vida, había encontrado su lugar en el mundo, aunque hubiera tenido que ir a buscarlo a una disiante estación espacial en Lina región perdida de la galaxia.
O quizá no había cambiado tanto. Al final, los hábitos de una vida pueden más que nosotros, y Vaquero había terminado deján­dose llevar por su fatalismo y había consumado su suicidio a ma­nos de una inteligencia artificial que buscaba venganza. Recordé de nuevo lo que me había dicho la tarde en que me definió el amor: «El amor mata, ¿sabes, profe?». Y las palabras con las que había terminado su discurso: «Soy un cadáver ambulante que se ha muerto de nada». Sí, Vaquero era un cadáver desde mucho antes de que le fundieran las sinapsis, desde mucho antes de dejarnos. Lo era desde el día en que entró en maestros planes y empezamos a manipularlo para que se ajustase a ellos.
La entrevista con Memo me dejó un extraño sabor de boca. Amargo, y al mismo tiempo dulce. Vaquero no había podido esca­par a sus tendencias autodestructivas; pero, pese a lodos los inten­tos para hacer de él una máquina a nuestro servicio, había conse­guido encontrar por sí mismo su camino. Un camino que lo llevaba a la muerte, pero lo había recorrido de forma consciente, no como una marioneta, sino como un ser libre. Al menos yo prefería consi­derarlo de esa manera.
La entrevista también me dio el valor necesario para llamar a Control y quedar en verlo al día siguiente.

De nuevo subía la interminable escalera de caracol. Siempre me he preguntado por el motivo de esta absurda peregrinación. Según la rumorología local, fue algo decidido por el Control de la época de Tierra de Nadie, una especie de viaje iniciático de cura de humil­dad para aquellos que quisieran hablar con él. Ignoro si es cierto o no, pero la tradición se había mantenido sin cambios durante los últimos mil años.
Control me esperaba imperturbable, como siempre. No inició él la conversación, y durante varios minutos (sentado enfrente de él, contemplando aquellos ademanes de pajarito y aquel rostro de bebé arrugado) tampoco yo lo hice.
-Creo que he llegado al final -dije al fin, y él asintió, como si eso fuera exactamente lo que había esperado oír-. Ya he introducido mis investigaciones en la red. Puede acceder a ellas cuando desee.
-Así que ha terminado.
-No del todo.
—¿Entonces...?
—¿Mi orden ejecutiva sigue vigente?
Aquello pareció tomarlo por sorpresa.
-Por supuesto. Si la investigación aún no ha llegado a su fin, si­gue vigente.
—Entonces aún tengo que ver a una última persona.
No dije nada. No era necesario.
-Vaquero vino a verlo el día que presentó su dimisión, y le co­municó que había descubierto la trama en la que intentamos hacer caer a Katanawe. Al menos tenía esa intención.
—No sólo la tenía. Lo hizo.
-Necesito conocer el contenido de la conversación.
Control esbozó un asomo de sonrisa.
-Lo necesita. Una expresión curiosa. No es que sea necesario para la investigación que le he encargado, no. Usted lo necesita. Me parece que se ha involucrado demasiado en esto, Highsmith. Un buen mirón deber mantenerse siempre distante.
-Quizá yo no sea tan buen mirón como ambos pensábamos.
-Oh, lo es, sin la menor duda. Pero también es humano, supon­go. Se siente culpable, ¿verdad? -No dije nada-. Sí, ése ha sido siempre su gran problema. Un mirón con conciencia, pero sin el valor suficiente paní guiarse por ella. A veces me pregunto que ha­bría hecho si después de su fracaso en Pardaterra no le hubiéra­mos permitido seguir en el Servicio. Puede que entonces hubie­ra encontrado el coraje que necesitaba; aunque, si he de serle sin­cero, lo dudo. -Se detuvo de pronto y me miró, intrigado, unos se­gundos-. No lo veo demasiado cooperativo.
-Quizá es que ya estoy harto. -Las palabras se escaparon de mi boca sin que yo pudiera detenerlas.
-Es ya un poco tarde para eso, ¿no le parece? No importa. A los buenos perros se les recompensa, y usted se ha ganado su hueso. -Abrió el cajón de su escritorio y sacó alijo de él-. Tenga, disfrute de él.
Tomé lo que me tendía. Era un chip de interacción total.
-Adelante. Conéctelo.
Lo miré, indeciso. Conocía demasiado bien a Control para ignorar que siempre había algún motivo oculto tras sus acciones, y más cuando éstas no parecían tortuosas. Al final, la curiosidad pudo más, e inserté el chip en la ranura bajo mi oreja derecha.
Al instante la habitación desapareció, sólo para ser sustituida por ella misma. Control seguía tras la mesa del despacho, pero sen­tado en mi silla había otro hombre: Vaquero. Hacía demasiado que no me conectaba un chip de interacción total, y pasé unos instan­tes desorientado, tratando de acostumbrarme a ser un fantasma sin cuerpo. Ni Control ni Vaquero se movieron un milímetro mientras me adaptaba a la situación. Al fin, cuando me encontré prepa­rado, di una orden mental y la escena empezó a fluir ante mis ojos.
Sólo que en realidad no era ante mis ojos. El chip me permitía moverme a mi antojo por el escenario, cambiar la perspectiva, ace­lerar o ralentizar los acontecimientos; incluso podía tocar los objetos, sentir la textura de la mesa bajo mis dedos inexistentes, oler el tenue desodorante de Control, saborear el aire caliente que subía desde la estufa. Me había convertido en la moviola perfecta y podía analizar cada elemento de la escena sin el menor esfuerzo. En cier­to modo era un dios, al menos a una escala limitada.
Los primeros minutos de la entrevista no me interesaban dema­siado. Pero no me los salté. Mantuve un primer- plano simultáneo de Control y Vaquero mientras este último le informaba de que había descubierto su intriga y no iba a permitir que siguiera adelante.
Control no le preguntó cómo pensaba impedirlo. Era demasiado inteligente para eso, y reconoció su derrota con deportividad. Va­quero era lo suficientemente hábil para haber alimentado la red con un virus benigno que infectase todos los ficheros de noticias con la historia de nuestra sórdida trama, y Control no lo ignoraba. El caso sería archivado, y Katanawe podría continuar siendo pre­sidente de la Confederación.
-Me gustaría saber por qué -dijo Vaquero.
-No es que sea de su incumbencia -le respondió Control-, Aun­que no me importa decírselo. La facción de Katanawe es partidaria de un mayor contacto con el Mandato Sáver. Eso a la larga nos debilitará. No puedo permitirlo. -Era una forma de decir que no se daba por vencido, que la derrota había sido parcial, sólo una bata­lla más de una guerra interminable.
Vaquero asintió con la cabeza.
-Suponía algo así. Me alegro de no haberme equivocado. Me hu­biera incomodado sobremanera descubrir que usted actuaba bajo las órdenes del anterior presidente.
Control encontró tremendamente divertido aquel comentario.
-Gásver es un incompetente, siempre lo ha sido y siempre lo será. Pero es un incompetente útil.
-No lo dudo.
Noté, casi en la periferia de mis percepciones, que Vaquero ha­bía extraído algo del bolsillo y lo hacía girar entre los dedos. Am­plié la imagen para que su cuerpo entrara en el campo, y vi que te­nía un chip en la mano.
-Hay otra cuestión -dijo, tras un rato de silencio.
-Dígame.
-Lois. Si fui manipulado para servirle de instrumento eso sólo puede significar que Lois era su agente. Dudo que fuera tan estúpida como para suicidarse en el atentado, únicamente para conse­guir que yo accediera a ustedes (o ustedes a mí, no importa)
-¿Y?
-Quiero verla. Supongo que la bomba no mató más que un clon sin mente. Quiero ver a la verdadera Lois.
Control no respondió. Había en sus ojos una mirada indescifra­ble, mezcla de compasión y de crueldad.
-Me temo que eso es imposible. No, déjeme terminar, antes de que se ponga a sí mismo en ridículo y me amenace con hacer pú­blica toda la historia si yo no le permito ver a Lois. No se trata de que yo no quiera: simplemente es imposible. Lois no existe.
-No puedo creer...
-Lo que crea usted o no, no me importa, señor Velasco. Pero es cierto. Lois no existe. De hecho, la mujer que usted conoció como Lois Lamartine no ha existido jamás.
Sentí una urgencia inexplicable de introducirme en la escena, de abalanzarme en mitad de aquella conversación e intervenir, de taparle la boca a Control, de decirle a Vaquero que aquello no era cierto, que Lois había existido, claro que sí, por favor, no le creas, está mintiendo, Vaquero, escúchame, escúchame, por favor. Detu­ve el flujo temporal, avancé hacia Control convertido en un dios lleno de ira, dispuesto a impedir como fuera que pronunciase aquellas palabras. Fue inútil; y mientras poco a poco hacía que el tiempo volviera a fluir de nuevo comprendí que, aun cuando hu­biera logrado cambiar la escena, no habría conseguido cambiar nada. Todo cuanto veía estaba fijado de antemano, ya había ocu­rrido y no había nada que lo pudiera alterar.
-No somos tan buenos programadores como usted, quizá, pero lo que usted hizo nosotros lo hicimos antes.
Vi que Vaquero comprendía lo que Control quería decir, pero que se negaba a entenderlo. Agitó la cabeza de un lado a otro, de una forma casi espasmódica, mientras su mano se apretaba en un puño alrededor del chip.
-Sí, señor Velasco. La Lois que convivió con usted durante año y medio fue una impostura, incluso mejor que la usted cons­truyó después, porque ésta tenía un cuerpo que podía ser acari­ciado.
-No...
-Sí. -La voz de Control era suave, como el tacto de unos dedos en un cuerpo que desearnos. También era implacable-. Un poco de ADN humano para desarrollar- un clon. Luego, acelerarlo hasta la madurez y extraerle el cerebro. Sustituir las neuronas por filamen­tos de memoria. Y, en ellos, un programa que rigiera el comporta­miento de su cuerpo. Un programa para crear a la mujer perfecta para usted, tan perfecta que no pudiera soportar su perdida cuan­do ésta llegara. Como ve, fue muy sencillo.
-No... -volvió a decir Vaquero.
Allí seguía yo, impotente, mientras Control, en una venganza mezquina, destruía al hombre que había elegido como instrumen­to y que lo había desafiado, que lo había vencido. Lo irónico, lo te­rrible, era que lo estaba destruyendo concediéndole exactamente lo que Vaquero había pedido: la verdad.
-Lois jamás existió. Y usted creó un fantasma basado en otro fantasma y se enamoró de él. Eso es lo que ocurrió, señor Velasco. Si lo desea puedo ponerlo en contacto con e! donante del ADN que usamos. Aunque no creo que quiera.
Ninguno de los dos hizo el menor movimiento durante un tiem­po tan interminable que creí que la grabación se había detenido de nuevo. Vaquero se levantó al fin y avanzó hacia la mesa tras la que estaba sentado Control. Sus movimientos eran pesados, vacilantes, como un zombi mal programado. Lo oí murmurar mi nombre, «Peter, Peter», y me maldije a mí mismo mientras se detenía junto a la mesa y miraba a Control. Abrió la boca y cada palabra le costó una agonía.
-Entonces supongo que esto es suyo -dijo, dejando caer el chip sobre la mesa. La pequeña oblea negra rebotó en la superficie de cristal y luego quedó inmóvil. Control no intentó cogerla.
Vaquero dio media vuelta y salió de la habitación, tambaleándose como un animal agonizante.
La grabación terminó, hubo un destello de luz, y me encontré de nuevo en el mundo real. Parpadeé, confuso, mientras me desco­nectaba del chip de interacción.
Control me observaba inexpresivo, y yo no era capaz de decir nada. ¿Parecido a Vaquero? ¿Lo había sido realmente? Sí, lo ha­bían sido, estaba seguro, y en determinados momentos de sus vidas habían elegido opciones distintas. También estaba seguro de que en el fondo Control creía que la opción correcta era la de Va­quero y no la suya.
-¿Por qué? -conseguí preguntar al cabo de un rato.
-¿Por qué no? -fue toda la respuesta que obtuve de Control.
En realidad no hacía falta otra respuesta. El simple hecho de que Vaquero hubiera tenido éxito donde Control había fracasado condenaba al primero a la destrucción. La investigación que yo ha­bía llevado no era más que un modo de asegurarse de que ésta había sido completa.
Sentí ganas de gritarle a Control que aquello no era cierto, que al final Vaquero había encontrado lo que buscaba y había sido feliz con ello. No pude hacerlo. Yo mismo no conseguía creerlo del todo.
Creo que también me tambaleaba mientras dejaba el cuarto. No estoy seguro. Recuerdo mis puños apretados, la rabia con la que miré a Control. Y luego, mientras descendía por la escalera de caracol, ésta se fue desvaneciendo. No, Control no había destruido a Vaquero, al menos no lo había hecho solo, y su gesto mezquino de venganza no había sido más que el último eslabón de la cadena. Desengáñate, Peter, pensé mientras llegaba al sótano y tomaba el ascensor. Hay un solo responsable en todo esto. Y eres tú.

El chip de Lois gira entre mis dedos, como giraba entre los de Va­quero. Estoy solo, en mi apartamento, y las paredes me miran tan frías como el corazón del infierno. A lo lejos, más allá de la venta­na, la ciudad se mueve como un organismo en plena actividad, pero esa actividad no me alcanza.
Por primera vez en toda mi vida ya no me siento como un mi­rón, ni siquiera como una marioneta. Y la sensación es insoporta­ble. Una y otra vez intento alejarme de todo, contemplar la vida con el mismo frío desapasionamiento con el que siempre lo hice, pero ya no es posible. He dejado de ser una roca, me he convertido en un ser vivo, y eso significa que he perdido mi inmortalidad. Lo irónico es que he empezado a vivir demasiado tarde para hacer otra cosa que no sea lamentarme por el tiempo perdido.
Duele. Por primera vez en mi vida todo duele. No consigo deci­dir si es una sensación grata o desagradable. En realidad no consi­go decidir nada.
Pienso en Vaquero. Pienso en Sara. A veces pienso en mí mismo. Pero sobre todo pienso en Lois. Está aquí, todo lo que tendré jamás de ella. La copia de una copia. No, eso no es exacto. La copia de una impostura. De una impostura tan perfecta, tan hermosa, que cualquier hombre se habría enamorado de ella. ¿Cómo podría ha­berse resistido Vaquero? ¿Cómo podría haberme resistido yo mis­mo a medida que la iba creando, adaptando su personalidad fingi­da a las necesidades de Vaquero? Control tenía razón: Vaquero y yo nos parecíamos demasiado. ¿Y él? ¿Se parecía él lo suficiente a Vaquero para enamorarse de Lois? Quizá, pero también era lo bas­tante inteligente para no caer en la trampa.
Creo que me enamoré de Lois mucho antes de que empezase a programarla. Me enamoré de ella en la fase de diseño, mientras iba decidiendo sus rutinas de interacción, su comportamiento, el mohín de sus labios o el brillo socarrón de sus ojos. La diseñé para Va­quero, pero también la estaba diseñando para mí, tomando un poco de aquí y de allá: la mirada profunda y triste de Sara, su son­risa de niña, sus enfados sin sentido; tomando de cientos de mujeres a las que yo había contemplado durante estos años todo lo que me había atraído de ellas.
En toda mi vida sólo dejé de observar dos veces, sólo intervine en los acontecimientos en dos ocasiones. La primera vez desenca­dené la destrucción de un hombre (nada importa que en aquel mo­mento fuera una marioneta: veía los hilos y pude haberme negado a moverme de acuerdo con ellos). Y la segunda, cuando intenté evi­tarla, era demasiado tarde.
Sin embargo, ahora, mientras el negro y minúsculo chip gira en­tre mis dedos y la soledad es por fin un grito desesperado, nada de eso me importa. Ni la mezquina venganza de Control, ni mis actos, ni la muerte de Vaquero. El proc proyecta ante mí las páginas que he escrito estos días y veo la cantidad de veces que he escrito esas palabras: «no importa». Ésa parece haber sido mi marca de fábri­ca: no importa, nada importa, lodo es trivial, irrelevante. Y, si lodo lo es, también debería serlo mi dolor, mi soledad, mi fracaso. Es posible que sea así, pero eso no impide que duela.
Sólo importa Lois, aquí, en mi mano, dormida. Sólo importa el que, por mucho que lo desee, jamás podré despertarla. No podría enfrentarme a su desprecio, a sus reproches. Porque ella lo sabe, supo mucho antes que Vaquero que yo la había diseñado, que era su verdadero creador. Y no me lo perdonará nunca.
Pero tampoco puedo destruirla. No puedo decidirme a hacer añicos el chip que contiene a la persona que amo, a la única mujer con la que he estado dispuesto a involucrarme hasta el final.
Sí, yo mismo he encontrado mi castigo, y es adecuado. Estoy enamorado de un fantasma y, aunque en mis manos tengo la posi­bilidad de devolverle la vida, no puedo hacerlo. Creé a Lois de tal manera que no pude evitar amarla, pero la creé para otro, y siem­pre le pertenecerá a él. A mi mente acude con demasiada claridad la mirada de adoración con la que ella contemplaba a Vaquero, el brillo oculto de lástima en sus ojos cada vez que se volvía a mí.
Pienso en La regla del millón de años. No me sirve de mucho.

No comments:

Post a Comment