Alfredo Julio Grassi: El dulce color de las estrellas

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«El 14 de julio de 1965 el navío espacial norteamericano Mariner IV pasó a 5.400 millas de la superficie del planeta Marte y tomó fotografías que fueron retransmitidas a la Tierra. En ninguna de ellas se advirtieron señales de vida inteligente...»

(De los diarios de todo el mundo, 16 de julio de 1965).



Kare salió del laboratorio y permaneció un momento de pie en la blanca escalinata. El viento nocturno, helado, le mordió cruelmente el rostro. Pero estaba tan acostumbrada al clima septentrional que no advirtió casi el cambio de ambiente. Una preocupación intensa la dominaba. Esto, unido al cansancio acumulado durante las últimas semanas de fracasados experimentos, parecía haber embotado sus sentidos, aislándola del mundo exterior bajo una cúpula de silencio.

—¿Vuelves a casa, Kare? —la voz de Some, el astrofísico, la sobresaltó. Reponiéndose, procuró no exteriorizar su abatimiento.

—Prefiero dar un paseo por la orilla del canal, Some —repuso—. ¿Quieres acompañarme, por favor?

El astrofísico asintió y echaron a andar junto al simétrico paredón que separaba la calle del canal. La escarcha nocturna se había sedimentado sobre el pavimento, tornándolo resbaladizo. Caminaron en silencio durante varios minutos. Kare prefería no hablar. Sabía que si lo hacía, se traicionaría en su profunda decepción. Y sin embargo...

—Sin embargo, aún quedan esperanzas, Kare —Some adivinó como siempre sus pensamientos—. Los experimentos de laboratorio deben ser corroborados por la realidad. Y en este caso...

—En este caso nuestro cohete teledirigido ha enviado suficientes datos y fotografías como para poderlo asegurar. Hemos recorrido todos los planetas del Sistema Solar, fotografiando sus superficies desde pocos miles de kilómetros de altura. En ninguno hay señales de vida. Por lo menos, de vida inteligente. Es terrible, Some. ¿Sabes qué significa esto?

Some asintió sombríamente.

—Estamos solos, Kare... las estrellas nos miran y nosotros miramos a las estrellas, y nuestra humanidad es la única que existe en los diez planetas que giran en torno del Sol. Pero no pierdo las esperanzas... hay otros mundos en el Universo. Tiene que existir alguno cuyas condiciones permitan el desarrollo de vida inteligente...

—Jamás llegaremos a saber eso.

—Algún día, Kare. Nosotros o nuestros hijos. Lo importante es que el progreso no se detiene.

Kare lo miró y sacudió la cabeza.

—¿Te das cuenta de que todas nuestras esperanzas de recorrer el espacio interplanetario estaban básicamente apoyadas en la idea del intercambio de conocimiento, de cultura, de conceptos, con otros seres pensantes? El cohete Xian-3 ha demostrado que nuestra humanidad es única... quizás un producto del azar... de la casualidad. ¡La vida es un producto del azar, Some!

—Eso es una blasfemia, Kare —protestó el astrofísico—. Por otra parte... ¿Quién nos asegura que nuestros datos son correctos?

La astrónoma suspiró y alzó los ojos hacia las estrellas, que titilaban desde distancias muertas.

—¿Pretendes que puede haber vida donde no se han fotografiado rastros de las construcciones lógicas en un mundo poblado... obras de seres inteligentes?

—La vida no tiene por qué haber seguido las líneas que nosotros consideramos normales en su evolución... todo eso es demasiado misterioso para sujetarlo a leyes matemáticas. Además, el Xian-3 fotografió solamente una parte del planeta... la zona ecuatorial. ¿Y si hay allí una humanidad inteligente que evolucionó en las zonas templadas y frías solamente, fuera del radio de acción de las cámaras de nuestra nave interplanetaria de prueba? Todo puede ser...

El suave crujido de la escarcha al ser pisada por las botas nocturnas de la pareja despertaba ecos en la silenciosa noche. Kare trató de sonreír su desilusión. ¡Hacía tanto tiempo que buscaba en el firmamento estrellado algo, una señal! Una señal de vida, de inteligencia, de comprensión. La nada la aterraba porque la hacía sentirse insignificante, intrascendente. Le hacía comprender la inutilidad de sus esfuerzos, de todos los esfuerzos de generaciones olvidadas de estudiosos y científicos que habían buscado una respuesta, un eco a sus preguntas. Para afrontar ahora los fríos hechos presentados por las cámaras enfocadas sobre el planeta 3. «Estamos solos, Kare... estamos absolutamente solos»... Se estremeció.

—¿Tienes frío? —le preguntó solícitamente Some—. Vamos a mi coche.

Le siguió sin hablar más. Necesitaba dormir. Dormir hasta olvidar. Un tratamiento de sueño artificial y algo que le permitiera sobrevivir al desengaño. Some la miró mientras entraban en el coche, equipado para funcionar en el hielo del canal.

—Yo también me siento mal, Kare —le dijo suavemente—. Hemos trabajado juntos muchos años, ¿verdad?

—Con la misma idea. Buscando el mismo resultado —repuso ella—. Éramos muy jóvenes cuando comenzamos. Y todo fue tiempo perdido. ¡Qué despilfarro de energías, de tiempo, de dinero! —rió sin alegría—. Un despilfarro tan grande como el de crear un Sistema Solar y dejarlo prácticamente deshabitado.

—Nunca se nos ocurrió hablar de otra cosa, ¿no es así?

—insistió Some, acariciando con delicadeza el rostro de Kare. La astrónoma le miró como si le viera por primera vez.

—¿De qué otra cosa?

—De nosotros, por ejemplo... somos dos seres solitarios... dedicados exclusivamente a la ciencia. Y, sin embargo, hace quince años éramos muy jóvenes y cuando te vi por primera vez creo que te amé —el astrofísico hablaba en voz muy baja.

Algo brilló en los ojos de ella.

—¿Por qué no me lo dijiste? —murmuró.

—Te vi demasiado alejada de las cosas cotidianas... demasiado dedicada a la ciencia.

—Era una coraza de protección contra las agresiones del mundo, Some... no sabes cuánto te admiraba y cómo escuchaba tus conferencias. Una de las cosas realmente felices de mi vida fue el poder trabajar a tu lado...

—Todavía estamos a tiempo, Kare... podemos...

En aquel momento la estrella fugaz atravesó el firmamento. Some se interrumpió y señaló la trayectoria.

—¡Un meteorito, Kare! —exclamó. Al mismo tiempo un sonido agudo llegó al interior del coche, pese a que las ventanillas estaban herméticamente cerradas.

—No es un meteorito, Some —susurró Kare—. ¡Mira!

El bólido había disminuido su velocidad; ya no caía a plomo sobre las bajas colinas que bordeaban el canal del sur. Ahora descendía lenta y majestuosamente. Un chorro de llamas anaranjadas que brotaba de su brillante forma casi esférica actuaba a modo de freno. Aquello no podía significar más que una cosa y los dos científicos lo comprendieron inmediatamente.

—Es una nave interplanetaria, Kare —murmuró Some.

—Y no es de las nuestras... nosotros no tenemos ningún artefacto de ese tipo... ¡es de otro mundo!

Como obedeciendo a una orden telepática, Some puso el coche en marcha y avanzó a toda velocidad por el helado borde del canal.

—Descendió más allá de las colinas, Kare... —dijo excitado el astrofísico—. ¿Te das cuenta? Allí puede haber seres inteligentes... y aunque sea un aparato robot, sin tripulantes, significa que estábamos equivocados, que en nuestro universo hay otros seres inteligentes, capaces de atravesar el sistema solar con sus aparatos...

—A menos que vengan de otro sistema solar... —la voz de Kare temblaba de contenida emoción—. No estamos solos, Some... tenemos hermanos en el Universo... sean de nuestro sol o de otra estrella. ¡Lo importante es que existen!

El momento era histórico. Ante la pareja se alzaba, sobrepasando la altura de las pequeñas colinas circundantes, un aparato semiesférico, con un halo metálico en su parte inferior que le daba el aspecto de un gigantesco plato invertido. Aparentemente, el descenso no lo había dañado en lo más mínimo. Incluso los extraños símbolos pintados en su superficie se mantenían intactos.

Kare y Some se miraron y, sin hablar, descendieron del coche. Tras una breve vacilación, echaron a andar hacia la nave interplanetaria. El silencio era profundo; hasta el viento de la noche había cesado, como queriendo participar en la solemnidad de ese primer encuentro entre dos culturas, dos civilizaciones, dos razas humanas absolutamente distintas. Distintas, pero unidas a través de millones de kilómetros de frío espacio interplanetario por ideales comunes de curiosidad científica y progreso.

Lentamente, como respondiendo a un remoto control mecánico, una parte de la pared que miraba hacia los dos científicos comenzó a deslizarse hacia el interior de la máquina interplanetaria. Kare contuvo una exclamación de anhelante expectativa.

—¡Espera! —exclamó Some—. Buscaré una cámara fotográfica en el coche... quiero tomar nuestro primer encuentro con «ellos».

Volvió corriendo hacia el coche.

—Apresúrate... —gimió casi Kare. Sentía un dolor vago que la ahogaba lentamente. Comprendió que era la emoción y se dio cuenta que es posible morir en un momento así... simplemente morir de esperanzas contenidas.

Some se unió a ella y volvieron a andar hacia la astronave.

El astrofísico, sin dejar de caminar, comenzó a tomar fotografías.

—Por fortuna tengo película para rayos infrarrojos... —comentó.

Entonces apareció el primer monstruo en la abierta escotilla de la nave interplanetaria.

La pareja de científicos se detuvo y Kare ahogó una exclamación de repugnancia. Some sacudió la cabeza.

—¿Qué pretendías? —preguntó—. Era razonable imaginar que el aspecto exterior no podía ser semejante al nuestro... pero recuerda que son seres prodigiosamente evolucionados. Son nuestros hermanos intelectuales...

El astrofísico se adelantó y volvió a levantar la cámara para fotografiar al ser del otro mundo.

Pero nunca llegó a hacerlo. El monstruo, que había asomado cautelosamente por la escotilla, alzó un artefacto extraño que parecía una prolongación metálica de las mangas de un traje espacial. Un estallido seco quebró el profundo silencio nocturno, y Some trastabilló hacia atrás y cayó, como si una mano poderosa lo hubiera empujado.

Kare, aterrada, lanzó un grito de espanto y se arrodilló junto al astrofísico. Un redondo orificio de feo aspecto había aparecido en su frente: estaba muerto, con una mirada de absoluta incredulidad en los ojos.

Kare se incorporó, temblando violentamente.

—¡Ustedes no comprenden! —gritó—. ¡Somos hermanos... ustedes y nosotros somos hermanos... no pueden atacarnos... hemos venido a darles la bienvenida... no tienen derecho a dudar... no queremos hacerles daño!

Nerviosamente, sin darse cuenta casi, había avanzado hacia la espacionave mientras gritaba su tremendo dolor.

El monstruo de la escotilla la dejó caminar unos metros. Luego volvió a alzar la mano con su extraña arma.

Kare, demasiado tarde, comprendió.

—¡Oh, no! —susurró, sin fuerzas para intentar una fuga que era imposible—. Solamente queríamos darles la bienvenida... la bien...

Su voz se cortó ante el impacto del nuevo proyectil que surgió del arma que empuñaba el ser del espacio exterior.

Se desplomó, sintiendo que todo aquello era un mal sueño, una pesadilla absurda. Una broma de mal gusto que le jugaban sus sentidos. Sobre ella continuaban brillando las estrellas, pero sus ojos muertos ya nada veían.

—Ya no hay más atacantes, Reynolds —exclamó Mark Williams volviéndose hacia el interior de la espacionave y suspirando aliviado—. ¡Uf! Nunca olvidaré sus gritos y los gestos que hacían al cargar contra nosotros...

—Seguramente eran gritos de combate, Mark —repuso el capitán Reynolds—. Indudablemente se trata de seres muy primitivos. Menos mal que hemos traído armas de fuego y algunas bombas atómicas... Bajemos.

Descendieron por la larga escalerilla de metal que surgió automáticamente al pie de la escotilla. Los cuerpos muertos de Kare y de Some estaban en el sitio donde habían caído, con una mirada de dolor mezclado con asombro infinito en sus tres ojos, el rojizo musgo manchado por la verde clorofila de su sangre.

—¡Qué feos son! —murmuró Reynolds—. Y pensar que el Mariner IV primero y los V y VI que mandamos después para fotografiar la superficie de Marte no hallaron señales de vida. Es como para creer lo que dicen los hombres de ciencia...

Williams no le contestó. Escupiendo en dirección del helado canal, sacó una cámara para rayos infrarrojos y comenzó a tomar fotografías.

Sobre el cercano horizonte, separadas por una breve distancia, aparecieron Fobos y Deimos, las dos minúsculas lunas marcianas, y comenzaron su rápido recorrido nocturno, opacando con su luz el remoto, el frío, el dulce color de las estrellas.

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