Salomé Guadalupe Ingelmo: Bajo la superficie

Salomé Guadalupe Ingelmo, escritora española, escritora de ciencia ficción, concurso literario internacional ángel ganivet, autora de microficción


Está absorto ante una vitrina del museo que contiene un primitivo aparato para reproducir audiolibros. Lo que llama su atención no es el extravagante artilugio, cuyo simple mecanismo conoce más que de sobra, ni él audiolibro “El origen de las especies” que reposa a su lado, cuyo banal contenido asimiló en la infancia.
En realidad no está pensando ni en el superado Darwin ni en la chatarra de la que se compone la vieja tecnología. Esa decadente visión simplemente le ha recordado que muy pronto necesitará un nuevo implante de ampliación de la memoria. Es esa reflexión la que le mantiene entretenido ante la familiar vitrina. Su ritmo de absorción de datos ha ido creciendo de forma exponencial en los últimos años, y esto le está obligando a recurrir cada vez más frecuentemente a nuevos implantes. No es que le preocupe su salud, pues jamás pondría en duda la pericia de los cirujanos. Simplemente espera que las autoridades no lo consideren un gasto superfluo.
Esa misma mañana tiene la ocasión de comprobar que sus temores son infundados. Efectivamente, el director del museo ha dado siempre muestras de considerarlo un joven prometedor, pero él es consciente de que su mente no resulta ser la única brillante. Por eso, cuando le ruega con una cierta solemnidad que le acompañe a su despacho, él nada sospecha. Supone que querrá hablar sobre el estado de alguna vieja pieza, comentarle lo que le ha parecido el último artículo que dejó sobre su mesa o algo así. Lo que no espera es que le comunique la decisión del Comité de nombrarle oficialmente su sucesor en la dirección del museo. No puede negar que ése parecía ser su destino natural, pero no pensaba poder alcanzarlo tan pronto.
–Por favor, toma asiento. Verás, el Comité ha seguido muy de cerca tus pasos. Yo mismo les enviaba puntualmente informes sobre tu persona. No les han pasado desapercibidos tus evidentes méritos y han decidido que ya estás preparado para sucederme en mi cargo.



El mensaje es escueto, conciso y totalmente aséptico. No hay rastro de amargura por la jubilación ni de celos hacia quien tiene toda la vida por delante para lograr lo que a él ya le está vedado. Por el mismo motivo, tampoco se puede apreciar orgullo por un discípulo que claramente supera al maestro –en realidad el joven es un investigador muy precoz, casi nato–. En aquel despacho simplemente se está constatando un hecho –que ni se celebra ni provoca duelo. Simplemente se asume–: las piezas desgastadas y obsoletas deben ser cambiadas al punto por otras más nuevas y mejores. Es una ley natural contra la que no caben objeciones –que, por otro lado, nadie siente la necesidad de levantar.
–Muy bien, señor. Si es ésta la decisión del Comité, intentaré servirle en mi nuevo cargo lo mejor posible.
La réplica es tan fría como el mensaje del mentor. No hay muestras de agradecimiento hacia el maestro ni un tibio intento por consolarle. Ni siquiera se perciben signos de orgullo, alegría o sorpresa.
–Verá, señor, ahora más que nunca, creo oportuno comentarle que necesitaría una nueva ampliación de memoria ―añade pragmático.
–No te preocupes. Estaba ya prevista. Sin embargo hay deficiencias que nos corre más prisa subsanar antes de que ocupes tu nuevo cargo.
–¿Deficiencias?, señor –pregunta recalcando el término como si implicarse algo totalmente repugnante.
–No tiene sentido posponerlo. Cuanto antes sea hecho, mucho mejor –coge una llave del cajón de su escritorio–. Acompáñame, por favor. Debo mostrarte una cámara que tú no conoces.
–Perdone, señor, pero conozco este museo perfectamente –interrumpe el joven.
–La cámara a la que te llevo está siempre cerrada, y sólo el director del museo tiene la llave. Es más, sólo el director del museo y el Comité, por supuesto, saben de su existencia. El Comité la considera… peligrosa para la comunidad. La noticia podría… turbar a los miembros –sentirlo titubear resulta insólito; nunca antes lo había hecho–. Por eso nosotros somos los encargados de custodiar su secreto. Estamos lo suficientemente formados para entenderlo plenamente y para comprender también los riesgos que entraña. En realidad, ésa es la mayor responsabilidad que conlleva nuestro cargo.
La habitación se encuentra por debajo de los sótanos que albergan piezas aún no catalogadas o en proceso de restauración, en un nivel del que desconocía absolutamente la existencia. Sus estrechos pasillos son iluminados sólo por unas pocas luces de emergencia agonizantes. Al final de uno de ellos aparece una puerta metálica aparentemente bastante vieja. Lo que quiera que haya detrás constituye el corazón mismo del museo, que ha crecido sobre ello envolviéndolo como una araña envuelve meticulosamente a su presa.
Sin más preámbulos, el viejo director hace girar la llave en la cerradura y abre la puerta. El tubo fluorescente se enciende perezosamente tras varias tentativas fallidas. Se trata, a todas luces, de un laboratorio. Todo en él parece protegido por unas veladuras grises, una gruesa capa de polvo que concede un toque de irrealidad a los objetos. Sin embargo no advierte ningún olor a rancio, lo que le hace suponer que el director ha realizado visitas más o menos frecuentes –presume, autorizadas.
Al fijarse detenidamente, encuentra confirmación a sus sospechas. Las libretas llenas de apuntes sobre los experimentos llevados a cabo allí son los únicos objetos que no muestran rastros de polvo. Como tampoco hay polvo en el cuaderno abierto sobre el escritorio y aparentemente repleto de apresuradas notas tomadas con una intrincada letra.
–Durante siglos se ha mantenido todo como fue encontrado –dice el director siguiendo la mirada del joven, posada sobre la mesa de trabajo de El Padre–. Podría hacerte un resumen de lo que encontrarás aquí dentro, pero creo que será mucho mejor dejar a los propios documentos que te revelen sus secretos. El anterior director hizo lo mismo conmigo, y me parece que fue una decisión acertada. Así te será mucho más fácil… asimilar la información –es ya la tercera vez que titubea, y no parece en absoluto un buen augurio–. Esta llave pasa a ser tuya –dice mientras sostiene el pequeño objeto en alto con delicadeza, entre el índice y pulgar, como si se tratase de un preciado tesoro–. Tendrás libertad para bajar aquí absolutamente solo cada vez que lo desees durante la próxima semana. Podrás consultar todo el material que encierra esta habitación, pues tu objetivo es COMPRENDER. Pasado ese tiempo, yo me retiraré y tú tomarás posesión de tu nuevo cargo.
–¿Puedo empezar a investigar ya? –pregunta el joven, como siempre, ávido de saber.
–Por supuesto. Yo volveré a mis quehaceres. Si me necesitas, estaré en mi despacho.
Se encamina hacia la puerta. Antes de traspasarla definitivamente, se apoya cansadamente en el quicio y lanza una última mirada al laboratorio a modo de callada despedida.

De modo que el propietario del laboratorio era El Padre, el creador del que hablaba su religión. El demiurgo había existido realmente. No se trataba de un simple mito como proponían las voces más escépticas. Pero lo más inesperado, lo más inverosímil: El Padre había sido un ser humano. Un miembro de aquella decadente raza había sido el creador de su especie… Totalmente absurdo, pero dolorosamente cierto. Ahora entendía finalmente las innegables similitudes que su morfología guardaba con la de los hombres: ellos eran, sencillamente, el resultado de su evolución. Una evolución ciertamente guiada y sabiamente manipulada para obtener el fruto deseado.

El Padre había visto demasiado sufrimiento entre los miembros de su vieja especie. Por eso cuando se hizo necesario abandonar definitivamente la asolada Tierra, que había quedado yerma y expoliada, para fundar nuevas colonias –hacia las que partirían con algunos de los objetos del viejo mundo, pues comprende ahora que las piezas que el museo custodia no son fruto de antiguas expediciones arqueológicas al ruinoso planeta de los hombres–, decidió dedicar todos sus esfuerzos a desterrar definitivamente el dolor de la vida de sus hermanos. Su gesto fue sin duda noble, pero sus experimentos dieron pie con el tiempo a una vía de investigación que osó llegar mucho más lejos de lo que él había previsto.
El origen de todo seguramente había sido un artículo científico amorosamente conservado por El Padre entre las hojas de una copia impresa de “Crimen y castigo”. Estaba fechado en el 2005 de la era humana y detallaba los experimentos realizados en un lugar llamado Piscataway (New Jersey) sobre ratones de laboratorio. El objeto de tales experimentos era lograr liberar a los animales del miedo mediante la supresión de un gen encargado de la producción de proteína stathmin, necesaria para que las neuronas de la amígdala –el centro emocional en el que residen los miedos inconscientes– se conecten adecuadamente. El artículo elogiaba el trabajo realizado, que había conseguido bloquear la memoria emocional manteniendo intacta la inteligencia de los animales. Preveía la utilidad de tratamientos similares sobre humanos para paliar la ansiedad y síndrome postraumático, o incluso para lograr su total erradicación.

El hombre estaba al borde de lograr inhibir los sentimientos que le resultaban más embarazosos y que entorpecían su vida, pero que también constituían el núcleo de su propia identidad.
Al tiempo que se aniquilaba lentamente el plano afectivo, se fue potenciando el puramente intelectual. Se facilitó el aprendizaje convirtiendo los cerebros humanos en una suerte de terminales informáticas a las que era posible transferir datos limpiamente. O al menos así fue entre la casta dirigente, la dedicada al estudio. Ésta fue dotada de la capacidad de recibir periódicas ampliaciones de memoria. Posibilidad de la que la casta productiva carecía, motivo por el cual su capacidad de aprendizaje se veía limitada. Ello no se consideraba grave, ya que la descarga de datos básicos que les estaba permitida era más que suficiente para que pudiesen desempeñar su función en la sociedad.
Con el tiempo, el Comité –si es que entonces ya se llamaba así– debió de sospechar los beneficios que ofrecería una supresión masiva de los sentimientos. En el fondo, de una forma u otra, todos terminaban siendo peligrosos para sus intereses. La supresión de los sentimientos en la casta productiva evitaba la perniciosa frustración, a la que era tan proclive la vieja especie, y la subsiguiente sublevación. La supresión de los sentimientos en la casta directiva aniquilaba el individualismo, culpables de la merma de la cohesión social.
Si no hay amor, no hay celos. Si no hay odio, no hay venganza. Si no hay pudor, no hay vergüenza. Si no hay envidia, no hay frustración. Si no hay culpa, no hay pecado. Anulando estos sentimientos, se anulaban también embarazosas respuestas en el comportamiento. Todo eran ventajas.
Le hubiese gustado decir que le parecía inmoral. Que todos tienen derecho a saber quiénes son. Pero como había nacido con los sentimientos inhibidos, carecía de escrúpulos y, por tanto, no podía replicar. No obstante, sentía una curiosa desazón, como un inusual cosquilleo en la consciencia –que no en la conciencia, de la que carecía como toda su especie, que ahora resultaba ser humana–, una suerte de malestar vago de naturaleza intelectual que en absoluto llevaba aparejado remordimiento o pesar. Simplemente, algo le decía que estaba mal.
Su reflexión le intranquilizó porque claramente implicaba valoraciones morales, que jamás pueden desligarse de los sentimientos. Se dijo entonces que, bien mirado, aquella frase no entrañaba ningún peligro, que ninguna anomalía revelaba en su ser. Todo aquello estaba razonablemente mal, y por eso él podía percibir su nocividad sin necesidad de implicar un presunto plano afectivo que, a todas luces, no podía poseer. No se trataba de una valoración emotiva, sino de una simple constatación puramente racional.

Un buen día, el prometedor investigador desapareció sin dejar rastro. Encontraron su cubículo como siempre. Tampoco tenía nada que llevarse. Al carecer de sentimientos y pasiones, nada deseaba, nada ambicionaba poseer. Sólo su plano intelectual estaba activo. Pero dada la gran capacidad mnemónica que le concedían sus implantes cerebrales, conservar y almacenar libros sobre cualquier tipo de soporte resultaba del todo superfluo. Un simple cable que llegaba hasta su habitáculo le mantenía permanentemente en contacto con el servidor del museo. Para introducir cualquier libro que pudiese interesarle en su memoria bastaba conectar el cable al zócalo del que se le había dotado en la parte posterior del cráneo e iniciar la descarga mediante su terminal. De la misma forma, sólo que en sentido inverso, podía descargar sus artículos o reflexiones lo suficientemente meritorias como para ser almacenadas en el servidor, para que así otros pudiesen consultar tal material –naturalmente, después de que hubiese sido inspeccionado y hubiese obtenido la aprobación del Comité.
A pesar de todas esas teorías que largamente habían sido la práctica cotidiana, él sentía que había encontrado una fisura en los presupuestos sobre los que asentaban sus vidas. Un resquicio por el que quizá un débil rayo de luz pudiese colarse en sus insulsas existencias. Porque desde que aquel día bajase al sótano del museo, ya nada era suficiente para él. Desde que hubiese descubierto la sorprendente verdad, él deseaba. Era aún un sentimiento tibio, pero decisivo y maravilloso, pues demostraba que aún había espacio para la esperanza. Sin lugar a dudas ambicionaba tener un alma. Y la simple necesidad de albergar sentimientos significaba ya de por sí la existencia –aunque incipiente– de los mismos.
Se retiró al desierto, fuera del Perímetro de Seguridad. Allí aprovechó una gruta natural para establecer su laboratorio. Había tenido toda la vida para acostumbrarse a la austeridad. Además en ese viaje no necesitaría siquiera la colaboración de la Informática. Este trayecto tenía que hacerlo solo, sin la ayuda de nadie. Se trataba de un proceloso viaje hacia su interior. Una aventura en la que ningún miembro de la humanidad se había embarcado en miles de años.
Allí analizo escrupulosamente cada pequeño simulacro de pasión que le parecía advertir en sí mismo. Pacientemente esperó que el menor signo de emoción hiciese acto de presencia para poder capturarlo y estudiarlo delicadamente como haría un entomólogo aplicado con una rara mariposa. Se propuso incluso buscar estímulos para sus sentimientos dormidos –pues se negaba a aceptar que estuviesen irremediablemente muertos–. Y finalmente, empezó a notar que la satisfacción que le proporcionaban las puestas de sol era un puente hacia una parte de sí mismo que nada tenía que ver con su plano intelectual.
A partir de algunos viejos estudios sobre la estructura del cerebro dedujo que, igual que la evolución fue añadiendo estratos al primitivo cerebro reptil hasta convertirlo en un cerebro humano como se entendía antiguamente, haciendo de él una suerte de cebolla que escondía en su núcleo las más primitivas respuestas de la especie, también la evolución que había convertido a los viejos seres humanos en los nuevos debía de haber tenido los mismos efectos. Por tanto, aquel viejo cerebro humano lleno de pasiones generadas por el sistema límbico tenía que seguir existiendo enterrado en alguna parte bajo los estratos más jóvenes, los absolutamente insensibles.
Ahora les quedaba la ardua tarea de desandar el camino andado. Quién sabe cuántos milenios serían necesarios para devolver a la vida al yo dormido. Quién sabe si los individuos dotados de emotividad lograrían sobrevivir. Difícilmente la selección natural los consideraría los miembros más aptos de la especie. Aparentemente tenían todas las de perder. Pero ¿quién sabe? La evolución abre siempre nuevas vías, muchas de las cuales parecen a primera vista improbables. Tendría que echar mano de sus incipientes sentimientos. Tendría que esperar y confiar. Confiar en que, un día, el hombre volviese a ser humano.

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