Luis Sepúlveda: Cambio de ruta


Luis Sepúlveda



El martes 17 de mayo de 1980 el ferrocarril Antofagasta-Oruro dejó la estación chilena emprendiendo un viaje rutinario. El convoy estaba integrado por un vagón postal, otro de mercancías y dos de pasajeros, de primera y segunda clase respectivamente.

Viajaban muy pocos pasajeros, y la mayoría de ellos bajó en Calama, a mitad del largo camino hasta la frontera con Bolivia. Los que quedaron, cuatro en el vagón de primera y ocho en el de segunda, se dispusieron a dormir estirados en los asientos, agradablemente mecidos por el balanceo del tren que con fatigosa lentitud treparía los tres mil y tantos metros hasta llegar a los pies del volcán Ollagüe y al pueblo del mismo nombre.

Allí, los pasajeros que desearan seguir viaje a Oruro debían tomar un tren boliviano, y el expreso Antofagasta-Oruro seguiría unos cien kilómetros más por territorio chileno hasta parar en Ujina, final del viaje. Por qué el expreso se llamaba Antofagasta-Oruro, y no simplemente Antofagasta-Ujina, es algo que nadie entendió jamás y el asunto permanece así todavía.

Era un viaje aburrido. La pampa salitrera murió hace demasiado tiempo y los pueblos abandonados hasta por los fantasmas de los mineros no ofrecían ningún espectáculo digno de mención. Hasta los guanacos, que a veces languidecían de tedio mirando el paso del tren con expresión idiota, eran aburridos. Uno ve uno y con los ha visto todos.

De tal manera que dormir a pierna suelta una vez agotadas las botellas de vino y las conversaciones constituía la mejor perspectiva del viaje.

En el vagón de primera viajaban una pareja de recién casados que deseaban conocer Bolivia _planeaban llegar hasta Tiahuanaco_, un comerciante de lencería con asuntos pendientes en Oruro, y un estudiante de peluquería que había ganado el pasaje de ida y vuelta hasta Ujina en un concurso de radio. El futuro peluquero viajaba no muy convencido de si semejante premio recompensaba con justicia el haber respondido bien las veinte preguntas del concurso «El cine y usted».

En el vagón de segunda trataban de dormir un boxeador de la categoría welter que en tres días más habría de enfrentar en Oruro al campeón amateur boliviano de la misma categoría, su manager, el masajista y cinco hermanitas de la caridad. Las monjas no pertenecían a la delegación deportiva y se quedarían en Ollagüe para hacer unos ejercicios de retiro espiritual.



El tren llevaba a dos maquinistas, el encargado del vagón postal y un revisor.
La locomotora diesel arrastraba el convoy sin contratiempos. Llevaban dieciocho horas de viaje desde que salieran de Antofagasta y bordeaban los primeros farallones que custodian el volcán San Pedro y sus casi seis mil metros de altura. Unas cinco horas más de viaje y entrrían en Ollagüe alarmando a los muerciélagos de los campanarios.

El maquinista al mando vio aparecer súbitamente un banco de niebla y no le concedió importancia. Los bancos de niebla también eran detalles rutinarios, pero por si las moscas, aminoró la marcha. El otro maquinista dormitaba sentado. Percibió la maniobra y abrió los ojos.
_¿Qué pasa? ¿Los guanacos de nuevo?
_Niebla, Muy espesa.
_Dale no más.

La locomotora entró como un dardo en el banco de niebla y el maquinista descubrió algo desacostumbrado. El rayo de luz del reflector no perforaba la niebla. Se dibujaba redondo, como proyectado contra un muro gris y húmedo. Instintivamente disminuyó la marcha al mínimo y el compañero volvió a abrir los ojos.
_¿Qué pasa?
_La niebla. No se ve nada. Nunca antes vi una niebla tan espesa.
_Cierto. Será mejor detener la máquina.
Así lo hicieron. El tren retrocedió unos centímetros y se quedó quieto.

El maquinista al mando abrió una ventanilla y asomó la cabeza tratando de mirar hacia el haz de luz, pero no vio el vigoroso haz de luz del faro. En realidad no vio absolutamente nada, y alarmado entró de nuevo la cabeza.
Al mirar hacia adelante tampoco pudo ver el reflector encendido.
_Mierda. Se nos fundió la bujía.
_Qué diablos. Vamos a cambiarla.
Tomaron una nueva bujía y salieron a la pasarela cargando una caja de herramientas. Los dos hombres portaban linternas de mano. El primero en salir dio dos pasos y se detuvo. Pensó que le fallaba la linterna, mas, al volverla hacia arriba, comprobó que estaba encendida. La luz no conseguía traspasar la niebla, se proyectaba un par de milímetros desde el vidrio y moría.
_Socio, ¿estás ahí?
_Sí, detrás de ti. Pero no te veo.
_Me está entrando julepe. Dame la mano.
Tantearon en la oscuridad absoluta, se tomaron de la mano y, con los cuerpos pegados a la baranda de la pasarela, avanzaron hasta el reflector. Estaba encendido. Al pasar la mano por el vidrio protector, el poderoso haz de luz la tornaba transparente, pero no conseguía pero no conseguía penetrar ni un centímetro en la niebla.
_Volvamos. Hay que esperar no más.
De regreso a la cabina de mando, el segundo maquinista accionó las perillas de la radio para comunicar la detención y el posible atraso a la estación de Ollagúe.
_¡Cresta! ¡Por la grandísima cresta!
_Y ahora ¿qué?
_La radio. Está muerta. No funciona.
_No más nos faltaba esto. ¿Qué hacemos?
_Esperar. Y con paciencia.
Las horas empezaron a sorrer lentas, como en todas las situaciones de incertidumbre. Dieron las cuatro de la mañana, las seis, la hora prevista para llegar a Ollagüé, las siete y se cumplieron las veinticuatro horas desde que salieran de Antofagasta. La niebla seguía igual. Densa, tanto que impedía el paso de la luz diurna, la lacerante luminosidad de los amaneceres andinos.
_Hay que hablar con los pasajeros.
_De acuerdo. Pero vamos juntos.
Tomados de la mano, los dos maquinistas bajaron de la locomotora y, pegando los cuerpos al tren, llegaron
hasta el vagón postal. El encargado se alegró al escucharlos y se les unió en pos del vagón de primera clse. Subieron. El revisor, que se desgañitaba dándo explicaciones al lencero, los recibió con alivio.
_¿Hasta cuándo vamos a estar parados? Me están esperando negocios importantes en Oruro _alegó el hombre.
_¿No se ha asomado a la ventana? ¿No ve la niebla que hay afuera? _respondió uno de los maquinistas.
_¿Y qué? Las vías siguen en el suelo _agregó.
_Sea sensato. Los maquinistas saben lo que hacen _indicó la recién casada.
_Socio, anda a buscar a los pasajeros de segunda. Es mejor que estén todos juntos.

El aludido cruzó al otro vagón, y los primeros en aparecer fueron el boxeador y sus técnicos. El púgil mantuvo abierta la puerta para que pasaran las monjas.
Luego de una corta discusión, que reveló que los recién casados y el estudiante de peluquería eran los únicos dotados de paciencia en el grupo, acordaron qué estrategia seguirían.

Según los cálculos de los maquinistas, se encontraban muy cerca del volcán San Pedro, en un tramo de curvas cerradas que desaconsejaban mover el tren en medio de aquella niebla, pero también era posible que el banco de niebla no fuera demasiado extenso. Tal vez se terminara en la próxima curva y, si era así, estaban dispuestos a reanudar la marcha a la vuelta de la curva. Pero antes debían estar seguros y por lo tanto un voluntario tenía que acompañar a uno de los maquinistas en la caminata exploratoria por las vías. El boxeador se ofreció de inmediato argumentando que le vendría muy bien un poco de movimiento.

Para no verse obligados a caminar tomados de la mano, el boxeador y el segundo maquinista se ataron por la cintura mediante una cuerda, como los alpinistas, y emprendieron la marcha. No alcanzaron a dar un paso y ya los pasajeros asomados a la puerta los habían perdido de vista. Pero la ausencia no duró demasiado.
Arrastrando al púgil, que no entendía la decisión de volver, el maquinista regresó hasta el grupo.
_Estamos sobre un puente -dijo el ferroviario.
_¿Qué? ¡Si no hay un solo puente en todo el trayecto! _dijo el otro.
_Lo sé tan bien como tú. Pero ahora estamos encima de un puente. Ven conmigo.
Soltaron al boxeador y los dos maquinistas se unieron por medio de la cuerda.
Los hombres no se veían. La humedad de la niebla tornaba desagradable la respiración.
_Pisa los durmientes. Vamos a dar dos pasos. Listo. Ahora trata de apoyar el pie entre medio de los durmientes.

El otro ferroviario estuvo a punto de perder el equilibrio. El pie atravesó la niebla sin encontrar resistencia.
_La puta. Es cierto. ¿Dónde estamos?
_¿'I'ienes algo pesado? Quiero saber si hay agua abajo.
_Entiendo. Atento. Voy a botar la linterna.
Esperaron conteniendo la respiración todo el tiempo que pudieron, pero no escucharonn el ruido esperado. No escucharon ningún ruido.
_Pues parece que es alto. ¿Dónde estamos?
Regresaron al vagón y sus rostros perplejos enmudecieron a los pasajeros.

Las monjas repartieron los restos de café que llevaban en termos, el comerciante de lencerías revisó su agenda de compromisos, los recién casados se tomaron de las manos, el boxeador se paseó nervioso de un extremo a otro del vagón mientras el manager jugaba a las damas con el masajista y el estudiante de peluquería sacó con timidez un radio transistor de su bolso.
_¡Buena idea! A lo mejor hay información del tiempo. Son las siete de la mañana y es hora del noticiero _exclamó uno de los maquinistas.

Se arremolinaron cerca del muchacho y, en efecto, escucharon el noticiero, con incredulidad primero, con desazón luego, y finalmente con resignación ante la evidendencia.
El locutor habló del trágico descarrilamiento del ferrocarril Antofagasta-Oruro ocurrido la pasada noche en las proximidades del volcán San Pedro. El convoy, al parecer por un fallo en el sistema de frenado, había saltado de las vías y caído en un precipicio. No había supervivientes, y entre las víctimas se encontraba el destacado deportista...

Se miraron unos a otros en silencio. Ninguno cumpliría sus planes ni llegaría a tiempo a las citas concertadas. Otra invitación inescrutable y ajena al paso del tiempo los convocaba a pasar al otro lado del puente, cuando se levantara la niebla.

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