Era una mañana, 26 de octubre, no se me olvida. Yo iba con prisa. Apenas divisé el taxi, levanté el brazo. Los caballos del motor frenaron en seco. Subí raudo, pero para mi sorpresa constaté que un desconocido había entrado al tiempo por la otra puerta. Ahora los dos compartíamos vehículo. “Yo lo vi primero”, protesté indignado. “Eso no lo niego”, respondió con sorna el Otro, que —finalmente advertí yo— era ciego. “No obstante me corresponde llegar antes al destino: la antigüedad ha de contar algo, señor mío; desde el 86 vengo realizando este trayecto”. De buena gana le hubiese bajado los humos, pero el taxista se volvió a reprendernos: “No dispongo de todo el día. Tengo una cita en Mendoza; unos caballeros me esperan desde el 29”. Arrancó como si conociese la dirección y partimos los tres. Fue en 2010, y desde entonces otros han ido subiendo.
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