Santiago Eximeno: ¿Por qué a mí, señor Campbell?




Cuando cayó en mis manos por vez primera una novela de corte fantástico, no una de aquellas donde brotan por doquier dragones y caballeros, ni siquiera una poblada de criaturas mitológicas enfrascadas en una eterna batalla entre el bien y el mal, sino una que reflejaba con estricta pulcritud las finas hebras de espíritu que mezclan el mundo de la vida y la muerte, no pude menos que permitir que mi corazón fuera asaeteado con flechas de admiración y naciera en lo más profundo de mi alma el ansia por, de alguna ignota forma, replicar con mi propia voz aquella experiencia narrativa. Intenté transmitir a mi padre el mensaje que había hallado escondido entre aquellas líneas de letra menuda y grandes márgenes, entre las grises ilustraciones que reflejaban sensaciones de pesadilla imposibles de describir con mayor precisión que el autor, pero su atención derivaba por aquellos años hacia las escenas que protagonizaba con mi madre debido a su adicción al alcohol y las extrañas costumbres de una hija que se resistía a aceptar el mundo tal y como era. Fue por ello que, impelido por un deseo que no había conocido en toda mi vida anterior, decidí iniciar una búsqueda desesperada que me permitiera compartir con otras personas aquella abrasadora pasión por la literatura.
Compartía yo en aquel tiempo una amistad con Ricardo Vidal (aquel que luego sería conocido como Vidales; un estudioso de la obra de los huéspedes, y un compañero inolvidable), un joven delgado y de mirada vidriosa aficionado a los tebeos de superhéroes que realizaba sus primeros pinitos como dibujante en varias revistas del barrio. Aunque nuestra amistad siempre se había conducido por otros derroteros, no dudé en confiarle mi íntimo deseo de comenzar una carrera literaria sin precedentes en nuestro país. Acogió la idea con una sonrisa condescendiente, pues era bien sabido que me apasionaba por una empresa y me lanzaba a ella con furor, pero transcurridos los primeros meses y observados los fracasos abandonaba y volvía a sumergirme en la melancolía de una vida rutinaria, jalonada de borracheras y relaciones con el sexo opuesto que siempre terminaban mal. Sin embargo, cuando tuvo la ocasión de leer mis primeros balbuceos como autor, un cuento breve que bebía de la inspiración de nombres míticos como Quiroga o Rulfo, aderezado con detalles estilísticos de un Luengo en sus mejores tiempos, no pudo menos que replantearse sus convicciones y acompañarme en el que sería, con el paso de los años, el viaje más fascinante que nunca había iniciado.



Vivíamos en la década de los cuarenta, una época en la que la red de redes había perdido la libertad de antaño y a duras penas subsistía monitorizada por organizaciones acrónimas, como la SPA o la TCSA; una época donde todos llevábamos implantado un chip tras la oreja —con suerte un Siemens o un Nokia— que nos facilitaba las comunicaciones y nos mantenía bajo estricta vigilancia; una época, en fin, donde las libertades terminaban en tu propio hogar, y la globalización nos condenaba a un inesperado ostracismo. Por ello resultó harto difícil en los primeros meses alcanzar la popularidad que mis escritos debían otorgarme. No se debió, como muchos periódicos y teleópticos dijeron, a su falta de mordiente, de gancho; incluso de calidad literaria. No, no pudo deberse a ello, pues si no, ¿cómo terminé siendo uno de los autores más leídos del planeta? ¿Se lo debo todo al señor Campbell? No, me niego a creer algo así, y aunque sé que hay facciones que afirman que el huésped es prescindible, y debe bastar con mantener sus funciones vitales para que el proceso de creación continúe, yo afirmo con rotundidad que de simbiosis hablamos, y no de una musa parasitaria.
En cualquier caso, mis primeros relatos no gozaron del favor del público erudito —triste sorpresa, ya que mis osados circunloquios, mis nunca bien ponderados epítetos, mi reinvención de los tópicos más comunes y mis atrevidas aliteraciones debieran haberlos conmovido—, aunque llamaron la atención de aficionados a la fantasía más directa, aquella que todavía vive de crear situaciones inverosímiles en planetas que nunca podrían ser habitados por la raza humana. Ello me granjeó un cierto renombre en círculos cerrados que se extasiaban pensando en hermosas princesas extraterrestres lamentando su encierro en oscuros castillos levantados sobre nubes artificiales. Consciente de que debía promocionarme, no dudé en agarrarme a aquella semilla de lectores como si de un clavo ardiente se tratara, y busqué con ahínco un reconocimiento entre ellos que me sirviera de trampolín a mercados más amplios. Comencé a escribir sobre criaturas míticas enzarzadas en luchas estelares mientras la raza humana perecía con sólo contemplarlas. Hablé de reinos olvidados, pero los situé en remotos planetas que nunca alcanzaríamos. Me sumergí en los océanos para traer nuevos seres a nuestro mundo, tan mastodónticos como peligrosos. En fin, abandoné un género poco rentable por otro que me prometía la fama efímera, pero que en un futuro cercano podría encumbrarme si lo permitía y me proporcionaba un nada desdeñable pecunio para domeñar temporalmente mi angustia creativa.
Fueron años alegres, casi brillantes. Mi nombre aparecía impreso en docenas de publicaciones electrónicas, era descargado —y monitorizado, chequeado y verificado por los sistemas de seguridad y protección infantil— por miles, quizá decenas de miles de personas de habla hispana, y poco a poco pero con paso firme me acercaba más y más a mi propia visión de autor global sin fronteras estatales. Las primeras traducciones de mi obra llegaron de la mano de un puñado de jóvenes polacos (agrupados bajo el carismático nombre de Wiedzmin) que luchaban contra la opresión de la red apoyando la literatura de evasión como vehículo de comunicación entre diferentes países, continuando una utópica idea que ya en el siglo pasado lanzaran cierto grupo de brasileños inquietos. Compartí entonces cartel con autores tan en boga en aquel país como Tomasz Pazewski o Michael Sosnowski, e incluso una revista publicó uno de mis relatos primerizos —aquel titulado Dos rosas y un jarrón en el alma de Gedemías— en una antología titulada Arytmia. Todo ello (publicar en el país que ha sido la cuna del fantástico mundial, ser reconocido internacionalmente, o sentir que de alguna forma conectaba con el público entendido) me sirvió de empuje moral a la hora de afrontar mi primera novela, La frágil palidez del bergantín de mármol.
Y fue en aquel momento, encerrado en el pequeño cuarto que poseía en las torres gemelas de mi ciudad natal, rodeado de ejemplares de autores inmortales como Borges o Pérez-Reverte, cuando supe que todo aquello funcionaría, que llegaría a tener la oportunidad de sentarme frente a cientos (o quizá miles) de lectores, y les hablaría de las implicaciones filosóficas de mi obra, de los sentimientos ocultos de mis personajes, de mi visión particular del mundo. Esa oportunidad, como todos ustedes saben, llegó. Pero no lo hizo de la forma que yo esperaba.
Para continuar con esta profusa explicación de los hechos acaecidos en mi vida hasta el día de hoy, me veo obligado a realizar un breve inciso en este momento, y hablarles de dos personas que, aunque no tuve el placer de conocer hasta mucho después, y resulta difícil saber hasta que punto en ese momento eran personas, son consideradas en la actualidad como pioneros en lo que denominamos vulgarmente simbiontes. No es una definición que agrade a todo el mundo, pero creo que es tiempo de olvidar la corrección política y decir las cosas tal y como las sentimos, ya que ¿qué podemos perder? Estas personas son Oswald Merlon y Analía González, conocida también como Machaquita. Todos sabemos que sin ellos, sin su valentía y su aportación a la ciencia, ninguno de nosotros estaría hoy aquí. ¿Por qué sus nombres han sido olvidados por casi todos nosotros? La respuesta es simple: porque fracasaron. No llegaron a ofrecer todo lo que podían de sí mismos, y si atendemos por ejemplo al caso del señor Merlon, sabemos por sus últimos escritos que incluso luchó contra su condición. ¿Acaso podemos culparles por ello? No, eran otros tiempos, y no sabíamos todo lo que sabemos ahora. Valga este pequeño recuerdo como homenaje a todo lo que nos han dado, y a lo mucho que podrían haber llegado a ser. Felicitemos también a William Faulkner y a Arturo Pérez-Reverte por intentarlo, ya que se necesita mucho valor para volver y escribir de nuevo.
En cualquier caso, yo andaba por aquella época enfrascado en la que sería mi obra maestra en el campo de las novelas cuando descubrí, ciertamente alterado, que lo que yo estaba escribiendo no se correspondía en absoluto con lo que tenía en la cabeza. Y no fue precisamente agradable darme cuenta de ello, la verdad. Podría haberlo advertido por la prosa directa, de frases cortas y diálogos sencillos. Podría haber sido consciente de ello al descubrir cómo los párrafos se acortaban de forma alarmante, o como incluía en mis escritos giros semánticos que días atrás me hubieran causado escalofríos. Sin embargo, hubo otro hecho de mayor importancia que me mostró a todas luces que algo no iba bien: todo lo que escribía lo hacía en inglés, y desconocía por completo ese idioma, a excepción de dos o tres vocablos que nadie ignora, como chip, stop o internet.
¿Qué piensa uno en estos casos? Imagino que lo mismo que el protagonista de mi última novela, Montaña oscura, o Dark Mountain, como la conocen al otro lado del charco (si se me permite redescubrir este olvidado tópico). Mi cuerpo había sido poseído por un demonio kandariano, y me obligaba a escribir aterradores manuscritos que me llevarían al infierno de cabeza. Por cierto, que si desean comprar el libro mi editor ha traído unos cientos de ejemplares y están a su disposición en los stands situados en el edificio anexo. Es broma, ya sé que desde hace veinte años nadie en su sano juicio compraría un ejemplar de una novela impreso en papel. Salvemos a los árboles, no destruyamos nuestros recursos naturales y alarguemos la existencia de la especie humana hasta el hastío —ahora debería hablarles de la eutanasia, pero aunque representa sin duda un tema de vasta profundidad en estos tiempos de longevidad forzada lo dejaremos para ocasión más adecuada—. En fin, como comentaba, sentí miedo al comprobar que ya no podía escribir en mi propio idioma, y llamé a la única persona en el mundo que podría ayudarme en aquel trance: Ricardo Vidal.
Acudimos juntos a varios especialistas para que trataran mi caso. Siendo yo el tercer caso de simbiosis que salió a la luz, al menos que la humanidad haya conocido, no debe sorprender a nadie que en un primer momento se me tachara de chiflado, mentiroso o simple embaucador. Los psiquiatras y psicólogos, en un primer momento, rechazaron la idea de tomar en serio mi dolencia, y pronto fui a caer en manos de videntes, visionarios y enfermos mentales de diversa catadura. También pronto comprendí que aquello escapaba a toda lógica, y que de alguna manera mi vida había sido alterada por fuerzas que no comprendía y que colocaban mi carrera de autor en precario equilibrio. Realizaron conmigo pruebas de todo tipo, desde físicas hasta psíquicas, pero no pudieron hallar la razón por la que, cada vez y sólo cada vez que me sentaba a escribir literatura (no encontraba inconveniente a la hora, por ejemplo, de apuntar la lista de la compra) lo hacía en inglés, y sobre un tema que no me interesaba en absoluto. Porque, he de decirlo, cuando Ricardo se ofreció a traducir lo que estaba escribiendo y me dijo que aquello tenía todo el aspecto de tratarse de una novela de terror barato, similar a las publicadas por las pequeñas editoriales españolas a principios de siglo, casi me da un síncope. Yo, un autor del más fino fantástico, rebajado a escribir novelas de horror. ¡Qué horror!
Se me vino el mundo encima. La realidad literaria tal y como la conocía, desde la perspectiva del autor novel que con su primera novela alcanzaría la consagración en el mundo de la literatura fantástica entroncada en las raíces iberoamericanas, dio paso a la depresión más terrible, más ofuscante, capaz incluso de hacerme perder los contados vestigios de cordura que almacenara todavía en mi cabeza. Descubrí de un instante a otro que mi fina prosa y mi, según algunos críticos voraces de mi obra, alambicado estilo narrativo, habían desaparecido para dar paso a una colección de barbarismos inintelegibles que alteraban mi paz espiritual. ¿Acaso debía abandonar mi floreciente carrera? ¿Debía desaparecer mi nombre de las cubiertas de tantas revistas y libros futuros? No, me dije a mí mismo, no lo permitiré. Indagaré en este mal y descubriré una solución al conflicto, y la prometedora cantera de autores afincados en la capital madrileña no perecerá conmigo.
Ricardo y yo decidimos que, dado que la medicina actual y los conocimientos esotéricos mundiales no podían salvarme de este mal, al menos terminaría lo que estaba escribiendo, aunque no entendiera una palabra. Él lo traduciría al tiempo que yo lo escribía, y una vez terminado intentaríamos descubrir quién era el autor de aquella obra —definición que en aquel momento yo traducía como atroz maldición británica—, y quizá ese conocimiento pudiera liberarme. Trabajé arduamente durante meses en la novela. La creación no resulta trivial, menos aún cuando tus manos son ajenas a las intenciones de tu mente. Quizá lo más sorprendente de todo eran las continuas reescrituras que realizaba del manuscrito, volviendo a capítulos que ya consideraba olvidados y atacándolos con una nueva óptica, aunque siempre manteniendo aquel estilo tan seco y poco elegante.
Una mañana, tras varias horas sentado ante la mesa frente a un folio en blanco, supe que había terminado, y que, al menos por el momento, no continuaría escribiendo en aquel bárbaro lenguaje. Huelga decir que me lancé como un poseso a escribir los primeros capítulos de mi obra definitiva acerca de cierto bergantín encantado, pero también huelga decir, como demuestra el hecho de que nunca haya terminado esa novela, que no tuve el éxito que esperaba. Sin embargo, no me deprimí, y tras darme un baño de rosas y disfrutar de un excelente solomillo a la pimienta aderezado con varias copas de un excelente Robledal de Corpes del diecisiete, decidí llamar a Ricardo. Tenía dos excelentes noticias que comunicarle: había terminado el mamotreto, y el autor había firmado en la última página.
Algunos no podrán evitar mostrar en su rostro un gesto de sorpresa cuando pronuncie éstas palabras, pero no duden ni por un momento que digo la verdad. Yo no conocía, ni siquiera de oídas, a Ramsey Campbell. No soy ajeno ahora a la popularidad de este autor entre los jóvenes lectores, atraídos por su obra a raíz de los sucesivos estrenos cinematográficos, y tampoco desconozco que entre todas sus novelas y cuentos (cientos de ellos repartidos en cientos de antologías) publicados existen algunas limitadas muestras de talento —diez o doce páginas en su Sol de Medianoche, un par de relatos con gancho pero sin estilo literario— que bien podrían inducir a un público poco exigente y acomodado a adquirir sus libros. Sé que resultará quizá pretencioso, pero no albergo duda alguna de que sus últimas novelas, en las que mi presencia ha sido poco menos que imprescindible, son las más brillantes desde todos los puntos de vista. Sin embargo, en aquellos días, el nombre de aquel autor británico no significaba nada para mí, aunque mucho para Ricardo Vidal.
Mientras degustábamos una cena frugal en el restaurante giratorio de la Torre Dalí, hablamos largo y tendido sobre la experiencia que me acongojaba y a la vez me sumía en el mayor de los estupores. ¿Por qué a mí, señor Campbell?, me pregunté varias veces durante aquella velada de llanto y confirmación de sospechas. Pero las respuestas, lamentablemente, nunca llegaron, e incluso a día de hoy sólo se barajan ridículas teorías que no consiguen proporcionar a mi alma de autor la placidez que reclama a gritos. Ricardo me confirmó que aquel escritor era famoso en ciertos círculos reducidos que persiguen emociones fuertes y ambientes sofocantes, y dado que empleaba su habitual verborrea durante algunos instantes realicé alocadas relaciones, creyendo que sus lectores eran los mismos que frecuentaban por las noches locales de luces de neón y barras de metal acariciadas por hermosas mujeres. Pronto comprendí que, en el colmo de lo absurdo, los aficionados a Ramsey Campbell formaban otro pequeño reino de fanáticos similar al que devoraba mi actual producción, y que no eran pocos los que habían lamentado el fallecimiento de aquel juntaletras. Ante mí se abría una nueva carrera literaria sin precedente alguno, una carrera en la que yo no quería participar pero me veía abocado a ello.
Nos despedimos con un apretón de manos que confirmaba nuestro pacto. Ricardo contactaría con los agentes del fallecido señor Campbell y les mostraría el manuscrito de la novela. Ellos confirmarían su autoría, y procederíamos a su publicación manteniendo exactamente el mismo contrato que hubiera existido en el pasado en lo referente a porcentajes y adelantos. Ricardo no dudaba que se me exigiría una entrevista para tratar de conseguir la obra sin pagar nada a cambio, pero yo no estaba dispuesto a rendirme sin luchar. Habíamos llegado muy lejos con aquella pesadilla como para abandonar ante cualquier fruslería.
Los días transcurrieron con inusual placidez mientras esperaba la llamada que daría un vuelco completo a mi vida. Comprendiendo la imposibilidad de continuar mi carrera literaria —al menos en mi propio idioma—, y sorprendido ante la negativa de mis miembros superiores a la hora de atacar un folio en blanco —quizá esperaban entonces la confirmación de la publicación de la novela—, me entretuve rellenando crucigramas y comiendo palomitas frente al televisor. Dejé que mi existencia divagara por un plano místico de programas concurso y retrospectivas sobre compositores alemanes de mediados del siglo pasado, aderezadas con documentales sobre la reproducción de las abejas o presentaciones de innovadores sistemas de adelgazamiento. Fueron días de asueto, pero también de nervios no domeñados y de inquietudes morales. Así que cuando llegó finalmente la llamada y se me instó a acudir en vuelo charter a Londres para confirmar la autoría de la obra, sentí como un vacío insondable devoraba mis últimas reticencias y una inesperada pasión de creador me invadía y me obligaba a apresurarme a cumplir el encargo.
No les aburriré con los detalles de la reunión de leguleyos, pero baste decir que lo que se presumía sería un circo de burlas y acusaciones se transformó en una comunión de aplausos y varios apretones de mano, y todo ello tras leer las primeras páginas del libro. No creyeron en mi narración de posesiones demoníacas, no creyeron en mi narración de mi unión simbiótica con aquel escritorzuelo de tres al cuarto. No, les bastó leer el libro para confirmar que aquello sólo podría haberlo escrito el señor Campbell... ¡cómo si semejante juntaletras tuviera un estilo propio! Sin dejarme dominar por el estupor que transpiraba por todos los poros de mi piel, acepté firmar un contrato por aquella novela, y contactar con ellos inmediatamente si volvía a escribir alguna novela similar. Desde luego la publicarían bajo el nombre de Ramsey Campbell, aludiendo a alguna caja fuerte encontrada donde reposaba aquel inesperado manuscrito. La familia estaba de acuerdo —de hecho, uno de los agentes que había leído el libro era su propio vástago—, y alrededor de todo aquello se formaba un halo de misticismo imposible que no hacía más que confirmar mis más terribles sospechas: acababa de nacer a la literatura, pero lo había hecho en el nombre y el idioma equivocado.
Dos semanas después de volver a los madriles, sufrí en mis carnes los primeros cambios. Me perdonarán si no profundizo demasiado en ello, pero los recuerdos de aquella época son tan terribles que mi mente se ha protegido a sí misma fabricando una niebla —más bien una turbia sopa de algas blancas— que enturbia todo lo que entonces sucedió. Recuerdo que me encontraba escribiendo en aquel idioma bárbaro lo que terminaría siendo mi segunda novela cuando noté un inusual picor en la espalda. Llevaba varios días con molestias y con la piel tirante, enrojecida, como si sufriera algún tipo de alergia, por lo que me levanté de la silla de trabajo y me dirigí al cuarto de baño para aplicarme alguna crema que redujera la inflamación. Oh, que terrible instante cuando desabroché mi camisa y vi reflejada mi espalda en la puerta de espejo de uno de los armarios. Recuerdo haberme tambaleado, los cimientos de la realidad deshaciéndose bajo la planta de mis pies. Tuve que sostenerme apoyando las manos sobre la fría y aséptica superficie del lavabo para no caer al suelo, y aún tuve fuerzas de alzar un brazo y bramar una maldición contra las deidades que me maldecían con semejante suplicio. Porque, como todos sabéis ahora, Ramsey Campbell estaba creciendo en mi espalda.
El resto, como suele decirse, es historia. Domeñado por el pánico, acudí con presteza a los médicos para someterme a una operación quirúrgica que me extirpara aquella musa de creatividad e inspiración. Los doctores me examinaron con el horror reflejado en sus rostros estupefactos —el señor Campbell ya ocupaba la mitad de mi espalda, extendiendo su cuello sobre mi omoplato izquierdo—, y movidos por la compasión decidieron contactar con alguno de mis allegados antes de tomar tan difícil decisión. Permanecí ingresado en aquel hospital de paredes blancas y enfermeras anoréxicas durante varias semanas, recibiendo periódicamente visitas de mi amigo Ricardo Vidal, que me llevaba siempre que acudía a verme un par de folios en blanco para que continuara mi nueva novela. Mi ingreso coincidió con el descubrimiento de nuevos casos de simbiontes por todo el mundo, entre los que destacaron autores como Pérez-Reverte o el mismísmo Cela. Desde luego, proliferaron las breves apariciones de valores literarios más discutibles, como L. Ron Hubbard o Edgar Allan Poe, pero en aquellos casos tras un intervalo indeterminado de tiempo (que podía ir de las tres semanas a los seis meses) el huésped terminaba falleciendo debido a un fallo cardíaco, víctima de los absurdos que su incontrolada pluma pergeñaba.
¿Qué más puedo contarles que ustedes no sepan ya antes de dar paso al hombre que anhelan escuchar? Los medios de comunicación se hicieron eco de las historias, y fomentaron la animadversión del mundo de las artes hacia nosotros, considerados como simples vehículos de literatos caídos en desgracia. Incluso el Papa se pronunció sobre el tema, excomulgándonos a todos, simbiontes y huéspedes. Sin embargo, nada podía detener aquel tsunami artístico, y pronto los estantes virtuales de cientos de librerías en la red se encontraban repletos de obras de autores fallecidos varios años atrás. Mientras todo esto ocurría, Ricardo Vidal comenzó la famosa campaña Están vivos, en la que promulgaba la necesidad de comunicarnos con aquellos que habían vuelto de la muerte para conocer qué destino nos reservaba el más allá. Desgraciadamente los resucitados se muestran taciturnos a la hora de hablar sobre el tema, así que hasta hoy poco sabemos de ese prometido más allá que nos ofrece una reencarnación tan poco budista.
En fin, sin más preámbulos, permítanme presentarles al hombre que ha escrito algunas de las novelas más aterradoras de los dos últimos siglos, al escritor que, con mi encomiable aportación, ha revolucionado los conceptos de la escritura de horror tal y como la conocíamos, al simbionte que más y mejor ha aprovechado la compañía de su huésped. Con todos ustedes, el señor Ramsey Campbell.
(Transcripción realizada por Javier Álvarez III de la conferencia ofrecida por el autor como preludio a la entrega de los premios Simbionte, realizada durante la celebración de la WorldCon en la ciudad de Nuevo Madrid D.F.)

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