Tales of Mystery and Imagination

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Álvaro Cunqueiro: El caballo de don León

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El herrador, sudoroso, tiró martillo y clavos en el cajón, y metió la cabeza bajo el chorro del pilón, y se dejó estar por unos instantes a su caricia. Se mal secó con un delantal viejo, que le quedaron goteando barba y pelo, y de éste venían los hilillos de agua que le caían por la frente.
– Ya se ve -le dijo a don León- que entiendes mucho de caballos, y me gusta mucho el tuyo, cuya raza no conozco ni creo haber visto nunca otro semejante, que lleve el lucero dorado, y la cola negra azulada, que es lo más insólito que presenta. Mis abuelos estuvieron en Troya herrando los caballos de los aqueos, y mi padre viajó hacia Poniente, enseñando a aquellos bárbaros atlánticos el arte de la herradura, que ignoraban, y yo herré, de mozo, para el César de Roma, y nunca, hasta que me trajiste tu caballo, supe que se ayudaba a un feliz viaje clavando una herradura de plata en la mano de cabalgar del corcel. ¡Todos los días se aprende algo! Y te felicito porque puedes permitirte este gasto, que una herradura de plata se va en pocas leguas.

– Mi caballo -explicó don León- es, si puede decirse esto de caballos, de raza divina. Sabrás que en cierta isla de Levante apareció un día en la playa, como resto de un naufragio, un caballo labrado en madera, policromado, que seguramente ejerciera de mascarón de proa en una nave. Y el tal caballo era de cuerpo entero y debía encajar en la proa por los cascos traseros, levantándose sobre las olas encabritado. Era de una talla perfecta y lo más al natural que puedas imaginarte. Lo recogieron los isleños, y a hombros, y relevándose, lo llevaron al atrio del alcalde, quien salió con su mujer de la mano a admirarlo, y quedó con los ancianos en decidir qué se haría con aquel presente de las olas.

– ¿Estará vivo? -preguntaba la alcaldesa, que era casi una niña, muy ensortijada y con un ramo de flores en la cintura.

– Hubo que convencerla de que no -prosiguió don León- acercando el torrero del faro una mecha encendida a las bragas del caballo, que no se movió. Quedó en el atrio el caballo en espera de una decisión, sin guarda de vista, que aquella es una isla pacífica en un mar solitario. Y no se sabe cómo a las yeguas de aquellas gentes les llegó la noticia del bayo y su hermosura, y como las dejaban sueltas al aire libre en las eras, porque era tiempo de verano, sin ponerse de acuerdo, que se sepa, llegaron todas a un tiempo al atrio a admirar el noble bruto, yeguas viejas y yeguas mozas. Lo que pasó cuando las yeguas comenzaron a rozarse con el caballo y a lamerlo no se sabe bien, que el alcalde despertó cuando su atrio era una feria de relinchos, y ya el caballo de madera, se ignora de cuál espíritu vivificado, cubría la yegua del abad mitrado de Santa Catalina, que la habían mandado del monasterio a la granja del monte a reponerse de un catarro, y las otras yeguas, decepcionadas, mordían y coceaban a la elegida. Gritó el alcalde, salió a la ventana en camisón la alcaldesa, y corrió el alguacil a encender un farol, y cuando lo hubo encendido se vio el cuadro que dije. El caballo, al darse por descubierto, como ya había terminado la cobertura, salió galopando hacia el mar. La yegua del abad quedó preñada; y de la cría que hubo desciende mi caballo, que saca en su capa los colores del decorado de su abuelo. El abad, que aunque gordo era letrado, explicaba la elección de su yegua por el aroma de incienso que despedía, que le quedaba a la montura suya de llevarla en las procesiones, y añadió en una homilía que algunas reglas ascéticas tenían prohibido el incienso por afrodisíaco, argumentando que sí Salomón violentó a la reina de Saba fue porque ésta le presentó una caja de plata llena de incienso en cuadradillos.

Guy de Maupassant: L'Auberge

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Pareille à toutes les hôtelleries de bois plantées dans les Hautes-Alpes, au pied des glaciers, dans ces couloirs rocheux et nus qui coupent les sommets blancs des montagnes, l'auberge de Schwarenbach sert de refuge aux voyageurs qui suivent le passage de la Gemmi.
Pendant six mois elle reste ouverte, habitée par la famille de Jean Hauser; puis, dès que les neiges s'amoncellent, emplissant le vallon et rendant impraticable la descente sur Loëche, les femmes, le père et les trois fils s'en vont, et laissent pour garder la maison le vieux guide Gaspard Hari avec le jeune guide Ulrich Kunsi, et Sam, le gros chien de montagne.
Les deux hommes et la bête demeurent jusqu'au printemps dans cette prison de neige, n'ayant devant les yeux que la pente immense et blanche du Balmhorn, entourés de sommets pâles et luisants, enfermés, bloqués, ensevelis sous la neige qui monte autour d'eux, enveloppe, étreint, écrase la petite maison, s'amoncelle sur le toit, atteint les fenêtres et mure la porte.
C'était le jour où la famille Hauser allait retourner à Loëche, l'hiver approchant et la descente devenant périlleuse.
Trois mulets partirent en avant, chargés de hardes et de bagages et conduits par les trois fils. Puis la mère, Jeanne Hauser et sa fille Louise montèrent sur un quatrième mulet, et se mirent en route à leur tour.
Le père les suivait accompagné des deux gardiens qui devaient escorter la famille jusqu'au sommet de la descente.
Ils contournèrent d'abord le petit lac, gelé maintenant au fond du grand trou de rochers qui s'étend devant l'auberge, puis ils suivirent le vallon clair comme un drap et dominé de tous côtés par des sommets de neige.
Une averse de soleil tombait sur ce désert blanc éclatant et glacé, l'allumait d'une flamme aveuglante et froide; aucune vie n'apparaissait dans cet océan des monts; aucun mouvement dans cette solitude démesurée; aucun bruit n'en troublait le profond silence.
Peu à peu, le jeune guide Ulrich Kunsi, un grand Suisse aux longues jambes, laissa derrière lui le père Hauser et le vieux Gaspard Hari, pour rejoindre le mulet qui portait les deux femmes.
La plus jeune le regardait venir, semblait l'appeler d'un oeil triste. C'était une petite paysanne blonde, dont les joues laiteuses et les cheveux pâles paraissaient décolorés par les longs séjours au milieu des glaces.
Quand il eut rejoint la bête qui la portait, il posa la main sur la croupe et ralentit le pas. La mère Hauser se mit à lui parler, énumérant avec des détails infinis toutes les recommandations de l'hivernage. C'était la première fois qu'il restait là-haut, tandis que le vieux Hari avait déjà quatorze hivers sous la neige dans l'auberge de Schwarenbach.
Ulrich Kunsi écoutait, sans avoir l'air de comprendre, et regardait sans cesse la jeune fille. De temps en temps il répondait: "Oui, madame Hauser." Mais sa pensée semblait loin et sa figure calme demeurait impassible.
Ils atteignirent le lac de Daube, dont la longue surface gelée s'étendait, toute plate, au fond du val. A droite, le Daubenhorn montrait ses rochers noirs dressés à pic auprès des énormes moraines du glacier de Loemmern que dominait le Wildstrubel.

Elia Baceló: La estrella

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Estábamos todos allí. Lana, como una muñeca rubia colgada de sus cuerdas, con una incongruente faldita roja y el hilo de saliva brillando en su cara pálida; Lon, sus ojos inmensos y oscuros en un rostro casi inexistente; Sadie, moviendo vertiginosamente sus alas, lo que la hacía oscilar a unos centímetros del suelo, mientras mas­ticaba en un gesto de robótica eficiencia esa sustancia verde que tanto le gusta; Tras, encogiendo hasta casi la desaparición su frágil cuerpecillo, su deseo clavado en el cielo, y yo, número cinco, el cie­rre de la estrella, temblando como un carámbano de luz, focali­zando el anhelo. Todos allí, esperando.
Habíamos esperado mucho tiempo. No había ninguna razón para estar ahora más nerviosos que otras veces, pero la tensión se había hecho diferente y sentíamos que lo que ahora esperábamos se estaba acercando. Podríamos haber desaparecido, por supuesto, sobre todo yo, pero éramos la estrella de contacto y no queríamos perdernos en la espera como habían hecho otros antes que noso­tros.
Aún no estábamos seguros de qué íbamos a ofrecerles; hacía tanto tiempo que habíamos perdido el contacto que no sabíamos ya de su deseo ni de su espera. «Somos sabios y hermosos», había dicho Sadie, pero yo entre todos ellos conocía el concepto de la rea­lidad única y sabía que podía ser doloroso para ellos.
-Lento -murmuró Lana, la más verbal después de mí.
-Sí -contesté. Sabía que le gustaba expresar en palabras lo que lodos sabíamos en cualquier caso.
Sentí el deseo de Lon y comencé a focalizar una imagen para sus ojos y los nuestros: la negrura infinita de lo que está fuera y un ar­tefacto de realidad única, objetivamente blanco, deslizándose sua­vemente hacia nuestra espera. Lento. Lleno de realidades múltiples sin focalización.
-Lento -volví a decir para ayudar a Lana.
Nos disolvimos. El paisaje comenzó a volverse azul y anaranja­do, melancólico en cierta forma, como es Tras. Suave. Antiguo,
Nos deslizamos en su percepción y empezaron a surgir las torres plateadas y una música de cristal y campanillas. Sadie bailaba y yo notaba por encima de todos ellos neutralizando la espera. Nos di­rigimos a una torre blanca que se alzaba a varios metros del suelo subjetivo general y penetramos en ella, yo a través del tejado, los otros por las puertas y ventanas, por las paredes. Lana dijo:
-Calor -y todos nos reímos, aliviando la espera. La sala nos dio calor, y Lon hizo caer una ligera lluvia burbujeante que se quedaba colgada de los cuerpos y se iba transformando según los deseos de la estrella. Surgían flores, clavos, luces, sustancias pegajosas y sala­das sobre el cuerpo de Lana que Tras recogía delicadamente con una inmensa lengua azul, globos traslúcidos que contenían imá­genes de realidades muertas y que Lon me enviaba flotando so­bre las alas de Sadie, mientras giraba enloquecidamente cambian­do de forma y de color.
-Estrella pregunta -cantó Lana-. Canaliza, Vai. -Estrella no verbal, Lana. Canaliza, Tras.
Tras recogió la lengua y la convirtió a medio camino en una es­tela de colores. Creó una pirámide de perfumes y los mandó trans­formados en minúsculas bolitas de colores a través de una ven­tana;
Espera. Lentitud. Necesidad del tiempo. No liemos olvidado. Espe­rantos. Esperamos.
Nos envolvió un torrente de especulación procedente de otra es­trella y nos dejamos llevar por el discurso.
Quieren. Qué. No tenemos. No podemos. Para ellos. No es acepta­ble. No somos aceptables. Para ellos. Risas. Risas y cambios y cam­bios y transformaciones. La falda de Lana hinchándose hasta lle­nar nuestro espacio de hilos de suavidad entretejida. Construir una realidad única. Cuando lleguen. Más risas. Cuál. No podemos. Sí podemos. Tedio. Tedio, Tedio. Realidad única.. Absurdo y monstruo­sidad. Hasta cuándo. Curiosidad. Por qué no. Intentar. Esfuerzo común. Risas. Risas. Un juego. Para qué. Para ellos. Demasiado es­fuerzo. Tedioso. No comprenden.

Ursula K. Le Guin: The Ones Who Walk Away From Omelas

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With a clamor of bells that set the swallows soaring, the Festival of Summer came to the city Omelas, bright-towered by the sea. The rigging of the boats in harbor sparkled with flags. In the streets between houses with red roofs and painted walls, between old moss-grown gardens and under avenues of trees, past great parks and public buildings, processions moved. Some were decorous: old people in long stiff robes of mauve and grey, grave master workmen, quiet, merry women carrying their babies and chatting as they walked. In other streets the music beat faster, a shimmering of gong and tambourine, and the people went dancing, the procession was a dance. Children dodged in and out, their high calls rising like the swallows’ crossing flights over the music and the singing. All the processions wound towards the north side of the city, where on the great water-meadow called the Green Fields boys and girls, naked in the bright air, with mud-stained feet and ankles and long, lithe arms, exercised their restive horses before the race. The horses wore no gear at all but a halter without bit. Their manes were braided with streamers of silver, gold, and green. They flared their nostrils and pranced and boasted to one another; they were vastly excited, the horse being the only animal who has adopted our ceremonies as his own. Far off to the north and west the mountains stood up half encircling Omelas on her bay. The air of morning was so clear that the snow still crowning the Eighteen Peaks burned with white-gold fire across the miles of sunlit air, under the dark blue of the sky. There was just enough wind to make the banners that marked the racecourse snap and flutter now and then. In the silence of the broad green meadows one could hear the music winding through the city streets, farther and nearer and ever approaching, a cheerful faint sweetness of the air that from time to time trembled and gathered together and broke out into the great joyous clanging of the bells.
Joyous! How is one to tell about joy? How describe the citizens of Omelas?
They were not simple folk, you see, though they were happy. But we do not say the words of cheer much any more. All smiles have become archaic. Given a description such as this one tends to make certain assumptions. Given a description such as this one tends to look next for the King, mounted on a splendid stallion and surrounded by his noble knights, or perhaps in a golden litter borne by great-muscled slaves. But there was no king. They did not use swords, or keep slaves. They were not barbarians. I do not know the rules and laws of their society, but I suspect that they were singularly few. As they did without monarchy and slavery, so they also got on without the stock exchange, the advertisement, the secret police, and the bomb. Yet I repeat that these were not simple folk, not dulcet shepherds, noble savages, bland utopians. They were not less complex than us. The trouble is that we have a bad habit, encouraged by pedants and sophisticates, of considering happiness as something rather stupid. Only pain is intellectual, only evil interesting. This is the treason of the artist: a refusal to admit the banality of evil and the terrible boredom of pain. If you can’t lick ‘em, join ‘em. If it hurts, repeat it. But to praise despair is to condemn delight, to embrace violence is to lose hold of everything else. We have almost lost hold; we can no longer describe a happy man, nor make any celebration of joy. How can I tell you about the people of Omelas? They were not naive and happy children—though their children were, in fact, happy. They were mature, intelligent, passionate adults whose lives were not wretched. O miracle! but I wish I could describe it better. I wish I could convince you. Omelas sounds in my words like a city in a fairy tale, long ago and far away, once upon a time. Perhaps it would be best if you imagined it as your own fancy bids, assuming it will rise to the occasion, for certainly I cannot suit you all. For instance, how about technology? I think that there would be no cars or helicopters in and above the streets; this follows from the fact that the people of Omelas are happy people. Happiness is based on a just discrimination of what is necessary, what is neither necessary nor destructive, and what is destructive. In the middle category, however—that of the unnecessary but undestructive, that of comfort, luxury, exuberance, etc.—they could perfectly well have central heating, subway trains, washing machines, and all kinds of marvelous devices not yet invented here, floating light-sources, fuelless power, a cure for the common cold. Or they could have none of that; it doesn’t matter.

Jorge Luis Borges: El fin

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Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…
Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
—Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
—Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.
Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
—Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta de negro:

Miguel de Unamuno: El canto de las aguas eternas

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Miguel de Unamuno by Alejandro Cabeza


El angosto camino, tallado a pico en la desnuda roca, va serpenteando sobre el abismo. A un lado, empinados tormos y peñascales, y al otro lado óyese en el fondo oscuro de la sima el rumor incesante de las aguas, a las que no se alcanza a ver con los ojos. A trechos forma el camino unos pequeños ensanches, lo preciso para contener una docena mal contada de personas; son a modo de descansaderos para los caminantes sobre la sima y bajo una tenada de ramaje. A lo lejos se destaca del cielo el castillo empinado sobre una enhiesta roca. Las nubes pasan sobre él, desgarrándose en las pingorotas de sus torreones. Entre los romeros va Maquetas. Marcha sudoroso y apresurado, mirando no más que al camino que tiene ante los ojos y al castillo de cuando en cuando. Va cantando una vieja canción arrastrada que en la infancia aprendió de su abuela, y la canta para no oír el rumor agorero del torrente que ocurre invisible en el fondo de la sima. Al llegar a uno de los reposaderos, una doncella que está en él, sentada sobre un cuadro de césped, le llama: -Maquetas, párate un poco y ven acá. Ven acá, a descansar a mi lado, de espalda al abismo, a que hablemos un poco. No hay como la palabra compartida en amor y compañía para darnos fuerzas en este viaje. Párate un poco aquí, conmigo. Después, refrescado y restaurado, reanudarás tu marcha. 
-No puedo, muchacha -le contesta Maquetas amenguando su marcha, pero sin cortarla del todo-, no puedo; el castillo está aún lejos, y tengo que llegar a él antes de que el sol se ponga tras de sus torreones. -Nada perderás con detenerte un rato, hombre, porque luego reanudarás con más brío y con nuevas fuerzas tu camino. ¿No estás cansado? 
-Sí que lo estoy, muchacha. 
-Pues párate un poco y descansa. Aquí tienes el césped por lecho, mi regazo por almohada. ¿Qué más quieres? Vamos, párate. 
Y le abrió los brazos ofreciéndole el seno. Maquetas se detiene un momento, y al detenerse llega a sus oídos la voz del torrente invisible que corre en el fondo de la sima. Se aparta del camino, se tiende en el césped y reclina la cabeza en el regazo de la muchacha, que con sus manos rosadas y frescas le enjuga el sudor de la frente, mientras él mira con los ojos al cielo de la mañana, un cielo joven como los ojos de la muchacha, que son jóvenes. 
-¿Qué es eso que cantas, muchacha? 
-No soy yo, es el agua que corre ahí abajo, a nuestra espalda. 
-¿Y qué es lo que canta? 
-Canta la canción del eterno descanso. Pero ahora descansa tú. 
-¿No dices que es eterno? 
-Ése que canta el torrente de la sima, sí; pero tú descansa. 
-Y luego... 
-Descansa, Maquetas, y no digas «luego». 

B . M. Croker: The Dâk Bungalow at Dakor

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When shall these phantoms flicker away,
Like the smoke of the guns on the wind-swept hill;
Like the sounds and colours of yesterday,
And the soul have rest, and the air be still?
Sir A. Lyall*


‘And so you two young women are going off on a three days’ journey, all by yourselves, in a bullock tonga,* to spend Christmas with your husbands in the jungle?’

The speaker was Mrs Duff, the wife of our deputy commissioner, and the two enterprising young women were Mrs Goodchild, the wife of the police officer of the district, and myself, wife of the forest officer. We were the only ladies in Karwassa, a little up-country station, more than a hundred miles from the line of rail. Karwassa was a pretty place, an oasis of civilization, amid leagues and leagues of surrounding forest and jungle; it boasted a post-office, public gardens (with tennis courts), a tiny church, a few well-kept shady roads, and half a dozen thatched bungalows, surrounded by luxuriant gardens. In the hot weather all the community were at home, under the shelter of their own roof-trees and punkahs, and within reach of ice––for we actually boasted an ice machine! During these hot months we had, so to speak, our ‘season.’ The deputy commissioner, forest officer, police officer, doctor, and engineer were all ‘in,’ and our gaieties took the form of tennis at daybreak, moonlight picnics, whist-parties, little dinners, and now and then a beat for tiger, on which occasions we ladies were safely roosted in trustworthy trees.

It is whispered that in small and isolated stations the fair sex are either mortal enemies or bosom-friends! I am proud to be in a position to state that we ladies of Karwassa came under the latter head. Mrs Goodchild and I were especially intimate; we were nearly the same age, we were young, we had been married in the same year and tasted our first experiences of India together. We lent each other books, we read each other our home letters, helped to compose one another’s dirzee-made costumes, and poured little confidences into
one another’s ears. We had made numerous joint excursions in the cold season, had been out in the same camp for a month at a time, and when our husbands were in a malarious or uncivilized district, had journeyed on horseback or in a bullock tonga and joined them at some accessible spot, in the regions of dâk bungalows and bazaar fowl.

Mrs Duff, stout, elderly, and averse to locomotion, contented herself with her comfortable bungalow at Karwassa, her weekly budget of letters from her numerous olive-branches in England, and with adventures and thrilling experiences at secondhand.

‘And so you are off to-morrow,’ she continued, addressing herself to Mrs Goodchild. ‘I suppose you know where you are going?’

‘Yes,’ returned my companion promptly, unfolding a piece of foolscap as she spoke; ‘I had a letter from Frank this morning, and he has enclosed a plan copied from the D. P. W. map. We go straight along the trunk road for two days, stopping at Korai bungalow the first night and Kular the second, you see; then we turn off to the left on the Old Jubbulpore Road and make a march of twenty-five miles, halting at a place called Chanda.* Frank and Mr Loyd will meet us there on Christmas Day.’

Francisco Tario: Entre tus dedos helados

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Preparaba yo, por aquellos días, el último examen de mi carrera y, de ordinario, no me acostaba antes de las tres o las tres y media de la madrugada. Esta vez acababan de sonar las cuatro cuando me metí en la cama. Me sentía rendido por la fatiga y apagué la luz. Inmediatamente después me quedé dormido y empecé a soñar.

Caminaba yo por un espeso bosque durante una noche increíblemente estrellada. Debía de ser el otoño, pues el viento era muy suave y tibio, y caía de los árboles gran cantidad de hojas. En realidad, las hojas eran tan abundantes que me impedían prácticamente avanzar, ya que mis pies se sumergían en ellas y quedaban temporalmente apresados. Tan luego arreciaba el viento, otras nuevas hojas se desprendían de las ramas, formando una densa cortina que yo me esforzaba por apartar. Despedían un fuerte olor a humedad, como si se tratara de hojas muy antiguas que llevasen allí infinidad de años. Llevaba yo varias horas caminando sin que el bosque variara en lo más mínimo, cuando me pareció ver la sombra de un alto edificio, con una sola ventana iluminada. Tenía un tejado muy empinado y una negra chimenea de ladrillo, que se recortaba en el cielo. Casi simultáneamente, escuché a unos perros ladrar. Ladraban todos a un mismo tiempo y sospeché que se me acercaban, aunque no conseguí verlos. A poco los vi venir corriendo por entre los árboles, saltando sobre las hojas. Debían ser no menos de una docena y advertí qué gran esfuerzo llevaban a cabo para no quedar también apresados entre aquellas hojas. Posiblemente estuvieran ya a punto de darme alcance, cuando llegaba yo a la orilla de un viejo estanque, cuyas aguas se mantenían inmóviles. Eran unas aguas pesadas y negras, sobre las cuales se reflejaba la luna. Los perros se detuvieron de pronto, aun-que no cesaron de ladrar. Así transcurrió un tiempo, sin que yo me resolviera a tomar una decisión.

Entonces vi cómo de las aguas del estanque emergían los cuerpos de unos hombres, que me observaron con gran atención. Eran tres. Llevaban puestos sus impermeables y se mantenían muy quietos, con el agua a la cintura. Uno de ellos sostenía en la mano una vela encendida, mientras otro anotaba algo en su libreta. No dejaban de mirarme y comprendí, por su aspecto, que deberían ser policías. Tenían los semblantes muy graves, intensamente iluminados por la luz de la luna. Había un gran silencio alrededor y noté que los perros continuaban allí, a la expectativa. Uno de aquellos hombres —sin duda el jefe de ellos— dio unos pasos hacia la orilla y, apoyándose en el borde del estanque, me preguntó quién era yo, qué buscaba en aquel lugar a semejante hora y de qué modo había conseguido penetrar allí. “Estoy soñando”, le respondí. El hombre no pareció entender lo que yo decía y repetí con fuerza: “Estoy simplemente soñando”. 

E. and H. Heron (pseud. for Katherine and Hesketh Prichard): The story of Yand Manor House



LOOKING through the notes of Mr. Flaxman Low, one sometimes catches through the steel-blue hardness of facts, the pink flush of romance, or more often the black corner of a horror unnameable. The following story may serve as an instance of the latter. Mr. Low not only unravelled the mystery at Yand, but at the same time justified his life-work to M. Thierry, the well-known French critic and philosopher.

At the end of a long conversation, M. Thierry, arguing from his own standpoint as a materialist, had said:

"The factor in the human economy which you call 'soul' cannot be placed."

"I admit that," replied Low. "Yet, when a man dies, is there not one factor unaccounted for in the change that comes upon him? Yes! For though his body still exists, it rapidly falls to pieces, which proves that that has gone which held it together."

The Frenchman laughed, and shifted his ground.

"Well, for my part, I don't believe in ghosts! Spirit manifestations, occult phenomena -- is not this the ashbin into which a certain clique shoot everything they cannot understand, or for which they fail to account?"

"Then what should you say to me, Monsieur, if I told you that I have passed a good portion of my life in investigating this particular ashbin, and have been lucky enough to sort a small part of its contents with tolerable success?" replied Flaxman Low.

"The subject is doubtless interesting -- but I should like to have some personal experience in the matter," said Thierry dubiously.

"I am at present investigating a most singular case," said Low. "Have you a day or two to spare?"

Thierry thought for a minute or more.

"I am grateful," he replied. "But, forgive me, is it a convincing ghost?"

"Come with me to Yand and see. I have been there once already, and came away for the purpose of procuring information from MSS. to which I have the privilege of access, for I confess that the phenomena at Yand lie altogether outside any former experience of mine."

Low sank back into his chair with his hands clasped behind his head -- a favourite position of his -- and the smoke of his long pipe curled up lazily into the golden face of an Isis, which stood behind him on a bracket. Thierry, glancing across, was struck by the strange likeness between the faces of the Egyptian goddess and this scientist of the nineteenth century. On both rested the calm, mysterious abstraction of some unfathomable thought. As he looked, he decided.

"I have three days to place at your disposal."

José Carlos Canalda: Nudismo integral

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Ser comerciante independiente tiene innegables ventajas; no estás sometido al arbitrio ni a los caprichos de nadie y puedes vagar libremente por todos los mundos de la galaxia sin estar sometido a más voluntad que la tuya propia. Para alguien con un carácter tan indómito como el mío, ésta es una bendición del cielo que no cambiaría por nada.

Pero también tiene, no cabe duda, sus inconvenientes, algunos de los cuales resultan ser bastante importantes como para no ser tenidos en cuenta. Y lo peor no son, como pudiera pensarse, las malas rachas que a todos nosotros nos ha tocado atravesar alguna vez. Como es sabido, el descubrimiento repentino de los motores hiperlumínicos provocó una expansión caótica y explosiva de la humanidad que se tradujo en la aparición de multitud de nuevas colonias en mundos vírgenes, cada cual sujeta a su libre albedrío —aún hoy el gobierno de la Tierra es incapaz de domeñar a la mayor parte de ellas— y, en muchas ocasiones, evolucionada según parámetros que cualquier visitante consideraría, como poco, heterodoxos, cuando no decididamente aberrantes. De hecho, la Gran Expansión permitió que todos los grupos sociales minoritarios del planeta madre, que hasta entonces habían vegetado cuando no habían sido abiertamente perseguidos, pudieran poner en pie sus propias y particulares utopías sin que nadie viniera a impedírselo.

Algunos fracasaron, otros fueron reconducidos hacia la normalidad y otros, por último, lograron salir adelante pese a todo pronóstico, consolidando sus peculiares maneras de entender la vida. Esto hizo que la vasta región de la galaxia colonizada por la especie humana, y en especial los mundos más alejados y por ello más a salvo de las corrientes imperialistas que desde hacía mucho dominaban en la Tierra, se convirtiera en un variopinto mosaico de culturas y sociedades capaces, según los casos, de escandalizar hasta al más templado.

Éstos suelen ser también los mundos en los que nuestra actividad es más rentable, ya que al tratarse de planetas aislados —la mayor parte de las veces voluntariamente— de sus vecinos, los comerciantes independientes somos su única fuente de mercancías y suministros provenientes del exterior, amén de los únicos extranjeros tolerados en sus particulares paraísos. En contraprestación, lo único que se nos exige es que respetemos escrupulosamente los tabúes locales, algo que no siempre resulta fácil dado lo estrambótico de sus costumbres.

Éste es precisamente el caso de Edén, un planeta rico en toda clase de materias primas, a la par que ávido de productos manufacturados procedentes del exterior, poblado por los descendientes de una secta religiosa radical que, en su fanatismo, pretendía retornar a las idílicas condiciones de vida que, según ellos, reinaban en el Paraíso Terrenal antes de que Adán y Eva cometieran el nefando Pecado Original. Sus intentos de imitación habían llegado a tal extremo que, argumentando que nuestros primeros padres iban desnudos, se habían convertido por decisión propia en la primera religión nudista integral, prohibiéndose cualquier tipo de vestimenta e incluso la menor pieza de tela capaz de cubrir siquiera una mínima parte del cuerpo. Y esto rezaba, por supuesto, no sólo para los nativos, sino también para los escasos visitantes a los que se les permitía la entrada.

Joaquim Ruyra i Oms: Avís Misteriós

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No sabia pas quina hora era, ni tenia certesa de que fos vespre o matinada; però em semblava que no feia gaire que m'havia llevat. Un ensopiment estrany, pesat, morbós, entorpia el meu cervell. Al mateix temps sentia cert disgust fondo, certa pena aclaparadora; mes no en podia recordar les causes. No em recordava de res, de res absolutament. En va m'esforçava a escorcollar les foscors de la meva imaginació, cercant-hi alguna no ben apagada remembrança. Era inútil. No aconseguia més que augmentar el meu neguit, la meva fonda pena.

El dia era trist. Ensostrava el cel una nuvolada d'un gris fosc, que sols deixava passar una claror esmortuïda.

M'esdevingué la sospita de que estava nevant, i, per assegurar-me'n, vaig sortir a la finestra i escampí per defora la mirada de mos ulls tèrbols. Bella estona vaig haver d'ullejar per assolir el convenciment de que no hi havia neu enlloc. Les meves percepcions eren sordes i penoses. Romanguí contemplant la negror dels boscos, que s'estenia davant meu, i vaig pensar: -Són els boscos de Montnegre. És que sóc al mas.- I, com si no n'estigués ben segur, vaig repetir-me en alta veu: -Sí, sí: sóc al mas Sàbat.

Pensant que tal volta la soledat me corprenia, vaig anar a la recerca de gent. Vaig entrar a la cuina: una cuina gran, negra, fumosa, amb el pis de roca i terrer, i el sostre altíssim i de canyes ensutjades. Allí, sota l'ample vogi acampanat de la xemeneia, vaig veure asseguts en el banc escon el masover i la masovera. Ambdós estaven amb els braços plegats sobre el pit, sense dir-se un mot, seriosos, capbaixos i grocs, molt grocs. Pel moviment quasi imperceptible de sos llavis comprenguí que resaven. ¿Seria un rastre de llàgrimes la lluentor que serpejava per la galta de la masovera? Allí es passava un gran disgust, un disgust que jo el sentia encara que no en recordés els motius.

Mentre examinava aquella escena amb un esporuguiment inexplicable, vaig reparar en el fons d'un passadís la figura esvelta, grave i melangiosa de la meva mare. Tota traspostada i esblanqueïda, la simpàtica dama vingué cap a mi, m'abraçà i estampà en mon front un llarguíssim petó. Sos llavis eren freds com una flor d'aloc mullada per l'aigua-ros del novembre. Sos ulls grossos i serens expressaven una tristesa incomprensible. Jo em posí a plorar en sos braços… mes no sabia pas per què.

-No podem entretenir-nos més- va dir-me a mitja veu. I ambdós sortírem de la casa, i caminàrem… caminàrem… Recordo que no feia un alè de vent. Les fulles seques dels polls i carolines, al rompre's de les branques, queien a plom com ocells morts. ¿A on ens encaminàvem, per la ribera d'aquells torrents solitaris?

Les boscúries s'anaven acostant. Entràrem dins un bagueny rònec, ombradís, poblat de grossos suros vells i esparracats. Era la sureda vella de Montigalà; una sureda improductiva, que no s'era carbonada perquè els carretatges hagueren pujat més que la mercaderia. S'havia deixat que aquells arbres gegantins anessin morint per llur saó, i tal volta feia més d'un segle que malaltejaven. Prou que la coneixia, jo, la sureda vella de Montigalà, paratge paorós, on no havia sentit mai refilar cap moixó ni cantar cap llenyataire. Allí l'aire era humit i estava impregnat de fetors de rescloïment i de floridura, semblants a les que es perceben en una cambra habitada per miserables.

Edward Frederic Benson: Monkeys

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Dr. Hugh Morris, while still in the early thirties of his age, had justly earned for himself the reputation of being one of the most dexterous and daring surgeons in his profession, and both in his private practice and in his voluntary work at one of the great London hospitals his record of success as an operator was unparalleled among his colleagues. He believed that vivisection was the most fruitful means of progress in the science of surgery, holding, rightly or wrongly, that he was justified in causing suffering to animals, though sparing them all possible pain, if thereby he could reasonably hope to gain fresh knowledge about similar operations on human beings which would save life or mitigate suffering; the motive was good, and the gain already immense. But he had nothing but scorn for those who, for their own amusement, took out packs of hounds to run foxes to death, or matched two greyhounds to see which would give the death-grip to a single terrified hare: that, to him, was wanton torture, utterly unjustifiable. Year in and year out, he took no holiday at all, and for the most part he occupied his leisure, when the day's work was over, in study.

He and his friend Jack Madden were dining together one warm October night at his house looking on to Regent's Park. The windows of his drawing-room on the ground-floor were open, and they sat smoking, when dinner was done, on the broad window-seat. Madden was starting next day for Egypt, where he was engaged in archæological work, and he had been vainly trying to persuade Morris to join him for a month up the Nile, where he would be engaged throughout the winter in the excavation of a newly-discovered cemetery across the river from Luxor, near Medinet Habu. But it was no good.

"When my eye begins to fail and my fingers to falter," said Morris, "it will be time for me to think of taking my ease. What do I want with a holiday? I should be pining to get back to my work all the time. I like work better than loafing. Purely selfish."

"Well, be unselfish for once," said Madden. "Besides, your work would benefit. It can't be good for a man never to relax. Surely freshness is worth something."

"Precious little if you're as strong as I am. I believe in continual concentration if one wants to make progress. One may be tired, but why not? I'm not tired when I'm actually engaged on a dangerous operation, which is what matters. And time's so short. Twenty years from now I shall be past my best, and I'll have my holiday then, and when my holiday is over, I shall fold my hands and go to sleep for ever and ever. Thank God, I've got no fear that there's an after-life. The spark of vitality that has animated us burns low and then goes out like a windblown candle, and as for my body, what do I care what happens to that when I have done with it? Nothing will survive of me except some small contribution I may have made to surgery, and in a few years' time that will be superseded. But for that I perish utterly."

Madden squirted some soda into his glass.

"Well, if you've quite settled that—" he began.

"I haven't settled it, science has," said Morris. "The body is transmuted into other forms, worms batten on it, it helps to feed the grass, and some animal consumes the grass. But as for the survival of the individual spirit of a man, show me one tittle of scientific evidence to support it. Besides, if it did survive, all the evil and malice in it must surely survive too. Why should the death of the body purge that away? It's a nightmare to contemplate such a thing, and oddly enough, unhinged people like spiritualists want to persuade us for our consolation that the nightmare is true. But odder still are those old Egyptians of yours, who thought that there was something sacred about their bodies, after they were quit of them. And didn't you tell me that they covered their coffins with curses on anyone who disturbed their bones?"

Ánxel Fole: ¡Viña do alén!

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Fora na feira de Rubián. Entón adicábame a mercar e vender gado. Ganabahastra vinte pesos por semá tratando nos bois... Era polo mes de xaneiro. Xa asaran os Reises.
Eu i outros tratantes xantáramos en cas do Tumbarán. Bon xantar, e que Dios nono-lo dea pior. Chourizos con cachelos e viño de Lor. Eramos catro: o Chinchas, Pelandrusco, o Fogueteiro i eu. Come que come, bebe que bebe, xoga que xoga. O Pelandrusco chegounos a melar un tras outro. Esquencinme de decirlles que xogábamos nun cuarto do piso. Xa vendéramos todo o gado que trouguéramos. Pechámo-la porta tras nós; e xa comprenderán por qué. Ondia hai cartos hai que ter moito procuro. Non coiden que é unha broma. Bueno ... Veña un trago ... Alí había un home ... Non sei que cousa de raro lle atopaba ó seu vestido. Dende logo, non era xa do noso tempo. Levaba unha chaqueta de pana moura ribeteada de alpaca ... Aínda traguía unha asín a muller de don Ánguele, o boticario de Bóveda. I unha camisa almidonada ... Déixenme acordare. Un chaleque color tabaco. E antiparras. Era un home que tería sesenta anos pouco máis ou menos. E parecía home de carreira. Coma todos nós, estaba coas cartas na man. Non daba fala. Dábame medo ... E moito máis me deu.
Iba un tute, mais outramente non sei quen ganaba. O Chinchas remataba de cantare as coarenta, berrando moi forte; o Fogueteiro petaba co puño na mesa; eu... eu erguía a testa pra fitar aquil home ... Xa non estaba alí! Ollei pra un lado e pra outro. Nada. Nin que o levara o demo. Abofé que non me sentía ben. Non poiden menos de pedirlles ós meus compañeiros que deixasen de xogare: 
-Non víchedes un home xa vello, de chaqueta moura, un case nada rabena, que estaba xogando cara min, co correlo prá porta? Con quen de vós veu? Fai un intre que desapareceu, i eu non sentín abri-la porta. Quen o viu marchar? Naide o vira, ou naide reparara nil. Puxéronse todos a conta-los cartos.
Despois de moitas contas parecía que non faltaban nin dous reás.
Erguinme. A xanela i a porta estaban pechadas. Non entendía aquilo. Mais cando din a volta pra me volver a sentare, ollei pra un gran retrato de marco doirado que estaba na parede, á esquerda da xanela. Era igoaliño! Ó fixarme nil sentín unha friaxe no carreguizo, coma cando soupera, faguía moitos anos, que me tocaba fague-lo servicio na terra de mouros. Todos calaban. Ouvín a voz do Pelandrusco:
-Esquence iso. Debéronte ameigar cando saliches da casa. Así Dios me salve.
Mais eu non estaba pra risas. Aquil home era o do cuadro! Boteime fóra, e fun busca-lo Tumbarón á taberna, que estaba no baixo. Moitos feirantes había nila.
O taberneiro i as súas fillas despachaban cafeses, copas, vasos, pantrigo, queixo ... Eu debía estar moi pálido, porque o Tumbarón perguntoume:
-E que che pasa? Vaiche mal?Queres unha copiña de augardente de herbas? Éche moi boa pra os males súpetos.

Ricardo Acevedo Esplugas - Salomé Guadalupe Ingelmo: Impedimento non mi piega


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Medita el mono
a lo largo de la noche
¿Cómo atrapar la luna?
Masaoka Shiki


Haga usted algo, doctor ‒le ruega Leocadia a Arrieta‒. Va cada día a peor. Ahora, además de estas figuras repulsivas de las paredes, dibuja mozos con alas en los papeles. Se ha significado tanto y es tan difícil la relación con la corte… Imágenes del demonio... Quién sabe lo que podría pensar la Santa Inquisición si las vieran.

Está bonita esta noche, ¿verdad? ‒señala fascinado a la luna‒. A usted se lo cuento, Arrieta, porque, además de amigo, es hombre de ciencia. Sabrá entenderlo. Todo visionario parece loco a los ojos de este mundo podrido que prohíbe soñar. Pero yo no pretendo un pueril juguete, un ingenio con el que revolotear sobre este reino miserable como un murciélago ciego. No. Hay que escapar de esta tierra estéril, lejos de sus limitados hombres. Muchos lo han ido anunciando hace tiempo. Dejando mensajes para quien quisiese verlos. El Bosco, da Vinci…. Quizá los más avispados nos estén esperando ya allí arriba.
Goya, súbitamente rejuvenecido, mira esperanzado hacia el cielo. Ya no escucha el soliloquio de Arrieta: “La Luna es un lugar terrible, escarpado. Apenas hay aire y el frío te mataría. Sin embargo en…”
—La Luna no desea quemarte; puedes mirarla todo el tiempo. Está hecha de nácar y sus edificios son de coral: domos colosales adonde acuden los grandes pensadores de todas las épocas. En la Luna no vuelan las balas de cañón, por lo que no caben las guerras y el oxígeno no arde. ¡Adiós a la Santa Inquisición!
El doctor trata de apagar sus requiebros con linimentos y paños calientes.
—Estás delirando, amigo. Son las fiebres.
—¡Llévame contigo, bella Asmodea! ¡Llévame contigo más allá de Nínive, hasta aquella gran roca en la Luna!
Era el 16 de abril de 1828. Nadie pareció distinguir la figura embozada en rojas sedas que aguardaba posada sobre el alféizar.

Tales of Mystery and Imagination