Víctor M. Ánchel: Más rápido que nunca jamás



Deslizó la pierna por encima de la balaustrada, quedando por completo sobre la diminuta cornisa que rodeaba la azotea del edificio. El viento hacía jirones la realidad con violencia y estruendo, evitando que el murmullo eterno de los coches y sus quejidos artificiales llegasen a lo más alto del rascacielos; el vaivén al que le sometía a bandazos el aire frío de febrero, irregular y peligroso, no le asustaba. Más bien al contrario: Peter se sentía liberado. Casi cien años de huida se acababan hoy. Aquí y ahora.
Al principio todo había sido más fácil; cuando vivía feliz. Mis enemigos eran materiales, físicos, predecibles y maicillos. Pero ¿cómo luchar contra eso? ¿Cómo luchar contra lo único que podía hacerle daño de verdad? Cuando descubrió que le seguía no le dio importancia, y al principio parecía que no la tenía; eso nunca se acercaba lo suficien­te, aun después de abandonarlo todo y a todos para tratar de entender al mundo. Pero cuanto más aprendía Peter, más Inerte se hacía eso; más fuerte, más listo y, sobre todo, más atrevido. Ahora lo sabía allí abajo, en algún lugar de la oscura ciudad isleña, al refugio de la luz. Aguardando.
Al refugio de la luz.
El también lo estaba, por supuesto. Sabía que eso podía intuirlo con tanta facilidad... un solo descuido y apenas lo vería llegar. Tenía que ser preciso y muy cauto, sin bañarse jamás en la luz que tanto amaba. En pleno siglo XXI resul­taba difícil evitarla, incluso más durante aquellas nuevas noches de brillos y vida. Las huidas apresuradas, tan agota­doras, se multiplicaban día a día: eso vivía en un mundo de negruras, pero para Peter resultaba tan difícil esquivar la luz como dejar de respirar.

Inhaló con fiereza. Manhattan se extendía en todas direc­ciones como un mosaico de cubos alargados, diminutas torres de Babel con las puntas afiladas e irreverentes, repletas de luces rojas que, como faros, alertaban a los aviones de la proximidad de aquella ciudad cortante. En lo alto del rascacielos olía a lluvia, a frío y a noche; pero sobre todo hedía a humanidad y miedo y destinos cumplidos. Sintió una arcada que apenas logró contener, apretó la mano con firmeza alrededor de la empuñadura de su corta espada y cerró los ojos, imaginándose de nuevo en aquel otro lugar lleno de colores y esperanza y juegos. Jamás volvería arras­trando a eso detrás de sí. Nunca. —No me cogerás.
Saltó sin abrir los ojos. La fuerza del viento y la veloci­dad se unieron, tirando de él hacia arriba y los lados, vio­lentando su piel, agitando sus largos cabellos oscuros con una maravillosa y fiera fuerza. Una fuerza que casi había olvidado tras años de túneles sin iluminar y puentes bajos donde dormir. Nada sobre sus pies vueltos hacia arriba, nada bajo su cabeza. Sólo el aire. Comenzó a gritar de ale­gría, aún sin abrir los ojos. Pronto llegaría al suelo; el golpe le daría la libertad, sin más miedos ni escalofríos ni susu­rros quedos tras el umbral del sueño. Sin la promesa que eso arrastraba consigo.
El súbito resplandor le hizo replegar los brazos para cubrir los ojos, sorprendido. Su cuerpo respondió al brillo de forma instantánea y quedó flotando en el aire, sólo movido hacia los lados cuando los golpes de viento eran más fuertes. ¿Qué era aquello que...? El foco de un helicóptero. Debió de ser una casualidad absurda, un apuntar a ciegas hacia el rasca­cielos (quizá ni siquiera un apuntar, sino un acertar milagro­so) y la fortuna de un operario con demasiada buena vista. No pudo ver entre el fuego de la luz tantos años esquivada que el aparato pertenecía a control de tráfico.
—¡Fuera! —gritó con toda la disminuida fuerza de su ser—. ¡Fuera!
Los hombres del helicóptero no podían oírle, claro. Aunque pudiesen, uno no se encuentra todos los días con un mozalbete quinceañero de aires selváticos flotando en el aire a medio camino entre la azotea y el aparcamiento del Barrie-Wilde Building. Otro foco se clavó en él, y le resultó difícil mantener la mirada al frente. Furioso, aturdido, se volvió hacia el edificio dando la espalda a la luz. Entonces lo vio. Vio su figura recortada, vio los destellos de los focos hirientes del helicóptero reflejados sobre los eternos crista­les del rascacielos. Incluso llegó a ver el reflejo de sí mismo durante menos tiempo del que se necesita para dar una pal­mada. Y vio lo que faltaba en todo el conjunto, aquello que la luz revelaba en los demás, aquello que tanto miedo le daba. Algo se anudó en su cuello, un pavor ancestral, el sabor a bilis del pánico. Se concentró en ese sabor y en el recuerdo de eso, usándolos para darse impulso. Y voló de nuevo, veloz para cualquier ojo humano. Más rápido que nunca jamás. Más rápido aún. Aún más.
Lo sintió llegar deslizándose por entre las grietas de la ciudad, creciendo conforme ascendía a la noche y abarcán­dolo todo. Él se dejó caer en un quiebro imposible, luego remontó con más fuerza tratando de alcanzar las nubes invisibles: si conseguía atravesarlas, tal vez eso le perdería de nuevo y, con suerte, siempre recto y hacia la...
El helicóptero, quizá era otro, pasó a escasos metros de él, dando un tremendo golpe de aire con sus alas de libélu­la y derritiendo su impulso. Cayó hacia el suelo sin control y se sintió feliz porque creyó que iba a conseguirlo. Llegaría al suelo, cerraría los ojos y se estrellaría contra el asfalto duro y terrible. Sonrió.
Algo le detuvo con violencia a pocos metros del pavi­mento, lo embargó en negrura y calor y miedo, en hedor a cieno y podredumbre, laceró sus recuerdos y su alma, le hizo llorar de tristeza (¡tristeza!). Se recuperó jadeante, arrodillado en medio del cruce de la Octava con la 39. Un coche lo esquivó, regalándole un bocinazo. Frente a él se alzaba eso, alto, yermo. Enorme.
—Quién... ¿quién eres? —logró decir con una desgajada voz que ya no era la suya.
Eso se acercó. Abrió sin ruido unas enormes alas de frío eterno y negrura y lo rodeó con ellas.
—Mi nombre es Sombra. El tiempo de jugar acabó hace ya muchos años, Pan.
Un segundo coche pasó sobre él con estrépito. El taxista aseguró no haber visto al pobre anciano.

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