Sergio Gaut vel Hartman: Receta: hombre frito




—Cuando termines de contar —me dijo uno de los extraterrestres— encenderemos esta sartén y empezaremos a freírte, ¿de acuerdo?
Por alguna razón el tono de la frase me causó risa y eso hizo que olvidara dónde estaba, de lo fría y dura que se sentía la plancha en mi espalda y de lo precario de la situación.
—Hasta diez —dijo otro, con un tono que pretendía ser amenazador.
Era ridículo, absurdo, pero no tenía escapatoria y conté. Al llegar a "siete", el más pequeño de los extraterrestres —de por sí pequeños; ninguno medía más de sesenta centímetros— trepó por mis piernas y hamacándose en el cinturón alcanzó el pecho y se aferró con sus garras del abundante vello. Parecía una mezcla de zarigüeya y gorgojo, con ese hocico picudo y las pinzas chasqueando como castañuelas.
—Serás nuestra cena, te lo digo por si no lo advertiste —dijo el primer extraterrestre con esa voz melíflua y profunda de los naturales del Bajo Jockland.
—Soy duro y desabrido —dije interrumpiendo el conteo y tratando de conservar la calma; la situación no daba para más. Todavía no lograba explicarme de dónde había salido esa peste, aunque lo cierto era que me habían atado a la placa principal de la rampa de disparo de sondas; la desprendieron del puente con excesiva facilidad; tendría que presentar una queja formal a los fabricantes de la nave. Sabía que el frío en mi espalda duraría lo que tardaran en encender el fuego y que la dureza que sentía dejaría de serlo en cuanto el material —duroplas moldeado al circonio— se fundiera como cera.



—Comemos cualquier porquería —replicó el extraterrestre, muy serio. No se estaba burlando de mí y hasta donde sé, no me estaba faltando el respeto; a esos bichos hay que tomarlos como son.
—Padezco de una rara enfermedad sanguínea —insistí—: la anemia mutada de Rhea, ¿la conocen? No es mortal para el portador, pero sí para los que beben su sangre o ingieren sus tejidos musculares.
El extraterrestre pegó un salto y se sujetó de un estribo que colgaba de la trocla.
—¿Crudos o asados?
No tuve más remedio que meditar la respuesta. Si decía "de las dos formas" no me creerían. Me decidí por la que alejaba el peligro inmediato.
—Fritos. —El extraterrestre se arracimó con sus congéneres. Así amontonados parecían murciélagos de Pusa, esos animalejos inmundos cuya compatibilidad genética con los humanos los hace tan peligrosos, especialmente en verano. Parecieron conferenciar algunos segundos, aunque sabía perfectamente que los bichejos eran telépatas.
—Está bien —dijo uno de los extraterrestres volviendo a posarse en mi amplio pecho de astronauta, aunque no hubiera apostado un sólo crédito a que era el mismo—: te comeremos crudo.
—El Código de Convivencia Cósmica —dije con calma—, Libro 2, Sección V, Capítulo 453, Artículo 2 bis...
El extraterrestre dio un salto aún más espectacular que el anterior y se estrelló contra el antepecho de la escotilla de babor; un hilo de líquido plasmático de un azul eléctrico le manchó instantáneamente la jeta. Los otros extraterrestres se abalanzaron sobre el herido y lamieron el humor utilizando unos apéndices bucales que parecían cualquier cosa, menos lenguas. Chupeteo va, chupetón viene, en unos segundos no quedó rastro de la herida... ni del herido. Celebré el respiro, pero supe que no duraría. Una vez saciadas, las espantosas criaturas volvieron a centrar su atención en mi.
—¿Conoces todos y cada uno de los artículos, capítulos, secciones y libros del odioso Código de Convivencia Cósmica? —dijo uno de los invasores, quizá unos centímetros más grande que los demás, probablemente el jefe de la banda. Me pregunté, en el caso de que realmente lo poseyera, de qué me serviría ese conocimiento cuando empezaran a desmembrarme, una vez frito como una rana de Everglades.
—Todos y cada uno —improvisé—. El Libro 2, Sección V, Capítulo 402, Artículo 31 dice: "si un miembro de una especie infligiere a uno de otra un daño irreversible en su integridad física y/o anímica y/o virtual, las Fuerzas Armadas Especiales de la Comunidad, amparadas en el Código de Convivencia Cósmica, estarán facultadas a tomar una represalia equivalente a setecientas setenta y siete veces el perjuicio original.
—¿Será posible? —dijo uno de los extraterrestres—. ¿Y si este tipo miente? Para salvarse podría mentirnos.
—Corramos el riesgo —dijo otro—. Nuestros hábitos alimentarios, que nos parecen la cosa más natural del universo, nos mantienen, demográficamente hablando, en un nivel muy cercano al umbral de extinción. ¿Cuántos éramos según el último censo, Pepe?
—Quinientos noventa y tres —respondió Pepe.
—¿Pepe? —Estallé en carcajadas, lo que, considerando la precariedad de mi situación, era por lo menos muy audaz—. ¿De dónde sacó el nombre este mamarracho?
—¿Qué tiene de malo? —protestó el aludido—. ¿No puedo llamarme Pepe?
—Pepe es un nombre terrestre; y ni siquiera un nombre, un sobrenombre, de uso familiar y amistoso. Hay que ser amigo para decirle a alguien "Pepe". Ustedes, engendros del diablo no tienen derecho a usar nuestros nombres.
—Son nuestros nombres, que se parezcan a los de ustedes es una mera coincidencia —dijo el que parecía ser el jefe de los extraterrestres—. ¿Acaso hay algún artículo del Código de Convivencia Cósmica que se refiera a eso?
—¡Por supuesto! —dije envalentonado—. En el Libro 3, Sección IV, Capítulo 100, Artículo 73.
—¡Por las glifas de Shine'sun! —exclamó el jefe de los facinerosos—. ¿No existe una ñiya banja en el universo que no esté regulada por ese kujo Código?
—Temo que se le están escapando demasiados localismos, amigo. Piense en los pobres lectores. ¿Por qué no me desata y hablamos como especies civilizadas. Tenga en cuenta que el Código de Convivencia Cósmica, Libro 1, Sección I, Capítulo 3, Artículo 299 cataloga las posibilidades de contacto y advierte sobre las sanciones que le corresponden a los que las vulneran por acción... o inacción. ¿Entienden? Acción o inacción.
Los extraterrestres se agruparon una vez más y parecieron deliberar. Cuando llegaron a una conclusión me enfrentaron gesticulando como agentes de la camorra.
—¿Qué pasa si los del Código no se enteran? —dijo uno de ellos.
—Se enterarán. Esta nave envía una señal automática cada sesenta minutos. Es una especie de radiofaro. Es preciso que yo añada un código secreto. Si no lo hago la nave emite un reporte de desaparición de persona y un registro de lo ocurrido. Como habrán imaginado esto está filmado con doce cámaras de alta resolución. ¿No lo imaginaron? ¡Qué pena! Son un poco tontos ustedes, ¿eh?
—Está bien —dijo uno de los extraterrestres—. Somos tontos. Pero nos lo comemos igual; se enteran y nos persiguen. Les llevamos pársecs de ventaja.
—No importa; no escaparán a las garras de la Ley. La represalia, ahora o dentro de cuatro siglos, llegará. El Código tiene memoria. Por menos que esto borraron del mapa a los vishubs de CB-708-C.
—¿Destruirán nuestro mundo y exterminarán a nuestra especie?
—Si son menos de setecientos setenta y siete, temo que sí.
—Ya —dijo el jefe de los depredadores—. Es una pena que ocurra tal cosa. Siento desazón por la parte de culpa que me toca en la extinción de mi propia especie, y deduzco que a mis compañeros les ocurre otro tanto —varias cabezas se movieron afirmativamente— pero tenemos un hambre de lobos, de cerdos, de locos. —Y sin demorar un sólo segundo más pusieron manos a la obra, me terminaron de freír y me comieron de cabo a rabo. No dejaron ni los pelos.

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