Manuel Moyano: EI espíritu del griego



Están ustedes en su perfecto derecho a no creer esta historia, pero yo llegué a conocer personalmente a uno de sus protagonistas, y aunque su argumento requiere la admisión de postulados fantásticos, calificarla sin más de fraudulenta me parecería una frivolidad... —después de hablar así, el viejo dio un largo trago a su cerveza y comenzó con su relato; los circunloquios, los golpes de efecto, las descripciones tan impropias del lenguaje hablado, me hicieron pensar que ya lo había referido otras veces, ante auditorios distintos. Nos acomodamos en nuestros asientos y, no sin resignación, nos aprestamos a escucharle:

Los hechos acaecieron hacia mil novecientos veinte, en el pueblo cacereño de Hervás, y sólo se han transmitido oralmente hasta nosotros —si excluimos una breve nota de prensa en la gaceta local—. La historia gira en torno a un libro dos veces desaparecido el cual, como verán ustedes, no se trata de un libro vulgar. De uno de los protagonistas, Dámaso el pastor (su apellido nos es desconocido), se conserva una fotografía color sepia y en pésimo estado: aun así, se adivina en sus jóvenes rasgos una llaneza de espíritu, una pureza en la mirada como sólo pueden tener los hombres del campo.

Se sabe que, en mil novecientos diecinueve, llegó un nuevo maestro a aquel pueblo con la muy loable intención de desterrar de allí el analfabetismo. Su nombre no nos interesa, porque es un mero agente causal en esta historia, pero acaso no esté de más aclarar que era un hombre con un carácter de hierro. La prueba es que él mismo se dedicó a recorrer las agrestes serranías, y que se trajo de la oreja a aquellos mozos que, menos espabilados, no supieron escabullírsele a tiempo. Entre ellos, el más tosco era Dámaso: cuando el maestro le hizo firmar un documento que lo comprometía a asistir a sus clases una vez por semana, ni siquiera supo cómo agarrar el lápiz para trazar una cruz.



Dámaso era, como suele decirse, un buen muchacho, pero algunos vecinos afirmaban que no estaba completamente en sus cabales: decían que, en ocasiones, le daba el paralís, y que se quedaba con los ojos en blanco, con una cara que daba miedo verla, pronunciando palabras incomprensibles que bien podían ser balidos de oveja o bien puro chapurreo de tonto, nadie sabía con certeza...

El maestro, en fin, le daba un trato especial porque de algún modo le inspiraba lástima aquel chico al que la gente miraba como si fuese un bicho raro; pero él mismo empalideció de terror el día en que pudo asistir a uno de los trances de Dámaso. Tratando de darle una explicación racional al fenómeno, mencionó la palabra «epilepsia», por más que él sabía bien que los enfermos de alferecía se agitan como poseídos y echan espumarajos por la boca, mientras que Dámaso se quedaba muy quieto y sólo se dedicaba a hablar en aquella extraña lengua y con una voz que, ciertamente, no parecía la suya.

Ese primer trance del que fuera testigo el maestro había tenido lugar en el patio de tierra, hacia mediodía, pero el siguiente le sobrevino a Dámaso en plena clase. Se hallaba sentado en su pupitre y tratando de escribir, con suma dificultad, la palabra -mamá». De improviso llenó la hoja en blanco con extraños signos que, tras un primer vistazo, el maestro calificó como garabatos sin pies ni cabeza. Pero un posterior examen, más detallado, le permitió discernir algunas letras del alfabeto griego, aunque escritas con pésima caligrafía: la alfa, la gamma, la delta... Recordó haber oído, de labios de un amigo versado en ciencias ocultas, la expresión «escritura automática». Aunque era lego en un idioma tan arduo como es el griego, entendió que aquellas cuartillas ilegibles bien podían obedecer a un misterioso fin, y decidió guardarlas a medida que Dámaso las iba escribiendo en sus accesos de locura.

Aquí entra en liza el segundo protagonista de esta historia, el ilustre erudito don Fermín Velasco Piernavieja, quien por aquellos días se hallaba preparando su monumental obra Apuntaciones sobre la historia de los judíos en la Península Ibérica. Ustedes no ignorarán que Hervás posee una de las más bellas juderías de España, con sus recoletas casas de madera y de barro y sus calles empedradas. Don Fermín caminaba por allí con una libreta en la mano y anotaba las inscripciones de los dinteles de las casas, los apellidos de los lugareños, las pequeñas anécdotas históricas transmitidas de padres a hijos. Cuando quiso acceder a consultar los archivos escritos del municipio, entró en contacto con el maestro.

Emplearon casi todo el día en tomar notas y recoger nombres y fechas. Al caer la tarde, agotados, se regalaron el cuerpo con una copita de ajenjo. En la intimidad del crepúsculo, el maestro decidió revelar al erudito el misterioso caso del pastor Dámaso, y sacó de su escritorio los papeles que tan celosamente había ido custodiando.

Don Fermín accedió a hojear las cuartillas, primero no sin cierto desdén, luego con visible interés y, finalmente, con un claro entusiasmo. Se trataba de griego clásico, escrito con un estilo admirable. Era más, las cuartillas parecían componer una obra de teatro —una comedia— cuyo título el erudito tradujo como Los perros. Una vez que logró ordenarlas, desveló los rudi-mentos de su trama: dos canes de la misma carnada, Trasímaco y Clitofonte, resuelven llevar vidas dispares; uno permanece en el campo y el otro viaja hasta Atenas... La obra, salpicada aquí y allá de alusiones irónicas, parecía contraponer ambas formas de vida. Don Fermín, que era hombre muy leído, intuyó ya desde el mismo título quién podía ser el autor, pero, dado lo fantástico de esa posibilidad, decidió no pronunciar su nombre en voz alta: no hasta cerciorarse por completo de que todo el asunto no fuera una simple tomadura de pelo.

Se estableció en la posada de Hervás a la espera de nuevas cuartillas, que una a una fueron confirmando más y más sus sospechas. Tres semanas después, cuando la obra estaba llegando ya a su fin, concibió una idea más ambiciosa: entrevistarse con el tal Dámaso en el decurso de uno de sus trances. Entre el asombro y la mofa de los otros alumnos, aquel hombre enjuto, de rostro avinagrado y sienes ya plateadas, tomó asiento junto al pupitre del pastor.

Al tercer día llegó su oportunidad. Venciendo el terror inicial que le produjo la cara lívida de Dámaso y su voz cavernosa, ensayó un saludo en griego clásico. Dámaso dejó de escribir y lo miró a los ojos: sus labios pronunciaron un discurso ininteligible. Don Fermín comprendió: podemos conocer la grafía de una lengua muerta, pero difícilmente entender su fonética. Tomó la cuartilla y escribió en griego: «¿Quién eres?»

El nombre que Dámaso anotó en el papel —Aristófanes— no le asombró demasiado. ¿Qué extraño fenómeno había propiciado aquel milagro? ¿Posesión, tal vez reencarnación? La causa no importaba; lo maravilloso, lo increíble era que el memorable autor de Las nubes y de Liststrata estaba allí, delante de él, alojado en el cuerpo de aquel humilde pastor extremeño. Ustedes deben comprender la excitación que embargó a un erudito como don Fermín: se sabe que Aristófanes escribió más de cuarenta obras de las que, completas, sólo nos han llegado once a través del tiempo. Los perros era sin duda una comedia inédita. Para don Fermín fue como si hubiera podido tener acceso a uno de los anaqueles de la legendaria biblioteca de Alejandría, antes de que tantos libros preciosos fueran pasto de las llamas.

La conversación por escrito se prolongó durante una hora. El erudito acosó a Aristófanes con preguntas sobre sus contemporáneos: ¿cómo eran Eurípides, Agatón, Sócrates? ¿Había llegado a hablar alguna vez con este último? Respecto a Sócrates sostuvieron una pequeña disputa, pues don Fermín lo defendió de las acusaciones de Aristófanes, que en sus obras lo había tachado de sofista y de hombre soberbio amparado tras una falsa modestia. El espíritu declinó, sin embargo, todo enfrentamiento: no le interesaba hablar de individuos concretos. Para ser un hombre que había escrito comedias tan chispeantes, reveló tener un carácter más bien melancólico: evocó con nostalgia a los campesinos del Ática sembrando el trigo durante el pianepsión, bajo la luz dorada del sol griego. Don Fermín pronto mostró impaciencia ante estas divagaciones e insistió en sus preguntas eruditas, cuyas respuestas veía ya como notas a pie de página en una inminente edición: ¿cuántos óbolos valía un cesto de mimbre?; ¿de qué tejido eran las togas que vestían las mujeres durante el estío...? Los caracteres y los intereses de ambos interlocutores no tardaron en revelarse como incompatibles.

Aquella conversación milagrosa, sostenida entre dos seres separados por veinticinco siglos, vino a terminar de forma abrupta. No se sabe a ciencia cierta qué fue lo que ocurrió, pero se cree que don Fermín le preguntó al espíritu por qué había elegido para reencarnarse a un palurdo como Dámaso, y no a un hombre instruido como, por ejemplo, él mismo. Aristófanes se irritó: lo llamó pedante, cretino y engreído; parece ser incluso que lo agredió físicamente, sirviéndose del brazo robusto de Dámaso. De repente, el cuerpo del pastor cayó al suelo, como si fuera un muñeco de trapo, y un leve hilo de humo blanquecino escapó por su boca: Aristófanes se había ido.

Don Fermín se levantó del suelo malhumorado y con una aureola cárdena alrededor del ojo derecho. El maestro lo miró boquiabierto: puesto que toda la conversación se había mantenido por escrito, y además en griego, no alcanzaba a comprender nada de cuanto había ocurrido. El erudito improvisó una excusa (el espíritu había recibido una súbita llamada desde las esferas celestiales) y regresó a la fonda. Una vez allí hizo el equipaje, incluidas las cuartillas de Los perros, y se marchó para siempre de Hervás sin dar noticia al maestro ni a nadie de su paradero. Se sabe que desde ese día Dámaso no volvió a tener más accesos de locura.

Para don Fermín, en cambio, aquel día fue el primero de un largo calvario que no cesaría ya hasta su muerte. Con intención de dar a conocer su magno hallazgo, reunió en su casa de Valladolid a dos catedráticos de griego: éstos examinaron el texto, y en sus ojos ya se adivinaba la incredulidad desde la primera palabra; cuando le preguntaron a don Fermín de dónde diablos había sacado aquella obra, éste cometió su gran error, pues les contó con todo lujo de detalles la historia del pastor de Hervás. Fue la primera de tantas veces en que escucharía la palabra «fraude».

Pero don Fermín no se dio por vencido: el destino había puesto en sus manos una obra inmortal extraviada en el torbellino del tiempo, y haría saber al mundo que él era su descubridor. Removió todos los círculos académicos, desde Oviedo hasta Sevilla, desde Salamanca hasta Valencia. Se carteó con expertos de todo el globo, quienes le respondieron con lacónicas cartas de desdén. Trató de recabar el testimonio del maestro de Hervás, para que apoyara su declaración, pero éste había muerto en un accidente de tráfico. Invirtió sus últimos ahorros en un largo viaje a Salónica, a bordo del Andrea Doria, para entrevistarse con un tal Emmanouil Papanicolopoulos, máxima autoridad mundial en Aristófanes: el experto examinó la obra y, hacia el final de la misma, creyó descubrir varios anacronismos irrefutables: llamó farsante a don Fermín y le escupió en la cara. En el viaje de vuelta, nuestro erudito no salió de su camarote, contemplando con tristeza, a través del ojo de buey, la mar (|ue lo invitaba a sumergirse para siempre en sus olas.

Al llegar a Valladolid tomó una determinación: quemar la comedia de Aristófanes. Con lágrimas en los ojos, vio arder las dos únicas copias existentes, que él mismo había escrito pacientemente con florida caligrafía. Se convenció a sí mismo de que había sido víctima de una alucinación, o de un engaño orquestado por el difunto maestro, quién podía imaginar con qué propósito. Creyendo que su desdicha había concluido ahí, se volcó en la terminación de su descomunal obra Apuntaciones sobre la historia de los judíos en la Península Ibérica, labor que aún le ocupó dos años; pero, cuando intentó publicarla, descubrió que ninguna editorial quería darla a la imprenta: se había convertido en un proscrito en los círculos académicos, y nadie creía ya que los datos que aportaba pudiesen ser dignos de algún crédito. El mismo se costeó una edición de cien ejemplares, con sus últimos ahorros, pero nunca logró vender ni uno solo.

Tuve ocasión de ver en su casa, cuando yo aún era un muchacho, aquellas pilas polvorientas de libros. El pobre don Fermín, arruinado y olvidado de todo el mundo, había derivado peligrosamente hacia la locura y hacia una hipocondría aguda: en la mesa camilla, como si fueran algo de uso corriente, tenía toda suerte de medicamentos —recuerdo los frascos de linimento Sloan, las cajitas con salicilato de bismuto, la botella de agua de Carabaña—. El me contó esta historia con la voz quebrada y la mirada ausente, sin confianza alguna en que yo le creyera.

Pocos meses después me dijeron que había muerto.

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