Sergio Gaut vel Hartman: Lugares

Sergio Gaut vel Hartman



LE sucedía con frecuencia: el tren acababa de partir y no habría otro servicio antes de media hora. Permaneció de pie sobre el área gris rugosa imaginando un monstruo de veinticinco minutos acechándolo en la soledad de la estación. Mató el tiempo leyendo inscripciones imbéciles dibujadas sobre el cobertizo de madera, titulares crípticos de una rea­lidad que no lo contenía. Grupos de música suburbana ven­cidos por el barro; amenazas de fellatios y sodomizaciones; juramentos de venganza por amor a unos colores; sugeren­cias de fármacos eléctricos, prometiendo felicidad bajo lunas azules. No hace falta que mate el tiempo, pensó: en este lugar el tiempo llega muerto. Podría rematarlo, a lo sumo, quizás. Sería bueno rematarlo. Caminó una y otra vez a lo largo del andén, sin prestar demasiada atención a las parejas que se acariciaban en las sombras. También había dos, no, cuatro borrachos. Obreros ya no quedan, se dijo, sólo parejas y borrachos. Nadie regresa a su hogar desde el trabajo. No hay trabajo. Tampoco hogar. Había dos bancos despintados, que alguna vez fueron verdes, volvien­do a su desnudez primigenia gracias a las inscripciones hechas con navajas y cortaplumas. Un modelo en escala de las otras, escritas a conciencia. En una de las idas y vueltas, como si con eso hubiera podido disparar algún mecanismo para acelerar la llegada del tren, se detuvo ante la planilla de horarios del ramal. Faltaban trece minutos. Por lo que podía recordar esa línea no se caracterizaba por su tenden­cia a honrar el horario. Doce minutos, que bien podían ser diecisiete. La planilla lucía como si hubiera sido ubicada tras el cristal astillado ese mismo día, aunque podía decirse que el golpe contundente que había dibujado la tela de araña lo decoraba con eficiencia. Varios colores resaltaban determinadas columnas, indicando si la formación corres­pondía al tramo del circuito que empalmaba con la vía principal, o si se trataba de un transbordo en la localidad cabe­cera. Tal vez todas fueran la misma cosa. Carecía de las cla­ves para descifrar los códigos de colores. De todos modos, era inútil tratar de interpretar las combinaciones y el único dato relevante era el que informaba que el tren debía llegar en nueve minutos, o trece. A él no le interesaba resolver el método por el cual se podía llegar al mismo punto de parti­da desde el este o el oeste, indistintamente, y se preguntó por qué razón alguien desearía efectuar tal maniobra. Fastidiado por su propia incapacidad para encontrar un rin­cón iluminado —la novela que estaba leyendo llegaba al desenlace— y a punto de dar la espalda al tablero vidriado, un dato inusual repiqueteó en la periferia de su atención. En la lista había una estación que no había oído nombrar y por la que, estaba seguro, no había pasado nunca, aunque recor­daba ese recorrido por haberlo hecho en tramos parciales. Entre Los Álamos y Sargento Gómez había nacido Santa María. Estaba resaltada en tostado rojizo y ese color, en el vértice inferior izquierdo del horario, indicaba: estación próxima a inaugurarse, servicio a habilitarse a la brevedad. Trató de visualizar el tramo, recuperar imágenes de un barrio precario entrevisto a la carrera. Tal vez un complejo de viviendas baratas construidas por el Banco de Fomento y Desarrollo con los materiales menos nobles del universo. Aún pensando en Santa María caminó hasta el borde del andén y siguió con la mirada la flecha plateada de las vías en la dirección en la que debería divisarse el tren. Seis minutos. Una luz amarilla, fluctuando en el límite mismo de la visión, indicaba que tal vez llegaría a horario. Santa María. Buscó un sitio en el que los faroles fueran capaces de iluminar lo suficiente, abrió el bolso, sacó el mapa. Santa María. Plano 361, tal vez. Estaba en el 361, por lo menos, y sólo habría 6 estaciones entre Andrés Rotundo y Santa María. Siguió la línea del trazado del ferrocarril con el dedo y adivinó, más que ver, que se bifurcaba después de Los Álamos: era otro ramal, u otro servicio del ramal. O lo sería, cuando las autoridades del ferrocarril decidieran habilitarlo e inaugurar la estación. Santa María podía estar en el mismo municipio que Los Álamos, o en otro, como Sargento Gómez. Por cierto, en el mapa no existía. Pero ese mapa ya tenía dos años, y la planilla del horario podía ser de esa misma semana. Había unos tres kilómetros y medio, tal vez cuatro, entre las dos estaciones. No era ilógico que la Empresa hubiera decidido crear un lugar de parada nuevo. Santa María debía estar en algún punto próximo al arroyo Las Ranas, donde el mapa indicaba, a ambos lados de las vías, extensiones de veinte o treinta hectáreas sin urbanizar. Se habría urbanizado aceleradamente, pensó, y no habían hecho más que rendirse ante la evidencia. La bocina del tren entrando a la estación sonó, gimnástica, y lo sobresaltó. Guardó el mapa con precipitación, desmañada­mente (algunas hojas se doblaron y quedaron marcadas para siempre) y trepó a la formación aún antes de que ésta se detuviera, saboreando el sabroso descubrimiento.

Se acomodó en el asiento menos destrozado con la mente estancada en los predios que amaba recorrer; cuanto más desolados mejor. Le gustaba descubrirlos en la oscuridad, apenas iluminados por lámparas de brillo sucio. Como si las hubiera visto, adivinó calles de tierra, aradas por dedos gigantes, imposibles de transitar en auto, adonde sólo se llega caminando. Ésos eran sus dominios. Cada localidad o barrio con esas características le pertenecía un poco. Casas de ladrillo y chapa, y cartones tapando los huecos. Cuando la construcción lo permitía y el lujo de una puerta sustituía la cortina de eslabones, esa puerta era más grande o más chica que el vano correspondiente. Pensó en las copiosas lluvias de los últimos días, en las depresiones anegadas y los animales chapoteando en el barro. Hubiera seguido arman­do su villorrio ideal si la presencia del guarda exigiéndole el pasaje no lo hubiera devuelto a la realidad. —Discúlpeme —dijo—. Santa María, ¿le dice algo? El guarda, fluctuando entre la incredulidad y la precau­ción (nunca se está a salvo del sinuoso humor de un pasa­jero) buscó la respuesta en los rastros de luces que trazaban las ventanillas de vidrios sucios.
—¿La estación? Estaba prevista entre Los Álamos y Sargento Gómez. Abortó.
Abortó. Un servicio incompleto. Espejos rotos que refle­jan fragmentos de imágenes, imágenes multiplicadas. El guarda ya no lo miraba, perdido el interés. En algún lugar entre Los Álamos y Sargento Gómez casi había nacido una estación. ¿Quién se había opuesto? ¿Quién había roto el sueño? Alterar los planes, actuar por impulso, era su mejor estrategia para demorar el regreso. Odiaba a Karen, su mujer desde hacía más de veinte años; odiaba la forma en que ella lo dominaba. No contaba con ningún recurso genuino para neutralizarla. Karen tenía la capacidad de generar en él un inagotable deseo de fuga. Y de resistencia. Eso lo hermanaba a la gente de Santa María. La resistencia. Tenía que ayudarlos a resistir. La decisión estaba tomada. Resistir y obtener un resultado de esa resistencia, por minúsculo que fuera, servía para transferirle la energía de la que carecía. La gente de Santa María, despojada de su estación, lo necesitaba. El les podía ofrecer conocimientos, mapas, una mente abierta, capaz de comprender cualquier situación, por enigmática que fuera. No se le escapaba que su desbocada pretensión contenía una fuerte dosis de nau­fragio personal; no le importó. A medida que el tren se aproximaba al punto de encuentro, sintió el desarrollo de la ansiedad, como un árbol acelerado que echa raíces en las entrañas. Eran resistentes, sin lugar a dudas, y habían sido derrotados. Pero él creía saber cómo cruzar la derrota y n transformarla en otra cosa. Se levantó de su asiento y empezó a buscar al guarda. Lo encontró en el primer vagón, con-i nido con un agente de seguridad privada, contratado por el ferrocarril para mantener el orden en la formación.
Dígame —le dijo sin cortesía—, ¿se detiene el tren en Santa María?
II guarda repitió su expresión de incredulidad, aunque ahora condimentada con una buena dosis de alarma.
Le dije que Santa María no existe.
Ya sé. Me dijo que no existe la estación. Pero debe de haber un barrio allí, si alguna vez se pensó en crear una parada para el tren.
No hay nada. Y, por otra parte, este ramal no es el que va  a Sargento Gómez, sino a Couragges. Al salir de Los Álamos la vía hace una amplia curva hacia el sur, de casi noventa grados. No pasamos por el sitio donde hubiera estado Santa María. Para ir a Sargento Gómez se tiene que bajar en Los Álamos y tomar el Corto que sale de ahí. Es un transbordo.
I ,os Álamos era poco más que un cobertizo con un tingla­do unido sin voluntad y sostenido por cuatro postes de que­bracho. El intento de imitar el estilo de las estaciones ingle­sas había quedado en el camino. Observó con envidia a la ruidosa diesel unida a dos vagones desvencijados, regulan­do, lista para partir. Los vagones tenían lamparones de óxido que habían sido abusados por artistas de paso para dibujar nombres con letras descomunales. En paisajes com­plementarios, además de escribir con aerosol las habituales inscripciones, habían marcado los signos de un mensaje incomprensible. Pero la formación no se detendría en Santa María. Pensó encarar al conductor y hasta adornarlo con algo de dinero. No se perdía nada con intentarlo.
—¿Usted está loco? —dijo el maquinista desde su atalaya mecánica ante la ridícula propuesta—. ¿Se cree que esto se detiene en cualquier parte? No hay parada en Santa María.
—Entonces, ¿existe Santa María?
—Hubiera existido —respondió enigmáticamente el maquinista—. Abortó. Unos incidentes, que no se aclararon del todo, hicieron cambiar de idea a los gerentes.
—Pero hay un barrio, ¿no?
—Si lo quiere llamar así... ¿Fue alguna vez? Eso es peor que una cueva, una ciénaga de barro negro y oscuridad. Ni electricidad tienen. Si tanto le interesa, vaya caminando; son quince cuadras, veinte, a lo sumo.
Observó el rostro manchado de grasa del hombre. Era la mejor prueba del contraste entre Santa María y el resto del universo. Prefirió no contestarle. Buscó un rincón en el que la luz fuera suficiente para volver a consultar el plano y pun­teó con la lapicera las quince o veinte cuadras que, hipotéti­camente, separaban a Los Álamos de Santa María. Marcó dos cruces. No esperaba que un cartel de neón indicara el nombre de las calles. Pero siempre podía preguntar. La toponimia guardaba cierta coherencia. San Isidro, San Mateo, San Fernando. Por lo menos los martilleros que habían loteado el lugar habían mostrado una pizca de ima­ginación. No tenía miedo de perderse, ya que su tarea con­sistiría en seguir la vía hasta toparse con el barrio. Dio los primeros pasos torpemente, como si la oscuridad fuera a engullirlo. A diez metros de distancia no se distinguía entre un árbol y un hombre apoyado contra un pilar. Sentía un deseo irrefrenable de pertenecer al lugar, de ser parte, aun­que la razón indicaba lo contrario. Podría poner distancia con Karen, pensó, y dedicarme a explorar la zona intensivamente. Estaba seguro de que había una buena cantidad de I mi nos como Santa María a los que los competidores no hablan llegado nunca. Avanzó algunos metros por la calle que bordeaba la vía. Era poco más que una vereda irregular, flanqueada por zanjas en las que las ranas croaban a coro. Atrás y a los costados, pero nunca adelante, los grillos y olios insectos aportaban sus sonidos chirriantes desde posiciones invisibles. Eso compensaba la escasa luz que proporcionaban los faroles y era suficiente para mantenerlo en el medio de la senda. A su derecha, el terraplén ofrecía una Vegetación opulenta, vivificada por las lluvias recientes. Una vez más sintió que estaba cerca de la explicación inte­gral; una ráfaga intangible llegó desde la hipotética Santa María, le despejó la mente, lo estimuló a apurar el paso. Tal vez faltaran quince cuadras o más, pero no deseaba engañarse; estaba preparado para una larga caminata. Trató de suprimir la asimetría pensando que avanzaba por una calle asfaltada para iniciar un trote y resbaló, resbaló mal. Cayó sobre la mano izquierda, la que hundiéndose en el barro soportó el peso de todo el cuerpo; por instinto protegió el bolso con las muestras, arrojándolo sobre el pecho, mientras la pierna derecha se doblaba de un modo artificial, forzando .1 los músculos del muslo a estirarse dolorosamente. Sonó el celular. Karen tenía el don de ser inoportuna. Se puso de pie, maltrecho, limpiándose el barro de la mano a la vez que se hacía un masaje en el muslo. Cinco. Seis. Atendió.
—¿Por qué no me atendías?
—Después te explico. ¿Qué?
—Dónde estás? —La voz de Karen, metálica, precisa, lo hizo parpadear. También le dolía el costado. ¿Cómo explicarle dónde estaba? ¿Cómo hacerlo velando el dolor a la aguda percepción de los matices que tenía su mujer?
—En Los Álamos —respondió, mordiendo las palabras. —¿Te pasa algo?
—No. Es cerca de Sargento Gómez; un poco más allá está el barrio Policial. —Te pasa algo. —No, seguro. —¿Eso es cerca o lejos? —Lejos, bastante lejos.
—A estas horas deberías estar regresando. ¿Tus clientes no duermen?
—Estos no —replicó sin pensar. En cierto modo, descu­brió, las palabras llegaban a caballo de las ráfagas proce­dentes de Santa María—. La resistencia no duerme.
—¿Qué? No te entiendo. ¿Qué tiene que ver la resistencia?
—Después te llamo, en un rato. ¿Sí? Estoy en medio de la calle, caminando hacia la estación. Está bastante oscuro. En cuanto suba al tren te llamo. —Cortó la comunicación usando la punzada de dolor que le subió desde el muslo hasta la garganta.
Acomodó el cuerpo girando el torso y alzando los hom­bros. Aguardó unos segundos a que la oleada de dolor agudo se apaciguara y se puso en marcha nuevamente. Rengueaba. Ese fue el momento elegido por el tren que unía Los Álamos con Sargento Gómez para expresar su potencia con un bocinazo casi tan doloroso como el que sentía en el muslo. Quizá el conductor lo había reconocido y el rugido podía ser considerado una muestra de simpatía. ¡Qué oportuno! Cada paso era un triunfo de la voluntad, aunque el deseo de llegar a Santa María amortiguaba cual­quier sensación física. Debía caminar. Ya olía Santa María, disociando el olor a carne y leche de los olores típicos de la noche suburbana: hierba mojada, un animal muerto en la zanja, pasto quemado. No lograba explicar la persistencia
de la configuración que, imaginaba, era propia de Santa María, y a la que hubiera deseado asignar otro origen, atribuyéndolo a su propia imaginación, aturdido como estaba por el dolor muscular. ¿De dónde había sacado carne y leche? Siguió caminando. Calculó que había hecho ocluí o nueve cuadras; era imposible llevar la cuenta, ya que no todas las calles estaban abiertas. Las luces sobre los postes habían ido raleando, por lo que cada vez era más difícil mantenerse en el medio de la senda. Un débil resplandor, a lo lejos, tal vez un kilómetro más adelante, lo ilusionó lo suficiente para apurar el paso una vez más, aunque no tardó en advertir que el límite lo marcaba el agudo dolor en el muslo, el que lejos de disminuir se acentuaba. Tras un instante de vacilación provocado por un repentino obstáculo (un tronco o un desecho de maderas húmedas, no lograba precisarlo), logró cuestionarse la totalidad de la misión que había emprendido. ¿Qué estaba haciendo? ¿Para qué? El misterio de la estación tenía su miga, pero, ¿era suficiente disparador para aventurarse en la oscuridad, en busca de un lugar quimérico? En el fondo, y más allá de posponer por algunos minutos el extravagante encuentro diario con fiaren, ¿tenía sentido lo que estaba haciendo? Una ráfaga poderosa le golpeó el rostro; era la respuesta. El olor a carne y leche poseía ahora matices secretos, promesas de prodigios, y una urgencia que se acrecentaba a cada paso, i Urgencia. No podía caminar más rápido, sin embargo, lo hizo. Por un momento creyó estar flotando sobre la senda. Impulsado por una fuerza que tiraba desde Santa María, una forma de tracción invisible, perentoria, que aceleraba su desplazamiento. Hizo cuatrocientos o quinientos metros en esas condiciones, corriendo serio riesgo de patinar en el barro y volver a caer, ahora con resultado nefasto. No obstante, no ocurrió nada de eso. Estaba ante el final de la senda; junto a las vías, en el lugar que tal vez coincidía con el destinado a la estación, había un galpón cuadrado de cin­cuenta metros de lado iluminado por un resplandor anaran­jado, como el que suele alumbrar las calabazas de Noche de Brujas. Velas o lámparas, el fulgor era tan tenue que apenas alcanzaría para verse los pies. Recorrió los últimos metros, moviéndose por un sendero diagonal a las vías, en direc­ción a un portón corredizo entreabierto. Ahora arrastraba la pierna derecha; el dolor era tan intenso que se mordía el labio inferior y cerraba los ojos, como si eso pudiera calmar el tormento. Aun en esa situación de descontrol emocional, pudo tomar nota de que un polvo fino y blanco, semejante a talco, se arremolinaba a su alrededor, como si en ese punto no hubiera llovido en mucho tiempo. El barro que lo había escoltado desde Los Álamos aquí no existía. También notó que desde el interior del galpón venía un sonido pecu­liar; parecían maullidos, docenas de gatos reclamando ali­mento al mismo tiempo. Decidió emprender el esfuerzo final. El desgarro se expresaba en pinchazos agudos, pero sólo faltaban unos pocos metros; se empujó a sí mismo como un juguete sin cuerda y alcanzó la entrada del galpón.
La escena lo abofeteó. No eran gatos, no. Los maullidos provenían de docenas de gargantas infantiles. La superficie del galpón estaba cubierta de jergones en los que yacían mujeres embarazadas y paridas y sus hijos. Notó de inme­diato que las madres eran muy jóvenes, de entre diez y quin­ce años, y que la mayoría de los niños eran muy pequeños, lactantes casi todos. Antes de cruzar la entrada trató de acostumbrar los ojos a la penumbra, tal vez porque la situa­ción misma contenía un desconcertante sesgo surrealista. ¿Estaba en presencia de lo que sus ojos percibían? La tenue luminosidad permitía dudar. Algo parecido debió ocurrirle a las mujeres que levantaron la vista cuando descubrieron su figura recortada contra la oscuridad exterior, aunque la mayoría de ellas permaneció indiferente. Las que amaman­taban, en especial, con sus grandes pechos cargados de leche al aire, no le prestaron atención. Había en el lugar un enorme desorden: cajas llenas de ropa, pañales y recipientes en el suelo. En unas pocas estanterías, apoyadas contra las paredes, se divisaba otra serie de enseres, trapos, algunos juguetes, artículos de tocador y objetos que no lograba iden­tificar, porque el lugar estaba sucio y el polvo que flotaba en el aire tornaba aún más turbia la atmósfera. A la derecha de donde estaba parado, un niño de unos tres años lo observa­ba fijamente. Tenía los ojos azules, desmesuradamente grandes. Era una mirada cautivante, con un fuerte compo­nente hipnótico. Desde su posición no podía determinarlo con exactitud, pero le parecía que las características físicas del niño no tenían relación con las de las mujeres. ¿Qué estaba ocurriendo en ese lugar? Mientras se hacía esa pre­gunta y digería la mirada del niño, el dolor del muslo comenzó a escurrirse. Era una retirada gradual, pero com­pleta y definitiva, como si algo estuviera reparando la rotu­ra del tejido muscular. Aún sin salir de su perplejidad, advir­tió que las miradas de todos los niños del lugar convergían sobre él; los que habían estado mamando abandonaban las tetas y los demás dejaban tareas y juegos. Sintió que los niños parecían estar esperando un signo, una señal. También las mujeres permanecían alerta, aunque por las expresiones de sus rostros era otra clase de interés lo que las movía. Trató de conjugar los rasgos de lo que estaba percibiendo, creando un cuadro de situación somero y provisorio, una articulación que lo conformó sólo a medias. Había llegado hasta el lugar por una corazonada, pero ni la imaginación más febril podría haber anticipado lo que estaba viendo. Santa María no había cuajado por una serie de incidentes de los que nada sabía. Ni siquiera estaba seguro de dónde había obtenido ese detalle. Luego, se dijo. Con la visión de esas madres tan jóvenes, unidas en el vasto galpón por algún fac­tor que permanecía fuera de su vista, tenía bastante. Y esa extraña configuración parecía ser la fuerza de atracción que lo había arrastrado hasta el lugar. También estaba la mirada del niño y la desaparición del dolor, que ya era absoluta. No hubo tiempo para más: la señal que habían estado esperan­do llegó, sonora, estridente. Karen. Una furia. —¿Dónde estás? ¿Por qué no llamaste? —Me resbalé en el barro, camino a la estación. Estoy muy dolorido; perdí el tren.
—¡Mentira! Estás en un lugar poco iluminado, rodeado de mujeres. —La risa de Karen lo desconcertó. Bruja. ¿Cómo sabía? Las dos cosas eran ciertas, pero de un modo oblicuo. No tenía defensa.
—No sé cómo pudiste adivinarlo —logró alegar. Era tan sorprendente como la desaparición del dolor—. Estoy en un galpón, al costado de las vías. Está lleno de embaraza­das, parturientas y chicos raros, tal vez sus hijos, aunque no estoy seguro.
—Ya lo sé —dijo Karen, aumentando su estupor—. No les toques un pelo.
La comunicación se cortó; ni siquiera le quedó claro si había sido él. Miró el teléfono móvil inerte en su mano, sin llegar a ninguna conclusión. Oscuramente, empezó a sos­pechar que Karen estaba involucrada desde el principio. ¿De qué otro modo podía explicarse la fuerza que lo había empujado a través de cientos de imponderables para ubi­carlo en esa posición, en ese momento? Pero no lograba determinar cuan profundas podían ser las raíces de la mani­pulación a la que había sido sometido. Volvió su atención a las mujeres y los chicos, que habían permanecido inmóviles. Por de pronto, debía corregir algunas de las primeras Impresiones: ellos no eran la única pieza enigmática de la ecuación. Se movió entre los jergones. A pesar del aparente desorden, había una simetría en la disposición de los Objetos y las personas del galpón. Se sintió impulsado a for­mular alguna teoría, una explicación racional, aunque transitoria, que diera carácter a su perplejidad.
—¿Qué es este lugar? —dijo, advirtiendo que era la primera vez que se dirigía a las personas del galpón. No obtuvo respuesta alguna; sólo miradas atentas, pero distantes. Siguió hasta la pared opuesta a la entrada y quedó frente a una de las estanterías en las que había una serie de frascos de idéntico tamaño, con trozos de carne flotando en su interior. Por un momento creyó, horrorizado, que se trataba de Idos en formol, como los que se suelen ver en los gabinetes de biología de los colegios. Pero no tardó en advertir que eran simples cortes de carne, conservados en aceite o vinagre y muy condimentados con ají molido, ajo, orégano y pimienta negra en grano—. ¿Qué es esto? —dijo, de lodos modos. Esta vez obtuvo una respuesta del niño de oíos azules que lo había mirado intensamente, el mismo que, estaba seguro, le había quitado el dolor del muslo.
—El Toro —dijo el niño.
—¿El Toro? ¿Quién, qué es el Toro? —Un murmullo apagado recorrió el galpón. Fue un murmullo eléctrico. Algunas mujeres se taparon la boca y otras notaron que tenían los pechos al descubierto y los guardaron, como si la mención del nombre hubiera desencadenado un pudor inusual.
—El Toro —repitió el niño encogiéndose de hombros. No pronunció ni una sola palabra más, aunque volvió a mirarlo con la misma intensidad y fijeza con que lo había hecho cuando le sacó el dolor. En rápida sucesión, caótica­mente, vio nacimientos y fetos arrojados a una zanja; vio cuerpos faenados como ganado; vio el galpón, de noche y de día, en invierno y verano, atacado por una confusa acti­vidad o paralizado por una tensa espera; vio a las mujeres-niñas sometidas sexualmente por una sombra que anulaba toda resistencia; vio a los niños jugando juegos invisibles que desafiaban cualquier intento de explicación; vio prodi­gios inexplicables que no comprendió, aunque tampoco lo sorprendieron, porque eran de índole similar a los que ha­bían practicado en sus tejidos. Por lo menos una pieza enca­jaba firmemente en la disposición elegida.
—Ya. Suficiente —dijo, aturdido. Se movió entre los jer­gones, como si fuera un médico que hace su recorrido de rutina en una sala general. Las mujeres dejaron de prestar­le atención, y gradualmente fueron retomando sus tareas interrumpidas. Los únicos que mantuvieron el interés fue­ron cuatro o cinco de los chicos y chicas más grandes, quie­nes fijaron sus miradas azules y transmitieron, ya no le que­daba ninguna duda de que eso era lo que hacían, toda una nueva serie de informaciones sobre la vida en Santa María, los propósitos del grupo, su condición de marginales resis­tentes, y el Toro. El Toro era una presencia inquietante y protectora, destructiva e imprescindible. Nada existía sin el Toro. El Toro conseguía la comida, se llevaba la basura, alejaba a los extraños. Se apoyó contra uno de los pilares de cemento que sostenían el techo de chapa acanalada. Trató de evocar algunas de las imágenes recientes, pero lo que se le impuso no fue recapitulación sino una nueva serie. No era azaroso, sino un método depurado y fecundo. Sabían explicar, querían ponerlo al tanto de lo que sucedía en Santa María. Un esquema satisfactorio, la expresión de un plan premeditado, estaba convirtiendo a ese lugar abandonado en una experiencia de campo alucinante. Ingeniería social, parapsicología, manipulación. ¿Karen estaba detrás de esto? ¡Bruja! Se pasó una mano por la frente y la retiró empapada. Estaba delirando. No está sucediendo, se dijo, estoy en el tren; me he quedado dormido y sueño. Las ventanillas están cerradas, hace calor, la pesadilla me asalta, una mano siniestra me aprieta el cuello. No logro despertar. No logro despertar.
Descubrió que tenía los ojos cerrados, pero seguía en el galpón. Los murmullos de las mujeres y los chicos continua­ban, como si se hubiera metido en un gran criadero de pollos.
—Pollos sabios —dijo el chico de ojos azules. Una sonri­sa le cruzó la cara como un tajo—. Ahora va a venir el Toro.
Abrió los ojos y allí estaba, recortado contra la puerta.
—¿Qué hace acá? —El Toro era un gigante, o casi. Las cejas, pobladas, formando una visera sobre los ojos, acen­tuaban el efecto de la altura y el volumen. Macizo, irregu­lar, el Toro debía ser hombre de pocas palabras, y no se afa­naba por ocultarlo—. ¿Qué hace acá? —Algunas de las mujeres retrocedieron instintivamente, acurrucándose con­tra los listones que crujieron ásperamente. ¿Qué podía decirle? Con la atención todavía capturada por los prodi­gios que había presenciado y sin reservas para afrontar un nuevo desafío, optó por mantenerse callado y retroceder, buscando inventar una salida, ya que el Toro abarcaba la puerta con su cuerpo. Hizo un gesto con la mano, un ara­besco sin significado, un movimiento de frustración y miedo. Estaba seguro de que no había otra puerta. Estaba seguro de que no podría razonar con el Toro. ¿Explicarle? ¿Qué iba a explicarle? Su presencia en el lugar estaba más allá de cualquier justificación, real o imaginaria. Mientras pensaba, el Toro repitió su terca pregunta—: ¿Qué hace acá? —No cambiaba el tono, no estaba ni más ni menos furioso. Tampoco parecía sorprendido. La única analogía posible, y se lamentó porque lo hacía sentir torpemente reiterativo, era la del gallo que detecta un intruso merodeando a sus gallinas. Tal vez se limitara a cacarear, aunque el chico de los ojos azules, definido como su anfitrión y men­tor, no tardó en sacarlo del error.
—Te va a matar —dijo—. Te va a retorcer el cuello y te va a matar. Hoy tendremos otra clase de comida. No nos vamos a comer a una de ellas. —Otra vez la sonrisa fue como un tajo. Pero no tardó en modificarse y terminó en carcajada. Como si eso hubiera sido el disparador de un anhelo largamente reprimido, lo imitaron, primero los chi­cos que lo rodeaban, después las mujeres, creando de la nada un coro agudo, crepitante, espantoso.
No necesitó que el Toro empezara a caminar hacia él, cubriendo con su enorme cuerpo planetario toda la luz, para saber que no llegaría a atender la llamada de Karen que berreaba en el celular. O tal vez fuera uno de los más chi­cos que, hambriento, mezclaba su llanto con el del teléfono que estaba escuchando por última vez.

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