Cristina Fernández Cubas: La ventana del jardín

Cristina Fernández Cubas


El primer escrito que el hijo de los Albert deslizó disimuladamente en mi bolsillo me produjo la impresión de una broma incomprensible. Las palabras, escritas en círculos concéntricos, formaban las siguientes frases:

Cazuela airada,
Tiznes o visones. Cruces o lagartos. La
noche era acre aunque las cucarachas
llorasen. Más
Olla.

Pensé en el particular sentido del humor de Tomás Albert y olvidé el asunto. El niño, por otra parte, era un tanto especial; no acudía jamás a la escuela y vivía prácticamente recluido en una confortable habitación de paredes acolchadas. Sus padres, unos antiguos compañeros de colegio, debían sentirse bastante afectados por la debilidad de su único hijo, ya que, desde su nacimiento, habían abandonado la ciudad para instalarse en una granja abandonada a varios kilómetros de una aldea y, también desde entonces, rara vez se sabía de ellos. Por esta razón, o porque simplemente la granja me quedaba de camino, decidí aparecer por sorpresa. Habían pasado ya dos años desde nuestro encuentro anterior y durante el trayecto me pregunté con curiosidad si Josefina Albert habría conseguido cultivar sus aguacates en el huerto o si la cría de gallinas de José estaría dando buenos resultados. El autobús se detuvo en el pueblo y allí alquilé un coche público para que me llevara hasta la colina. Me interesaba también el estado de salud del pequeño Tomás. La primera y única vez que tuve ocasión de verle estaba jugueteando con cochecitos y muñecos en el suelo de su cuarto. Tendría entonces unos doce años pero su aspecto era bastante más aniñado. No pude hablar con él —el niño sufría una afección en los oídos— y nuestra breve entrevista se realizó en silencio, a través de una ventana entreabierta. Fue entonces cuando Tomás deslizó la carta en mi bolsillo.

Habíamos llegado a la granja y el taxista me señaló con un gesto la puerta principal. Recogí mi maletín de viaje, toqué el timbre y eché una mirada al terreno; en la huerta no crecían aguacates sino cebollas y en el corral no había rastros de gallinas pero sí unas veinte jaulas de metal con cuatro o cinco conejos cada una. Volví a llamar. El Ford años cuarenta se convertía ahora en un punto minúsculo al final del camino. Llamé por tercera vez. El amasijo de polvo y humo que levantaba el coche parecía un nimbo de lámina escolar. Golpeé con la aldaba.


Me estaba preguntando seriamente si no habría cometido un error al no avisar con antelación de mi llegada cuando, por fin, la puerta se abrió y pude distinguir a contraluz la silueta de mi amigo José Albert. «¡Ah!», dijo después de un buen rato. «Eres tú.» Pero no me invitó a pasar ni parecía decidido a hacerlo. Su rostro había envejecido considerablemente y su mirada —ahora que me había acostumbrado a distinguir en la oscuridad— me pareció opaca y distante. Me deshice en excusas e invoqué la ansiedad de saber de ellos, la amistad que nos unía e, incluso, el interés por conocer el rendimiento de ciertos terrenos en cuya venta había intervenido yo hacía precisamente dos años. Se produjo un silencio molesto que, sin embargo, no parecía perturbar a José. Por fin, unas carcajadas procedentes del interior me ayudaron a recuperar el aplomo. «¿Es Josefina, verdad?» José asintió con la cabeza. «Tenía muchas ganas de veros a los dos», dije después de un titubeo. «Pero quizá caí en un mal momento...» Josefina, en el interior, seguía riendo. Luego dijo «¡Manzana!» y enmudeció. «Aunque, claro, no veo tampoco cómo regresar a la aldea ahora. ¿Tenéis teléfono?» Oí portazos y cuchicheos. «En fin... Si pudiera dar aviso para que me pasaran a recoger.» En aquel instante apareció Josefina. Al igual que su marido tardó cierto tiempo en reconocerme. Luego, con una amabilidad que me pareció ficticia, me besó en las mejillas y sonrió: «Pero ¿qué hacéis en la puerta? Pasa, te quedarás a comer».

Me sorprendió que la mesa estuviera preparada para tres personas y que la vajilla fuera de Sévres, como en las grandes ocasiones. Había también flores y adornos de plata. De pronto creí comprender la inoportunidad de mi llegada (un invitado importante, una visita que sí había avisado) y me excusé de nuevo, pero Josefina me tomó del brazo. «No sólo no nos molestas sino que estamos encantados. Casi nos habíamos convertido en unos ermitaños», dijo, pero no dio respuesta alguna a mi pregunta. Un poco azorado pregunté dónde estaba el baño y José me mostró la puerta. Allí dentro di un respiro. Me contemplé en el espejo y me maldije tres veces por mi intromisión. Comería con ellos (después de todo me hallaba hambriento) pero acto seguido telefonearía a la aldea para que enviaran un coche. Iba a hacer todo esto (sin duda iba a hacerlo) cuando reparé en un vasito con tres cepillos de dientes. En uño, escrito groseramente con acuarela densa, se leía «Escoba», en otro «Cuchara» y en el tercero «Olla». La Olla, esta olla que por segunda vez acudía a mi encuentro, me llenó de sorpresa. Salí del baño y pregunté: «¿Y vuestro hijo?». Josefina dejó una labor apenas iniciada. José encendió la pipa y se puso a dar largas zancadas en torno a la mesa. Mis preguntas parecían inquietarles.
—Está bien —dijo Josefina con aplomo—. Aunque no del todo, claro.

—Ya sabes —añadió José—. Ya sabes —repitió. —Unos días mejor —dijo Josefina—, otros peor. —Los oídos, el corazón, el hígado —intervino José.

—Sobre todo los oídos —dijo Josefina — . Hay días en que no se puede hacer el menor ruido. Ni siquiera hablarle — y subrayó la última palabra.

—Pobre Tomás —dijo él. —Pobre hijo nuestro —insistió ella.

Y así, durante casi una hora, se lamentaron y se deshicieron en quejas. Sin embargo, había algo en toda aquella representación que me movía a pensar que no era la primera vez que ocurría. Aquellas lamentaciones, aquella confesión pública de las limitaciones de su hijo, me parecieron excesivas y fuera de lugar. En todo caso, resultaba evidente que la comedia o el drama iban destinados a mí, único espectador, y que ambos intérpretes se estaban cansando de mi presencia. De pronto Josefina estalló en sollozos.

—Había puesto tantas ilusiones en este niño. Tantas...

Y aquí acabó el primer acto. Intuí en seguida que en este punto estaba prevista la intervención de un tercero con sus frases de alivio o su tribulación. Pero no me moví ni de mi boca salió palabra alguna. Entonces José, con voz imperativa, ordenó: «¡Comamos!».

El almuerzo se me hizo lento y embarazoso. Había perdido el apetito y por mi cabeza rondaban extrañas conjeturas. Josefina, en cambio, parecía haberse olvidado totalmente del tema que momentos antes la condujera al sollozo. Descorchó —en mi honor, dijo— una botella mohosa de champagne francés y no dejaba de atenderme y mostrarse solícita. José estaba algo taciturno pero comía y bebía con buen apetito. En una de sus contadas intervenciones me agradeció las gestiones que hiciera, dos años atrás, para la compra de un terreno cercano a la casa y que súbitamente parecía haber recordado. Sus palabras, unidas a un especial interés por evitar los temas que pudiesen retrotraernos a los pocos recuerdos comunes —es decir, a los años del colegio — , me convencieron todavía más de que mis anfitriones no querían tener en lo sucesivo ningún contacto conmigo. O, por lo menos, ninguna visita sorpresa. Me sentía cada vez peor. Josefina pidió que la excusáramos y salió por la puerta de la cocina. La situación, sin la mujer, se hizo aún más tensa. José estaba totalmente ensimismado; jugaba con el tenedor y se entretenía en aplastar una miga de pan. De vez en cuando levantaba los ojos del mantel y suspiraba, para volver en seguida a su trabajo. A la altura del quinto suspiro, y cuando ya la miga presentaba un color oscuro, apareció Josefina con un pastel. Era una tarta de frambuesas. «La acabo de sacar del horno», dijo. Pero la tarta no tenía precisamente aspecto de salir de un horno. En la superficie unas frambuesas se hallaban más hundidas que otras. Me fijé mejor y vi que se trataba de pequeños hoyitos redondos. Los conté: catorce.

Entonces, ignoro por qué, volví a preguntar:

—¿Y vuestro hijo?

Y, como si hubiese accionado un resorte, la función empezó una vez más.

—Está bien... aunque no del todo, claro.

—Ya sabes, ya sabes. —Unos días mejor, otros peor. —El corazón, el oído, el hígado...

—Sobre todo los oídos. Hay días en que no se puede hacer el menor ruido. Ni siquiera hablarle.

El ruido del café dejó a José con la réplica obligada en la boca. Esta vez, para mi alivio, fue el hombre quien se levantó de la mesa. Al poco rato regresó con tres tacitas, también de Scvres, y una cafetera humeante. Pensé que mis amigos estaban rematadamente locos o que, mucho peor, estaban tratando por todos los medios de ocultarme algo.

— ¿Cuántos años tiene Tomás? —pregunté esperando una cierta consternación por su parte o al menos un titubeo.

— Catorce —dijo Josefina con resolución — . Los cumple hoy precisamente.

— Sí —añadió José — , íbamos a celebrar una pequeña fiesta familiar pero ya sabes, ya sabes...

—El corazón, el oído, el hígado —dije yo. —Lo hemos tenido que acostar en su cuarto.

La explicación no acabó de satisfacerme. Quizá por eso me empeñé en llamar yo mismo a la aldea y solicitar el coche. Ante la idea de mi partida el rostro de mis anfitriones pareció relajarse, aunque no por mucho tiempo. Porque no había coche. O sí lo había, pero, sin saber la razón una vez más, fingí un contratiempo. No podía explicarme el porqué de todo esto pero lo cierto es que aquel juego absurdo empezaba a fascinarme. Quedé con el chófer para el día siguiente a las nueve de la mañana.

— Ya lo veis —dije colgando el auricular—. La suerte no quiere acompañarme. Voy a perder sin remedio el último autobús. Mis amigos no daban señales de haber comprendido. —Temo que voy a tener que abusar un poco más de vuestra hospitalidad. Por una noche. El único coche disponible no estará reparado hasta mañana.

Ellos encajaron estoicamente el nuevo contratiempo. La tarde discurrió plácida y, en algunos momentos, incluso amena. Josefina desapareció una vez por el corredor llevando una bandeja con los restos de comida y de tarta. «¿Para Tomás?», pregunté. José, ocupado en vaciar su pipa, no se molestó en responderme.

Al caer la noche y cuando Josefina preparaba de nuevo la mesa (esta vez sin Sévres ni adornos de ningún tipo), lancé al aire mi última e intencionada pregunta: «¿Cenará esta noche Tomás con nosotros?». Ellos contestaron al unísono: «No. No va a ser posible». Y, a continuación, tal y como esperaba, repitieron por riguroso orden la retahila de lamentaciones acostumbradas, lo

11 Lie no hizo sino confirmar mis sospechas. Naturalmente lomas no cenaría con nosotros, tampoco desayunaría mañana ni podría hacerlo nunca más; sencillamente porque había dejado de pertenecer al mundo de los vivos. La locura y el aislamiento de mis amigos les llevaba a actuar como si el hijo estuviera aún con ellos. Por soledad o, quizá también, por remordimientos. Ignoro la razón pero cada vez con más fuerza acudía a mi mente la idea de que los Albert se habían deshecho de aquella carga de alguna manera inconfesable.

Pero de nuevo me había equivocado. Al terminar la cena, Josefina tomó mi mano y me preguntó dulcemente:

— ¿Te gustaría ver a Tomás?

Fue tanta mi sorpresa que no acerté a contestar en seguida. Creo, sin embargo, que mi cabeza asintió.

—Ya lo sabes —dijo José — , ni una palabra: los oídos de nuestro hijo no soportarían un timbre de voz desconocido. —Y, sonriendo con amargura, me condujeron al cuarto.

Era la misma alcoba que yo conociera dos años atrás, aunque me dio la impresión de que habían reforzado los muros y de que los cristales de la ventana eran ahora dobles; el suelo estaba alfombrado en su totalidad y del techo pendía una luz conscientemente tenue. Entramos con sigilo. De espaldas a la puerta, en cuclillas y garabateando en un cuaderno como cualquier niño de su edad, estaba Tomás Albert. Su rubia cabeza se volvió casi de inmediato hacia nosotros. Pude comprobar entonces con mis propios ojos cómo Tomás, en contra de mis sospechas, había crecido y era hoy un hermoso adolescente. No parecía enfermo pero había algo en su mirada, perdida, difusa y al tiempo inquiriente, que me resultaba extraño. Me arrodillé en la alfombra y le sonreí. Pareció reconocerme en seguida y me atrevería a asegurar que le hubiese gustado hablar, pero Josefina le cubrió suavemente la boca y besó su cabello. Luego, con un gesto, le indicó que no debía fatigarse sino intentar dor mir. Lo dejamos en la cama. Al salir, José y Josefina me miraban expectantes. Yo, incapaz de encontrar palabras, me atreví a dar unas palmaditas amistosas en la espalda de mi amigo. Al cabo de un buen rato sólo acerté a decir: «Es un guapo muchacho, Tomás. ¡Qué lástima!»

Ya en mi cuarto respiré hondo. Sentía repugnancia de mí mismo y una gran ternura hacia el niño y mis pobres amigos. Sin embargo, mis intromisiones vergonzosas no habían terminado aún. Desabroché mi chaqueta, separé los brazos y el cuaderno de dibujos de Tomás Albert cayó sobre mi cama. Fue un espectáculo bochornoso. El espejo me devolvió la imagen de un ladrón frente al producto de su robo: un cuaderno de adolescente. No podía saber con certeza por qué había hecho aquello, aunque esa sensación, tantas veces sentida a lo largo del día, se me había hecho familiar. Me desnudé, me metí en la cama y leí. Leí durante mucho rato, página por página, pero nada entendí de aquel conjunto de incongruencias. Frases absolutamente desprovistas de sentido se barajaban de forma insólita, saltándose todo tipo de reglas conocidas. En algún momento la sintaxis me pareció correcta pero el resultado era siempre el mismo: incomprensible. Sin embargo, la caligrafía no era mala y los dibujos excelentes. Iba a dormirme ya cuando Josefina irrumpió sin llamar en mi cuarto. Traía una toalla en la mano y miraba de un lado a otro como si quisiera cerciorarse de algo. El cuadernillo, entre mi pierna derecha y la sábana, crujió un poco. Josefina dejó la toalla junto al lavabo y me dio las buenas noches. Parecía cansada. Yo me sentí aliviado por no haber sido descubierto.

Apagué la luz pero ya no tenía intención de dormir. El juego fascinante de hacía unas horas se estaba convirtiendo en un rompecabezas molesto, en algo que debía esforzarme en concluir de una manera o de otra. El coche aparecía a las nueve de la mañana. Disponía, pues, de diez horas para pensar, actuar, o emprender antes de lo previsto la marcha por el camino polvoriento que ahora empezaba a ansiar con todas mis fuerzas. Pero no me decidía a huir. La impresión de que aquel pálido muchachito me necesitaba de alguna manera, me hizo aguardar en silencio a que mis anfitriones me creyeran definitivamente dormido. ¿Qué buscaba Josefina en mi cuarto? Es posible que nada en concreto: comprobar que estaba metido en la cama y dispuesto a dormir. Me vestí con sigilo y me encaminé a la habitación de Tomás. La puerta, tal como suponía, estaba cerrada. Me pareció arriesgado golpear las paredes con fuerza pero, sobre todo, inútil, a juzgar por los revestimientos interiores que aquella misma tarde había tenido ocasión de examinar. Recordé entonces la ventana por la que Tomás me había deslizado su mensaje en nuestro primer encuentro. Salí al jardín con todo tipo de precauciones. Volvía a sentirme ladrón. Arranqué un par de ramitas del suelo para justificar mi presencia en caso de ser descubierto, pero, casi de inmediato, las rechacé. El juego, si es que en realidad se trataba de un juego, había llegado demasiado lejos por ambas partes. Me deslicé hasta la ventana de Tomás y me apoyé en el alféizar; los postigos no estaban cerrados y había luz en el interior. Tomás, sentado en la cama tal y como lo dejamos, parecía aguardar algo o a alguien. La idea de que era YO el aguardado me hizo golpear con fuerza el cristal que me separaba del niño, pero apenas emitió sonido alguno. Entonces agité repetidas veces los brazos, me moví de un lado a otro, me encaramé a la reja y salté otra vez al suelo hasta que Tomás, súbitamente, reparó en mi presencia. Con una rapidez que me dejó perpejo, saltó de la cama, corrió hacia la ventana y la abrió. Ahora estábamos los dos frente a frente. Sin testigos. Miré hacia el piso de arriba y no vi luz ni signos de movimiento. Estábamos solos. Tomás extendió su mano hacia la mía y dijo. «Luna, luna», con tal expresión de ansiedad en sus ojos que me quedé sobrecogido. A continuación dijo «Cola» y, más tarde, «Luna» de nuevo, esta vez suplicándome, inten

tando aferrarse a la mano que yo le tendía a través de la reja, llorando, golpeando el alféizar con el puño libre. Después de un titubeo me señalé a mí mismo y dije «Amigo». No dio muestras de haber comprendido y lo repetí dos veces más. Tomás me miraba sorprendido. «¿Amigo?», preguntó. «Sí, A-M-I-G-O», dije. Sus ojos se redondearon con una mezcla de asombro y diversión. Corrió hacia el vaso de noche y me lo mostró gritando «¡Amigo!». Luego, sonriendo —o quizás un poco asustado— , se encogió de hombros. Yo no sabía qué hacer y repetí la escena sin demasiada convicción. De pronto, Tomás se señaló a sí mismo y dijo: «Olla», «La Olla», «O-L-L-A» y al hacerlo recorría su cuerpo con las manos y me miraba con ansiedad, «OLLA», repetí yo, y mi dedo se dirigió hacia su pálido rostro.

A partir de aquel momento los dos empezamos a comprender lo que ocurría a ambos lados de la reja. No fue el encuentro de dos mundos distintos y antagónicos, sino de algo mucho más inquietante. El lenguaje que había aprendido Tomás desde los primeros años de su vida — su único lenguaje— era de imposible traducción al mío, por cuanto era EL MÍO sujeto a unas reglas que me eran ajenas. Si José y Josefina en su locura hubiesen creado para su hijo un idioma imaginario sería posible traducir, intercambiar nuestros vocablos a la vista de objetos materiales. Pero Tomás me enseñaba su vaso de noche y repetía AMIGO. Me mostraba la ventana y decía INDECENCIA. Palpaba su cuerpo y gritaba OLLA. Ni siquiera se trataba de una simple inversión de valores. Bueno no significaba malo, sino Estornudo. Enfermedad no hacía referencia a Salud, sino a un estuche de lapiceros. Tomás no se llamaba Tomás, ni José era José, ni Josefina, Josefina. Olla, Cuchara y Escoba eran los tres habitantes de aquella lejana granja en la que yo, inesperadamente, había caído. Renunciando ya a entender palabras que para cada uno tenían un especial sentido, Olla y yo hablamos todavía un largo rato a través de gestos, dibujos rápidos esbozados en un papel, sonidos que no incluyesen para nada algo semejante a las palabras. Descubrimos que la numeración, aunque con nombres diferentes, respondía a los mismos signos y sistemas. Así, Olla me explicó que el día anterior había cumplido catorce años y que, cuando hacía dos, me había visto a través de aquella misma ventana, me había lanzado ya una llamada de auxilio en forma de nota. Quiso ser más explícito y llenó de nuevo mi bolsillo de escritos y dibujos. Luego, llorando, terminó pidiendo que le alejara de allí para siempre, que lo llevara conmigo. Nuestro sistema de comunicación era muy rudo y no había lugar para matices. Dibujé en un papel lo mejor que pude el Ford años cuarenta, el camino, la granja, un pueblo al final del sendero y en una de sus calles, a los dos, YO-AMIGO y Tomás-OLLA. El chico se mostró muy contento. Entendí que estaba deseoso de conocer un mundo que ignoraba pero del que, sin embargo, se sentía excluido. Miré el reloj: las cinco y media. Expliqué a Olla que a las nueve vendría el coche a recogernos. Él tendría que espabilarse y salir de la habitación como pudiese cuando me viera junto al chófer. Olla me estrechó la mano en señal de agradecimiento.

Regresé a mi cuarto y abrí la ventana como si acabara de despertarme. Me afeité e hice el mayor ruido posible. Mis manos derramaban frascos y mi garganta emitía marchas militares. Intenté que todos mis actos sugiriesen el despertar eufórico de un ciudadano de vacaciones en una granja. Sin embargo, mi cabeza bullía. No podía entender, por más que me esforzara, la verdadera razón de aquel monstruoso experimento con el que me acababa de enfrentar y, menos aún, encontrar una explicación satisfactoria a la actuación de José y Josefina durante estos años. Pensar en demencia sin matices y, sobre todo, en demencia compartida, capaz de crear tal deformación organizada como la del pequeño Tomás-Olla, me resultaba inconsistente. Debían existir otras causas o, por lo menos, alguna razón oculta en el pasado de mis amigos. ¿El egoísmo? ¿No querer compartir por nada

del mundo el cariño de aquel hermoso y único hijo? Mi voz seguía entonando marchas militares cada vez con más fuerza. Sentía necesidad de actividad y me puse a hacer y deshacer la cama. ¿Conocía yo realmente a mis amigos? Intenté recordar algún rasgo fuera de lo común en la infancia de mis antiguos compañeros del colegio, pero todo lo que logré encontrar me pareció de una normalidad alarmante. José había sido siempre un estudiante vulgar, ni brillante ni problemático. Josefina, una niña aplicada. Desde muy jóvenes parecían sentir el uno hacia el otro un gran cariño. Más tarde les perdí la pista y unos años después anunciaron una boda que a nadie sorprendió. Deshice la cama por segunda vez y me puse a sacudir el colchón junto a la ventana: estaba amaneciendo.

Hacia las seis y media empecé a detectar signos de movimiento. Oí ruido de vajilla en la cocina y, a través de los cristales, observé cómo José abría las jaulas de los conejos. Bajé sin dejar de canturrear. Josefina estaba preparando el desayuno. No dejaba de sonreír y también ella, a su vez, cantaba. Interpreté tanta alegría por la inminencia de mi marcha, pero nada dije y me serví un café. Al poco rato apareció José en la puerta del jardín. Vestía traje de faena y olía a conejo. Su rostro estaba mucho más relajado que el día anterior. Sin embargo su mirada seguía tan opaca como cuando, apenas veinte horas antes, había tardado su buen rato en reconocerme. Tomó asiento a mi lado y me dio los buenos días. En realidad, no dijo exactamente B-u-e-n-o-s d-í-a-s, con estas u otras palabras, pero, por la expresión de su cara, traduje el balbuceo en un saludo. Josefina se sentó junto a nosotros y untó dos tostadas con manteca y confitura. Pensé que estaba compartiendo el desayuno con dos monstruos y sentí un cosquilleo en el estómago.

Eran las ocho. La sensación de que no era yo el único pendiente del reloj me llenaba de angustia. Mis anfitriones seguían comiendo con buen apetito: tarta de manzana, pan negro, miel. Me entregué a una actividad frenética para disimular mi nerviosismo. Abrí el maletín de viaje y simulé buscar unos documentos. Lo cerré. Pedí un paño de gamuza para sacar brillo al cierre. No podía dejar de preguntarme, ahora que mi cansancio empezaba a hacerse manifiesto, cómo lograría Tomás llegar hasta el coche o franquear siquiera los muros de aquella habitación donde se le pretendía aislar del mundo. Pero el chico era tan listo como sospechaba. A las ocho y media sonó una campanilla en la que hasta ahora no había reparado y Josefina preparó una bandeja con leche, café y un par de bizcochos. Esta vez no hizo alusión alguna a la supuesta debilidad de su hijo (cosa que agradecí sinceramente) ni me molesté yo en preguntar si Tomás había pasado mala noche. El reloj se había convertido en una obsesión. Las nueve. Pero el Ford años cuarenta no aparecía aún por el camino.

Me sentía más y más nervioso: salí al jardín y, al igual que la noche anterior, arranqué un par de ramitas para rechazarlas a los pocos segundos. No sé por qué, pero no me atrevía a mirar en dirección a la ventana del chico. Sentía, sin embargo, sus ojos puestos en mí y cualquiera de mis actos reflejos cobraba una importancia inesperada. De pronto los acontecimientos se precipitaron. «¡Amigo!», oí. Había sido pronunciado con una voz muy débil, casi como un susurro. Me volví hacia la puerta principal y grité: «¡Olla!». El chico estaba ahí, a unos diez metros de donde yo me encontraba, inmóvil, respirando fuerte. Parecía más pálido que la noche anterior, más indefenso. Quiso acercarse a mí y entonces reparé en algo que hasta el momento me había pasado inadvertido. Tomás andaba con dificultad, con gran esfuerzo. Sus brazos y sus piernas parecían obedecer a consignas opuestas; su rostro, a medida que iba avanzando, se me mostraba cada vez más desencajado. No supe qué decir y acudí al encuentro del muchacho. Olla jadeaba. Se agarró a mis hombros y me dirigió una mirada difícil de definir. Me di cuenta entonces, por primera vez, de que estaba en presencia de un enfermo.

Pero no tuve apenas tiempo de meditar. La ventana de Olla se abrió y apareció Josefina fuera de sí, gritando — aullando, diría yo— con todas sus fuerzas. Sus manos, crispadas y temblorosas, reclamaban ayuda. Escuché unos pasos a mis espaldas; José transportaba una pesada cesta repleta de hortalizas pero, al contemplar la escena, la dejó caer. Olla ardía. Yo sujetaba su cuerpo sin fuerzas. José corrió como enloquecido hacia la casa. Oí cómo el hombre mascullaba incoherencias, daba vuelta a una llave y abría por fin la puerta del cuarto del chico. Casi en seguida salieron los dos. Estaban tan excitados intercambiando frases sin sentido que no parecía que mi presencia les incomodara ya. Traían un frasco de líquido azulado e intentaron que la garganta de Olla lo aceptase. Pero el chico había quedado inmóvil y tenso. Como una piedra.

— ¿Qué podríamos hacer? —pregunté.

Mis amigos repararon de repente en mi presencia. José me dirigió una mirada inexpresiva. «Tenemos que llamar a un médico», dije. Pero nadie se movió un milímetro. Formábamos un grupo dramático junto a la puerta. Olla tendido en el suelo con el cuerpo apoyado en mis rodillas, José y Josefina lívidos, intentando aún que el chico lograra deglutir el líquido azulado. «Se pondrá bien», dije yo, y mis propias palabras me parecieron ajenas. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué minutos atrás me sentía como un héroe y ahora deseaba ardientemente vomitar, despertar de alguna forma de aquella pesadilla? ¿Por qué el mismo muchacho que horas antes me pareció rebosante de salud respondía ahora a la descripción que durante todo el día de ayer me hicieran de él sus padres? ¿Por qué, finalmente, ese lenguaje, del que yo mismo —con toda seguridad único testigo— no conseguía liberarme mientras José y Josefina reanimaban a su hijo entre sollozos? ¿Por qué? Me así con fuerza del brazo de José. Supliqué, gemí, grité con todas mis fuerzas, «¿POR QUÉ?» volvía a decir y, de repente, casi sin darme cuenta, mis labios pronunciaron una palabra.

«Luna», dije, «¡LUNA!». Y en esta ocasión no necesité asirme de nadie para llamar la atención. José y Josefina interrumpieron sus sollozos. Ambos, como una sola persona, parecieron despertar de un sueño. Se incorporaron a la vez y con gran cuidado entraron el cuerpo del pequeño Tomás en la casa. Luego, cuando cerraron la puerta, Josefina clavó en mis pupilas una mirada cruel.

Corrí como enloquecido por el sendero. Anduve dos, tres, quizá cinco kilómetros. Estaba ya al borde de mis fuerzas cuando oí el ronroneo de un viejo automóvil. Me senté en una piedra. Pronto apareció el Ford años cuarenta. El conductor detuvo el coche y me miró sorprendido. «No sabía que tuviera Ud. tanta prisa», dijo, «pero no pase cuidado. El autobús espera». Me acomodé en el asiento trasero. Estaba exhausto y no podía articular palabra. El chófer se empeñaba en buscar conversación.

— ¿Hace tiempo que conoce a los Albert?

Mi jadeo fue interpretado como una respuesta. —Buena gente —dijo—. Magnífica gente —y miró el reloj — . Su autobús espera. Tranquilo. Me desabroché la camisa. Estaba sudando.

— ¿Y el pequeño Tomás? ¿Se encuentra mejor? Negué con la cabeza.

—Pobre Ollita —dijo. Y se puso a silbar.

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