Tales of Mystery and Imagination

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Julio Cortázar: cuello de gatito negro

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Por lo demás no era la primera vez que le pasaba, pero de todos modos siempre había sido Lucho el que llevaba la iniciativa, apoyando la mano como al descuido para rozar la de una rubia o una pelirroja que le caía bien, aprovechando los vaivenes en los virajes del metro y entonces por ahí había respuesta, había gancho, un dedito se quedaba prendido un momento antes de la cara de fastidio o indignación, todo dependía de tantas cosas, a veces salía bien, corría, el resto entraba en el juego como iban entrando las estaciones en las ventanillas del vagón, pero esa tarde pasaba de otra manera, primero que Lucho estaba helado y con el pelo lleno de nieve que se había derretido en el andén y le resbalaban gotas frías por dentro de la bufanda, había subido al metro en la estación de la rue du Bac sin pensar en nada, un cuerpo pegado a tantos otros esperando que en algún momento fuese la estufa, el vaso de coñac, la lectura del diario antes de ponerse a estudiar alemán entre siete y media y nueve, lo de siempre salvo ese guantecito negro en la barra de apoyo, entre montones de manos y codos y abrigos un guantecito negro prendido en la barra metálica y él con su guante marrón mojado firme en la barra para no írsele encima a la señora de los paquetes y la nena llorona, de golpe la conciencia de que un dedo pequeñito se estaba como subiendo a caballo por su guante, que eso venía desde una manga de piel de conejo más bien usada, la mulata parecía muy joven y miraba hacia abajo como ajena, un balanceo más entre el balanceo de tantos cuerpos apelmazados; a Lucho le había parecido un desvío de la regla más bien divertido, dejó la mano suelta, sin responder, imaginando que la chica estaba distraída, que no se daba cuenta de esa leve jineteada en el caballo mojado y quieto. Le hubiera gustado tener sitio suficiente como para sacar el diario del bolsillo y leer los titulares donde se hablaba de Biafra, de Israel y de Estudiantes de la Plata, pero el diario estaba en el bolsillo de la derecha y para sacarlo hubiera tenido que soltar la mano de la barra, perdiendo el apoyo necesario en los virajes, de manera que lo mejor era mantenerse firme, abriéndole un pequeño hueco precario entre sobretodos y paquetes para que la nena estuviera menos triste y su madre no le siguiera hablando con ese tono de cobrador de impuestos.

Casi no había mirado a la chica mulata. Ahora le sospechó la mata de pelo encrespado bajo la capucha del abrigo y pensó críticamente que con el calor del vagón bien podía haberse echado atrás la capucha, justamente cuando el dedo le acariciaba de nuevo el guante, primero un dedo y luego dos trepándose al caballo húmedo. El viraje antes de Montparnasse-Bienvenue empujó a la chica contra Lucho, su mano resbaló del caballo para apretarse a la barra, tan pequeña y tonta al lado del gran caballo que naturalmente le buscaba ahora las cosquillas con un hocico de dos dedos, sin forzar, divertido y todavía lejano y húmedo. La muchacha pareció darse cuenta de golpe (pero su distracción, antes, también había tenido algo de repentino y de brusco), y apartó un poco más la mano, mirando a Lucho desde el oscuro hueco que le hacía la capucha para fijarse luego en su propia mano como si no estuviera de acuerdo o estudiara las distancias de la buena educación. Mucha gente había bajado en Montparnasse-Bienvenue y Lucho ya podía sacar el diario, solamente que en vez de sacarlo se quedó estudiando el comportamiento de la manita enguantada con una atención un poco burlona, sin mirar a la chica que otra vez tenía los ojos puestos en los zapatos ahora bien visibles en el piso sucio donde de golpe faltaban la nena llorona y tanta gente que se estaba bajando en la estación Falguière. El tirón del arranque obligó a los dos guantes a crisparse en la barra, separados y obrando por su cuenta, pero el tren estaba detenido en la estación Pasteur cuando los dedos de Lucho buscaron el guante negro que no se retiró como la primera vez sino que pareció aflojarse en la barra, volverse todavía más pequeño y blando bajo la presión de dos, de tres dedos, de toda la mano que se subía en una lenta posesión delicada, sin apoyar demasiado, tomando y dejando a la vez, y en el vagón casi vacío ahora que se abrían las puertas en la estación Volontaires, la muchacha girando poco a poco sobre un pie enfrentó a Lucho sin alzar la cara, como mirándolo desde el guantecito cubierto por toda la mano de Lucho, y cuando al fin lo miró, sacudidos los dos por un barquinazo entre Volontaires y Vaugirard, sus grandes ojos metidos en la sombra de la capucha estaban ahí como esperando, fijos y graves, sin la menor sonrisa ni reproche, sin nada más que una espera interminable que vagamente le hizo mal a Lucho.

Willa Cather: A tale of the white pyramid

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[I, Kakau, son of Ramenka, high priest of Phtahah in the great temple at Memphis, write this, which is an account of what I, Kakau, saw on the first day of my arrival at Memphis, and the first day of my sojourn in the home of Rui, my uncle, who was a priest of Phtahah before me.]

As I drew near the city the sun hung hot over the valley which wound like a green thread toward the south. On either side the river lay the fields of grain, and beyond was the desert of yellow sand which stretched away to where the low line of Libian hills rose against the sky. The heat was very great, and the breeze scarce stirred the reeds which grew in the black mud down where the Nile, like a great tawny serpent, crept lazily away through the desert. Memphis stood as silent as the judgment hall of Osiris. The shops and even the temples were deserted, and no man stirred in the streets save the watchmen of the city. Early in the morning the people had arisen and washed the ashes from their faces, shaved their bodies, taken off the robes of mourning, and had gone out into the plain, for the seventy-two days of mourning were now over.

Senefrau the first, Lord of the Light and Ruler of the Upper and Lower Kingdoms, was dead and gathered unto his fathers. His body had passed into the hands of the embalmers, and lain for the allotted seventy days in niter, and had been wrapped in gums and spices and white linen and placed in a golden mummy case, and to-day it was to be placed in the stone sarcophagus in the white pyramid, where it was to await its soul.

Early in the morning, when I came unto the house of my uncle, he took me in his chariot and drove out of the city into the great plain which is north of the city, where the pyramid stood. The great plain was covered with a multitude of men. There all the men of the city were gathered together, and men from all over the land of Khem. Here and there were tethered many horses and camels of those who had come from afar. The army was there, and the priesthood, and men of all ranks; slaves, and swineherds, and the princes of the people. At the head of the army stood a tall dark man in a chariot of ivory and gold, speaking with a youth who stood beside the chariot.

"It is Kufu, the king," said Rui, "mensay that before the Nile rises again he will begin to build a pyramid, and that it will be such a one as men have never seen before, nor shall we afterwards."

"Who is he that stands near unto the king, and with whom the king speaks?" I asked. Then there came a cloud upon the face of Rui, the brother of my father, and he answered and said unto me:

José María Latorre: La sonrisa púrpura

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... entró y vio los secretos de la ignota tierral vio los lechos de los muertos...
William Blake

Cuando Thomas John Pettigrew fue llamado a presentarse con premura en el castillo de Windsor en la mañana del 8 de febrero de 1821, estaba lejos de sospechar que eso iba a involucrarlo en unos sucesos extraordinarios que le harían dudar de su sentido de la realidad. La invitación, cursada por Caroline, la esposa del nuevo monarca todavía no coronado, George IV, le había llegado el día anterior de manos de un lacayo y en ella no se hacía referencia al motivo de que se le requiriera con apremio; sólo apuntaba que debía acudir provisto de su instrumental. Aunque la nota le produjo extrañeza había procurado no pensar en eso, ni aun por la noche en la cama, hasta el momento de acudir allí, pero cuando al punto de la mañana el coche tirado por dos caballos enviado por Caroline lo llevaba a Windsor sintió crecer su curiosidad. Estaba seguro de que la llamada no tenía que ver con problemas cortesanos, porque nunca había tenido relaciones con la realeza ni la aristocracia y su vida transcurría con placidez, dedicado como estaba al ejercicio de la medicina, terreno en el que -eso no se le escapaba— había adquirido cierta notoriedad.
«Probablemente me ha llamado por algo relacionado con un problema de salud; de ahí que deba ir con mi instrumental», pensó, no sin un cierto asomo de vanidad.
Lo que sí sabía, pues era el principal tema de conversación en las reuniones a las que había asistido desde la reciente muerte de George III, era que el rey y su esposa hacían vidas separadas, y se comentaba con repugnante malicia que George habría compartido el trono de mejor gana con una cualquiera de sus muchas amantes, y Caroline la cama con uno de los suyos. No era ningún secreto que la pareja apenas se relacionaba, y el hecho de que la mujer llevara viviendo unas semanas en Windsor parecía indicar que se trataba de un gesto inducido por George para acallar las murmuraciones, por lo menos hasta el día de la coronación, fijado para el 19 de julio. Se rumoreaba que la mujer se hallaba de viaje por Europa acatando órdenes de su marido, quien la quería mantener alejada de Londres, pero aquella nota era una prueba irrefutable de que no era así. «La atmósfera de malestar que en tales circunstancias debe de respirar Caroline en el castillo puede afectar a su salud», siguió reflexionando Pettigrew. «Pero... ¿por qué me ha llamado precisamente a mí en lugar de a uno de los médicos de la corte? ¿Es posible que las opiniones sobre mi trabajo hayan llegado al castillo?»
Esa mañana la bruma era tan intensa que impedía ver los árboles a ambos lados del camino, y tan hedionda que Pettigrew se dijo que era como si las aguas del Támesis fueran un depósito de cadáveres descompuestos. Cada vez que, para observar el paisaje, aproximaba su cabeza al cristal de la ventanilla acariciándolo con las mejillas o con la frente hasta sentir en sus entrañas el frío del vidrio, veía los árboles convertidos en unas sombras informes, haciéndole pensar en un ejército fantasmal acechante del paso de viajeros, y advertía que la niebla se hacía cada vez más espesa, hasta el punto de que temió sufrir un accidente, si bien se daba cuenta de que el cochero tenía cuidado de no azuzar en demasía a los caballos. Sentía como si el coche lo estuviera llevando a un destino incierto internándose por tierras desconocidas. No le gustaba alejarse de Londres, y menos aún viajar. Se sentía a gusto con sus costumbres, contaba con una distinguida clientela en la ciudad, y por ese motivo había rechazado una propuesta que le había hecho su amigo italiano Giovanni Battista Belzoni para viajar juntos a Egipto a la llegada del otoño con el propósito de cultivar su compartido interés por las momias y por otros hallazgos pertenecientes a la antigüedad de ese país. Egipto le agradaba, pero visto desde Londres, con la pipa de opio preparada, un buen libro en las manos y el fuego de la chimenea caldeando la habitación.
Ese pensamiento le hizo sentirse mejor, como si el evocado ambiente de su casa se hubiera trasladado mágicamente al interior del coche. Cuando éste se detuvo por unos instantes, oyó piafar a los caballos y cerró los ojos después de apoyar la cabeza en el respaldo. Windsor distaba pocas millas de la ciudad e hizo el resto del viaje sumido en un estado próximo a la ensoñación, mecido por el traqueteo y tratando de no pensar en nada que no fuera su trabajo. La niebla tampoco le dejó ver el castillo en lo alto de una colina que se elevaba orgullosa desde el Támesis, pero conforme el coche se aproximaba a él por el neblinoso camino se iba haciendo más visible, aunque siempre en forma de gigantesca sombra. Nunca había estado en aquel lugar, al que sólo conocía por medio de un cuadro de su amigo John Constable, quien lo había pintado atraído por la belleza del paisaje. Y ya no apartó la mirada de la mole hasta que el coche, con él dentro, pasó a formar parte del castillo. Por un momento tuvo la extraña sensación de que ambos habían sido adheridos mágicamente en otro cuadro al patio de piedra, a los pies de una torre cilindrica engullida en su parte superior por la bruma.

Algernon Blackwood: The Invitation

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They bumped into one another by the swinging doors of the little Soho restaurant, and, recoiling sharply, each made a half-hearted pretence of lifting his hat (it was French manners, of course, inside).
Then, discovering that they were English, and not strangers, they exclaimed, “Sorry!” and laughed. “Hulloa! It’s Smith!” cried the man with the breezy manner; “and when did you get back?” It sounded as though “Smith” and “ you” were different persons. “I haven’t seen you for months!” They shook hands cordially.
“Only last Saturday on the Rollitania,” answered the man with the pince-nez. They were acquaintances of some standing. Neither was aware of anything in the other he disliked. More positive cause for friendship there was none. They met, however, not infrequently.
“Last Saturday! Did you really?” exclaimed the breezy one; and, after an imperceptible pause which suggested nothing more vital, he added, “And had a good time in America, eh?”
“Oh! Not bad, thanks—not bad at all.” He likewise was conscious of a rather barren pause. “Awful crossing, though,” he threw in a few seconds later with a slight grimace.
“Ah! At this time of year, you know—” said Breezy, shaking his head knowingly; “though sometimes, of course, one has better trips in winter than in summer.
I crossed once in December when it was like a millpond the whole blessed way.”
They moved a little to one side to let a group of Frenchmen enter the swinging doors.
“It’s a good line,” he added, in a voice that settled the reputation of the steamship company for ever. “By Jove, it’s a good line.”
“Oh! It’s a good line, yes,” agreed Pince-nez, gratified to find his choice approved. He shifted his glasses modestly. The discovery reflected glory upon his judgment. “
And such an excellent table!”
Breezy agreed heartily. “I’d never cross now on any other,” he declared, as though he meant the table.
“You’re right.”
This happy little agreement about the food pleased them both; it showed their judgment to be sound; also
it established a ground of common interest—a link— something that gave point to their little chat, and made it seem worth while to have stopped and spoken. They rose in one another’s estimation. The chance meeting ought to lead to something, perhaps.
Yet neither found the expected inspiration; for neither an fond had anything to say to the other beyond
passing the time of day.
“Well,” said Pince-nez, lingeringly but very pleasantly, making a movement towards the doors; “I suppose I must be going in. You—er—you’ve had lunch, of course?”

Alejo Carpentier: Los fugitivos

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I

El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro ––nunca le habían llamado sino Perro–– estaba cansado. Se revoleó entre las yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omóplatos. Las sombras se hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las campanas del ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En el valle, la neblina y el humo eran una misma inmovilidad azulosa, sobre la que flotaban cada vez más siluetas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros, la torre de la iglesia, y las luces que parecían encenderse en el fondo de un lago. Perro tenía hambre. Pero hacia allá, había olor a hembra. A veces lo envolvía aún el olor a negro. Pero el olor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se imponía a todos los demás. Las patas traseras de Perro se espigaron, haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al pie del costillar, en el ritmo de un jadeo corto y ansioso. Las frutas, demasiado llenas de sol, caían aquí y allá, con un ruido mojado, esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpas tibias.

Perro se echó a correr hacia el monte, con la cola gacha, como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando su propio sentido de orientación. Pero olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa que a veces volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas por la fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un poco de tierra, recién barrida por una cola. De pronto, Perro se desvió de la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía, para arrojarse sobre un hurón. Con dos sacudidas, que sonaron a castañuela en un guante, le quebró la columna vertebral, arrojándolo contra un tronco... Pero se detuvo de súbito, dejando una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, descendían de la montaña.

No eran los de la jauría del ingenio. El acento era distinto, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaznate, enronquecido por fauces potentes. En alguna parte se libraba una batalla de machos que no llevaban, como Perro, un collar con púas de cobre con una placa numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alobunadas que todo lo que hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a correr en sentido inverso, hasta que las plantas se pintaron de luna. Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y ahí estaba el negro, en efecto, con su calzón rayado, boca abajo, dormido. Perro estuvo por lanzarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada, en medio de un gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y literas de paja. Pero arriba, no se sabía dónde, proseguía la pelea de los machos. Al lado del cimarrón quedaban huesos de costillas roídas. Perro se acercó lentamente, con las orejas desconfiadas, decidido a arrebatar a las hormigas algún sabor de carne. Además aquellos otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más valía permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del sur, sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres vueltas sobre sí mismo y se ovilló, rendido. Sus patas corrieron un sueño malo. Al alba, Cimarrón le echó un brazo por encima, con gesto de quien ha dormido mucho con mujeres. Perro se arrimó a su pecho, buscando calor. Ambos seguían en plena fuga, con los nervios estremecidos por una misma pesadilla. La fina araña, que había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la copa del almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.

Clark Ashton Smith: Master of the Asteroid

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Man's conquest of the interplanetary gulfs has been fraught with many tragedies. Vessel after vessel, like venturous motes, disappeared in the infinite — and had not returned. Inevitably, for the most part, the lost explorers have left no record of their fate. Their ships have flared as unknown meteors through the atmosphere of the further planets, to fall like shapeless metal cinders on a never-visited terrain; or have become the dead, frozen satellites of other worlds or moons. A few, perhaps, among the unreturning fliers, have succeeded in landing somewhere, and their crews have perished immediately, or survived for a little while amid the inconceivably hostile environment of a cosmos not designed for men.

In later years, with the progress of exploration, more than one of the early derelicts has been descried, following a solitary orbit; and the wrecks of others have been found on ultraterrene shores. Occasionally — not often — it has been possible to reconstruct the details of the lone, remote disaster. Sometimes, in a fused and twisted hull, a log or record has been preserved intact. Among others, there is the case of the Selenite, the first known rocket ship to dare the zone of the asteroids.

At the time of its disappearance, fifty years ago, in 1980, a dozen voyages had been made to Mars, and a rocket base had been established in Syrtis Major, with a small permanent colony of terrestrials, all of whom were trained scientists as well as men of uncommon hardihood and physical stamina.

The effects of the Martian climate, and the utter alienation from familiar conditions, as might have been expected, were extremely trying and even disastrous. There was an unremitting struggle with deadly or pestiferous bacteria new to science, a perpetual assailment by dangerous radiations of soil, and air and sun. The lessened gravity played its part also, in contributing to curious and profound disturbances of metabolism.

The worst effects were nervous and mental. Queer, irrational animosities, manias or phobias never classified by alienists, began to develop among the personnel at the rocket base.

Violent quarrels broke out between men who were normally controlled and urbane. The party, numbering fifteen in all, soon divided into several cliques, one against the others; and this morbid antagonism led at times to actual fighting and even bloodshed.

One of the cliques consisted of three men, Roger Colt, Phil Gershom and Edmond Beverly. These three, through banding together in a curious fashion, became intolerably antisocial toward all the others. It would seem that they must have gone close to the borderline of insanity, and were subject to actual delusions. At any rate, they conceived the idea that Mars, with its fifteen Earthmen, was entirely too crowded. Voicing this idea in a most offensive and belligerent manner, they also began to hint their intention of faring even further afield in space.

Their hints were not taken seriously by the others, since a crew of three was insufficient for the proper manning of even the lightest rocket vessel used at that time. Colt, Gershom and Beverly had no difficulty at all in stealing the Selenite, the smaller of the two ships then reposing at the Syrtis Major base. Their fellow-colonists were aroused one night by the cannon-like roar of the discharging tubes, and emerged from their huts of sheet-iron in time to see the vessel departing in a fiery streak toward Jupiter.

Guillermo Samperio: Ella habitaba un cuento

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a Fernando Ferreira de Loanda

Cuando creemos soñar y estamos despiertos,
sentimos un vértigo en la razón.
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares


Durante las primeras horas de la noche, el escritor Guillermo Segovia dio una charla en la Escuela de Bachilleres, en Iztapalapa. Los alumnos de Estética, a cargo del joven poeta Israel Castellanos, quedaron contentos por la detallada intervención de Segovia. El profesor Castellanos no dudó agradecer y elogiar ante ellos el trabajo del conferencista. Quien estuvo más a gusto fue el mismo Segovia, pues si bien antes de empezar experimentó cierto nerviosismo, en el momento de exponer las notas que había preparado con dos días de anticipación, sus palabras surgieron firmes y ágiles. Cuando un muchacho preguntó sobre la elaboración de personajes a partir de gente real, Guillermo Segovia lamentó para sí que la emoción y la confianza que lo embargaban no hubieran aparecido ante público especializado. Tal idea vanidosa no impidió que gustara de cierto vértigo por la palabra creativa y aguda, ese espacio donde lo teórico y sus ejemplos fluyen en un discurso denso y al mismo tiempo sencillo. Dejó que las frases se enlazaran sin tener demasiada conciencia de ellas; la trama de vocablos producía una obvia dinámica, independiente del expositor.

Guillermo Segovia acababa de cumplir treinta y cuatro años; tenía escritos tres libros de cuentos, una novela y una serie de artículos periodísticos publicados en el país y en el extranjero, especialmente en París, donde cursó la carrera de letras. Había vuelto a México seis años antes del día de su charla en Bachilleres, casado con Elena, una joven investigadora colombiana, con quien tenía dos hijos. A su regreso, el escritor comenzó a trabajar en un periódico, mientras su esposa lo hacía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Rentaban una casita en el antiguo Coyoacán y vivían cómodamente.

Ya en el camino hacia su casa, manejando un VW modelo 82, Guillermo no podía recordar varios pasajes del final de su charla. Pero no le molestaba demasiado; su memoria solía meterlo en esporádicas lagunas. Además, iba entusiasmado a causa de un fragmento que sí recordaba y que podía utilizar para escribir un cuento. Se refería a esa juguetona comparación que había hecho entre un arquitecto y un escritor. “Desde el punto de vista de la creatividad, el diseño de una casa-habitación se encuentra invariablemente en el espacio de lo ficticio; cuando los albañiles empiezan a construirla, estamos ya ante la realización de lo ficticio. Una vez terminada, el propietario habitará su casa y la ficción del arquitecto. Ampliando mi razonamiento, podemos afirmar que las ciudades son ficciones de la arquitectura; a ello se debe que a ésta la consideren un arte. El arquitecto que habita una casa que proyectó y edificó es uno de los pocos hombres que tienen la posibilidad de habitar su fantasía. Por su lado, el escritor es artífice de la palabra, diseña historias y frases, para que el lector habite el texto. Una casa y un cuento deben ser sólidos, funcionales, necesarios, perdurables. En un relato, la movilidad necesita fluidez, por decirlo así, de la sala a la cocina, o de las recámaras al baño. Nada de columnas ni paredes inútiles. Las distintas secciones del cuento o de la casa deben ser indispensables y creadas con precisión. Se escribe literatura y se construyen hogares para que el hombre los habite sin dificultades.”

Guy de Maupassant: Auprès d'un mort

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Il s'en allait mourant, comme meurent les poitrinaires. Je le voyais chaque jour s'asseoir, vers deux heures, sous les fenêtres de l'hôtel, en face de la mer tranquille, sur un banc de la promenade. Il restait quelque temps immobile dans la chaleur du soleil, contemplant d'un œil morne la Méditerranée. Parfois il jetait un regard sur la haute montagne aux sommets vaporeux, qui enferment Menton ; puis il croisait, d'un mouvement très lent, ses longues jambes si maigres qu'elles semblaient deux os, autour desquels flottait le drap du pantalon, et il ouvrait un livre, toujours le même.

Alors il ne remuait plus, il lisait, il lisait de l'œil et de la pensée ; tout son pauvre corps expirant semblait lire, toute son âme s'enfonçait, se perdait, disparaissait dans ce livre jusqu'à l'heure où l'air rafraîchi le faisait un peu tousser. Alors il se levait et rentrait.

C'était un grand Allemand à barbe blonde, qui déjeunait et dînait dans sa chambre, et ne parlait à personne.

Une vague curiosité m'attira vers lui. Je m'assis un jour à son côté, ayant pris aussi, pour me donner une contenance, un volume des poésies de Musset.

Et je me mis à parcourir Rolla.

Mon voisin me dit tout à coup, en bon français :

— Savez-vous l'allemand, Monsieur ?

— Nullement, Monsieur.

— Je le regrette. Puisque le hasard nous met côte à côte, je vous aurais prêté, je vous aurais fait voir une chose inestimable : ce livre que je tiens là.

— Qu'est-ce donc ?

— C'est un exemplaire de mon maître Schopenhauer, annoté de sa main. Toutes les marges, comme vous le voyez, sont couvertes de son écriture.

Je pris le livre avec respect et je contemplai ces formes incompréhensibles pour moi, mais qui révélaient l'immortelle pensée du plus grand saccageur de rêves qui ait passé sur la terre.

Et les vers de Musset éclatèrent dans la mémoire :

Dors-tu content, Voltaire, et ton hideux sourire

Voltige-t-il encor sur tes os décharnés ?

Gabriel Jiménez Emán: Documento de muerte

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Recuerdo muy bien el día de mi muerte. Todos estaban tristes por lo trágico del accidente: mi automóvil pierde los frenos y da de lleno contra un camión.

Yo fui a verme en la urna. Era algo realmente horrendo observarse ahí dentro sin poder hacer nada para escapar. Créanme que sentí náuseas y el estómago se me anudó. Desde entonces no he podido dormir y cada día me siento peor.

Prometo firmemente que la próxima vez que me muera no iré a verme, pues se termina por no saber nada acerca de la muerte; y si se está muerto, por lo menos tiene uno el derecho de saberlo.

Vincent O'Sullivan: Master if Fallen Years



Several years ago, I was intimately acquainted with a young man named Augustus Barber. He was employed in a paper-box manufacturer's business in the city of London. I never heard what his father was. His mother was a widow and lived, I think, at Godalming; but of this I am not sure. It is odd enough that I should have forgotten where she lived, for my friend was always talking about her. Sometimes he seemed immensely fond of her; at other times almost to hate her; but whichever it was, he never left her long out of his conversation. I believe the reason I forget is that he talked so much about her that I failed at last to pay attention to what he said.

He was a stocky young man, with light-coloured hair and a pale, rather blotchy complexion. There was nothing at all extraordinary about him on either the material or spiritual side. He had rather a weakness for gaudy ties and socks and jewelry. His manners were a little boisterous; his conversation, altogether personal. He had received some training at a commercial school. He read little else than the newspapers. The only book I ever knew him to read was a novel of Stevenson's, which he said was "too hot for blisters."

Where, then, in this very commonplace young man, were hidden the elements of the extraordinary actions and happenings I am about to relate? Various theories offer; it is hard to decide. Doctors, psychologists whom I have consulted, have given different opinions; but upon one point they have all agreed—that I am not able to supply enough information about his ancestry. And, in fact, I know hardly anything about that.

This is not, either, because he was uncommunicative. As I say, he used to talk a lot about his mother. But he did not really inspire enough interest for anybody to take an interest in his affairs. He was there; he was a pleasant enough fellow; but when he had gone you were finished with him till the next time. If he did not look you up, it would never occur to you to go and see him. And as to what became of him when he was out of sight, or how he lived—all that, somehow, never troubled our heads.

What illustrates this is that when he had a severe illness a few years after I came to know him, so little impression did it make on anyone that I cannot now say, and nobody else seems able to remember, what the nature of the illness was. But I remember that he was very ill indeed; and one day, meeting one of his fellow clerks in Cheapside, he told me that Barber's death was only a question of hours. But he recovered, after being, as I heard, for a long time in a state of lethargy which looked mortal.

It was when he was out again that I—and not only myself but others—noticed for the first time that his character was changing. He had always been a laughing, undecided sort of person; he had a facile laugh for everything; he would meet you and begin laughing before there was anything to laugh at. This was certainly harmless, and he had a deserved reputation for good humor.

But his manners now became subject to strange fluctuations, which were very objectionable while they lasted. He would be overtaken with fits of sullenness in company; at times he was violent. He took to rambling in strange places at night, and more than once he appeared at his office in a very battered condition. It is difficult not to think that he provoked the rows he got into himself. One good thing was that the impulses which drove him to do such actions were violent rather than enduring; in fact, I often thought that if the force and emotion of these bouts ever came to last longer, he would be a very dangerous character. This was not only my opinion; it was the opinion of a number of respectable people who knew him as well as I did.

Santiago Eximeno: Ella trabaja en una guardería

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Ella trabaja en una guardería, él es gerente en una gran empresa. Han discutido por la niña, como siempre. Asia –así se llama su hija, el deseo confeso de su madre– está en una edad difícil: hace unos meses cumplió los dos años y, como dice su abuela, todos los días son fiesta. Rabietas y llantos continuos que doblegan una y otra vez a sus padres, que desmoronan los castillos de paciencia que con tanto cariño erigen, que les llevan hasta la temible frontera del odio. A veces, como hoy, ambos sienten la necesidad física de hacer daño. Ambos sienten odio.

Él siente deseos de romper cosas, de golpear en el rostro a su hija, de humillar a su mujer. Siente, en una palabra, odio. Pero lo controla, lo retiene y cuando llega a la oficina, canaliza todo ese odio sobre sus empleados: humillándolos, vejándolos, despreciándolos.

Ella ha aprendido a hacer lo mismo.

Él es gerente en una gran empresa.

Ella trabaja en una guardería.

Poppy Z. Brite: System Freeze

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Plodding toward the summit of Everest, high above Camp Three where every step felt like a life's work and every breath made her pray she'd be able to take the next one, Fria Canning saw her first dead body. It was a Japanese man in a red climbing suit, huddled in a fetal position beneath an outcropping of rock.
He must have been here since last season, maybe longer; at these altitudes it was almost impossible to retrieve the bodies of dead climbers, and the mountain became their sepulcher.
One of the man's mittens was gone, exposing a withered, clawlike hand. His face was as dark and scoured as the rock, a grimacing mask that no longer looked human. Fria had to unclip from the ropes to get around him. As she did, she said a quick silent prayer for him, a wish that the mountain spirit Chomolungma might welcome him, and then she kept climbing.
She didn't think of the corpse again until fifteen minutes later, because fifteen minutes later she was dying.
It happened so fast, only a heartbeat to break through the deceptive crust of snow, less than that to fall a hundred feet, and then the shock of impact. Fria felt something snap in her thigh, something give in her shoulder. She'd plunged into a hidden crevasse, landed on some sort of ledge deep within the ice. Her harness had been attached to the ropes, but either her carabiners or the harness itself had failed. She couldn't move to check; hot knives of pain sliced at her when she tried.
Fria tried to assess her situation. She lay on her right side facing a wall of ice that soared up nearly as far as she could see, only a faint gray smudge of daylight wavering at the top. The outer layer of the ice was translucent, webbed here and there with white fissures. Deeper in, the ice turned a delicate, almost metallic blue. Beyond that — as deep as Fria's eye could see — was an opaque core of darkness.
If she died here, the glacier would chew her up and eventually spit her out somewhere lower on Everest. She'd heard of it before, climbers disappearing into crevasses and getting churned out months or years later. Fria didn't want that. She'd rather stay on the mountain, become part of its vast system. The idea of leaving her imprint on systems had always appealed to her, had kept her home learning to talk to computers when other kids were cruising the mall, had inspired her to write the artificial intelligence program that financed this
climb.
She imagined her consciousness spiraling away from her body, into the multifaceted ice, into the matrix of the mountain. Dreamily, without fear or even surprise, she noticed that a man was coming through the ice to meet her.
He walked as easily as if through thin air, wearing a well-cut black suit and dark glasses like some CIA spook. His stride was neither hurried nor hesitant. Was this Death? She'd always imagined him as more colorful somehow. She flashed on the prayer flags that the Sherpas strung on the mountain for the wind
to harry; each snap of a brightly colored flag was a prayer to an ancestor. Fria felt sure that the man approaching her could have nothing to do with such matters.

Horacio Quiroga: El crimen del otro

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Horacio Quiroga pr Marcos Manzi

La aventura que voy a contar data de cinco años atrás. Yo salía entonces de la adolescencia. Sin ser lo que se llama un nervioso, poseía en el más alto grado la facultad de gesticular, arrastrándome a veces a extremos de tal modo absurdos que llegué a inspirar, mientras hablaba, verdaderos sobresaltos. Este desequilibrio entre mis ideas -las más naturales posibles- y mis gestos -los más alocados posibles- divertía a mis amigos, pero sólo a aquellos que estaban en el secreto de esas locuras sin igual. Hasta aquí mis nerviosismos, y no siempre. Luego entra en acción mi amigo Fortunato, sobre quien versa todo lo que voy a contar.
Poe era en aquella época el único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo: no había sobre la mesa un solo libro que no fuera de él. Toda mi cabeza estaba llena de Poe, como si la hubieran vaciado en el molde de "Ligeia". ¡"Ligeia"! ¡Qué adoración tenía por este cuento! Todos e intensamente: Valdemar, que murió siete meses después; Dupin, en procura de la carta robada; las Sras. de Espanaye, desesperadas en su cuarto piso; Berenice, muerta a traición, todos, todos me eran familiares. Pero entre todos, "El Tonel del Amontillado" me había seducido como una cosa íntima mía: Montresor. El Carnaval, Fortunato, me eran tan comunes que leía ese cuento sin nombrar ya a los personajes; y al mismo tiempo envidiaba tanto a Poe que me hubiera dejado cortar con gusto la mano derecha por escribir esa maravillosa intriga. Sentado en casa, en un rincón, pasé más de cuatro horas leyendo ese cuento con una fruición en que entraba sin duda mucho de adverso para Fortunato. Dominaba todo el cuento, pero todo, todo, todo. Ni una sonrisa por ahí, ni una premura en Fortunato se escapaba a mi perspicacia. ¿Qué no
sabía ya de Fortunato y su deplorable actitud?
A fines de diciembre leí a Fortunato algunos cuentos de Poe. Me escuchó amistosamente, con atención sin duda, pero a una legua de mi ardor. De aquí que al cansancio que yo experimenté al final, no pudo comparársele el de Fortunato, privado durante tres horas del entusiasmo que me sostenía.
Esta circunstancia de que mi amigo llevara el mismo nombre que el del héroe de "El Tonel del Amontillado" me desilusionó al principio, por la vulgarización de un nombre puramente literario; pero muy pronto me acostumbré a nombrarle así, y aun me extralimitaba a veces llamándole por cualquiera insignificancia: tan explícito me parecía el nombre. Si no sabía "El Tonel..." de memoria, no era ciertamente porque no lo hubiera oído hasta cansarse. A veces en el calor del delirio le llamaba a él mismo Montresor, Fortunato, Luchesi, cualquier nombre de ese cuento; y esto producía una indescriptible confusión de la que no llegaba a
coger el hilo en largo rato. 
Difícilmente me acuerdo del día en que Fortunato me dio pruebas de un fuerte entusiasmo literario. Creo que a Poe puédese sensatamente atribuir ese insólito afán, cuyas consecuencias fueron exaltar a tal grado el ánimo de mi amigo que mis predilecciones eran un frío desdén al lado de su fanatismo. ¿Cómo la literatura de Poe llegó a hacerse sensible en la ruda capacidad de Fortunato? Recordando, estoy dispuesto a creer que la resistencia de su sensibilidad, lucha diaria en que todo su organismo inconscientemente entraba en juego, fue motivo de sobra para ese desequilibrio, sobre todo en un ser tan profundamente inestable como Fortunato. 

Robert William Chambers: The Maker of Moons

Robert William Chambers, The Maker of Moons,


I am myself just as much evil as good, and my nation is--
And I say there is in fact no evil;
(Or if there is, I say it is just as important to you,
to the land, or to me, as anything else.)

Each is not for its own sake;
I say the whole earth, and all the stars in the sky
are for Religion's sake.
I say no man has ever yet been half devout enough;
None has ever adored or worshipped half enough;
None has begun to think how divine he himself is, and
how certain the future is.
--WALT WHITMAN

I have heard what the Talkers were talking,--the talk
Of the beginning and the end;
But I do not talk of the beginning or the end.

Chapter I

Concerning Yue-Laou and the Xin I know nothing more than you shall know. I am miserably anxious to clear the matter up. Perhaps what I write may save the United Stares Government money and lives, perhaps it may arouse the scientific world to action; at any rate it will put an end to the terrible suspense of two people. Certainty is better than suspense.

If the Government dares to disregard this warning and refuses to send a thoroughly equipped expedition at once, the people of the State may take swift vengeance on the whole region and leave a blackened devastated waste where to-day forest and flowering meadow land border the lake in the Cardinal Woods.

You already know part of the story; the New York papers have been full of alleged details.

This much is true: Barris caught the "Shiner," red handed, or rather yellow handed, for his pockets and boots and dirty fists were stuffed with lumps of gold. I say gold, advisedly. You may call it what you please. You also know how Barris was--but unless I begin at the beginning of my own experiences you will be none the wiser after all.

On the third of August of this present year I was standing in Tiffany's, chatting with George Godfrey of the designing department. On the glass counter between us lay a coiled serpent, an exquisite specimen of chiselled gold.

"No," replied Godfrey to my question, "it isn't my work; I wish it was. Why, man, it's a masterpiece!"

"Whose?" I asked..."Now I should be very glad to know also," said Godfrey. "We bought it from an old jay who says he lives in the country somewhere about the Cardinal Woods. That's near Starlit Lake, I believe--"

"Lake of the Stars?" I suggested.

"Some call it Starlit Lake,--it's all the same. Well, my rustic Reuben says that he represents the sculptor of this snake for all practical and business purposes. He got his price too. We hope he'll bring us something more. We have sold this already to the Metropolitan Museum."

I was leaning idly on the glass case, watching the keen eyes of the artist in precious metals as he stooped over the gold serpent.

"A masterpiece!" he muttered to himself fondling the glittering coil; "look at the texture! whew!" But I was not looking at the serpent. Something was moving,--crawling out of Godfrey's coat pocket,--the pocket nearest to me,--something soft and yellow with crab-like legs all covered with coarse yellow hair.

Tales of Mystery and Imagination