Santiago Eximeno: Escombros

Santiago Eximeno


...basílicas de escombros, levantadas trombas
 de fuego, sangre, cal, ceniza.
Rafael Alberti
tuve la certeza de que, una vez muerto,
me violarías.
David Foronda
Durante cuatro días consecutivos los niños me llamaron a casa, aprovechando momentos en los que su madre se encontraba enzarzada en agrias discusiones con su nuevo novio —o, al menos, esa fue la reconfortante imagen que forjé en mi mente—, con la intención de involucrarme en una aventura que los profesores les habían propuesto en el colegio. Durante esos cuatro días, sonriendo en mi interior por ser el afortunado padre elegido, escuché con atención sus diálogos entrecortados a través del teléfono y sus exposiciones desordenadas del asombroso acontecimiento que se avecinaba. El último año se habían agrandado las distancias entre nosotros, y si bien procuraba verlos un fin de semana sí y otro no, Laura ponía todo su empeño para que esos pocos instantes de intimidad resultaran lo más incómodos posible. En el fondo ella mostraba una actitud defensiva, hasta cierto punto comprensible, intentando no perder el afecto de unos niños demasiado pequeños para comprender lo que había sucedido entre nosotros. Habíamos perdido nuestra condición conjuntiva, y ahora representábamos a dos frágiles figuras, papá y mamá, mutuamente excluyentes.
Atraído por la excitación de los niños, busqué informa­ción acerca del lugar, y descubrí que la visita que prepara­ban en el colegio tendría como destino unos refugios sub­terráneos que databan del principio de la Guerra Civil. Situados en la sierra para proteger a los ciudadanos de los bombardeos, habían sido objeto de una restauración exhaustiva gracias al esfuerzo desinteresado de varias per­sonas con conocimientos de albañilería y pintura. Desde el Ayuntamiento se pretendía ofrecer visitas guiadas a grupos de escolares para recordarles el terrible espíritu de la gue­rra. A primera vista no me convencía como opción más atractiva para el fin de semana, pero no dudaba que los pro­fesores habrían sabido vender con suficiente habilidad el producto a unos alumnos ávidos de nuevas experiencias.
Dediqué un par de tardes, al salir del trabajo, a comprar­me unas botas de montaña y una pequeña mochila, ya que desde donde nos dejaba el autobús hasta el lugar de la visi­ta tendríamos que caminar algo más de un kilómetro. No conocía el terreno de primera mano, pero todo me hacía suponer que necesitaría un equipo adecuado. Me sentía ale­gre, ajeno a los problemas cotidianos, dispuesto a disfrutar de la compañía de mis dos hijos en un ambiente agradable y, de paso, compartir con ellos algo de la historia de nues­tro país. Siempre había escuchado las historias de la guerra que me narraba mi padre con cierto desinterés, debido más a la repetición a la que me sometía cada día que a otros motivos. Ahora, sin embargo, veía la posibilidad de trans­mitirles a mis hijos algo del legado de nuestra familia de forma indirecta, y una cierta nostalgia de aquellas conver­saciones apenas susurradas en el salón —mi madre prefería no recordar nada de aquellos tristes años— me embargaba sin que pudiera —ni quisiera— hacer nada para evitarlo.

Sin embargo, una vez hube accedido a acompañarlos, sur­gió un imprevisto. Varios padres de alumnos se quejaron ante la dirección del colegio y se negaron a enviar a sus hijos un fin de semana a la sierra. Si la queja se hubiera refe­rido únicamente a ese motivo, no habría trascendido y el resto de alumnos se hubieran desplazado con normalidad.
Pero desgraciadamente los padres se negaban a que sus hijos visitaran los refugios subterráneos, aludiendo a moti­vos de seguridad así como a otras consideraciones más abs­tractas, que desde mi punto de vista no poseían base real. La consecuencia directa fue que la dirección del colegio optó por suspender la visita, y mi ex mujer decidió que ese fin de semana los niños y ella lo pasarían con sus padres.
—También les vendrá bien ver a sus otros abuelos —me dijo por teléfono, con el tono despectivo que había marca­do el fin de nuestra relación—. Al menos mis padres aún saben quiénes son.
Colgué, la maldije a ella y a toda su familia, destrocé uno de los floreros que mi casera había dejado con cariño sobre el recibidor de la entrada, y después me serví un vodka con hielo en la cocina. Estuve allí sentado más de una hora, deci­diendo cuáles eran los pasos que debía seguir a continua­ción. La situación me superaba y, como Laura siempre decía, buscaba refugio en la bebida. Ya era hora de tomar una decisión, me dije mientras apuraba el vaso y sentía el agradable calor del alcohol en el estómago. Así que descol­gué el teléfono, marqué el número de información y conse­guí el número de la oficina de turismo. Tras cuatro llamadas más había logrado reservar una plaza en el grupo que visi­taría los refugios al día siguiente —con toda probabilidad una multitud de jubilados y padres con niños—, así que decidí acostarme temprano en previsión del día que vendría.
Las indicaciones que amablemente me transmitieron en la empresa que organizaba los viajes me condujeron por la auto­pista hasta un desvío que, a los pocos kilómetros, se transfor­mó en una carretera comarcal, y poco después en un camino de cabras difícil de seguir. Lamenté no menos de diez veces no haber elegido la opción de desplazarme hasta allí en el
mismo autobús de la empresa, aunque una vez que encontré el camino y miré mi reloj de pulsera vi que no llegaría con demasiado retraso, quince minutos a lo sumo. Cuando divisé el autobús aparcado a un centenar de metros, suspiré con ali­vio, conduje hasta allí y aparqué al lado. Una joven con pan­talones caquis que le llegaban hasta la rodilla y una blusa verde abotonada hasta el cuello se acercó a mí sonriendo.
—¿Señor Jiménez? —dijo, y mientras yo asentía con la cabeza y abría el maletero, me entregó una tarjeta—. Por favor, colóquese esto en lugar visible, ¿de acuerdo?
—Gracias, y siento mucho el retraso —respondí, sacan­do mi mochila del maletero y cerrando el coche.
—No se preocupe, vamos bien de tiempo —dijo ella. Se volvió al grupo, que esperaba junto al autocar—.
Muy bien, escúchenme todos. Vamos a comenzar la excursión. A con­tinuación caminaremos siguiendo el sendero marcado hasta la entrada de los refugios. Una vez allí, les contaré la histo­ria de los refugios subterráneos y cómo se utilizaron duran­te los bombardeos.
El grupo consistía principalmente en tres familias forma­das por padre, madre y un número variable de niños entre uno y tres, y varias parejas de edad avanzada, eufemismo que siempre empleaba Laura cuando se refería a sus padres. Además nos acompañaban dos jóvenes, que serían nuestras guías. No pude evitar fijarme en ellas y advertir que, si bien su aspecto de boy scout me echaba para atrás, había cierto encanto morboso en la forma que tenían de caminar sobre el terreno irregular. Pronto me encontré junto a una pareja mayor que conversó conmigo sobre trivialidades y acha­ques, y respondí cortés con algún monosílabo y una sonri­sa. Sentí la tentación de abandonarlos y acercarme a algu­na de las guías, pero al final la razón que me había llevado allí me detuvo. Me dedicaría a lo que había venido: explorar los refugios, tomar algunas fotos y aprender todo lo que pudiera con la intención de transmitírselo a los niños el fin de semana siguiente.
El camino derivó entre altos árboles, que no proporciona­ban apenas sombra, y que la guía identificó como encinas. Para mí, debido a mi memoria volátil, seguirían siendo sólo árboles cuando me marchara de allí, así que tomé un par de fotografías para mostrárselas a mis hijos. Muy probablemen­te ellos ya sabrían distinguir entre diferentes tipos de árboles y plantas —no en vano hacía menos de un mes que habían visitado una granja escuela—, y les haría ilusión ver que su padre había pensado en ellos mientras realizaba la excursión. Alcanzamos una colina desde la que se podía apreciar, a lo lejos, una formación montañosa de cumbres nevadas y, a los pies de las montañas, lo que parecía un pequeño pueblo. Nos detuvimos unos instantes para refrescarnos en una fuente de agua helada, y después descendimos unos metros hasta la entrada del primero de los refugios. Otro abría sus fauces apenas a doscientos metros, y me pregunté si serían entradas del mismo, o si existiría toda una red de corredores y pasillos construida bajo nuestros pies, olvidada durante años.
—Muy bien, acérquense todos —dijo una de las guías, supuse que la más joven de las dos por los rasgos de su cara y el piercing que llevaba en el labio—. Ésta es la entrada al que denominamos refugio principal, y existen indicios que nos hacen suponer que fue utilizado durante los últimos meses de la guerra por cientos de personas que decidieron abandonar la ciudad. Dentro encontrarán pequeños habitá­culos improvisados a modo de habitaciones, pero mayoritariamente la distribución interior de un refugio subterráneo de este tipo es en forma de corredor, ya que no se esperaba que nadie tuviera que pasar aquí, escondido, más de cua­renta y ocho horas.
Nos acercamos hasta la entrada, unos junto a otros, empujándonos, sintiéndonos incómodos por la cercanía. Mientras intentaba atisbar aunque fuera el principio de las escaleras que nos conducirían bajo tierra, pude oír el llanto de un niño pequeño. Quizá se había perdido entre la gente, o se sentía nervioso ante la avalancha que amenazaba con hacernos caer a todos.
—Por favor, colóquense en fila de a dos para entrar. No se amontonen a la entrada, tengan cuidado. En el interior se ha instalado un sistema de iluminación bastante aceptable. Además, nosotras abriremos el paso iluminando el camino con linternas.
A mi lado se colocó un hombre de pelo blanco y mira­da inquieta. Me dedicó una sonrisa amistosa y me palmeó el hombro.
—Esto va a ser divertido —dijo, pero no se dirigía a mí.
No seríamos más de veinte personas y, sin embargo, cuando comenzamos el descenso por las escaleras sentí como si estuviera entrando en un estadio de fútbol. Tuve un atisbo de claustrofobia cuando la luz del sol desapareció sobre mi cabeza y dejó paso a la iluminación artificial, dis­tribuida de forma arbitraria por las grises paredes del refu­gio. Las guías abrían camino bastante alejadas de mí, y ape­nas podía escuchar sus palabras mezcladas con el alboroto que creaban los niños. Me centré en tomar fotos de todo lo que veía, aunque no confiaba demasiado en los resultados a pesar de llevar flash. A cada paso que dábamos volvía la vista, buscando la luz del sol que habíamos dejado atrás, pero bien las cabezas de los que iban tras de mí, bien los giros que realizábamos al avanzar por los corredores, me ocultaban su visión.
Nos detuvimos de pronto, y me disculpé con una anciana a la que había pisado, en mi apresuramiento. Las voces de las guías se perdían entre el eco de los corredores y los gri­tos de una niña que se encontraba justo a mi lado. Seguía oyendo el llanto entrecortado de un niño, y me frustraba no poder localizarle en el grupo. En aquel momento las luces parpadearon, dejándonos sumidos en la oscuridad durante una fracción de segundo. Aquello generó un silencio auto­mático —incluidas las jóvenes de pantalones caquis por las rodillas y blusas verdes— seguido de una corriente de risas nerviosas mal disimuladas. Estuve a punto de decir algo ocurrente que tenía en la punta de la lengua, pero me con­tuve. No parecía el momento adecuado. Había un rumor sordo tras las voces y las risas, un rumor que no podía iden­tificar. Agucé el oído, y entonces creí saber de qué se trata­ba. Sentí un escalofrío. Entonces las luces parpadearon de nuevo, y se apagaron. Grité, gritaron.
Después el suelo se hundió bajo nuestros pies y caímos a la oscuridad más absoluta.
Cuando desperté, todavía vibraba en mi cabeza el eco del derrumbamiento. Reverberaba como el aleteo de un enor­me pájaro, confundido entre los rumores de voces y susu­rros en los que se habían convertido los gritos. I intenté moverme, miré a mi alrededor con los ojos tan abiertos que me dolieron los párpados. Sólo vi una oscuridad rasgada por débiles hilillos de luz. Sentía un dolor terrible en la pierna derecha, y notaba sobre ella un peso excesivo que la doblaba en una posición poco natural. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a la penumbra, y pude ver lo que me rodeaba. Me encontraba atrapado en una especie de túnel de no más de cincuenta centímetros de alto, rodeado de escombros, con un enorme trozo de roca aplastando mi pantorrilla derecha. El lugar estaba sumido en un opresivo
silencio. Sentí deseos de cerrar los ojos y dejarme llevar, tal era mi situación de desesperanza. Sin embargo opté por incorporarme y quedar apoyado sobre los codos, con el resto del cuerpo tumbado en el suelo.
Un haz de luz me mostraba el camino que formaba aquel túnel, doblando más allá de los restos de una pared y per­diéndose en la oscuridad. Me volví para comprobar cómo se encontraba el camino en el otro sentido. Dos enormes rocas negras lo bloqueaban por completo, y sabía que en mi estado no podría moverlas.
—¡Eh! ¿Hay alguien por ahí? ¿Están todos bien? —grité, y mi voz sonó como si estuviera fuera de lugar allí, como si fuera una intrusa en un abismo de silencio santificado.
Durante un instante creí escuchar susurros, pero se des­vanecieron en el silencio del túnel. Tosí un par de veces, producto del polvo que se acumulaba por todas partes, y sentí un pinchazo de dolor en la pierna que me llegó hasta la cadera, obligándome a apretar los dientes para no gritar. Las cosas no pintaban demasiado bien, y no parecía haber nadie cerca para ayudarme. Decidí tumbarme de nuevo y esperar, estudiando la situación en la que me encontraba.
De alguna incomprensible manera el refugio se había hundido, y nuestro grupo había caído quizá a una galería inferior, quizá a un paso subterráneo. El lugar en el que me encontraba no parecía natural —alguien había tallado y apuntalado las paredes de piedra que lo formaba—, aunque su anchura y altura no parecían las adecuadas para servir como refugio. El techo de la galería era demasiado bajo, tan bajo que me obligaría a reptar si quería salir de allí. No tenía de ancho más de un metro, incomodando cualquier posible giro o cambio de sentido. Decidido a moverme, comencé a intentar liberar la pierna de la piedra que la atra­paba, soportando como podía el dolor que me causaba hacerlo. Me incorporé lo que pude y toqué con mis manos la herida. Podía notar bajo la sangre seca la forma inusual de los huesos, quebrados en alguna parte. No tenía apenas conocimientos de anatomía, así que poco más pude dedu­cir. La herida no sangraba, y no me sentía especialmente débil, por lo que mi único problema era soportar el dolor de una pierna rota a la hora de desplazarme, si decidía hacer­lo.
Descubrí que todavía llevaba la cámara encima, atada al cuello, y me felicité por aquella pequeña victoria. La tomé entre mis manos y disparé el flash. El fogonazo me cegó al instante, y apenas pude discernir algo más de lo que ya había visto en la penumbra.
Decidí arrastrarme hacia el único lugar al que podía hacerlo, y confiar en que alguien me encontrara. La inacti­vidad exacerbaba mi sensación de pánico; no me sentía con ánimo de permanecer allí ni un segundo más. Además, podría localizar al resto de las personas que habían caído conmigo; con toda probabilidad estarían atrapadas cerca. O quizá no tanto, ya que no habían respondido a mis gritos.
—¡Eh! ¿Puede oírme alguien? —grité de nuevo.
Un rumor me llegó por el túnel, un rumor apagado, como si alguien hubiera sofocado un grito cubriendo su boca con la mano. Después, el llanto de un niño, apagado, lejano. Sentí un escalofrío. Pensé durante un instante que aquél podría bien haber sido mi propio hijo, atrapado y perdido, quizá herido, pero seguramente aterrorizado, rodeado de oscuridad y silencio. No veía muchas opciones: debía reco­rrer aquel túnel hasta encontrar al niño. Recordaba que alguien me había dicho alguna vez que lo mejor en un caso como aquél era permanecer en el sitio y esperar, porque la ayuda llegaría. Moverse significaba arriesgarse a provocar otro derrumbe, y quizá este nuevo desplazamiento de rocas sería fatal. Sin embargo, no podía quedarme allí sin, al menos, intentar llegar hasta donde estuviera el niño. Así que apreté los dientes y comencé a moverme —siendo pre­ciso, a arrastrarme—, apoyando mis codos sobre el túnel y procurando que mi pierna, que cada vez se hinchaba más, no rozara el suelo.
Avancé durante varios minutos, deteniéndome de vez en cuando para secar el sudor que me empapaba la cara con el dorso de la mano. Sentía los ojos irritados, me dolían las manos y los antebrazos. La pierna se había convertido en una molestia continua, pero el dolor parecía haber remitido, o al menos yo ya no lo sentía como al principio. Dos veces utilicé el flash de la cámara para ver hacia dónde me diri­gía, y fue la segunda vez cuando descubrí la mano.
Una de las paredes del túnel presentaba varias grietas, producto del derrumbamiento. Enormes bloques veteados, que se deshacían entre mis manos como arena de playa, habían quebrado el techo y se fundían con el suelo. De una de las grietas surgía una mano. Blanca, pálida, de uñas lar­gas quebradas, pintadas de rojo. Alrededor de la muñeca un reloj digital, la esfera de cristal rota, la pantalla gris, sin vida. Me detuve junto a la mano y, no sé bien por qué, la tomé entre las mías. Estaba fría, sólidamente anclada al brazo que se perdía en el interior de la grieta. Sabía lo que debía hacer, pero me resistía a hacerlo. La cámara fotográ­fica podría revelarme más de lo que quería saber. La sensa­ción de encontrar un cadáver en aquel lugar, probablemen­te uno de mis desconocidos acompañantes en la visita orga­nizada, me estremeció. Sin embargo, utilicé el flash.
Un rostro blanquecino, pelo ensortijado, ojos abiertos. Las manos me temblaron, pulsé de nuevo el botón del flash. Marcas azules en las mejillas, cortes y heridas en el brazo, vestido desgarrado, cuerpo doblado en una posición impo­sible. No quise mirar más. El derrumbamiento la había matado, y nos mataría a todos si no salíamos pronto de allí. Me pregunté si alguien sabría lo que había ocurrido. Estábamos en mitad de la sierra, en un lugar perdido, sin un acceso sencillo, sin un pueblo cercano, al menos que yo supiera. No recordaba si el autobús llevaba su propio con­ductor, y si éste nos había acompañado al interior o había permanecido fuera. Aquélla era una posibilidad. Tampoco sabía si todos habíamos sido atrapados por el hundimiento del refugio, o si alguien había conseguido llegar hasta el exterior. ¿Habría alguien oído la tragedia, y habría avisado a las autoridades? ¿A la policía? No lo sabía. Sólo podía contar con mi lucha, con mi fortaleza.
Continué el penoso avance por el túnel. En algunos momentos se estrechaba, como si el techo no pudiera sopor­tar el peso, combándose hacia el interior. Entonces sentía una inquietud cercana al pánico, y me detenía antes de reunir el valor suficiente para continuar. Di gracias varias veces por no sufrir claustrofobia: ya habría sucumbido a la agonía de la oscuridad y el silencio opresivo. Algunos metros más ade­lante, el túnel doblaba a la izquierda. Llegué hasta la esquina y me detuve, escuchando. Podía oír un rumor ahogado, casi un susurro, al otro lado. Sentí un escalofrío, y una lanza de dolor atravesó mi pierna desde el pie hasta el muslo, provo­cándome un gemido. Las lágrimas afloraron a mis ojos mien­tras maldecía en voz baja. Alguien me esperaba al otro lado del túnel, alguien que debía encontrarse en problemas, a juz­gar por los gemidos apagados que emitía. Sin embargo, algo en la cadencia de su voz entrecortada me provocaba escalo­fríos. Fuera quien fuese, estaba herida. No dudé un segundo más. Avancé y doblé la esquina, miré.
Esa criatura horrible estaba allí, junto a ella.
La joven yacía en el suelo de costado, las ropas desga­rradas. Pude identificarla como una de las guías de nuestra excursión. Huesos astillados rasgaban la carne a la altura de su pantorilla, su brazo izquierdo estaba cubierto de sangre. Sus ojos azules, abiertos desmesuradamente, me miraron con expresión aterrada, suplicaron ayuda. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Intentó gritar, pero la mano que cubría su boca lo evitó.
Una mano blanca, de dedos gruesos, sin uñas.
La joven agitó su brazo izquierdo, me señaló. Todo su cuerpo se convulsionó cuando la criatura que descansaba junto a ella abrió la boca y buscó uno de sus pezones con avidez. Descubrí heridas sangrantes en su pecho, provoca­das con seguridad por la boca de aquella cosa que se ama­mantaba de ella y le cubría la boca con su mano.
—Jesús —susurré.
La criatura que nunca debí tomar por un bebé alzó la cabeza, lloró. Comprendí que aquello que había confundi­do con llanto era más bien un grito de amenaza, el rugido de una fiera que marca su territorio y evalúa a su oponente. Retrocedí, controlando las arcadas por el olor que procedía de aquella cosa, sin dejar de mirar a la joven. La sangre que manaba de su pecho derecho, el trozo de carne que yacía en el suelo. Balbuceé algo incoherente, me arrastré hacia atrás. La criatura se abalanzó sobre la garganta de la joven, que no dejaba de mirarme con sus ojos desorbitados, rasgando la carne con sus dientes afilados.
—Jesús, Jesús —susurré de nuevo, retrocediendo.
La criatura avanzó hacia mí, deslizándose por el suelo como una oruga. Lloraba con aquel aullido infernal que torturaba mis oídos. Creo que fue entonces cuando comencé a llorar también, consciente de que no podría salir de allí, de que aquella cosa me atraparía y acabaría conmigo como había hecho con aquella pobre chica. En mi mente no podía concebir la existencia del ser que se arrastraba sobre los escombros, dejando tras de sí un ras­tro húmedo y pegajoso.
—Padre nuestro que estás en los cielos —murmuré mien­tras retrocedía, llorando, ignorando el dolor que laceraba mi pierna a cada paso.
La criatura me miró, y vi sus enormes ojos ciegos, dos bulbos rosados que ocultaban dos pupilas rasgadas. Un ani­mal acostumbrado a la oscuridad, un ser que había nacido y crecido en aquel pozo negro. Alzándose con la ayuda de sus brazos deformes, dos protuberancias de piel lechosa que temblaban bajo el esfuerzo de sostener su cuerpo de gusano, emitió otro de aquellos sonidos, otro llanto perver­tido que me permitió atisbar durante unos segundos sus dientes afilados, su lengua negra.
—Santificado sea tu nombre —dije, y la criatura llegó a mi altura.
Sentí su aliento a podredumbre, a seres olvidados duran­te siglos, recluidos en la oscuridad, esperando en silencio la oportunidad de volver a caminar a la luz del día. Sufrí una arcada, un escalofrío quebró mi estómago y vomité sobre mi pecho. Intenté apartar con las manos el contacto de aquel cuerpo blando que se abalanzaba sobre mí, oprimía mi cuerpo y palpitaba con un calor propio, inhumano.
Creo que entonces, cuando sentí su rostro contra el mío, grité.
Me encontraron dos días después, perdido entre árboles, desnudo, gritando como si el viento que agitaba las ramas atravesara mi piel con alfileres al rojo vivo. Me encontra­ron dos hombres; formaban parte del grupo encargado de buscar supervivientes en el desmoronamiento del túnel. Recuerdo sus miradas al verme; sus gestos reacios al prin­cipio, su actitud compasiva después. Cubrieron mi cuerpo
con mantas. Advirtieron entonces el estado de mi pierna; llamaron a otros hombres enfundados en monos amarillos que portaban una camilla.
—Santo Dios, ¿qué le ha ocurrido a este hombre? —mur­muró uno de ellos mientras me tumbaban sobre la camilla y me alzaban en vilo.
Percibía la realidad como si viajara en una noria a una velocidad excesiva. Alguien tomó mi mano entre las suyas, susurró palabras de ánimo. Intenté incorporarme, pero me lo impidieron. Perdí el sentido, desperté en el interior de una ambulancia. Habían colocado una masca­rilla sobre mi rostro, me costaba respirar. Notaba un picor insistente en la pierna fracturada, como si cientos de hor­migas caminaran sobre ella. Intenté hablar, no pude. Tosí varias veces y alguien sostuvo mi cabeza entre sus manos. Un rostro serio apareció en mi campo de visión, dijo algo que no pude entender. Asintió sin esperar respuesta algu­na por mi parte, apoyó su mano sobre mi hombro. Perdí de nuevo el sentido.
Cuando desperté me encontraba tumbado en una cama de hospital. Un ventilador daba vueltas en silencio en el techo. Luces blancas, frías, inundaban un cuarto aséptico ocupado por otro hombre y yo. Giré la cabeza a un lado para ver mejor al hombre que me acompañaba. Dormía, su pecho subiendo y bajando con ritmo cadencioso. Le habían intro­ducido una aguja en su brazo, uniéndola a un largo tubo que terminaba en una bolsa transparente. Contenía un líquido espeso, ambarino. Durante un segundo creí que se trataba de líquido de embalsamar.
—Veo que ya ha despertado —dijo una voz dulce, feme­nina, y un rostro joven se acercó hasta mí sonriendo.
Intenté responder, y entonces advertí que alguien había colocado una mascarilla sobre mi rostro. Hice un gesto con el brazo para alcanzarla, pero la enfermera me detuvo con firmeza.
—Tranquilo, tranquilo —dijo la mujer—. Ahora vendrá el doctor y todo se arreglará.
Asentí, nervioso. Esperé. No tardó mucho en aparecer el doctor, un hombre de barba cana y sonrisa afable que retiró la mascarilla de mi rostro y se sentó en una silla junto a mi cama.
—Su mujer está fuera, con sus hijos —dijo, y comencé a llorar—. No se preocupe, ellos ya lo saben. Usted ha sido el único superviviente al desplome del refugio. Le tendremos unos días más en observación, luego empezaremos con la rehabilitación. Al principio le costará aceptarlo, después comprenderá que debe sentirse afortunado.
Apoyó una mano sobre mi hombro, se marchó.
Entró en el cuarto mi mujer, llorando, y me abrazó. Los niños permanecieron en el umbral de la puerta, los ojos enrojecidos, mirándome como si yo fuera un extraño.
Un extraño.
—Dios mío, cuánto lo siento, cuánto lo siento —dijo ella mientras me abrazaba en una posición incómoda, mientras lloraba—. Volverás a andar, volverás a andar.
Y al escuchar sus palabras, recordé con vividas imágenes lo que me había sucedido, lo que había sentido en el inte­rior de aquel túnel desplomado. Mientras me incorporaba, apartándola de mí, sintiendo cómo los esparadrapos que recorrían mis brazos se despegaban y un dolor inesperado ardía en mi piel, un grito de desesperación creció en mi gar­ganta, un grito que no pude controlar al comprobar por mí mismo lo que más temía.
Me habían amputado la pierna.
Transcurrieron varios meses de dolor, esfuerzo sin recom­pensa y llamadas telefónicas. Permanecí más tiempo del previsto en el hospital, reacio a volver a una casa vacía, sin ánimo para reanudar una vida en común con una mujer que ya no significaba nada para mí. Laura lo había sugerido con un leve atisbo de cariño en su voz; yo, en sus ojos, sólo había hallado piedad. En la clínica recibí algunas llamadas de familiares, de compañeros de trabajo, de amigos, de ene­migos. Todos interesándose por mi salud, todos mostrando sus condolencias fingidas. Me embargaba una sensación de distanciamiento, de irrealidad, como si todos los seres humanos que me rodeaban fueran criaturas objeto de inves­tigación y yo el doctor que supervisaba su evolución. Debía de tratarse de algún mecanismo automático de protección, de alguna defensa ante la tragedia que me había amputado de raíz, a la altura del muslo, las ganas de vivir.
Laura vino a visitarme varias veces más, al principio acompañada por los niños, después sola. También vinieron mis padres, mis suegros. No me sentía con ánimos para con­versar con ellos. No quería contarles los recuerdos fragmen­tados que anidaban en mi mente y formaban el laberinto en el que debía perderme para comprender qué me había ocu­rrido. En ocasiones me sorprendieron llorando, dominado por momentos de angustia que desde el accidente me resul­taba imposible controlar. En esas ocasiones les ordenaba que se marcharan, que se alejaran de mí, que me abandona­ran a mi dolor. No podían compartirlo. Ellos tenían sus dos piernas, yo sólo tenía una, y el falso recuerdo de otra crista­lizado en un picor constante, incesante, que ardía en mi piel y en mi cerebro como un trapo empapado de gasolina.
Los intervalos entre visitas se alargaron, los rostros habi­tuales no volvieron. Me quedé sólo con mi dolor, con la pre­sencia del doctor y las enfermeras envuelta en la niebla de la medicación, con mis primeros viajes a la sala de rehabilita­ción, transformada en mi mente en una sala de torturas de la Inquisición española. Sentado en una silla de ruedas, ayuda­do a incorporarme por enfermeras, me conducían hasta la sala recorriendo pasillos blancos repletos de personas de miradas apagadas, de gestos huidizos. Intentaba distanciar­me de ellos, mirarlos como si no formara parte de su círculo. No resultaba fácil. En la rehabilitación aprendí a utilizar las muletas, a moverme con una pierna ortopédica de color ana­ranjado que me rozaba y abría pequeñas heridas en la carne. Caía al suelo, me incorporaba, maldecía a todo y a todos y volvía a intentarlo. Sentía rabia, dolor. Había sustituido la autocompasión por sentimientos más productivos, acordes a mi deseo de venganza contra un Dios injusto y cruel.
Aprendí a acostumbrarme a la rutina del hospital. Cuatro comidas servidas en bandejas de plástico compartimenta-das, controles diarios del estado de mi pierna, visitas a la sala de rehabilitación, visitas esporádicas de otros pacien­tes con los que había entablado cierta, llamémosle así, amistad. Descubrí incluso una sala de lectura donde, ayu­dado por mis muletas y mi prótesis de plástico definitiva —elegida de entre media docena de modelos expuestos como si se tratara de zapatos caros—, acudía a descansar y olvidarme de mi estado. Recibí una llamada de mi trabajo, indicándome que no me preocupara por los meses de baja. Cuando volviera, mi puesto todavía estaría esperándome. Les respondí que si de verdad querían hacerme un favor, me despidieran arreglándome los papeles del desempleo y con una indemnización adecuada. Para mi sorpresa, acce­dieron, lo que proporcionó un nuevo e inesperado aliciente al día que, por fin, saliera del hospital.
—¿Cómo se ha hecho eso? —me preguntó una de las enfermeras una mañana, colocando la bandeja con la comida.
Yo había pasado una mala noche, con sueños que no podía recordar pero que me habían despertado cubierto de  sudor y gritando. Mi compañero de habitación —que reci­bía visitas con frecuencia, y tenía una conversación agra­dable— se sobresaltó y a punto estuvo de sufrir un infarto. La enfermera del turno de noche había acudido corriendo al cuarto sólo para tranquilizarme y ayudarme a olvidar la pesadilla. Benditos hospitales privados. —No lo sé —respondí, observando mi antebrazo izquierdo. Una mancha pálida, cobriza, se extendía sobre la piel como un lago desbordado. —Le diré al médico que se lo mire —dijo la enfermera. —Gracias —respondí, tocando con mis dedos la mancha, sintiendo la textura de la piel más blanda de lo habitual, pero ningún dolor.
—Quizá se haya dado un golpe esta noche durante la refriega, amigo —murmuró mi vecino de cuarto, sonriendo.
Le devolví la sonrisa y ataqué la comida, tan poco sabrosa como el resto de los días. La tarde transcurrió con pereza. Encendimos el televisor y vimos un par de películas basadas en hechos reales, de ésas que inducen al sueño transcurrida la primera media hora. Los personajes planos y las situacio­nes tópicas me aburrían, y lo agradecí. El mundo necesita también su ración diaria de arte intrascendente y sin preten­siones. El día transcurrió como todos los demás, devorado por la rutina. Charlé con mi compañero de cuarto, asistí a la sala de rehabilitación, leí algunas páginas de un libro que una enfermera me había prestado, cené algo de pescado y una pieza de fruta. Después vimos una película del oeste, y antes de que terminara me quedé dormido por completo. Fue la primera vez que soñé con ellos.
Recibí el alta con una mezcla de alegría y aprensión. Alegría porque al fin abandonaba aquella reclusión forzosa y me disponía a comenzar una nueva vida alejada de mi trabajo habitual. Aprensión por la pérdida, por la mutilación a la que había sido sometido. No sabía cómo me afectaría en mis relaciones sociales, en mi vida cotidiana. Ni siquiera sabía si estaba preparado para enfrentarme al mundo sin una pierna. Desde luego los doctores también tenían sus dudas, reflejadas en su decisión de asignarme un psicólogo. Acudí a verle un par de veces antes de abandonar el hospi­tal: un tipo bajo, de pelo cano y gafas de gruesa montura, que no dejaba de juguetear con su bolígrafo entre los dedos mientras me hacía preguntas estúpidas y simulaba intere­sarse por mis respuestas. Prometí que asistiría a su consul­ta al menos una vez por semana una vez abandonara la clí­nica, pero no tenía intención de respetar mi promesa.
Lo primero que hice al salir fue llamar a mis padres. Querían acudir a recogerme y llevarme con ellos a su casa en el pueblo, a más de cien kilómetros de la ciudad. Un pue­blo encantador, de casas bajas encaladas y gentes tranquilas y poco interesadas en sus vecinos. Aunque la idea me tenta­ba, decliné amablemente y les dije que necesitaba volver a casa, comprobar que todo permanecía inmutable, tal y como lo recordaba. Lo entendieron. En los últimos diez años ape­nas nos habíamos visto una docena de veces, no nos unían lazos demasiado fuertes. Mi presencia en su casa modifica­ría una rutina a la que se habían acostumbrado, y ni ellos ni yo queríamos empezar de nuevo algo que con el tiempo se había perdido en las brumas de la distancia y el desinterés.
Después llamé a Laura. Lo hice casi sin pensar, y suspi­ré agradecido cuando saltó el contestador de su casa. No me encontraba con fuerzas para hablar con ella, para darle explicaciones sobre lo que estaba ocurriendo en mi vida. Dejé un mensaje breve, indicándole que si quería hablar conmigo podría localizarme en mi casa. También le men­cioné que diera de mi parte un beso a los niños.
Tomé un taxi y me dirigí a mi casa. Durante mi ausencia, uno de mis escasos amigos se había pasado varias veces por allí, para regar las plantas y mantener un poco el orden. Por su sonrisa al visitarme en el hospital y devolverme las lla­ves supuse que habría hecho mucho más que eso —me lo imaginaba con su amiguita vestida de colegiala en mi dor­mitorio, y me arrepentía de haberle pedido aquel favor—, pero ya no tenía remedio. Mientras circulábamos por las calles, observé por la ventanilla a la multitud que invadía las aceras. Sentí sus ojos clavados en los míos, su atención desviada hacia mí como si representara una amenaza para ellos. Sabía que todo era producto del accidente, del miedo a la muerte. De mi obsesión por pasar desapercibido.
Sabía que también tenía mucho que ver con ellos.
Al principio me resultaba difícil describirlos. Siempre apa­recían envueltos en una bruma lechosa, un mar de nata líquida que se desvanecía, dando paso a figuras combadas, contrahechas, que reptaban por el suelo y me mostraban sus dientes afilados. Yo me encontraba atrapado bajo un torren­te de piedras quebradizas, que se astillaban al contacto de mis manos y desgarraban mi piel con sus esquirlas afiladas. Intentaba moverme, pero algo se aferraba a mi pierna, hun­diendo sus uñas bajo mi rodilla. No sentía dolor, sólo una especie de aturdimiento, como si me hubieran anestesiado y no hubiera despertado por completo.
Ellos avanzaban caprichosamente, sin una dirección definida. A veces lo hacían en grupo, a veces uno solo. En el sueño, el lugar por el que caminaban poseía una textura como de mármol, y sus cuerpos blandos dejaban tras de sí una estela blanca, resbaladiza, que el resto se apresuraba a lamer con grandes lenguas negras. A veces hablaban entre ellos, con gemidos lastimeros que me recordaban al llanto de un niño y me devolvían de nuevo al túnel bajo el refu­gio. Entonces todo parecía encajar, y yo era capaz de recordar vividamente lo que me había ocurrido allí abajo, cuando aquella cosa se había abalanzado sobre mí con sus ojos ciegos y su hedor. Después gritaba, y despertaba sin­tiendo que había perdido algo de mí mismo, que algo de mí había quedado en aquel maldito túnel y tendría que volver a recuperarlo. Volver a recuperarlo.
Dos meses después supe qué debía hacer.
Por entonces las manchas se habían extendido por toda mi piel como un cáncer, dotándola de una pigmentación fantasmagórica. Como si me hubiera convertido en un muñeco de cera y me hubieran abandonado junto a una chi­menea. El proceso había sido gradual, pero no por ello menos traumático. Todo mi mundo había cambiado con el proceso, y sólo al llegar a la fase final comprendía cuál debía ser mi siguiente paso. Tenía que volver.
Cuando comenzaron los cambios decidí recluirme en casa. Al principio sólo afectaba a mis brazos, en particular a una zona que se extendía por la parte inferior del ante­brazo y terminaba en una especie de letra c invertida a la altura del bíceps. Crecía por ambos brazos por igual, con una extraña simetría perturbadora. Varias veces estudié mi cuerpo en el espejo, palpando las zonas afectadas, que habí­an adquirido una textura blanda, esponjosa, pero que no me causaban dolor ni una especial repugnancia. No recuerdo cuándo decidí no acudir al médico, y si aquella fue o no una decisión meditada. Quizá en aquel momento ya se sucedían los primeros cambios en mi metabolismo, quizá mi cerebro también había sido afectado de alguna manera. En cual­quier caso, no tenía mayor importancia. La decisión había
sido tomada, y todas las acciones siguientes condujeron a un destino prefijado de antemano.
Llevé una vida normal mientras me fue posible. Llevaba jerseys de manga larga y cuello alto, cubría mis manos con guantes negros, eludía los lugares masificados huyendo de miradas indiscretas que pudieran revelar lo que ocultaba. Mi cojera no ayudaba a mi propósito de ser ignorado. Muchas veces me cedían el sitio en el autobús, para un ins­tante después mirarme con aprensión al descubrir las mar­cas que comenzaban a cubrir la piel de mi cuello. Yo asen­tía con una sonrisa apenas insinuada, me sentaba. Sentía cómo la piel invadida palpitaba bajo la ropa, aprisionada. Deseaba llegar a casa y desnudarme y sumergirme en una bañera de agua tibia.
Perdí el contacto con mis amigos, con mi familia. Realicé algunas llamadas esporádicas a Laura con ánimo de tran­quilizarla. Se sentía nerviosa ante mi ausencia los fines de semana. De alguna retorcida manera la ley defendía mis derechos y ella los tornaba en obligaciones, como si pagar las facturas no fuera suficiente.
—Los niños preguntan por ti, te echan de menos. No es que me importe demasiado si quieres verlos o no, pero sería bueno para ellos que te decidieras de una vez a pasar o a mandarlo todo al diablo —me dijo una de las veces, y yo no supe qué responder.
También hablé con mis padres, y de alguna manera supe que me estaba despidiendo definitivamente de ellos cuan­do lo hice. Todo a mi alrededor se desmoronaba, perdía presencia a medida que lo que llevaba en mi interior me devoraba y me transformaba en algo nuevo. Quizá me convertía en una crisálida, quizá mi cuerpo desaparecería y mutaría en una mariposa. Lo ignoraba. Sólo sabía que los cambios habían comenzado, que los había aceptado como algo inevitable, pero sin fatalismo, sólo con una tranquila resignación.
La presencia recursiva de ellos en mis sueños no me abandonaba. Veía sus cuerpos, oía sus voces, y sabía que mi transformación me conducía a su mundo de oscuridad y llanto de forma inevitable. ¿Cuánto tardaría en tener que abandonar a los que me rodeaban para volver con los míos?
Pronto tuve que recluirme en mi casa. Realizaba los pedi­dos al supermercado por teléfono, y dejaba el dinero sobre una mesa en la entrada para no tener que hablar con el chico que traía la compra. Mis hábitos alimenticios cambiaron, y comencé a alimentarme de carne cruda y salsas dulces. La mezcla me resultaba atrayente al mismo tiempo que ridicula. A veces me sorprendía sosteniendo un trozo de carne ante mi rostro con mis dedos amarillentos, hinchados, y me pregunta­ba qué me estaba ocurriendo. Sin embargo, no sentía miedo. No pensé en suicidarme ni nada por el estilo. Los cambios que me sucedían me parecían naturales, y comenzaba a sen­tirme a gusto con mi cuerpo transformado, tan cercano a ellos y tan lejano al hombre que había sido anteriormente.
Dejé de usar ropa. A veces caminaba desnudo por el salón, sintiendo el cosquilleo de la alfombra bajo la piel marchita de mis pies. Me sentaba en el sofá y estudiaba mi imagen en el espejo, una mancha blanca palpitante, sin rastro de pelo. Me costaba discernir los detalles, tan hinchados se encontraban ya mis párpados. Varias veces me pregunté si sería capaz de conducir de nuevo hasta allí, de encontrar el camino a casa. Mis manos habían perdido sensibilidad, notaba mi pierna como abotargada, hinchada. Todo mi cuerpo parecía a punto de estallar. Sabía que si dejaba transcurrir una semana más no sería capaz de hacerlo, por lo que me decidí a llamar a Laura. Llovía, una lluvia fina que empañaba los cristales de la ven­tana, cuando marqué su número con dedos temblorosos.
—Ya era hora —dijo al descolgar, sin darme tiempo a pronunciar palabra—. Pensé que habías decidido suicidarte.
Carraspeé un par de veces y busqué las palabras en mi mente antes de hablar. Al bajar la mirada descubrí que mi abdomen presentaba un aspecto quebradizo, débil. Toda mi piel parecía a punto de quebrarse en pedazos, aunque su consistencia blanda no lo presagiara.
—Me gustaría ver a los niños —dije, acariciando mi crá­neo desnudo con dedos sin uñas.
—¿Estás comiendo algo o estás resfriado? Tienes una voz horrible. Sí, ya va siendo hora de que te encargues de tus deberes de padre. Por cierto, ¿has dejado el trabajo?
-dijo ella, y sentí su voz aguda retumbando en el interior de mi cabeza, doliéndome.
—Estoy bien, algo cansado —dije—. Me gustaría que tra­jeras a los niños a casa, la pierna no me deja conducir bien.
Oí cómo se reía al otro lado de la línea. Estuve a punto de colgar el teléfono y salir en su búsqueda, pero en mi estado actual no parecía una buena idea. Lo mejor era con­fiar en aquella mujer, en aquella arpía. Ella traería a los niños hasta mí, yo me encargaría del resto. Podría conducir, sabía que podía hacerlo. Me guiaría mi instinto, así encon­traría mi hogar.
—Claro, no te preocupes —dijo Laura cuando dejó de reír—. Me imagino que no habrás intentado conducir con una pierna de plástico, no serás tan idiota. Haremos una cosa. Llevaré a los niños, estaremos un rato, y luego nos marcharemos. No creo que sea buena idea que pasen el día contigo a solas. En fin, mañana sobre las once nos vemos.
Colgó. Yo hice lo mismo. Me di cuenta de que resultaría difícil conducir, más de lo que había imaginado. Todavía no lo había intentado. Quizá fracasara. ¿Y los niños? No po­dían verme así. Debía vestirme, tratar de ocultar el rostro.
Quizá podría convencerles de que me encontraba enfermo. No estaba seguro. Sin embargo, debía confiar en mi instin­to, que me susurraba al oído que todo iría bien.
Pasé toda la tarde en el cuarto de baño, sumergido en agua caliente. De pequeño solía disfrutar observando cómo las yemas de mis dedos se agrietaban y se reblandecían, cómo perdían sensibilidad. Ahora toda mi pie! palpitaba en la bañera. Podía sentirla, deseando desprenderse de mi cuerpo, mostrar al mundo lo que en realidad era. Mis pár­pados se habían hinchado, mis labios también. Al dejar que el agua cubriera mi rostro notaba la piel de mis mejillas tirante, como una goma elástica cuarteada por el tiempo. Sentía que me deshacía en pedazos, pero al respirar de nuevo el aire descubría que nada había cambiado.
Por la noche intenté comer algo. No me quedaba carne, así que abrí una lata de guisantes y me la tragué como si se tratara de un granizado. Media hora después la vomité sobre la mesa de centro y la alfombra del salón. Busqué algo para recogerlo —un trapo, una fregona, un recoge­dor—, pero opté por dejarlo tal y como había quedado. Había algo en la disposición de los guisantes, algo en la geometría abstracta representada sobre la alfombra, que me fascinaba, y mantuvo mi atención hasta casi el amane­cer. Desperté tumbado en el sofá, aterido. En mi cuarto abrí el armario y cogí una bata de franela. No podía ves­tirme con ropa normal, mi cuerpo se había hinchado en exceso. Fui al cuarto de baño, bebí un poco del agua de la bañera dejando que resbalara entre mis dedos amarillentos. Me acerqué hasta el espejo, busqué mi rostro entre los pliegues de carne dorada en los que se había transformado mi cabeza. Apenas podía discernir los rasgos que me con­figuraban como hombre. Aunque, siendo sinceros, muy probablemente ya no lo era.
Volví al salón, encendí el televisor, me senté en el sofá. Esperé allí, sin hacer nada, hasta que llamaron al timbre de la puerta.
—¡Vamos, ábreme! ¡Los niños están esperando abajo, en el coche! —dijo Laura a través de la puerta, sus gritos tala­drando mis tímpanos.
Me incorporé, caminé hasta la puerta. Noté que hacía un calor sofocante en toda la casa, un calor que hacía que mi cuerpo estuviera impregnado de sudor. Además, nada podía ocultar el olor. Miré a mi alrededor, vacilé. ¿Daría un paso ella para entrar en la casa? ¿O retrocedería asqueada, huyendo de mí, privándome de mis necesidades? No, la conocía bien. Entraría como si fuera un tornado, arrasándo­lo todo a su paso, y no sería consciente de lo que estaba ocurriendo hasta que fuera demasiado tarde.
Abrí la puerta.
—Ya iba siendo hora —dijo Laura, entrando en la casa, apartándome a un lado.
Cerré. Ella se volvió. Tenía las pupilas dilatadas, le tem­blaba el labio inferior. Levantaba su mano derecha, en la que llevaba restos de mi piel adheridos a su palma, como si fuera la prueba central de un caso de homicidio sin resol­ver. Abrió la boca, la cerró. Miró a su alrededor girando sobre sí misma, como si hubiera perdido el equilibro. Mientras lo hacía, frotaba la mano que me había tocado contra su falda. Vio el vómito seco pegado a la alfombra, ahogó un grito con su mano izquierda. Se volvió y me miró.
-¿Qué., qué...? —acertó a decir, señalándome, señalan­do mi pierna izquierda.
Yo sonreí, o al menos lo intenté. Trazar las emociones más simples en mi rostro representaría una odisea para cualquier pintor expresionista. Aparté la bata, mostrándole mi nueva pierna recién nacida en todo su esplendor. Ella se tambaleó, retrocedió hasta que sus manos contactaron con la estantería. Me asombró su entereza, su fuerza. Todo lo que estaba viendo le resultaba incomprensible, aterrador, y sin embargo todavía no había gritado.
Sabía que antes o después lo haría.
Di un paso hacia ella, extendí mis brazos.
—¡No! ¡No te acerques! —gritó, registrando su bolso con desesperación, buscando algún objeto con el que defenderse.
Sus patéticos gestos me provocaron una carcajada, que en el silencio del cuarto sonó como el llanto de un niño. Me acer­qué a ella justo cuando extraía un spray del bolso y, apuntan­do a mi rostro, me chorreaba con él. Ni siquiera parpadeé. Mis ojos ya no se sentirían jamás afectados por algo así. Cubrí su boca con una mano para que no gritara, con la otra la gol­peé en el cuello. Intenté derribarla con mi peso, pero ella luchó, apoyándose sobre la estantería, intentando morderme, gritar. Hundí mi rodilla en su estómago, lancé su cuerpo con­tra el suelo. Su rostro golpeó contra la tarima, gritó.
—No lo hagas más difícil —dije agachándome, tomán­dola del pelo, golpeando de nuevo su rostro contra el suelo.
Me clavó las uñas en el antebrazo, rasgando mi piel, hun­diéndolas hasta contactar con el hueso. Sentí manar la san­gre, un líquido espeso y blancuzco que rezumaba por mi brazo. Golpeé de nuevo su rostro, sentí cómo los huesos se astillaban. Golpeé de nuevo, y una mancha carmesí se exten­dió sobre la tarima. Laura había dejado de gritar. Acaricié con mis dedos la sangre que brotaba de su cabeza, llevé a mi boca su sabor metálico, agridulce. Apenas podía controlar mi ansia por hundir mis dientes afilados en su cuerpo, desgarrar su carne, beber los líquidos que resbalarían de sus entrañas calientes. Agité la cabeza, me incorporé. El abdomen me ardía, las lágrimas se agolpaban en mis ojos.
Me dirigí al armario del dormitorio, busqué algo de ropa. Nada de lo que me pusiera disimularía mi aspecto lo sufi­ciente, me dije tras descartar varias camisas. Sin embargo descubrí que me había equivocado. Me coloqué una gabar­dina larga que cubría mi cuerpo casi por completo y com­pleté el efecto con unas gafas de sol. Salí del dormitorio y volví al salón, junto al cadáver de mi mujer. Busqué en su bolso hasta que encontré algo de maquillaje y me dirigí al cuarto de baño. Mi reflejo no era más que un borrón impre­ciso de rasgos cambiantes. Intenté disimular lo mejor que pude mi aspecto ayudándome con el maquillaje de Laura. El resultado se asemejaba a un grotesco y deformado cua­dro de Klimt más que a cualquier otra cosa. Debería valer. Los niños esperaban, no disponía de mucho tiempo.
Volví junto al cuerpo de mi mujer, busqué en su bolso. Las llaves del coche no se encontraban en su interior. Maldije, y mi voz sonó como si me hubiera tragado una bolsa entera de cereales sin más ayuda que mis manos. Lancé una patada al cadáver, en el costado, hundiendo mi nuevo pie en la carne. Laura se convulsionó, rodó, quedó boca arriba. Sentí que todavía respiraba, que a pesar de mi violencia no había conseguido matarla. Me senté a horcaja­das sobre ella, busqué en sus bolsillos. Sus ojos abiertos contemplaban el techo sin verlo. La sangre cubría la mayor parte de su rostro, deslizándose por sus mejillas y enmara­ñándose en su pelo. En el bolsillo izquierdo de su chaqueta encontré las llaves. Las sostuve con mi mano izquierda, con mis dedos hinchados, y dejé que tintinearan sobre su cara, como si se tratara de un juguete infantil.
—Nos vamos de paseo —gruñí, y después reí con mi llanto de niño.
Ellos me llamaron cuando salí al pasillo. Temblé como una hoja, todo mi cuerpo recorrido por un dolor atroz, inesperado. Vomité de nuevo, intenté incorporarme y caí al suelo. Allí tumbado pensé en ellos, en mis niños. Tenía que reunir la fuerza suficiente para llegar hasta el coche, no podía aban­donarlos ahora. ¿Dónde habría aparcado Laura? Si había sido fiel a sus costumbres, encontraría el coche aparcado en doble fila junto al portal. Por primera vez en toda mi vida, recé para que nada le hubiera hecho cambiar de opinión.
Me levanté con esfuerzo, apoyando mi cuerpo contra la pared. Recogí las llaves, que había dejado caer cuando ellos buscaron consuelo en mi mente. Recordé que debía condu­cir hasta casa, volver al lugar donde me esperaban los que me querían. No sabía si podría hacerlo en mi estado. Y ten­dría que enfrentarme a las miradas de los hijos de Laura. Aunque, quizá, al fin y al cabo no sería necesario.
Llamé al ascensor. El rumor de la maquinaria reverbera­ba en mis oídos como si me hubieran encerrado en el inte­rior de una fábrica de coches. Un olor pegajoso y dulce sur­gía de mi piel, un olor embriagador que no había advertido antes. Las puertas del ascensor se abrieron, entré. Descendimos lentamente. Una de las paredes acristaladas me devolvía una imagen borrosa de mi cuerpo. Si prestaba atención, en realidad toda mi visión se había tornado borro­sa. Me costaba apreciar los detalles, tenía que forzar la vista para descubrirlos. Sentí pánico ante la posibilidad de que­darme ciego en un instante. Demasiado pronto.
Al salir al portal la luz del sol me cegó. Cubrí mi rostro con una mano blancuzca mientras gemía como un niño pequeño castigado por su madre. Poco a poco comencé a descubrir los contornos de los edificios, de los árboles, de los coches. Caminé por la acera, sintiendo el frío en las plantas de mis pies desnudos. A lo lejos vi a una señora caminando con su perro, que lanzaba tirones intentando librarse del lazo que le oprimía el cuello y ladraba en mi dirección y mostraba sus dientes. No había más gente en mi acera, por lo que no tuve problema en llegar hasta el coche. Intenté abrir con las llaves, pero se me cayeron al suelo. Oí a los niños en la parte de atrás golpear el cristal, murmurar ligo. No me volví. Recogí las llaves, miré a un lado. La mujer se encontraba ahora mucho más cerca, sosteniendo la Correa con ambas manos. El perro dejaba resbalar la saliva entre sus dientes mientras ladraba sin apartar su mirada de mí. ¿Qué raza era? Intenté pensar en ello mientras enfóca­la la vista para introducir las llaves en la cerradura. Oí que la mujer ahogaba un gemido, oí el aullido de satisfacción del animal al liberarse de su amarre. Introduje las llaves en la cerradura, abrí la puerta.
¡Papá! —gritó uno de los chicos justo cuando el perro IC abalanzaba sobre mí. ('erré la puerta con fuerza.
—¡Callad! ¡Y el cinturón abrochado! —grité, y vi cómo los hijos de Laura retrocedían en sus asientos, asustados.
El perro continuaba ladrando, la mujer había retrocedido unos pasos y parecía paralizada por el pánico. Busqué el encendido, introduje la llave con cuidado. Noté bajo mis pies desnudos los pedales, incómodos, arañándome. No sabía si podría lograrlo. Un ramalazo de dolor en el abdo­men me dijo que al menos debía intentarlo. -¿Papá? —dijo uno de los chicos.
No respondí. Arranqué el coche, lo dirigí hacia la circunva­lación. Debía salir de aquel lugar cuanto antes, dirigirme a Basa. Tenía que llegar allí antes de que fuera demasiado tarde.
II dolor me controlaba. Sentía las manos desgarrándose, la piel cuarteada. Al mirarlas, sin embargo, no advertí una diferencia sustancial. Un líquido ambarino comenzó a brotar de sus ojos, deslizándose por mis mejillas. ¿Estaba llorando?
-¿Papá? —repitió aquella voz aguda.
Algo cruzó delante de nosotros emitiendo un aullido ani­mal. Tardé unos segundos en comprender que se trataba de un coche. Tardé bastante más en comprender que hasta ese momento no había frenado en ningún cruce y no había res­petado ningún semáforo. Habíamos alcanzado la circunva­lación y nos dirigíamos hacia la carretera. Apenas podía distinguir el camino que se abría frente a mí, mis niños no lo conseguirían. Me sentí desfallecer. Todo sería inútil, no podríamos alcanzar nuestro hogar. Aceleré, me abrí paso entre la marabunta de vehículos. Lo intentaría hasta el final, costara lo que costara. Debía alcanzar mi destino, fracasar sería condenar a muerte a los míos. Noté un ramalazo de dolor recorriendo mis muslos, mis genitales, y un líquido caliente empapó el asiento.
—Ese no es papá —dijo el niño sentado en el asiento de atrás.
Supe que, si no atajaba el problema a tiempo, no podría dominarlos después. Así que, sin apartar la vista de la carre­tera, hundí los dedos de mi mano derecha en mi abdomen y permití que mis retoños salieran al exterior. Si mi cuerpo no hubiera cambiado, la hemorragia habría acabado conmigo en unos minutos. Sin embargo yo ya no era el mismo. Dejé que mis niños resbalaran por mi piel y se abalanzaran sobre su alimento, abriendo sus bocas de dientes afilados, guián­dose por el olor del miedo, un olor que flotaba en el ambiente y hasta yo podía apreciar. Seguí conduciendo, sabiendo que de alguna manera todo había terminado. Perdí el control del coche cuando los niños comenzaron a gritar y a llorar y a suplicar. El vehículo golpeó contra el quita­miedos y un camión enorme nos embistió por detrás, lan­zándonos contra la cuneta. Sentí cómo dábamos vueltas, como si estuviéramos en el interior de una lavadora y nos centrifugaran. Creo que grité, un llanto de recién nacido roto por el dolor, cuando la portezuela lateral se hundió, clavándose en mi costado.
Nos detuvimos junto al arcén. Supe que me estaba muriendo. Miré hacia atrás, hacia mis niños, y les grité que se alejaran de allí, que se marcharan y se escondieran. Nunca podrían reunirse con su padre, pero al menos po­drían sobrevivir y formar su propia familia. Eran tres, enor­mes, repletos tras devorar a los que habían sido los hijos de aquella mujer. ¿Por qué no podía recordar su nombre? Lloré, y mi llanto animó a los pequeños a abandonar el coche, a buscar refugio bajo la tierra.
Algunas luces brillaban en mis ojos ciegos. Pronto ven­drían a buscarme.
Pronto.
Pero, para mí, ya sería demasiado tarde.

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