Ricardo Iribarren (Gocho Versolari): Los ojos del jardín

Ricardo Iribarren (Gocho Versolari)



'What wailing wight
Calls the watchman of the night?'
William Blake

L'enfer est le regard des autres
Jean Paul Sartre



—Si puedo encerrar el jardín en una ecuación, lograré hacer lo mismo con la vida y cuando muera regresaré —repetía Jorge diariamente.
La fascinación por el olor a azufre y a cementerio que emanaba de los senderos del jardín, era lo que nos unía. Al amanecer nos despertábamos como si escucháramos el mismo reloj y subíamos a la torre desde donde divisábamos los penachos de la niebla, los caminos que emergían de la penumbra y las lejanas visiones del laberinto y la fuente.

El jardín tenía la forma de una cruz inscripta en un círculo y en el interior se abrían otros tantos senderos redondos que reproducían la configuración original. Misteriosos cambios transformaban diariamente las circunferencias en elipses; los caminos giraban en sentido contrario a las agujas del reloj y de ese modo los dibujos de la grava, la fuente y el laberinto que se encontraban al sur aparecían al este, luego al norte, al oeste, hasta que retornaban a sus posturas iniciales.

Nunca lo comenté, pero tenía la certeza que desde la tierra y los arbustos del jardín, alguien me vigilaba hora tras hora. A veces me sentía desnuda y procuraba cubrirme; en otros momentos, la mirada me halagaba y cuidaba que mi vestido, mi peinado y mi maquillaje estuvieran perfectos para aquel ser invisible.

Mi amigo Jorge acababa de terminar con excelentes notas la licenciatura en matemáticas y una de sus obsesiones en aquel otoño fue traducir a ecuaciones diferenciales el extraño comportamiento del jardín.

El viejo jardinero era el tío de Jorge y bajo el resplandor de las fogatas que encendíamos todas las noches, repetía las mismas palabras antes de empezar sus historias.
—La parcela donde está el jardín, fue durante mucho tiempo el cementerio de la zona que luego trasladaron al sur del pueblo. Mi padre y mi abuelo lo trabajaron, por eso lo conozco como a mi propia mano —levantaba su palma tosca, surcada de líneas y la exhibía a la luz cambiante del fuego. A continuación, narraba las historias; una por noche. Algunos eran relatos de los habitantes del lugar y otras fantasías del propio anciano. Casi siempre describía asesinatos por amor o por codicia. Los cadáveres seguían sepultados en el jardín, pero la policía nunca los encontraba. El viejo terminaba sus cuentos con la misma frase:
—Deben saber que el jardín está vivo y oculta un terrible secreto.


Después encendía su pipa, fumaba mirando al sur y ya no contestaba a nuestras preguntas.

Un par de noches, envueltos en mantas y con sendos termos de café, Jorge y yo nos apostamos cerca de la fuente y esperamos sin dormir aquello que pudiera explicar los cambios. A eso de las tres, un viento extraño movió la grava y la tierra de los canteros. Eso fue todo. En el amanecer de la segunda noche, Jorge habló de un posible campo magnético que desplazara la tierra y las piedras, pero enseguida abandonó esta hipótesis, convencido de que el jardín estaba vivo y tenía movimiento por sí mismo. Éste fue el axioma que siguió hasta el final.

Los dibujos habían sido trazados en la grava de los senderos con piedras de colores diferentes. La mayoría eran triángulos, elipses o vórtices. El más importante, ubicado en el centro del jardín, era un pájaro inclinado sobre una serpiente. Los ojos de uno y otro eran piedras brillantes que al caer la tarde refulgían y vibraban como si estuvieran vivas.

Enamorado de mí, Jorge alternaba sus estudios sobre el jardín con la observación de mi cuerpo. Mientras regaba las plantas, preparaba té o tocaba el piano, sentía sus ojos siguiendo cada uno de mis gestos.
—No me hagas caso, Abdolia. Continúa como si yo no estuviera —me pedía —. Me dedicaré a mirarte sin reclamarte nada, como a una belleza lejana e inalcanzable.

A veces componía poemas, los leía en voz alta y su tono atiplado atravesaba mi cerebro como un taladro. Al principio, con mis quince años recién cumplidos, me halagaba su atención, pero al pasar los días sentí hastío de verlo a toda hora contemplándome con sus ojos de borrego

Jorge sufría de asma. En sus ataques lo había visto caer de rodillas, desesperado, mientras su pecho emitía sonidos sibilantes. Su tío, que vivía en la cabaña frente a la casa, llegaba de inmediato y llamaba a los médicos. Agravaba el problema un soplo en el corazón que, unido al asma, lo llevaba a las puertas de un infarto.

Lo único inusual de aquel día fue que Jorge logró por fin traducir el jardín en una ecuación. Me mostró la sucesión de números, letras y signos.
—Abdolia, esta es la vida del jardín —me dijo con entusiasmo—. A partir de ahora, conozco sus intimidades. No tiene secretos para mí. Este descubrimiento me hará inmortal. Fíjate; el movimiento se traduce en números irracionales que se van alejando de la figura áurea en proporción geométrica…

Miré con atención los números y las letras. Él siguió explicándome la fórmula en términos de funciones, pero no entendí nada.

Esa tarde, durante la siesta, me despertó el redoble ansioso, casi insoportable de las campanas de la capilla. Me levanté cubierta de sudor y al asomarme a la ventana, vi que los sirvientes de la enorme casa corrían de un lado al otro. Me vestí y salí.
—El niño Jorge desapareció —anunció el criado más antiguo con tono dramático.

Caminé hasta el jardín y noté que algunas plantas, secas el día anterior, ahora se mostraban frescas y lozanas. Los ojos del ser invisible me miraban apremiantes. Abordé a una de las sirvientas que se acercaba.
—¿Lo buscaron aquí? —pregunté.
—Señora, buscamos hasta en la última brizna de hierba, rastreamos la fuente y hasta la escarcha y el rocío. El señorito Jorge no está en el jardín.

No contesté. Sentí que pese a las palabras de la sirvienta, mi amigo estaba allí. Caminé hasta las proximidades de la fuente y los ojos volvieron a observarme, como si esperaran algo de mí.

El laberinto era un simple enigma simbólico y no había forma de perderse. Recordé un antiguo texto de la Edad Media donde se afirmaba que la salida de un laberinto siempre estaba en el centro. Allí había un pequeño poyo. Me senté en él. Al rato aumentó mi impresión de ser observada y me pareció ver bajo la luz del sol dos pares de ojos flotando en el aire. Unos eran los de Jorge y otros los del desconocido.

Dormité. Aquella fue la primera vez que vi al adolescente con alas. Eran sus ojos los que me observaban. Poco a poco distinguí el rostro, la cabeza y el cuerpo. Las alas eran doradas, con un grueso reborde negro. En el sueño su rostro estaba tenso y sus gruesos labios entreabiertos, aunque su expresión era la de un niño. Me habló; en ese momento lo entendí, pero luego no recordé sus palabras. Tan sólo me quedó una frase: “…llevé a Jorge porque ha descubierto mi secreto, pero tu espera hará que lo devuelva”.

Me dormí profundamente y desperté hacia el crepúsculo. Sentí un peso en mis piernas; acostado en el suelo, Jorge se aferraba a mis muslos y me miraba en silencio. En su mano derecha, apretaba el papel con la ecuación que supuestamente encerraba la totalidad del jardín.

No recuerdo claramente lo que sigue. Sé que demoré mucho en llevarlo hasta la casa. Mi amigo tenía las piernas inmovilizadas y debía sostenerse en mí para no caer.
—Lo vi, Abdolia —repetía obsesivamente —. Debo volver…

Cuando le pregunté a quién había visto, tuvimos un diálogo desorbitado. Recuerdo nuestros tonos de voz, algunas palabras sueltas, pero no puedo precisar lo que dijimos. Tampoco me explico cómo pude avanzar con Jorge aferrado a mis piernas. Finalmente vi la casa y para llegar a ella crucé una corriente de agua. Procuraba que mi amigo mantuviera su cabeza fuera de ese río que nunca había estado en el jardín.

Cuando llegamos al parque anterior a la casa, los sirvientes corrieron para auxiliarnos.
—¡Regresaron el señor Jorge y la señorita Abdolia! —anunciaron a gritos.

Los médicos que revisaron a Jorge concluyeron que estaba exhausto y necesitaba descansar. La posibilidad de un ataque de asma y una complicación cardiaca, desaparecían con el paso de las horas. Al día siguiente, el tío de mi amigo me interrogó sobre lo ocurrido.
—Lo encontré en el jardín —afirmé—me quedé dormida y él llegó hasta mí…
El hombre pidió detalles. A pesar de que no me parecía importante, le hablé del laberinto, de haberme sentado en el centro, y en un segundo relato le conté mi visión del joven con alas en la espalda.
—Me parece una alucinación —comenté.
—No esté tan segura —dijo el viejo con acento enigmático mientras encendía uno de sus gruesos cigarros—. Conocí un caso parecido. El espíritu del jardín se enamoró de una muchacha; la joven desapareció y nunca la encontraron.

Al despertar, Jorge afirmó no recordar nada de lo ocurrido. Pedí hablar a solas y al mirarlo me sorprendió su expresión, como la de un animal atrapado.
—Dime la verdad: ¿dónde estuviste esas horas?
—¡No recuerdo, Abdolia!
—Cuando me encontraste en el jardín dialogamos; no retuve las palabras, pero fue muy intenso…
—¡Te digo que no recuerdo! —Jorge golpeó la mesa que estaba entre nosotros y acercó su rostro furioso al mío. Ante ese gesto, tuve la certeza que el amigo que me contemplaba y escribía poemas románticos, se había marchado.

En los días siguientes continuó observándome, pero no era la misma mirada. Había en sus ojos un brillo parecido al de un perro cuando en plena noche se ilumina su rostro con una linterna. Sus manos temblaban y el sudor bajaba por su cuello.

Empeoró su asma y en un día llegó a tener dos ataques. Cuando se recuperó, volvió a escribir poemas. Su voz había cambiado y en cuanto a los versos, si bien mantenían el exceso de adjetivos y de términos rebuscados, el contenido era otro; me imaginaba muerta, describía mi belleza y todo lo que haría con mi cadáver.

Ante esto, le pedía que se marchara. Entonces subía al techo o se ocultaba detrás de los árboles para vigilarme. Por primera vez traté de evitarlo.

La sensación de ser espiada por el desconocido se acentuaba durante las tardes y producía un fuerte vértigo en mis manos y en mis pies. Una mañana estaba de rodillas, procurando trasplantar algunas matas, cuando sentí que alguien acechaba detrás de mí. Al volverme, encontré a Jorge. Apenas lo reconocí. El odio y el deseo alteraban sus rasgos. Extendió sus brazos y al ver que lo rechazaba, me tomó de las muñecas.
—¿Qué te ocurre? ¡Déjame!
Sus manos se dirigieron a mis pechos y los apretaron hasta hacerme daño.
—¡Te deseo! —exclamó con voz ronca y furiosa.
Logré soltarme de su abrazo y corrí hacia el fondo del jardín. Me persiguió y se arrojó sobre mí haciéndome caer; sus manos rígidas levantaron mi falda y buscaron mi sexo, mientras murmuraba palabras extrañas. Logré zafarme otra vez, corrí a la empalizada cercana a la fuente y tomé la manguera. A Jorge le costaba caminar. Sus piernas estaban tiesas y no doblaba las rodillas, de modo que tuve tiempo de abrir la llave, apuntar el tubo hacia él y lanzarle a la cara el grueso chorro. Aquello lo detuvo y trató de luchar con la fuerza del agua, hasta que cayó desmayado. Volví a la casa y avisé a su tío lo que había pasado. El anciano llamó a los médicos, quienes llegaron con rapidez y se ocuparon de reanimarlo. Ayudé a incorporarlo y al acercarme a él y verlo pálido, indefenso, sentí una súbita ternura. Sospechaba que el oscuro habitante del jardín lo había enviado hasta mí. Las palabras que murmuró junto a mi oído parecieron confirmarlo.
—Detrás de la fuente hay un monstruo y yo me convertí en él.

En mi bajo vientre sentí una mezcla de miedo y atracción.

Lo hospitalizaron y, a la madrugada, la sirvienta de la casa, que me conocía desde niña, llegó a mi cuarto y me avisó que Jorge había muerto de un infarto.

Lo velaron esa noche. Durante el entierro, hubo crudas escenas de dolor y me sentí aliviada cuando todo terminó.

Pasaron dos semanas y día tras día esperaba en el jardín que Jorge llegara y se tomara de mis piernas. Comía muy poco, adelgazaba y desmejoraba. Los sirvientes avisaron a mi padrino, quien viajó desde la ciudad y me conminó a alimentarme y dormir. Amenazó con informar de mi situación a mis padres, los que al saberlo me internarían en un colegio de señoritas.

Una de aquellas tardes, descubrí el trozo de papel donde mi amigo había escrito la fórmula que supuestamente contenía la totalidad del jardín. Lo guardé en la pequeña caja que contenía el escapulario que llevaba al cuello.

Al mes de la muerte de Jorge, desperté al amanecer sintiendo la necesidad de ver el jardín; me levanté, subí a la torre y me asomé al telescopio. Entre los vahos de humedad que se elevaban de la tierra, una figura con traje marrón caminó tambaleándose. Se volvió como si supiera que lo estaba mirando. Rostro pálido, ojos desconcertados.
—Jorge —murmuré.

Bajé rápidamente, entré al jardín y llegué hasta el laberinto. En dirección a la casa, bajo las primeras luces de la mañana, vi la línea plateada de una corriente de agua. Recordé el día en que tuve que atravesar aquel río fantasma con Jorge aferrado a mis piernas. Crucé el laberinto y caminé hacia unas sombras que se levantaban al fondo del jardín. Al llegar, me rodeó una noche súbita y marché entre acantilados que caían a pico sobre un mar lejano. El terror chorreaba por mi espalda como una catarata helada. No me sorprendió encontrar al adolescente que viera en mis sueños. Estaba desnudo, con sus ojos carmín muy abiertos y el par de alas doradas en su espalda. Era quien me había vigilado todos esos meses. A pesar del miedo, traté de mantener mi apostura.
—¿Quién eres? —pregunté con tono de autoridad.
—Soy el Rey de los Muertos que están enterrados en el jardín.
—¿Dónde está Jorge? Acabo de verlo; se dirigía hacia aquí.
—Te lo diré si me sigues —contestó el adolescente. Después de vacilar un momento, marché tras él. Bajo la suave luz de la luna que iluminaba el sendero, sus alas se abrían y cerraban y no podía dejar de mirarlas. Cruzamos el sitio donde estaba el pájaro inclinado sobre la serpiente. Ya no era una figura sobre la grava; su cuello se movía hacia abajo mientras el ofidio parecía alejarse, en una tensión que no cesaba. Cuando levanté la cabeza, advertí que el muchacho con alas había desaparecido y lo reemplazaba una silueta familiar.
—¿Jorge?

Estaba de pie, con los ojos cerrados, el rostro muy blanco y las mejillas hundidas.
—Jorge, soy Abdolia.

No contestó. Vestía el traje marrón y la corbata verde con que fuera enterrado. Al acercarme, el adolescente surgió de alguna parte y se interpuso entre mi amigo y yo. Me observó fijamente con sus ojos rojos y penetrantes. Sostuve su mirada.
—Debes devolverme a Jorge.
—Entre los espectros que habitan el jardín, el único que me interesa es tu amigo; él descubrió mi esencia y la ha traducido a una ecuación. Dime, Abdolia, ¿para qué lo quieres? Lo único que hacía era mirarte enternecido y la única vez que se acercó a ti intentó violarte.

Me sorprendió y a la vez me halagó escuchar el tono celoso de un amante. Había deseo en su mirada.
—Quizá quiero que me siga observando con ternura, que me recite sus poemas —contesté desafiante—. Tú no sabes lo que es eso. No conoces el amor humano.

El adolescente no contestó. Durante unos minutos miró al vacío, como pensando.
—Puedes llevártelo —dijo con tono sentencioso.

No contesté. Las sombras crecieron sobre el jardín. Sentí el inexplicable deseo de acariciar el cuerpo desnudo del Rey de los Muertos.
—Hay una condición, Abdolia. Amarraré su cuello al tuyo y caminarás mirando siempre hacia delante. Si te vuelves un solo momento, él regresará a la muerte.

Para unir nuestros cuellos utilizó una leve cadena dorada. Lo miré como esperando algo.
—Recuerda que si lo observas, el cariño que dices sentir por él, será impuro.

Asentí con la cabeza y por un momento tuve deseos de decirle que no amaba a Jorge; que deseaba quedarme a su lado en aquel lugar, pero de hacerlo expondría mis sentimientos y me mostraría vulnerable. Le di la espalda y empecé a caminar.

El jardín había crecido y se alternaban amaneceres con momentos de sombra. Atravesaba bosques que parecían amenazantes, mientras que en otros escuchaba cantar a los pájaros. La calma y la tormenta se sucedían en una extraña sucesión.

Hombres, mujeres, algunos niños vestidos con túnicas blancas cruzaban nuestro camino. Eran espectros, concentrados en sus pequeños universos.

Finalmente vi la casa con las ventanas iluminadas, pero no pude acercarme. La liviana cuerda parecía arrastrar la nada y yo volvía una y otra vez al mismo lugar, como si caminara en círculos.

Después de muchos esfuerzos, me encontré frente al río. La casa estaba en la otra orilla. Me bastaba atravesar la corriente sin mirar hacia atrás, para que todo volviera a ser como antes. Imaginé la sorpresa de los familiares de mi amigo; quizá aquella noche hubiera una fiesta. Luego debería enfrentarme a las miradas silenciosas de Jorge, oír sus poemas y sus especulaciones sobre el jardín.

Entonces decidí girar, no por el deseo de saber si marchaba detrás de mí, sino por el tedio y el hastío que me producía su presencia. Devolver a Jorge a su muerte, sería iniciar una vida alejada de su mirada de carnero, de su voz aguda entonando versos a mi belleza.

Frente a mi, su rostro tembló suavemente y se deshizo en un sucio resplandor. Quité la cadena vacía de mi cuello y me dirigí hacia el río, dispuesta a cruzarlo. En ese momento surgió frente a mí la espalda de Jorge, su traje marrón, sus piernas hundidas en la corriente, sólo que no era un fantasma; su cuerpo se movía con decisión mientras mi propia piel y mi carne perdían consistencia. Sin volverse, agitó en su mano el papel con la fórmula del jardín, que no recordaba haberle entregado. Atravesó la corriente, llegó a la otra orilla y se tendió exhausto en la hierba. Un momento después llegó su tío y lo ayudó a incorporarse. Supe que el anciano sabía todo. Se limitó a sonreír como si pudiera verme y a saludar con un gesto de su mano. Luego abrazó a Jorge, quien había recuperado por completo el color de sus mejillas y la solidez de su cuerpo y ambos marcharon hacia la casa.

Levanté mis manos y a través de mi carne vi la luz del atardecer. Supe que todo había sido una trampa del adolescente para que volviera con él. Multitud de seres oscuros surgieron de la tierra y me saludaron con reverencias silenciosas; eran los muertos del jardín que reconocían a su soberana. Llegué donde estaban el pájaro y la serpiente; el ave tomaba en su pico al ofidio y lo masticaba con gesto triunfal. El laberinto se había convertido en un valle de sombras. Más allá, junto a una cascada, aguardaba el adolescente, desnudo, blanco, hermoso. Me detuve frente a él y nos miramos fijamente mientras a nuestro alrededor los espectros se adelgazaban y se convertían en barro. Tan sólo existían nuestros ojos, nuestras miradas descubriéndonos.

La tierra, las plantas, los canteros se hundieron en torno a nosotros. El mundo como lo conocíamos, terminó. Los hombres desaparecieron y fueron reemplazados por gigantescas cucarachas, pero el Rey de los Muertos y yo seguíamos pendientes el uno del otro.

La naturaleza se rebeló hasta quedar exhausta Las aguas se unieron a la tierra y la luz a la sombra. Monstruos vaporosos se convirtieron primero en libélulas y luego en cenizas. Tan sólo nuestros ojos flotaban en la nada.

Un amanecer, el jardín se formó lentamente y nosotros fuimos un leve recodo en el laberinto. Un joven y una joven caminaron a nuestro alrededor, buscando la explicación de algunos fenómenos. La nostalgia mordió mi carne de espectro al escuchar las palabras del muchacho.
—Si puedo encerrar el jardín en una ecuación, lograré hacer lo mismo con la vida y, cuando muera, regresaré…


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