Manuel Vázquez Montalbán: Desde un alfiler a un elefante

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Todo empezó porque quise comprarme una máquina de afeitar o, mejor dicho, porque asistí a una Feria Internacional de Muestras. En el depar­tamento de electrónica exhibían un analizador, y, embobado en la contemplación de la larga lengua blanca que salía de la boquita del monstruo, no advertí que alguien dejaba en mi mano un pros­pecto de propaganda. La misma firma que exhibía el analizador electrónico sugería que compraras máquinas de afeitar de su fabricación, y lo suge­ría una mujer a punto de ser besada por un hom­bre, mientras, vuelta hacia mí, pregonaba: Afeitado con... Da gusto besar. Archivé la imagen en algún rincón de mí mismo y meses después, cuando ya estaba instalado en mi piso de renta limitada (cua­tro habitaciones, baño y aseo, comedor living, cin­cuenta mil de entrada a descontar cada mes del alquiler, dos mil ochocientas ochenta de alquiler, portera incluida), entre el montón de necesidades que se nos plantearon a Juliana y a mí, apareció la máquina de afeitar, que podríamos compartir. Y un buen día pasé ante "Establecimientos Millet" , en donde rezaba la leyenda: Desde un alfiler a un elefante. En el escaparate, un precioso surtido de máquinas de afeitar... Vacilé, porque siempre vaci­lo. No es éste el momento de explicar por qué vacilo, ni creo que exista una motivación correcta de mis vacilaciones. En todo caso, la contundencia del slogan Afeitado con... Da gusto besar, se me im­puso y penetré en el establecimiento. Yo tenía una imagen ensoñada de un bazar. Recordaba una pe­lícula vista cuando niño: El bazar de las sorpresas, y evocaba imágenes cinematográficas de poli­crómicos bazares orientales. El "Bazar Millet" era un bazar a nivel europeo, una audaz y sólida cone­xión entre Tradición y Revolución, plenamente re­confortante. Columnas y estucados liberty, mue­bles nórdicos y funcionales, una motora y un car­telón con hermosa bañista practicando el esquí acuático, ollas a presión, Jesucristos portabolígra­fos, cortinas de arpillera, cortinas de tergal, esco­petas de caza. Al fondo, entre columnas metálicas, se esparcían unas cuantas mesas donde los buró­cratas perseguían los rectángulos de las cuartillas, las letras y el papel moneda. Un burócrata de ojo fijo me miró con insolencia y, haciendo un gesto con la cabeza, me entregó a la solicitud de un hombre de aspecto atlético e importante, de nariz aplastada como la de un boxeador.

—¿Su nombre?

Le dije mi nombre espontáneamente, sin extrañarme lo insólito del método.

—Bien, señor Millares, yo soy el señor Mon­tesinos, a partir de este momento su guía y ser­vidor.

Montesinos me estrechó la mano y no me hizo daño, contra lo que prometía su aspecto. Me empujó amablemente hacia una habitación acristalada y derramó sobre una mesa centenares de catálogos.

—¿Quiere usted una lancha motora?, ¿un yate, quizás?

Lamenté no haberle dicho a Juliana que me planchara mejor los pantalones para estar a la al­tura del ofrecimiento de Montesinos y traté de recordar si me había peinado con cuidado. Montesinos hundió en mis ojos una preciosa es­tampa de Portofino: el Aga Khan felizmente rei­nante tripulaba una motora de fabricación ale­mana, provista de mechero, tocadiscos, catre con vibraciones electrónicas para suscitar cachondez a asépticos sexuales y bañera de color rosa con un mosaico de Chagall y un autógrafo del general De Gaulle. Rechacé la imagen con una sonrisa universitaria, de hombre con cultura que conoce las asechanzas de una ideología dominante neocapitalista e incapaz de hozar en la charca de la socialdemocracia. Pero Montesinos había configu­rado en su rostro una mueca siniestra y abrió una portezuela por la que se metió en el despacho una mujer desnuda. En el estómago llevaba un tatuaje con la lancha de Karim. Sentí entre mis dedos la consistencia de un bolígrafo y Montesinos empujó cincuenta letras de cambio hacia mí. Firmé dos o tres e intenté decir algo, pero la muchacha se me sentó en las rodillas y acompañó mi mano en las restantes firmas. Firmé y me besó con limpieza de enfermera especializada en microbiología. Cuando ya estaba recordando mi necesidad de comprar una máquina de afeitar y de acostarme con la muchacha, ella desapareció por la portezuela y Montesinos, agarrándome por un brazo, me en­frentó a un televisor. En aquel momento, Aman­cio había conseguido el segundo tanto de la selec­ción española ante Checoslovaquia y Montesinos y yo gritamos y bailamos alborozados. Después firmé las letras del televisor, mientras pensaba en la máquina de afeitar. Antes de que Montesinos tomase la iniciativa, se lo conté todo y él se marchó unos instantes, pero no me dejó solo. En su lugar penetró un trovador cuya ideología me fascinó inmediatamente:

¿Qué se hizo de Chevalier
y de John Fitzgerald Kennedy?
Muerte y desolación,
condena humana es la vida,
nada...

Pero Montesinos ya volvía con un muñeco me­tálico cuyos ojos luminosos me sonreían. Un bar­bero electrónico que, además, en caso de cansancio podía sustituirme en las obligaciones sexuales para con mi mujer. Me indigné, pero no lo exterioricé, y en seguida pensé en la necesidad de una jaula para el barbero mientras yo no estuviera en casa y Juliana se quedara sola. Le pedí la jaula y Montesinos, sonriendo, me tranquilizó. Aseguró que, en previ­sión de las necesidades del español medio, los americanos habían fabricado una urna de plástico para el barbero. Para mayor seguridad me enseñó la urna. Inmediatamente después compré un ba­tiscafo y unas zapatillas árabes. No tuve valor para rechazar la oferta de un lote compuesto por un gato persa, una caja de latas de espárragos y una suscripción al París-Hollywood.

Montesinos cesó unos instantes en su actividad y se quedó silencioso. Yo también callé abarcando con mi mirada todo lo que había adquirido. Yo, hasta entonces, aparte del piso de renta limitada, apenas si era propietario de unos cuantos muebles, unos cuantos libros (la mayoría prohibidos por la censura) y un duro de plata con la efigie de Alfonso XII, rey prehistórico de España, que me dejó mi abuela materna, en paz descanse. Montesinos ha­bló:

—Tengo una oferta especial para usted. Usted es el hombre adecuado para este producto y usted lo necesita.

Me sentó cariñosamente en una silla y se apaga­ron las luces. En una pantalla imprevista empezó a proyectarse un film sobre un safari. Una bella in­glesa llega a África en busca de su marido, médico misionero al que se han comido en un consejo de ministros congoleños. El consejo de ministros pre­tende violar a la inglesa, que queda ferozmente semidesnuda en la selva. Cuando el Primer Minis­tro está a punto de fecundar un mulato, aparece un elefante vestido con una fajita con la bandera ame­ricana, y mata a patadas y trompazos a los congoleños. Fin. Se encienden las luces y, ¡oh ma­ravilla!, un elefante de carne ante mí.

—¡Suyo es! —gritó Montesinos, entusiasmado.

Algo más fuerte que mi educación y mi castración cultural se reveló dentro de mí, y me levan­té indignado. Lo peor es que alcé la voz y enton­ces Montesinos empezó a pegarme puñetazos y a dar voces. Los burócratas se movilizaron; penetra­ron en la cabina rompiendo los cristales y me pega­ron con vergajos. Uno de ellos me introdujo los dedos en un enchufe eléctrico.

Firmé las letras y entonces me introdujeron en una lavadora gigante. Todo se llenó de agua y, después, un poder oculto me agitó como a un gusanillo. Un aire cálido me secó y chorrillos de alcohol cerraron mis heridas. Un peine y unas varillas de aluminio me hicieron cosquillas. Enton­ces una catapulta me arrojó sonriente fuera de la máquina y fui a parar a la puerta de la calle, donde Montesinos ya tenía preparado el saludo de despedida. Me estrechó la mano y me aseguró que a partir del día quince empezarían a pasar las letras.

Desde entonces mi historia es muy simple. Hu­be de dejar mi piso de renta limitada; Juliana, en parte por sus principios anticonsumistas y en parte por una elemental prudencia alimenticia, me abandonó y vivo en un cuartucho de las afueras. El elefante lo ocupa todo y para ver la televisión debo subirme a su lomo. La motora languidece en la calle, a donde nunca salgo. La única visita que recibo es la del cobrador de las letras, que me las pasa por entre las patas traseras del elefante. Y para pagarlas debo traducir libros sobre ardillas y flores del inglés, corregir galeradas y compagina­das y escribir, de vez en cuando, cuentos como éste, que me pagan poco y tarde.

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