Tales of Mystery and Imagination

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José Vicente Ortuño: Mis vecinas

José Vicente Ortuño


Vivo en un pueblo adosado al casco urbano de Valencia cuyo nombre, por seguridad, prefiero mantener en el anonimato. A poco de mudarme comencé a observar a dos mujeres que vivían frente a mi casa y que se comportaban de forma un tanto extravagante. En aquel momento no les di demasiada importancia, pero más tarde comencé a recelar de su comportamiento y acabé convencido de que escondían algo oscuro. Desgraciadamente estaba muy lejos de sospechar la auténtica verdad. Si entonces hubiese sabido la gravedad de lo que se desarrollaba tan cerca de mí, tal vez habría actuado de otra forma. Pero de haber contado a alguien mis sospechas, nadie me hubiese creído y habría hecho el ridículo más espantoso. Pero mejor empezaré por el principio.
Por la edad que representaban parecían ser madre e hija y el parecido entre ellas no dejaba ninguna duda al respecto. Las dos eran muy delgadas, tenían la nariz prominente, los ojos azules y medían un metro cuarenta aproximadamente. Llevaban siempre el pelo muy corto. Vestían ropas disparejas de colores muy chillones y se adornaban con sombreros, bolsos o pañuelos estrafalarios. Para cualquier observador habrían pasado por un par de chifladas con síndrome de Diógenes. Como ya he dicho, al verlas la primera vez no les di importancia, pero tuve un presentimiento extraño que me hizo observarlas cuando me cruzaba con ellas, o al verlas pasar bajo mi balcón. Mis recelos aumentaron cuando comencé a coincidir con ellas en la calle al salir a trabajar muy temprano o cuando volvía a casa de madrugada. Observé que dibujaban un itinerario extraño, como si realizasen un ritual arcano. Cada noche salían y recorrían las calles parloteando en una jerga extraña, sin ropas de abrigo, a pesar de las inclemencias del húmedo invierno valenciano. A veces una de ellas se quedaba parada en una esquina mirando al infinito, mientras tanto la otra se iba hacia la siguiente y hacía lo mismo; después se hablaban a gritos de esquina a esquina. Las conversaciones parecían ser en castellano, pero nunca fui capaz de comprender lo que decían. Daba la impresión de que esperaban la llegada de alguien que, noche tras noche, no llegaba.
Durante el día también salían, paseaban por el barrio mirando escaparates, charlando o discutiendo entre ellas, como si fuesen dos vecinas más. La gente comentaba que eran dos locas y que su casa olía muy mal porque la tenían llena de trastos y basura.
Al verlas tan a menudo el presentimiento de que algo ominoso se cernía sobre nosotros se fue fortaleciendo. Poco a poco mis sospechas aumentaron y comencé a vigilarlas en secreto. Cuando me iba a trabajar salía un rato antes y me quedaba escondido escuchándolas, intentando comprender sus chácharas y anotando sus movimientos, a fin de encontrarle sentido a sus idas y venidas por las calles. Al poco tiempo creí descubrir su estrategia, un plan sutil y probablemente despiadado. Fui madurando la teoría de que eran dos brujas y que realizaban encantamientos malignos. Me las imaginaba añadiendo exóticos ingredientes a una gran olla hirviente, tal vez preparando una poción maligna para hechizar niños incautos y atraerlos a su guarida para devorarlos vivos. Según leí una vez, se puede distinguir a una bruja por una marca que llevan en un ojo, pero no me atreví a acercarme tanto como para comprobarlo. Todo eso me preocupaba tanto que comencé a padecer insomnio.



Durante lo poco que conseguía dormir soñaba que las dos mujeres invocaban un espíritu infernal, un ser aterrador que aparecía rodeado de sus diabólicos acólitos, un ejército de seres abominables horriblemente deformes. Monstruos con terribles garras y enormes penes bífidos, que aullaban y se retorcían. A una orden de su amo se abalanzaban contra los indefensos seres humanos, y después de torturarlos cruelmente, los devoraban en cuerpo y alma. Veía a los engendros saliendo de los infiernos y sembrando la Tierra de espíritus malignos, transformando nuestro mundo en un pandemonio de depravación ajustado a sus siniestras necesidades. Luego, una vez aniquilado hasta el último ser humano, luchaban entre ellos en terroríficas batallas, en las que no había ninguna regla ni bandos definidos, sólo una orgía de destrucción.
Un tremendo dolor de cabeza me taladraba el cráneo al despertar, como si me hubiesen metido una barrena por la nuca hasta sacarla por la frente. En el trabajo me desconcentraba debido a la falta de sueño; comencé a recibir las broncas de mi jefe y el desprecio de mis compañeros. Mi familia empezó a preocuparse por mí, insistiendo en que fuese a ver al médico, pero no les hice caso, pues me encontraba perfectamente.
Para evitar las pesadillas pasaba las noches apostado en el balcón con unos prismáticos, un micrófono direccional y una cámara con teleobjetivo, cargada con película de alta sensibilidad. Después de un par de horribles catarros, debidos al frío nocturno, conseguí descubrir una pauta en sus movimientos. Sus paseos siempre eran de noche y según la hora, la época del año, la fase de la luna y la humedad del aire, variaban su recorrido en un complejo patrón que sólo yo fui capaz de descifrar. Estaba claro que esas dos mujercillas eran hechiceras y que ejecutaban algún ritual mágico con aviesas intenciones.
Pedí excedencia en el trabajo y comencé a investigar por las bibliotecas, buscando antiguos libros de magia y ocultismo. En uno de ellos el alquimista Paracelso explicaba la forma de crear un homúnculo. La receta para crearlo consistía en colocar en una bolsa huesos, esperma, fragmentos de piel y pelo de cualquier animal. Todo esto había de enterrarse rodeado de estiércol de caballo durante cuarenta días, tiempo en el cual el embrión estaría formado. Deseché la idea al tener en cuenta la dificultad de encontrar estiércol de caballo en el barrio... aunque me quedó la duda de si para el diabólico experimento valían también los excrementos de perro que, desgraciadamente, abundaban en demasía por las calles.
Después me estudié un tratado sobre esoterismo y adivinación. Había fallado en mis intentos de colocar cámaras ocultas en su casa y no podía verlas para comprobar si echaban las cartas o leían los posos del café, por lo que tuve que probar otra cosa.
Lo intenté con la astrología. Desconocía el signo zodiacal de las sospechosas pero, fuese cual fuese, procuraban evitar al cartero que era Tauro y al barrendero, que era Sagitario. En cambio, cuando hacían la compra en el supermercado, siempre se ponían en la cola de la caja número cinco, atendida por un dependiente llamado Paco, que era Géminis. Salvo la coincidencia con las fases de la luna, no le encontré ningún sentido.
También me fallaron el Feng Shui y la astrología china, pues tras muchos estudios, cálculos y cábalas, descubrí que estábamos en el año del cerdo agridulce. Me pareció algo confuso y cambié la línea de investigación.
Para un ateo practicante como yo puede parecer extraño, pero también busqué en la Biblia. Tras leer el capítulo de las Revelaciones, también llamado Apocalipsis, llegué a la conclusión que el tal Juan, que supuestamente escribió el texto, debía de fumar marihuana o algo así, y que estaba al borde del delirium tremens. Fue perder el tiempo, pues las sospechosas no parecían drogadas.
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Ilustración: Saurio
En ninguna biblioteca hallé el Necronomicón; querían hacerme creer que era un libro ficticio, pero estaba claro que mentían. Inasequible al desaliento seguí buscando en librerías de ocultismo menos sospechosas de pertenecer a la Gran Conspiración. Mientras tanto mis vecinas continuaban con sus recorridos y jaculatorias por el barrio.
Por fortuna todo acabó una noche de invierno, fría y lluviosa, en la que me encontraba apostado en la azotea, justo sobre mi casa, vigilándolas. Iba cubierto con un impermeable negro, para pasar desapercibido, y equipado con mi visor nocturno Patriot XD-4, como los que llevan adosados al casco los comandos de las películas. Me había costado tres mil euros y una tremenda discusión con mi mujer, pero valió la pena. Ellas se encontraban juntas, paradas en la calle. Miraban hacia lo alto, al cielo nuboso que comenzaba a descargar gotas de lluvia frías como agujas de hielo. Nunca las había visto estar tan quietas, y esta vez no parloteaban ni gesticulaban, simplemente permanecían en pie, con la vista clavada en trozo de cielo que se divisaba entre los edificios. Entonces levanté la mirada hacia las nubes y la vi. A simple vista no hubiese podido distinguir nada, pero mi visor nocturno me permitió observar todos los detalles.
Era una nave espacial inmensamente grande y oscura, y no reflejaba la iluminación de las calles. Fue abriéndose paso a través de las nubes con tal suavidad que no se vieron perturbadas por la intrusión. Me recordó una famosa película de ciencia ficción en la que los alienígenas descendían con una nave gigantesca, tan grande como una ciudad, para destruir a la humanidad. Empezaba a comprender que las dos mujeres, a pesar de su aspecto inofensivo, eran la avanzadilla de un ejército invasor alienígena. Casualmente esa era mi próxima línea de investigación, ya me había suscrito a varias revistas de parapsicología y había comprado las obras completas de J. J. Benítez.
Mi mente comenzó a funcionar a toda máquina; no sabía que hacer. Me arrepentí de no haberlas asesinado, troceado y esparcido sus restos por todos los contenedores de basura del barrio, para que de esa forma no hubiesen podido regenerar sus cuerpos.
Desde mi atalaya esperé que, de un momento a otro, comenzase el ataque, que desatasen una lluvia de rayos de fuego que fundirían los edificios con grandes explosiones. La nave parecía no tener fin; mirase donde mirase ocultaba el cielo. Debía tener más de veinte kilómetros de diámetro, en el caso de que fuera circular. No parecía ser lisa sino que, a espacios regulares, sobresalían una especie de domos con un círculo más oscuro en su parte baja. Estaba ensimismado con la majestuosa nave y en realidad me había olvidado del porqué de mi presencia allí arriba, cuando sucedió. Estuve a punto de perder el control de mis esfínteres cuando desde la parte central de uno de los domos partió un cegador rayo de luz. Alcé el visor bruscamente y, cuando mi vista se acomodó de nuevo, pude observar anonadado como el haz iluminaba a mis dos vecinas. No sé si en esos momentos dejé de respirar o tal vez fue la impresión, pero sentí un repentino mareo cuando, allí paradas en medio del círculo luminoso, se fueron desvaneciendo hasta desaparecer; como disueltas en el aire.
El brillante haz de luz de apagó en ese momento, dejándome de nuevo en la oscuridad. Abatí el visor ante los ojos y vi que la nave comenzaba a elevarse atravesando el mar de nubes con suavidad; luego desapareció entre las sombras. El corazón me latía arrítmicamente, las piernas se me aflojaron y caí de rodillas en el suelo húmedo intentando no hiperventilarme. Al fin comprendí lo que había pasado. Mis vecinas excéntricas eran dos extraterrestres perdidas y sus idas y venidas eran la angustiosa espera del rescate. Qué estúpido había sido al no darme cuenta; si lo hubiese sabido antes tal vez podría haberles ofrecido mi amistad; seguro que se sentían muy solas.

Ya han pasado algunos meses y ha llegado el verano. Mi familia me ha abandonado y los vecinos huyen de mí, dicen que estoy loco, pero no me importa. Ya no trabajo, finjo tener una enfermedad mental y he conseguido una pensión vitalicia que me permitirá seguir vigilando. Utilizo los prismáticos de día y el visor nocturno por la noche; busco otros extraterrestres entre mis vecinos. Grabo en vídeo los movimientos de la gente del barrio y luego estudio sus pautas. Esta vez no me engañarán. Empiezo a sospechar de dos tipos con turbante y largas barbas que pasan a menudo frente a mi casa. Tengo que dejar de escribir, ya casi es la hora a la que van al supermercado a contactar con otros seres de su especie. Hoy probaré mi disfraz, el turbante me sienta muy bien y la barba da un aire realmente intelectual.
Seguiré informando.

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