Salomé Guadalupe Ingelmo: En el ojo que mira



La mujer rota es la víctima estupefacta de la vida que ella misma eligió: una dependencia conyugal que la deja despojada de todo y de su ser mismo cuando el amor le es rehusado.
                                                                                   Simone de Beauvoir


El sonido del agua no es un relincho vigoroso sino un lamento pertinaz y resignado, un llanto quedo, aparentemente fruto de un dolor familiar, apaciguado de tan antiguo. Se inclina sobre la fuente. Puede ver su imagen reflejada en el espejo líquido. Los chorros que lanzan los caños turban la quietud de la superficie. O quizá una superficie cristalina e imperturbable entrañe un imposible. Quizá las ondas constituyan la única prueba de que el agua existe. Los círculos trémulos se ensanchan hasta apoderarse por completo de su figura; la mujer del agua tiembla. Ella vacila. Desearía asirse, aferrarse con fuerza hasta que el estremecimiento cese, hasta saberse firme de nuevo… Pero no tiene prisa. La intuición le dice que todo lleva su tiempo. De momento se limita a buscar en el fondo de esos ojos. No se encuentra, aunque tampoco ve el desconsuelo de los últimos años. Todavía no está derrotada. La mujer del agua parece guardar algún secreto. Sonríe casi imperceptiblemente, como quien reserva una sorpresa y disfruta imaginando el asombro que habrá de provocar cuando por fin la revele. Ella desearía interrogarla, pero sabe que de nada serviría: la mujer del agua es muy testaruda. Quizá sólo eso la haya salvado.
Siguiendo un impulso inexplicable, pasa las yemas de sus dedos sobre los labios de ella. Lejos quedan los tiempos en los que su espontaneidad se veía coartada; en los que alguien le impedía siempre hacer cosas “inadecuadas” en público. A pesar de que el toque es levísimo, los labios de agua ceden bajo el peso de la carne: acogen sus dedos tiernamente. De alguna forma, se encuentra dentro de su boca. Por supuesto está húmeda. Sin embargo le sorprende descubrir que también es ardiente, mucho más cálida de cuanto habría podido imaginar. La única explicación razonable puede encontrarse en el sol: sus rayos resultan tan abrasadores que el agua casi hierve. La fuente se diría un brasero lleno de ascuas encendidas.
Él observa hechizado la escena. No pierde un solo detalle. Su mano derecha se mueve involuntariamente en el aire, como si echase en falta algún utensilio que acostumbró a usar en el pasado.
―Demasiado caliente. Es una pena tener el agua tan cerca y no poderla beber, ¿verdad?
Ella se sobresalta. No le inquietan los extraños, pero creía estar sola mientras ejecutaba el insólito ritual. Sin embargo, por alguna razón, no le produce ningún pudor saber que ese desconocido la observaba en un momento de intimidad. Le ha bastado una mirada para intuir que él es casi como un confesor, que está acostumbrado a escuchar y guardar secretos.
―Si esta es la Fuente del Potro, el Museo de Bellas Artes debe de estar por aquí. ¿No es así?
De sobra sabe que el edificio se encuentra a sus espaldas, pero no ha querido perder la oportunidad de acercarse a él. Parece muy agradable, un caballero de otro tiempo, y la galantería en los hombres de una cierta edad le resulta especialmente adorable. Además, no pocas veces se sorprende pidiendo indicaciones sobre un monumento del que conoce la localización exacta. Aunque lleva un plano en el bolso, no le gusta sacarlo. Desplegarlo le parece un engorro y le molesta parecer una turista, porque no se siente exactamente así en ningún lugar. Prefiere pasear tranquilamente por las calles y preguntar a los viandantes por los lugares que quiere visitar. De esa forma dispone de la excusa perfecta para detenerse a hablar con las personas.
Se trata del primer viaje que emprende desde la separación. Lo ha hecho más por imposición que por ganas. Es una mujer muy disciplinada y se ha propuesto demostrarse a sí misma que aún es capaz de aprender a vivir de nuevo. Que todavía puede recuperar viejos hábitos negados durante muchos años, como el de acercarse a los extraños.


―Lo tiene usted a sus espaldas. Seguro que disfrutará mucho de sus salas. Pero si me permite darle un consejo, no deje de entrar también en el Museo de Julio Romero de Torres. El pintor se sentiría honrado con su visita: era notoria su fascinación por las mujeres hermosas. Aunque la belleza no fue la única virtud que admiró en ustedes. Quizá ni siquiera la que consideró más importante, en realidad. Seguro que en sus obras descubrirá cosas que no espera ver. Usted tiene unos ojos maravillosos. Deben de habérselo dicho muchas veces. No sólo son bellísimos, sino que además saben mirar.
―¿Por qué dice eso?
―Porque están llenos de cosas que han ido recogiendo aquí y allá, y que usted ha sabido atesorar con el respeto que merecían. Yo también sé mirar. No se preocupe, lo que no está perdido sino sólo olvidado, reaparece cuando uno menos se lo espera a fuerza de rebuscar en los cajones. No es necesario encomendarse siquiera a San Antonio. Vaya ahora, aún le quedan muchas salas por recorrer. No desearía que se le hiciese tarde por mi culpa.
El desconocido invita amablemente a dar por concluida la conversación, seguramente consciente de la atracción que ejerce sobre la mujer y que esta no se molesta en disimular.   
Ella se vuelve tras haber recorrido algunos pasos. No quiere resultar indiscreta, pero le preocupa el bienestar del desconocido. Las temperaturas son altísimas y todos los días se oyen noticias sobre desvanecimientos e incluso muertes súbitas provocadas por golpes de calor. Aunque él no es exactamente un anciano sino un hombre maduro, aún muy apuesto, no tiene buen color.
―¿No hace demasiado calor para estar bajo el sol?
―No tema, estoy acostumbrado a esperar junto a la fuente. Tengo una cita con una muchacha que conocí hace algún tiempo en esta plaza. Era una mujer de gran personalidad. Todas lo eran o no me habría interesado por ellas.
***
―Gira la cabeza hacia mí.
―¿Por qué? ―pregunta cortante.
―Quiero que la luz que entra por la ventana se refleje sobre tu pelo. Vamos a fingir que esa luz es tuya, que sale de ti. Que eres tú quien ilumina la habitación ―explica afable. Es un hombre paciente y de buen talante. Su tolerancia no ha hecho más que aumentar con los años, especialmente cuando trata con los jóvenes. Y eso no ha conseguido cambiarlo ni siquiera la enfermedad―. Debiste de ser una niña muy rebelde.
Aunque pueda parecerlo, no se trata de un reproche sino de un cumplido. Admira la fortaleza y la seguridad, especialmente en las mujeres. Sabe que su mundo está hecho de renuncias, y que normalmente el primer tributo que se les exige es precisamente ése. Es consciente de que no entregarlo sumisamente implica siempre pagar un precio. A veces, demasiado alto. Aunque no hace mucho que la conoce, en ella advierte ese carácter indomable que se adivina bajo su apariencia frágil.
―Era muy vivaz e inquieta, pero no mala. Lo que pasa es que nunca me ha gustado recibir órdenes. Prefiero que las cosas se me pidan delicadamente ―se justifica la modelo, ausente, palidísima a pesar de la tez morena que tanto atrae al pintor. Como si la alusión a su infancia hubiese despertado en ella recuerdos aciagos―. Además me cuesta mucho obedecer a quien antes no me ha demostrado que es un buen señor. No logro aceptar las órdenes que no me parecen razonables o justas. Sencillamente no sirvo para obedecer porque sí.
***
―Porque sí. Porque lo digo yo, y con eso basta. Métete en la cabeza que aquí mando yo. Mi voluntad son órdenes.
―Pero no es justo.
Las miradas asombrada de su padre y aterrorizada de su madre convergen en su pequeño cuerpo. Cuántas veces le ha repetido que no debe contestarle jamás, y mucho menos cuando su padre vuelve tarde de la cantina. Ha perdido la cuenta. Pero ella es tozuda, es una niña muy tozuda. Y su lengua se revela mucho más veloz que su cerebro. No ha pensado en las consecuencias de esas cuatro palabras. Se le han escapado de la boca sin darse cuenta siquiera. Y ahora es ya demasiado tarde para capturarlas de nuevo, para rumiarlas y decidir tragarlas. Para engullirlas trabajosamente como hace su madre día tras día.
Aquellos golpes iban dirigidos a ella. Pero su madre se interpuso.
Sólo fue una pelea más de las muchas que tenían lugar entre las cuatro paredes de esa casa con la complicidad o la tolerancia de familia, amigos y vecinos. Su madre no obtuvo más que silencio. Nadie intentó mediar en todos aquellos años de calvario; respetaban la intimidad del matrimonio. La discreción se convierte en una virtud sobrevalorada a veces. Se trató sólo de una paliza como tantas otras, pero en aquel caso el desenlace fue distinto. El médico no pudo salvar al niño. Y tampoco a su madre.
***
―¿Podrías girar ligeramente esa carita de cera hacia mí, por favor? ―pide con la galantería que le ha hecho famoso.
No hay ni asomo de ironía en su voz. Tampoco esconde segundas intenciones. Es cierto que admira la belleza y le fascina el arte de la seducción; de alguna forma ha dedicado a ambos su vida y su obra. No obstante, eso no quiere decir que desee poseer sistemáticamente la primera o que considere la finalidad de la segunda lo que cuantos murmuran, cuantos hablan de su vida privada sin conocerla, parecen tener en la cabeza. Aspira a atrapar la belleza en sus cuadros, sí; pero al tiempo quiere pensar que las modelos que se la donaron generosamente seguirán libres después. Que sus profundas miradas seguirán cautivando a muchos otros por las calles y no sólo desde sus lienzos.
La voz del pintor la devuelve de golpe al estudio. La decisión está tomada, no necesita pensarlo. Ella aprecia mucho la sensibilidad, lo ha hecho desde niña. Se gira lentamente. No por vergüenza, sino para que él pueda mirarla con detenimiento. Ha decidido que lo merece. Nada puede exigirle; no tiene más derecho sobre ella que el que ella decida concederle, y lo sabe. Pero ella ha decidido otorgarle el derecho a saber. A preguntar y a obtener respuestas si así lo desea.
La indignación le embarga. Le embarga como cada vez que adivina sombras en los rostros femeninos. Como cada vez que sospecha de la utilidad del maquillaje o de las explicaciones no pedidas o de los accidentes fortuitos.
―¿Por qué ha sido?
Pregunta lacónicamente, bajando la mirada, fingiendo preocuparse únicamente por los colores de su paleta. No quiere que ella se sienta violenta, que se vea obligada a avergonzarse por una culpa que no es suya. Además teme su propia reacción si sigue mirando ese ojo amoratado. Porque ciertamente él es un hombre tolerante, pero puede volverse feroz ante la bestialidad y los desmanes.
Pregunta sin abandonar el trabajo, casi afectando indiferencia. Teme que, si deja de pintar, ella regrese a su habitual mutismo o a sus respuestas escuetas. Pero lo cierto es que el argumento le interesa mucho. Él quiere llegar a comprender las desgracias de esas mujeres a las que pinta. Porque si él logra entender, quizá un día el mundo también comprenda a través de sus cuadros. Además ha llegado a estimar a esa muchacha callada. Se le antoja un pajarillo delicado. Aunque al tiempo sabe que en ese cuerpo menudo anida una voluntad de hierro, una obstinada energía que se aferra tenazmente a la vida. Lo sabe porque la ha mirado a los ojos muchas veces durante las sesiones, y los ojos nunca mienten.
Por eso sabe también que a esa muchacha se le concedió un tesoro incalculable al nacer, que estuvo llena de luz y alegría hace muchos años. E intuye que quizá lo esté aún, aunque ya no sea capaz de advertirlo. Sabe que alguien la está matando día a día con la indiferencia, el desprecio y ahora incluso con los golpes. Y sospecha que ella se obstina en no dar su brazo a torcer no sólo por defender los últimos bastiones de su dignidad e independencia, sino por ver si provocándolo, si llevándolo al límite, acaba antes con su calvario. Porque no le cabe duda que ella está segura de su destino, lo conoce con certeza. Pero no se ha resignado a esperarlo mansamente. Si ha de llegar, prefiere correr a su encuentro: decidir cuándo y dónde tendrá lugar el duelo. Aunque éste sea desigual y ella conozca el desenlace de antemano.
―No le gusta lo que murmuran las vecinas. Quiere que deje de posar para usted. Le dije que no. Se puso como loco.
―¿Le quieres?
―No.
―¿Por qué te casaste con él?
―Mi padre me obligó. Me había quedado embarazada. Afortunadamente mi niño murió pocos días después de nacer. Mejor así; ya nadie tendrá que llorarme. Ni yo tendré que preocuparme por los que se queden atrás. Es una historia vieja cuanto el mundo.
Los celos son monstruosos, la antítesis del amor. Los celos son unos ojos negros sobrecogedores que taladran al espectador. Los celos son la naranja amarga que una muchacha pela mientras aguarda pacientemente junto a la bandeja en la que espera recibir su macabra recompensa. Los celos son una navaja fría que no conoce misericordia ni prudencia, que busca a cualquier precio la tibieza del cuerpo. Los celos son un cuchillo voraz. Y no acepta más licor que la sangre ni se sacia con más banquete que la muerte. Y no conoce arrepentimiento si no ante el hecho consumando e irreparable. La conciencia aúlla entonces a la luna como un galgo negro, un galgo famélico que se confunde con la oscuridad de la noche. Reclama insistentemente un tributo. Pero cuando llegue el día, su negra estampa se habrá diluido en la luz, y su lamento se lo habrá llevado el viento nocturno. De su dolor, si es que esto era, no quedará huella.
Sin embargo el grácil cuerpo desmadejado, sin vida, seguirá en el suelo, en el mismo lugar en el que cayó la noche antes. En el rostro pálido, sin sangre, los ojos inmensos y definitivamente abiertos buscarán con insistencia un testigo, reclamarán inútilmente la atención de los viandantes.
La ve tendida en la calle, terriblemente demacrada. Con los pómulos huesudos y unas ojeras tan oscuras que se confunden con sus inmortales ojos negros, ahora hundidos y empañados. La ve perdiendo la vida por sus siete heridas. Con el crucifijo que no ha de salvarla de todo mal colgando aún del cuello.
Y sabe que para él habrá siempre una excusa. Una excusa que servirá para acallar la voz de la conciencia. Lo más monstruoso es que servirá también para calmar la desazón de los vecinos, para explicar lo inexplicable. Lo más monstruoso es que buena parte del mundo aceptará esa excusa. Pero lo cierto es que no por ello dejará de ser sólo eso, una excusa.
Precisamente por ello, para poner de manifiesto lo perverso del razonamiento, el pintor no escoge a una belleza como modelo para su Eva. No elige a una mujer tentadora como tantas otras que han pasado por su estudio, sino a una discreta, incluso poco agraciada. Su cuello es ancho, casi masculino. Va recatadamente vestida con una blusa que cubre sus hombros. El retrato de ese busto no permite que se adivine el seno bajo la tela. Ni siquiera la manzana que sujeta entre sus manos parece especialmente incitante.
Comprende que no puede hacer nada. Que no puede hacer nada por ella ni por las demás, salvo denunciar una y otra vez en sus cuadros. Mostrar sus hermosas cabezas cercenadas, con la sonrisa definitiva fijada en el rostro ceniciento. Sellado su estéril sacrificio por el halo de santidad, por los comentarios con los que las vecinas habrán de recordarlas: “pobrecita, era tan buena. Y la mala vida que le daba”. Puede sólo pintar sus cabezas cortadas en plena juventud y ofrecidas sobre obscenas bandejas de plata en el altar de los celos o del despotismo o de la crueldad, o de todos esos ídolos salvajes y sanguinarios a un tiempo. Puede sólo pintar el cuello brutalmente rebanado, que bien podría celar piadosamente con los hermosos cabellos de ella, aquellos en los que su asesino prendía antaño flores carmesí anunciando crípticamente un futuro cierto, o con la tela que enmarca desafiante, proclamando su voluntad de no esconder por más tiempo las miserias, su cabeza. Puede sólo descubrir con crudeza la herida para que nadie siga fingiendo ignorancia, para que se vean obligados al menos a reconocer su indiferencia o su cobardía. Puede seguir pintando esos mensajes desesperados que navegan encerrados en sus profundos ojos negros. Puede seguir albergando la esperanza de que no todos naufraguen, de que alguno llegue a buen puerto. Y entre tanto, puede rogar para que ese arcángel de anchas espaldas y seno acogedor, de expresión consoladora como la de una madre, cuide de ellas. Puede rogar para que obre de nuevo un milagro: para que salve una vez más a Córdoba de la peste que la corroe, de la maledicencia y la pasividad.
Ellas esperan un redentor, un guía, alguien que encienda la mecha de la revolución, que anuncie el hacha y el fuego como el Bautista. Pero la mujer es un enemigo para ella misma, y Salomé, la niña estúpida alimentada con prejuicios, danza hasta obtener la cabeza de su única salvadora. Sonríe orgullosa y desafiante mientras muestra su trofeo, mientras acaricia con manos crispadas una cabellera rizada que bien podría ser la suya; mientras goza insensatamente de la voluptuosidad de la muerte. La piel perfecta desprende una luz enfermiza. Su color cetrino revela la enfermedad que la corroe y que nadie parece advertir. Y así, una Salomé tras otra, siguen educando a sus hijas en la docilidad y la resignación. Y a sus hijos, en la brutalidad y la prepotencia.
Pero él sí puede reconocer el mal que los infecta. Él ve el morbo constantemente a su alrededor. Sobre todo, contaminando la vida de esas pobres mujeres de orígenes humildes. Aunque sabe que para las burguesas y las aristócratas tampoco resulta fácil. Él mismo lo ha denunciado muchas veces en sus cuadros: a la mujer sólo se le ofrecen dos caminos, dos bien diferenciados. Y debe elegir. Debe elegir con cuidado. Porque una vez la elección esté hecha, habrá de cargar con ella para el resto de su vida. Una vez haya tomado una vía, ya no habrá vuelta atrás. Las comadres y las mojigatas, que no saben de arrepentimiento ni de redención, jamás le permitirán retroceder. Ellas sólo saben repetir palabras sobre las que no reflexionan, a las que vacían de su significado. Viven ajenas a la piedad y el perdón, lo que paradójicamente significa que viven ajenas a Dios.
Las mujeres sólo pueden ser esposas o perdidas. Si siguen el camino de la virtud, casadas con Dios o con hombres no pocas veces vulgares y rudos. Encerradas bajo esos pesados hábitos dentro de los cuales sus monjitas, bellísimas, de enormes ojos intensos y melancólicos, parecen aves enjauladas. O encerradas entre las cuatro paredes de una casa, en un matrimonio frustrante.
Sería mejor para ellas seguir el ejemplo de Diana. Esa diosa ha ejercido siempre una especial fascinación sobre él: su fuerza, su independencia, su seguridad. Él, que siempre ha admirado a las mujeres, que ha intuido en ellas todas esas cualidades, la considera el prototipo femenino. Por eso no ha querido pintarla en pompa y esplendor sino como una simple mortal, como una mujer sofisticada pero de carne y hueso: los cabellos a lo garçon, descalza, vestida sólo con una falda sencilla, el torso, por supuesto, desnudo. Ha elegido como modelo a la actriz Marichu Begoña. Ha querido pintar a la diosa como una de esas mujeres independientes de cuya compañía tanto disfruta, una de esas artistas jóvenes y hermosas que seguirán cantando las desdichas de las modelos que él retrata incluso mucho después de que haya muerto. Como una de esas mujeres cuya moralidad, sólo por dedicarse al espectáculo, las malas lenguas ponen en entredicho.
***
Sale del museo confusa. La visita le parece una revelación, pero sospecha que aún necesitará algún tiempo para tomar plena conciencia de cuanto ha visto y sentido.
Él sigue junto a la fuente.
―Hace mucho que la espera.
―Mucho. Pero no importa, seguiré esperando.
―Es usted muy tenaz. ¿Acaso no pierde nunca la esperanza?
―Nunca.
―Pero si se retrasa tanto, puede que ya no venga.
―Aun así, esta espera siempre vale la pena. Gracias a ella hoy la he conocido a usted. Y mañana serán otros ojos los que se miren en esa fuente. Cada día, unos distintos buscando siempre lo mismo.
―Y ¿qué buscan?
―Respuestas, por supuesto ―le tiende una rosa―. Que no sea la rosa de su amargura. No la deshoje; no importa si sus pétalos son pares o impares. Ha hecho usted lo correcto. Sólo habría seguido empeorando, hasta llegar quizá a lo irremediable. El mundo la necesita. No puede usted seguir siendo una ausente. Se lo debe. Me lo debe.
***
Cristo se inmola, se ofrece, se sacrifica con una generosidad propia de la mujer, de la madre, la que concede sin pedir nada a cambio, sin esperar nada a cambio. Recibe cuanto se le da con alborozo, como un regalo inesperado e inmerecido.
La pintará en un turbador descendimiento, y para entonces su ojo ya no estará morado. Ella será un Cristo exánime, pero no vencido. Tres hermanas sostendrán su grácil cuerpo y la solidaridad las unirá a todas. Ya no habrá diferencias entre ellas, entre los pesados hábitos y el deslumbrante desnudo. No habrá virtuosas y pecadoras. Serán sólo cuatro mujeres unidas en la desgracia, pero también en la fe y la esperanza de resurrección. De otra vida, si no eterna, posible.
El pecado no yacerá en el cuerpo desnudo, sino en los ojos que miran. El pecado no yacerá en quien se equivoca y quiere rectificar, sino en quien se erige en su juez y le impide el camino de la redención. El pecado yacerá en quien vuelve la cabeza y finge no oír su petición de ayuda. Y será para esa culpa para la que no haya perdón.
Porque ella, digan lo que digan las malas lenguas, es pura como el lirio que depositará sobre su tumba la mujer recatadamente vestida de luto, la considerada virtuosa. La que finalmente ha comprendido y enjuga sus lágrimas, esta vez sinceras, con un cándido pañuelo de lino. Ya no se sabe muy bien por quién llora, si por el bello cadáver o por ella misma.
La pintará muerta. Pero, aunque en lugar de tres días hayan de pasar tres años, tres lustros o tres décadas, ella resucitará. Y sabrá escapar de su sepulcro.

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