Cristina Fernández Cubas: En el hemisferio sur

Cristina Fernández Cubas



«A veces me suceden cosas raras», dijo y se acomodó en el único sillón de mi despacho.
Suspiré. Me disgustaba la desenvoltura de aquella mujer mimada por la fama. Irrumpía en la editorial a las horas más peregrinas, saludaba a unos y a otros con la irritante simpatía de quien se cree superior, y me sometía a largos y tediosos discursos sobre las esclavitudes que conlleva el éxito. Aquel día, además, su físico me resultó repelente. Tenía el rimmel corrido, el carmín concentrado en el labio inferior y a uno de sus zapatos de piel de serpiente le faltaba un tacón. Si no fuera porque conocía a Clara desde hacía muchos años la hubiera tomado por una prostituta de la más baja estofa. Dije: «Lo siento», y me disponía a enumerar con todo detalle el trabajo pendiente, cuando reparé en que una gruesa lágrima negra bailoteaba en la comisura de sus labios. Le tendí un pañuelo.
-Gracias -balbuceó-. En el fondo, eres mi mejor amigo.
Estaba acostumbrado a confesiones de este calibre. Clara acudía a mí en los momentos en que el mundo se le venía abajo, cuando se sentía sola o a los pocos minutos de sufrir una decepción amorosa. Me armé de paciencia. Sí, en el fondo, éramos buenos amigos.
-A veces me suceden cosas -repitió.
Le ofrecí un cigarrillo que ella encendió por el filtro. Rió de su propia torpeza y prosiguió:
-O, para ser exacta, me suceden sólo cuando escribo.
Corrí mi silla junto al sillón y eché una discreta mirada a su reloj de pulsera. Clara, instintivamente, se bajó las mangas del abrigo.
-A menudo, cuando escribo, me embarga una sensación difícil de definir. Tecleo a una velocidad asombrosa, me olvido de comer y de dormir, el mundo desaparece de mi vista y sólo quedamos yo, el papel, el sonido de la máquina... y ella ¿Entiendes?
Negué con la cabeza. Su tono me había parecido más cercano a un recitado que a una confesión. Preferí no interrumpirla.
-Ella es la Voz. Surge de dentro, aunque, en alguna ocasión, la he sentido cerca de mí, revoloteando por la habitación, conminándome a permanecer en la misma postura durante horas y horas. No se inmuta ante mis gestos de fatiga. Me obliga a escribir sin parar, alejando de mi pensamiento cualquier imagen que pueda entorpecer sus órdenes. Pero, en estos últimos días, me dicta muy rápido. Demasiado. Mis dedos se han revelado incapaces de seguir su ritmo. He probado con un magnetofón, pero es inútil. Ella tiene prisa, mucha prisa.


Alejé mi silla de su asiento y suspiré de nuevo. Tendría que pasar la noche en blanco, redactando informes, corrigiendo galeradas, improvisando solapas... Clara no tenía derecho a robarme el tiempo como lo estaba haciendo. «Es una egoísta», pensé. Me levanté con la secreta esperanza de que mi amiga me imitara.
-Querida -dije-, me estás hablando de algo a lo que los antiguos llamaban «musa», una señora a quien invitaría ahora mismo, con muchísimo gusto, si supiera que iba a acudir a mi cita.
Ella no se había movido del sillón. Encendió otro cigarrillo, extraído ahora de una pitillera de plata, y me sonrió con amargura.
-Eso sería lo fácil y así lo interpreté durante un tiempo. Me hallaba, creía, en uno de esos éxtasis que sólo conocen los elegidos.
Iba a decir «¿lo entiendes?», pero se detuvo. Era obvio que Clara no me contaba entre las filas de los elegidos.
-Intenté convencerme. Me decía: «Lo que te ocurre, Clara, es algo fabuloso. Esta voz que te parece escuchar no es otra cosa que tu imaginación, tu talento creativo». Y también: «Estás atravesando el período más importante de tu vida». Todo eso me decía y terminaba ordenándome: «Déjate de lamentaciones y aprovéchate». Y así hice. Mi corazón palpitaba con fuerza, mis dedos se descarnaban sobre el teclado, pero permanecía junto a la maquina de escribir entregada en cuerpo y alma a los dictados de la imperiosa Voz. No atendía al teléfono, desoía el timbre de la puerta y sólo me atrevía a hablar cuando sus palabras iban haciéndose imperceptibles. Le suplicaba paciencia, un poco de paciencia. «Tranquilízate -le decía- mañana volveré a estar contigo. Ahora necesito dormir, descansar, la cabeza me arde, siento mil agujas en las plantas de los pies, los ojos se me nublan...». Casi nunca me prestaba atención. Las más de las veces,
amanecí con los cabellos enredados en las teclas y el carrete de la cinta prendido de una de mis orejas. ¿Entiendes?
No tuve más remedio que sentarme otra vez. Sí, entendía perfectamente lo que Clara intentaba explicarme con voz trémula y, en honor a la verdad, la envidiaba. Nunca había sufrido tales arrebatos en carne propia. Jamás había conocido ese momento mágico en que el escritor, poseído por una fuerza milagrosa, se ve compelido a rellenar sin descanso hojas y más hojas, a no concederse tregua, a enfermar, a plasmar sobre el papel los dictados de su mente enfebrecida. Pero sabía que eso les ocurría a otros. Había probado a embriagarme, a euforizarme, a relajarme. A menudo las tres posibilidades a un tiempo. Los resultados no tardaron en reflejarse en mis ojos, en las bolsas que los contorneaban, en las arruguillas que surcaban mis párpados, en las canas que, con paso firme, iban invadiendo patillas, barba, cejas y bigote. De mi antiguo cabello apenas si podía acordarme. Me quedaban tan sólo tres mechones que dejaba crecer y peinaba hábilmente
para que disimularan el odioso brillo de mi cabeza. Pero el papel en blanco seguía ahí. Impertérrito, amenazante, lanzándome su perpetuo desafío, feminizándose por momentos y espetándome con voz saltarina: «Anda, atrévete. Estoy aquí. Hunde en mi cuerpo esas maravillosas palabras que me harán daño. Decídete de una vez. ¿Dónde está esa famosa novela que bulle en tu cerebro? No prives al mundo de tu genio creador. ¡Qué pérdida, Dios, qué pérdida!...». A ratos, mientras los fármacos se entregaban a una trepidante danza, me parecía como si el papel se agigantase, como si me escupiera su blancura detestable, o como si se refugiase en la más absoluta inmovilidad para ahogar sus irresistibles deseos de carcajearse de mi persona. Intenté describir mis sensaciones, la burla cotidiana del papel o, mejor, «La Holandesa de la Blanca Sonrisa». Pero no fui más allá del título. Mi mesa de trabajo se hallaba abarrotada de manuscritos de
corte similar, obritas de escritores mediocres que nunca verían la luz, mamotretos sobre los que debía informar semanalmente y a los que solía despachar con un tajante «Publicación desaconsejada». En mi caso, además, se trataba de una primera obra. ¿Cómo podía hablar de la angustia del creador si ese creador angustiado que era yo no había tenido aún ocasión de crear nada? El proyecto caía por su propio peso y no me costaba esfuerzo alguno imaginar mi futuro libro rubricado con un «Publicación desaconsejada» por cualquier informador demasiado pendiente de su propio papel en blanco para conceder un mínimo de confianza al mío. Meneé la cabeza. A mi manera, yo también había oído voces.
-Dios mío -gimió alguien desde el sillón.
Clara seguía en el despacho. La observé con detenimiento. Estaba pálida, el zapato descompuesto acababa de desprenderse de su pie y los restos de carmín y rimmel se reunían ahora en el hoyuelo de su barbilla. Con un leve gesto le indiqué que la escuchaba.
-Pero esto no es lo más grave. Trance, sugestión, arrebato, éxtasis... ¡qué más da! Sin embargo, hace un par de días, empecé a asustarme seriamente. La noche anterior había trabajado hasta altas horas y, como era ya habitual, me había quedado dormida entre el tabulador y el sujetamayúsculas. Me desperté, pues, con un tremendo dolor de cabeza. Pero ella no permite deserciones. Apenas comenzaba a amanecer, y ya estaba otra vez dictándome a una velocidad vertiginosa. Sólo que aquel día había llegado al límite de mis fuerzas. Me crucé de brazos y esperé a que comprendiera. Fue entonces cuando me di cuenta; la Voz tenía acento extranjero.
El respaldo del asiento registró mi leve sobresalto con un crujido. Clara había alzado la mano a modo de súplica. No debía interrumpirla, colegí. Hubiera jurado que luchaba dolorosamente por hacer acopio de todas sus fuerzas y conducirme a la revelación final. Aguardé a que se repusiera.
-Te ahorro los detalles de la impresión que me causó aquel insólito hallazgo. Durante varias horas no acerté a hacer otra cosa que a pasear sin rumbo bajo la lluvia. Cuando, al fin, reparé en que me hallaba empapada hasta los huesos, regresé a casa. Había tomado una enérgica decisión: clausuraría mi cuarto de trabajo, llamaría a los amigos, practicaría algún deporte. Esto fue anteayer, ¿entiendes?
Asentí. Clara no me dio tiempo a intervenir.
-Anteayer.
Volví a asentir.
-Y ayer puse en práctica mi nuevo plan de vida. Visité el zoo, viajé en golondrina y almorcé con una amiga. Al caer la tarde, por desgracia, me volvió a asaltar el miedo a esa presencia de la que pretendía huir. Pensé que la mejor forma de conjurarla era llenar la casa de discos, revistas, cualquier novedad que lograra aturdirme. Entré en la primera librería que hallé en mi camino y me puse a husmear con toda libertad, sin importarme la mirada recelosa del encargado. Vi, entonces, un libro que me llamó la atención.
»El grabado de la portada reproducía la figura de una mujer enfundada en una gabardina chorreante: la lluvia había empapado su cabello y por sus mejillas discurrían gruesas gotas de agua. El parecido con la imagen que yo debía de ofrecer la noche anterior incitó mi curiosidad. Lo abrí por la primera página y leí: "A menudo cuando escribo, me asalta una sensación perturbadora...". Lo cerré de golpe. Sobre la mujer empapada, letras estilo Liberty configuraban el título: HUMO DENSO. Más abajo, en caracteres sencillos, el nombre de la autora: Sonia Kraskowa. Retomé el primer párrafo con cierto temor. Mis labios murmuraron: "Tecleo a una velocidad pasmosa, me olvido de comer y de dormir, el mundo desaparece de mi vista...". Los objetos del establecimiento empezaron a bailar a mi alrededor. "No puede ser", dije ahogando un chillido. El dependiente me tendió un ejemplar: NO PUEDE SER, Sonia Kraskowa. Tuve que apoyarme en una estantería para
no desplomarme. "Creo que me estoy volviendo loca", musité en un tono apenas perceptible. "No exactamente", intervino el hombre y, ajustándose las gafas, puntualizó: EL DÍA EN QUE CREÍ VOLVERME LOCA... Ignoro cómo pude mantenerme en pie. El empleado consultaba ahora un fichero y me instaba a rellenar la hoja del pedido. No lo hice. Pero conservaba en la mano un ejemplar de HUMO DENSO y pagué el importe.
»No pude aguardar a llegar a casa. A la salida rasgué el envoltorio y abrí el libro al azar. Leí "Mañana volveré a estar contigo. Antes necesito dormir, descansar...".
No sé si Clara pronunció el consabido «¿entiendes?» o si, por una vez, la pregunta murió en sus labios. El travesaño de la silla acababa de desprenderse, el respaldo de rejilla emitió su postrer chasquido, y yo me encontré sentado en el suelo con la misma cara de estupor con la que había acogido sus últimas revelaciones. ¿Qué pretendía Clara con esta historia? Estaba sudando. Me incorporé, arrinconé de una patada los restos de la silla y me puse a pasear a grandes zancadas por el despacho.
-Esto es todo -su voz sonaba ahora dulce y melancólica-. Algún día tenía que ocurrir. Todo lo que yo escribo, está escrito ya. Todo lo que yo pienso, lo ha pensado antes alguien por mí. Quizás yo no sea más que una simple medium... o peor. Una farsante. Una vil y repugnante farsante.
Abrí la ventana y respiré hondo. En el parque, no se movía una brizna de hierba. El verano más caluroso del siglo, recordé. A un niño se le acababa de escapar un globo. Me apoyé en el alféizar, lo rescaté y hundí mi uña en su faz de goma. La explosión se entremezcló con un lloriqueo lejano y las últimas palabras de mi amiga.
-Me deshice del libro en un cubo de basura y eché a andar. No he parado en toda la noche.
-¡Qué día! -dije, y me sorprendí de la seguridad de mi voz-. Este bochorno va a terminar con todos.
-Sí, es posible -ahora ella andaba descalza en torno a mi mesa. Aproveché para sentarme en el sillón: estaba exhausto-. El calor, el exceso de trabajo... Pero no podemos quedarnos en conjeturas. Veamos: ¿tú has leído a Sonia Kraskowa?
La pregunta me pilló desprevenido.
-No -dije con un hilo de voz.
Nunca he sido aficionado a los best-sellers ni, menos aún, a la literatura intimista: en esa mujer coincidían ambos factores. Me encogí de hombros y me volví a preguntar por las verdaderas intenciones de mi amiga. ¿Una burla?... La ansiedad de sus ojos me alarmó.
-No todo -añadí.
-Bien.
Clara no dejaba de revolotear en torno a la mesa. Me hizo pensar en un detective novato angustiado ante su primer caso de envergadura.
-La primera hipótesis, la de una alucinación total, descartada. Sonia Kraskowa existe. Pero nos queda aún la segunda. Es posible que HUMO DENSO no tenga nada que ver con mi vida, que todo haya sido una ilusión, que, allí donde yo leí lo que creí leer, diga en realidad: «Nací en el barrio judío de Praga, en Duñistrasse, Mailovastrasse, o junto a la sinagoga de Alneuschul..., por ejemplo.
-Entiendo.
-Iré a casa, beberé un vaso de leche caliente, tomaré un somnífero y dormiré como una criatura. Pero antes me arreglaré un poco. No me gustaría que ningún conocido me viera con esta pinta.
Conduje a mi amiga al único lavabo decente de toda la planta y aguardé afuera. Oí el chorro de agua, el chirriar de los grifos, las palmadas con las que Clara intentaba conjurar su pesadilla. De pronto se hizo el silencio. La mañana no estaba para guardar formas y abrí. Clara se hallaba en pie, inmóvil sobre la alfombrilla de espuma, la cabeza apenas inclinada hacia adelante.
-Mira -dijo, y señaló el agua que ahora desaparecía por el sumidero.
Me acerqué. Observé un líquido turbio de matices rojinegros y admiré, complacido, el nuevo rostro de Clara. Parecía una niña. Iba a decirle lo bien que resultaba sin maquillar, lo alegre que me sentía ante su transformación, pero ella había vuelto a accionar el grifo.
-Mira.
No acerté a ver otra cosa que el agua, ahora cristalina, describiendo los círculos de rigor.
-¿Lo has visto?... Dicen que en el hemisferio sur los líquidos desaparecen por los desagües en dirección inversa. Un fenómeno relacionado con la rotación de la tierra, la velocidad relativa del agua y no sé cuántas monsergas más -permaneció unos segundos ensimismada y prosiguió-. Tal vez lo que yo necesite sea un viaje. Sí, un viaje al hemisferio sur. Desremolinar el remolino, ¿entiendes?
Me encogí de hombros. Su sonrisa se había convertido en una máscara.
-No me tomarás por loca, ¿verdad?
-No -mentí.
Y le tendí los zapatos de piel de serpiente.

El trabajo amontonado sobre la mesa había dejado de obsesionarme. Saqué un espejito del cajón y retoqué mecánicamente mi peinado. Acababan de dar las dos, disponía de hora y media y el autoservicio de la esquina se me ofrecía como un lugar idóneo para ordenar mis ideas sin que nadie me importunara. En el rellano me crucé con un grupo de atolondradas secretarias. Fingí no verlas, pulsé el botón del ascensor y, canturreando, me encaminé hacia el restaurante. Al sentarme me noté, a la vez, fatigado y ansioso.
La historia que Clara acababa de narrarme con tan aparente verismo me inquietaba. Quizás hubiera debido dejarla en manos de un médico, despreocuparme y concentrarme en mis informes, solapas y correcciones. Pero mi amiga había llegado muy lejos en su relato y yo me sentía incapaz de contener el creciente nerviosismo que iba adueñándose de todos mis miembros. Ignoraba aún si el extraño temblor que me poseía se debía tan sólo a una seria preocupación por el estado mental de mi visitante, o si una rara emoción, surgida de lo más profundo, entraba ahora en funcionamiento de modo inesperado. Había algo en todo aquel barullo que se me aparecía como fascinante, etéreo, inaprehensible... Clara podía considerarse una mujer afortunada. Hasta sus crisis resultaban tremendamente literarias, sus abatimientos envidiablemente creativos. «¡Qué argumento!», pensé, y casi enseguida, como absolviéndome de tan frívola idea, añadí: «En cuanto se le
pase, se lo diré. Debe escribirlo».

Entré en mi despacho en el preciso instante en que sonaba el teléfono. Me senté sobre la mesa y descolgué el auricular.
-Soy Clara -oí.
Le pedí que aguardara un momento y acerqué el sillón con el pie.
-¿Estás ahí? -preguntó.
-Sí. ¿Qué ocurre ahora?
- ¡Ellos lo saben! -dijo, y prorrumpió en sollozos.
Siempre he detestado los lloriqueos con que las mujeres suelen adornar sus confidencias o dramatizar las situaciones más cotidianas, pero debo reconocer que, en aquellos momentos, todo lo que tuviera relación con Clara me interesaba vivamente. Esperé a que se calmara y escuché:
-¡Lo han descubierto! Saben que soy una tramposa deleznable, que mis libros no son más que la transcripción exacta de otros... de los de otra mujer. Pero yo te juro que soy totalmente ajena al fraude.
Le supliqué que procediera por orden.
-Verás -dijo al fin-. He llegado a casa con la idea de acostarme y descansar. Mi cuarto de trabajo, como sabes, está cerrado a cal y canto, por lo que he tomado el camino del baño para dirigirme al dormitorio... No puedo explicarme cómo ha llegado hasta allí.
-¿Quién? ¿Quién estaba ahí?
-HUMO DENSO. Sobre la mesita de noche.
-¿Y...?
-No me has entendido. HUMO DENSO, mi primer HUMO DENSO, desapareció en un cubo de basura a los pocos minutos de abandonar la librería. Alguien, por tanto, debió entrar en casa por la noche o esta mañana, mientras conversaba contigo, con un segundo HUMO DENSO bajo el brazo. Lo han hecho para demostrarme que lo saben.
-¿Quiénes? ¿Quiénes lo saben?
-No sé... ellos, los otros. Me he mudado a un hotel.
Anoté la dirección que me dictaba Clara con voz temblorosa y me satisfizo comprobar cómo mi amiga, aún en las situaciones más difíciles, no cedía un ápice en su gusto por la comodidad y el lujo. Un hotel, sin embargo, no me parecía el lugar adecuado para su estado de ansiedad y a punto estuve de ofrecerle mi estudio. En el último instante, me contuve: me estaba buscando complicaciones innecesarias. La frase, no obstante, quedó en el aire:
-Un hotel no me parece adecuado...
-¿Qué podía hacer si no? Recogí el libro de la mesilla, lo abrí por la mitad y leí: Y se mudó a un hotel... No me preguntes a quién se refería.
No lo hice. Había llegado el momento de pasar a la acción, de afrontar a Sonia Kraskowa y de abandonar mi ridícula posición de visitante en mi propio despacho. Me puse en pie, limpié la mesa de galeradas, manuscritos y holandesas, destrocé la hoja en la que había anotado el plan de trabajo para el fin de semana y rebusqué, en mi desordenado archivador, una serie de recortes a los que tal vez, en el transcurso de las horas, lograría encontrarles alguna utilidad. Oprimí el timbre del interfono. La secretaria, como de costumbre, no se presentó.
Faltaba aún un buen rato para que pudiera considerarme libre, pero aquel día no me hallaba dispuesto a acatar horarios. Tomé un papel en blanco y escribí:

«Para el lunes a primera hora (¡urgente!)
Humo denso
No puede ser
El día en que creí volverme loca,
y todo lo que haya podido escribir Sonia Kraskowa».

Iba a doblarlo, pero añadí:

«Igualmente urgente:
Arreglen de una vez esta maldita silla, o consígame otra».

Salí del despacho con la eufórica sensación de haber escogido el único camino posible. Al pasar junto a la mesa de la secretaria, le tendí el papel.
-¡Oh! -dijo.
Pero no fue la aspereza de la nota lo que le había sobresaltado. Un frasco de laca de uñas de un rojo chillón acababa de derramársele sobre la mesa.

Cené con Clara en un restaurante de su elección, a tono con la ampulosa alfombra de la suite que acabábamos de abandonar, provisto de aire acondicionado y atendido por media docena de camareros atosigantes y serviles. A la hora de pagar la cuenta Clara recordó, de pronto, que había olvidado el billetero en el hotel y se encogió de hombros. Extendí un cheque. Nunca me ha dejado de sorprender el egoísmo de los dolientes, la incapacidad de trascender sus problemas, o de vislumbrar los abismos en los que puedan hallarse sumergidos los otros. Al firmar, como por instinto, había añadido un par de ridículos adornos a la rúbrica. Si no colaba, el lunes me vería obligado a suplicar un nuevo adelanto. A no ser que me atreviera a plantearle mi problema... a ella. Enseguida deseché la idea. Los consejos se regalan, la compañía se exige, pero el dinero, por lo visto -y esbocé una sonrisa-, tan sólo se presta.
-Eres lo único que me queda -dijo Clara, un tanto más animada tras el tercer coñac-. Si tú me fallaras... No sé... Prefiero no pensarlo.
La acompañé al hotel. Al despedirme, la besé en la mejilla y le entregué una carpeta. Ella me miró con recelo.
-Lectura amena e interesante -dije-. Una selección muy especial para una chica muy especial. Te tumbas en la cama, te tomas un par de valiums y, entre chiste y chiste, te quedas dormida como una niña. Mañana comprenderás que has estado alucinando como una loca. Aunque no lo seas.
Le estreché la mano. Sus dedos estaban rígidos como los de una muerta y su mirada increíblemente triste.
-¡Fuerza! -dije aún.
Y me encaminé sin prisas hacia mi estudio.

Abrí la puerta en el preciso momento en que el teléfono dejaba de sonar. Me serví una copa. Casi enseguida el aparato volvió a dejar oír su voz. Conté diez, veinte, treinta y cinco llamadas... Encendí un cigarrillo. Hay situaciones en la vida en que uno debe apoyarse en sus propios recursos, asumir sus problemas y tomar sus decisiones. A las dos de la madrugada el teléfono enmudeció, y yo me sentí ganado por una deliciosa sensación de paz y un sueñecillo dulce. La jornada había resultado agotadora. Me acosté en la cama, pero el recuerdo de los últimos acontecimientos pudo más que mi cansancio. Dormí a ratos, soñé a trompicones y, en el estado de duermevela, tomé una determinación. Pasaría el fin de semana en casa de tía Alicia, junto al mar, lejos del inaguantable bochorno ciudadano, de las pesadillas propias y ajenas. Abordé el primer tren de la mañana junto a algunos bañistas madrugadores y un grupo bullicioso de mochileros.
Dejé atrás los edificios grises, los arrabales despertando a la claridad del día... Tía Alicia, ¿cómo acogería mi visita? Hacía más de diez años que no sabía nada de ella, fuera de una tarjeta por Navidad y unas cuantas postales perdidas desde alguno de sus viajes. Al llegar, la encontré como siempre, en pie desde las primeras horas, regando el jardín con una paciencia y una dedicación exquisitas.
-¡Qué sorpresa! -dijo. Y me invitó a pasar.
Cuando crucé el umbral, me sentí sacudido por multitud de recuerdos. La proverbial hospitalidad de mi tía, el refugio placentero de mis años de estudio, el retiro escogido para todas las novelas que siempre quise escribir y no pasé de proyectarlas. Desayuné chocolate con bollos y me tendí en la cama. Me hallaba extenuado.
Al cabo de unas horas, tía Alicia me despertó.
-Bueno, bueno -dijo-. Y ahora me vas a contar qué nueva travesura has hecho.

El lunes acudí al trabajo con la puntualidad de un principiante. Sobre la mesa me aguardaban cuatro novelas de Sonia Kraskowa. Los restos de la silla, en cambio, seguían amontonados en un rincón. Me acomodé en el sillón y contemplé la portada de HUMO DENSO. La entrada de una secretaria me sobresaltó.
-¿Sabe ya la noticia?
Me limité a colocar el libro sobre los otros.
-Aquí tiene el diario. Dicen que, en los últimos tiempos, se encontraba muy deprimida... Usted la conocía mucho, ¿verdad?
Mi cabeza asintió. La mujer permanecía a mi lado, esperando pacientemente una opinión personal que no tenía la menor intención de proporcionarle. Hojeé el periódico con desgana. Las fotos no le hacían justicia. Clara, de pequeña, en la hacienda de sus padres en Tucumán; Clara firmando ejemplares en la puerta de unos grandes almacenes; Clara, con gafas oscuras y gesto hosco, acodada en la barra de un bar. El éxito, decían, es más difícil de digerir que el fracaso. «Zarandajas», pensé, y reviví por un instante nuestro último apretón de manos y sus dedos rígidos como la muerte. Sin embargo, no podía afirmar que me hallase impresionado por la desaparición de mi amiga. Clara moría en la plenitud de su fama, llorada por todos, milagrosamente huida de un final mucho más trágico y aborrecible. La imaginé, de repente, avejentada, los ojos turbios zozobrando en la angustia, vestida con una bata blanca, compartiendo la habitación con
seres atormentados, babeantes, deformes. Al principio, quizá recibiría alguna visita; es posible, incluso, que el trato de los médicos fuera preferente. Pero sólo al principio. Clara, en un momento de lucidez, se había evadido de su destino.
Despedí a la secretaria con un encargo. No iba a asistir al funeral. Las funciones religiosas me enfermaban, pero sí le enviaría una corona de flores, las menos mortuorias que existieran, margaritas, jazmines, petunias y madreselvas, ramas de olivo en recuerdo de los padres de su padre, girasoles como en las heladas tierras de su familia materna. Escribí: «A Clara Sonia Galván Kraskowa. Los que te quieren no te olvidan», y precisé, por teléfono, que la leyenda debía ir en letras rojas sobre fondo blanco.

El montoncillo de libros que me aguardaba sobre la mesa había adquirido una presencia patética, una luminosidad agobiante. Volví a HUMO DENSO y lo abrí por la primera página. Me sorprendió la cuidada redacción, la sencillez y concisión del lenguaje. «No está mal», me dije, y, en mi juicio, no intervino para nada la odiosa benevolencia con la que se suele acoger la obra del amigo desaparecido. Ahí estaba Clara Sonia Galván, mi flacucha compañera de Facultad, con sus dudas y su timidez, la búsqueda desesperada de una identidad, la necesidad obsesiva de encontrar sus raíces, la opción por la parte eslava de su apellido en homenaje a una madre que nunca conoció. El primer capítulo hacía referencia a su infancia en Argentina; el segundo se iniciaba en Barcelona. Reconocí de buen grado que, en contra de mis suspicacias, su prosa era excelente. Clara había avanzado a pasos agigantados desde su desvaído primer relato, un cuento pretencioso
e insulso con el que, pese a todo, logró hacerse con el único galardón de un ya olvidado certamen universitario. Confieso que, en aquella ocasión, la decisión del jurado me dejó estupefacto. Yo también había concurrido al concurso con una narración breve, la única que en mi vida había logrado iniciar, desarrollar y rubricar, y de la que me hallaba convencido y orgulloso. Nunca después, abatido por mi primer fracaso, podría ya volver a escribir por la mera búsqueda del placer sin sentirme observado por miles de ojos acechantes. Pero todo esto había ocurrido hacía ya mucho tiempo y, a la vista del ejemplar que aún sostenía entre las manos, aquel odiado veredicto se transformaba en un compendio de sabiduría y previsión. El oscuro jurado había intuido en la Clara Galván a la futura Sonia Kraskowa. Cerré HUMO DENSO y hojeé desordenadamente el resto de los libros.
¿Habría obrado con temeridad al entregarle, en la noche del viernes, el dossier Sonia Kraskowa? El periódico describía la suite del hotel en perfecto orden. Clara tendida sobre el lecho y, junto a su cuerpo -la única nota discordante dentro de la pulcritud de la estancia-, una carpeta repleta de recortes de prensa, críticas loatorias y fotografías de la propia finada. No pudo soportar su éxito por más tiempo... ¡Qué podían saber ellos de los desvaríos de mi pobre amiga! Fue tal vez una forma algo brusca de enfrentarla con la realidad, pero no cabía otra opción. Lo supe enseguida, desde el momento en que Clara se instaló en el sillón de mi despacho y empezó a relatarme su magnífica pesadilla, el torbellino de mundos que anidaba en su perturbado cerebro, el punto de partida, en fin, de la novela que había perseguido durante tanto tiempo. Y ahí estaba. Nítida, fascinante. El soplo necesario para decidirme a embestir la blancura
intolerable del papel y darle al mundo lo que el mundo sin duda esperó un día de mí. Iba a estar redactada en primera persona. Una mujer. Una escritora como Clara aterrada ante la Voz, ante su doble, ante su propia e inocente infamia. Un huracán de ideas me azotaba la mente. Eso era, un huracán.
-Tornado -dijo la secretaria, y sólo entonces reparé en que, según su costumbre, había entrado sin llamar.
-Tornado -repitió y me entregó una carpeta. Leí: TORNADO.
-Una sorpresa. La obra póstuma de Sonia Kraskowa. El jefe pregunta si se siente capaz de leerla, entenderla y redactar una contraportada. Texto elogioso y tierno, naturalmente.
Era lo menos que podía hacer.
-Bien. Le conseguiré una silla.
Mis manos habían acogido con cierto temblor el inesperado manuscrito. Venciendo mi emoción, lo coloqué sobre la mesa, aguardé a que trajeran el asiento y encendí un cigarrillo. El agente de Clara Sonia no perdía el tiempo. Posiblemente se hallaría ahora formando parte del cortejo fúnebre, gimoteando o contando a todos cómo él, y sólo él lanzó a la fama a la malograda escritora, cómo la ayudó con sus consejos, cómo la socorrió en sus momentos de desolación. Y lo más probable es que actuara con sinceridad. «La vida es cruda -me dije-, muy cruda». Observé una fecha, escrita a lápiz junto al sello de la agencia, y me entristeció averiguar que mi amiga había entregado su última obra hacía menos de una semana. Abrí la carpeta y, con la mejor voluntad, me dispuse a saborear TORNADO.
Ignoro si fue el bochorno de aquella siniestra mañana o la tensión acumulada durante los últimos días, pero, de pronto, me pareció como si las letras de los primeros párrafos intentaran agitarse, abandonar el papel, entregarse a un rápido y ondulante movimiento giratorio. La cabeza me daba vueltas. Abrí la ventana y me enjugué el sudor. El verano más caluroso del siglo, no cabía duda. Después, volví a tomar asiento y leí:

«... Se lo acababa de decir. Le acababa de explicar cómo la irritante Voz me mantenía en vilo durante días y noches, cómo, con contumaz precisión, iba debilitando mi deteriorado juicio. Y él, dando vueltas entorno a la mesa, simulaba comprender. Pero yo le sabía sutilmente interesado. Su cabeza bullía de ideas contradictorias, de sueños, de frustraciones, de conmiseración hacia sí mismo, acaso, en aquel momento, hacia mi persona. Se asomó a la ventana, y yo me fijé en su cogote. Era un hombrecillo ridículo, preocupado por aparentar una juventud que nunca conoció, obsesionado por disfrazar sus escasos mechones de pelo ralo. A punto estuve de echarme a reír y desbaratar mi desesperada apuesta. Pero no lo hice. La campanilla del despertador me devolvió a la insulsa cotidianeidad de mis días. Fue entonces cuando decidí poner en práctica mi sueño. Hasta aquel momento no había hecho otra cosa que escribir la vida; ahora, iba a ser la
vida quien se encargara de contradecir, destruir o confirmar mis sueños...».

No pude seguir leyendo. Los párrafos se habían entregado a una danza alucinante, un sudor frío embotaba mis sentidos, la ceniza del cigarrillo caía impasible sobre el montón de folios. Me acerqué a la ventana y llené mis pulmones del fétido aire ciudadano. Con gran esfuerzo volví sobre TORNADO y me detuve en la dedicatoria:

«A ti, a mi (¿mejor?) amigo.
Con la firme esperanza de que algún día podamos reírnos ante estas páginas».

Y abajo, a la manera de una postdata:

«En aquel concurso de nombre lejano, tu cuento era el mejor.
Alguien (lamentablemente no existe el femenino para ciertos pronombres personales) se encargó de ocultarlo a los ojos del jurado. ¿Sabremos olvidarlo?».

No, yo no podía olvidar la mano rígida de Clara al despedirse en la puerta del hotel, su mirada melancólica al alcanzar la carpeta de recortes, su entonación astutamente premeditada, o quizá patéticamente sincera, al decirme: «Si tu me fallaras...». Y yo, como la más estúpida de las criaturas, había caído de bruces en las redes de su tétrico juego. Corrí enloquecido al lavabo e incliné la cabeza bajo el chorro de agua. Iba a perder pie, lo sabía. Al incorporarme, observé cómo el agua desaparecía por el sumidero describiendo círculos. Un remolino, recordé. Me apoyé en la pared y tardé un rato aún en cerrar el grifo. Cuando me fui, los círculos seguían el sentido de las agujas de un reloj. Como en el hemisferio sur.

Por la tarde me despedí de la editorial, clausuré el estudio, tomé el último tren y me dirigí a casa de tía Alicia.
-¡Qué sorpresa! -dijo.
Pero las sábanas olían a lavanda y espliego, y una jícara de chocolate me aguardaba, humeante, sobre la mesa de la cocina.

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