Leopoldo María Panero: La substancia de la muerte



«¡Me cago en Dios y en la madre de Cristo!», tronó un camionero fornido. Él y otro compartían el vino y la vida de Má­ximo, el loco de la ciudad de Astorga.
«¡Me cago en San Juan y en los ojos de la Virgen
«¡La Virgen no tenía ojos!», balbuceó el loco.
«Calla, so mamón», articuló uno de los camioneros, «todos los santos tienen ojos! Y, ¿sabes dónde los tienen, Máximo?»
Máximo no respondió.
«Pues en el culo, hombre, el ojo del culo, eso sí ¡que es santo!»
«La Luz.»
«¿O tú no ves la luz cuando te dan por culo? Di algo, ma-moncillo, di algo».
«No. Cuando me dan por culo veo el gato del cementerio», acertó a decir el tarado.
«¡Me cago en tus muertos!, ¿qué gato es ese?», expectoró el recio camionero. Y le pagaron otra copa de vino. Máximo bebió con pánico.
«¡Me cago en la sangre de Cristo!», volvió a gritar el mismo
camionero.
Y Máximo: «el gato que lleva un collar hecho de los dientes de los muertos», aventuró tn (nulamente el loco; el camionero más brutal le castigó con una palmada en el hombro, que casi lo tira al suelo.
«¡Háblanos del gato, del gato ese!»
«Sale a las doce campanadas, y habla con el guardián del ce­menterio.»
«Contigo no habla ni la tierra, cuando te mueras», le inte­rrumpió, de nuevo, el camionero más abyecto. Máximo apenas se atrevía a hablar. Por fin, ayudado por el vino, dijo:
«Yo lo he visto dos veces, y las dos con la Luna enfrente, al gato del cementerio.»
«Tú le das demasiado a la priva; eso es tu gato del cementerio, ¡cabrón!», le atajó el camionero, más feliz en la blasfemia.
Y, después de oírlo, me fui: estaba harto del juego aquel, cu­yas reglas conocía de antemano. Me dio como vergüenza, como miedo, al salir a la calle y a la luz, el hecho de ser español: incluso Dios debe tener pánico en esta tierra, decididamente no 61 un lugar para el espíritu. Ante mi sorpresa, en plena carretela, vi el cadáver de un gato, que empezaban a amar las moscas.


Mi nombre es Sebastián. No sé por qué, lo he asociado siempre con la imagen de un trapecista. Quienes lo dicen SOS cuatro «señoritos de provincia», como debería llamarlos, si no fuese porque soy uno de ellos. Apenas estamos en Astorga | Vamos, con bastante frecuencia, a Madrid, a acabar o empezar juergas, a conocer al Diablo y lo que no es de este mundo. Be­bemos tanto como podemos y a uno de los nuestros al que llamamos «Billy, the kid» y al que en la ciudad nombran simple mente «el niño», debido a su aspecto de adolescente, le dio hace tiempo por la morfina, y aún no se ha desprendido de ella impotente, según dicen, la tiene (la morfina) por mujer. Quirino es otro, tiene una finca amplia y desértica que recorre di noche, armado de una porra de plomo, anhelando algún ladrón a quien romperle el alma. Todos los gitanos de la región le temen y enseñan a sus niños en el miedo a él. Torpe para la literatura, me admira a mí y al médico, Torralba, que le devolvimos en ideas el alcohol que nos regala. Luego viene Juan, eI mayor terrateniente de la zona: tiene dos coches y usa a las mujeres como zapatos; es casi tan guapo romo «the kid» pero su belleza es masculina, mas para las mujeres nada tiene que ver con la figura aniñada, femenina, del kid. Es siempre en alguno de los dos coches de Juan donde vamos a Madrid, a ca­zar mujeres y, para Torralba, hombres.
Yo tengo aquí una casa muy grande, como un ministerio. Un matrimonio me la limpia y arregla, y está en ella cuando yo no estoy. Pienso en Dios y he tenido alguna vez miedo de enloque­cer.
Una mesa del casino nos reúne a los cinco; allí hablamos de mujeres y de vinos, y, alguna vez, acaso de literatura, en tal cir­cunstancia somos casi siempre Torralba, el médico, y yo, los en­cargados de ofrecer a las mandíbulas de los otros tan sutil mas­ticación. Pero había de ser alguien como Juan, muy poco adicto a los libros, quien trajera a nuestra reunión el olor de los vicios más graves que el alcohol o la morfina del «kid». En efecto, el azar le dispuso encontrar, en Salamanca, un libro que le dio de qué hablar durante mucho tiempo. Se trataba, en él, de una épi­ca llamada canibalismo mágico: sus creyentes opinaban que el acto de comer cuerpos humanos nos permite apropiarnos de la fuerza o talento de los hombres, masticar un cuerpo era, así, co­mo masticar un alma y negarle su descanso. Era como una vas­ta burla de dios, destruir con los dientes la inmortalidad de las almas. Porque el alma es material, como la carne es espíritu y el sexo, alguna clase de luz.
La vez siguiente que nos reunimos fue para armar una juerga que acabó en Madrid. A la mañana del nuevo día, Torralba dejó el hotel muy temprano y se fue a dar una vuelta por la capital. Volvió de ella con diez libros de ocultismo, aptos para arrojar más luz sobre nuestro actual capricho, el canibalismo mágico. Había hasta uno en latín, que sólo la ayuda del diccionario nos entre­garía, y que Torralba había logrado adquirir en una librería de vie­jo, por la calle San Bernardo; su atractivo título era De masticatione mortuorum. Con el peso de este volumen y el recuerdo de una vaga mujer, salimos de Madrid hacia Astorga. Llovía. El in­vierno se acercaba, prometiendo secreto y paz para el ojo. Y era mejor la lluvia. Era mejor la lluvia para, esa tarde, acercarnos a la mesa del Casino y volver a enredar el hilo de la conversación so­bre el lema del canibalismo mágico Y así pasaron días y más días, hasta que, tic repente, me di cuenta con terror de que algo, algo muy profundo había cambiado entre nosotros, o mejor di­cho, entre mi persona y los que hasta entonces tomara por amigos míos. Y «ese algo» era la actitud que ellos observaban ahora con respecto al tema favorito de nuestras conversaciones: ya no se tra­taba de un juego. Pero nada me advirtió de ese cambio, fuera de los semblantes, más tensos, de mis amigos: parecían no admitir­me en su secreto, del que solamente cuando yo no estaba es pro­bable que hablaran sin reparos. El único que parecía estar todavía in albis, lo mismo que yo, y sumido en la torpe felicidad de la morfina, era el kid. Tal vez, debido a su vicio, no debían admitir­le, al igual que a mí por otras causas -que presumí que fueran mi conciencia moral- en lo que, ya, tenía todo el aire de ser una so­ciedad secreta, en la que habían comenzado a practicar, de algu­na forma por mí desconocida, el tenebroso ritual del canibalismo mágico. Pero no quise seguir pensando en esa posibilidad por te­mor a volverme loco. De manera que, cuando dieron las campa­nadas a la hora de la medianoche, salí a tomar unos vinos en el bar de Braulio, el enterrador. Me tranquilizaron de entrada las vo­ces humanas: la soledad muchas veces nos vuelve locos. Hablan­do de nada, o de casi siempre, con los parroquianos resistí hasta la hora del cierre. A la vuelta, cuando pasaba cerca del camino que conduce al cementerio, vi a tres de mis hombres venir borra­chos; faltaba el kid. Cantaban aquello de «En la tumba de un bo­rracho» y pensé que se referían a mí. Les saludé, temblando por el pensamiento de ya estar loco.
Volví a ellos como a un vicio. Ellos tenían el poder, ellos el falo, ellos la llave. Pero, esta vez, la reunión contaba con un ros­tro nuevo: una chica que se había ligado Juan en una de sus correrías por Madrid, Ana. Tenía los labios pintados de un color rosa trémulo, y los ojos brillantes como de llorar, de haber llorada mucho en habitaciones sin nadie, a la luz de la Luna que sale para nadie, y nos aborrece y persigue. Nada más verla pensé en arrebatársela a Juan; le pregunté, con la intención de comenzar la hipnosis, si ella odiaba tanto como yo los nombres españole! Rosa, Macuca, Begoña, Pilar, Concha... Me contestó que no era así, que ella odiaba únicamente los nombres de las ratas. Quirino comentó que en La Bañeza, la ciudad más próxima a Astorga, una mujer había perdido a un viejo un feto con arrugas y pelo blanco Mirándola fijamente, sonreí a Ana
Al día siguiente, hubo verbena en el pueblo. Bailamos todos con Ana, y todos, a excepción mía y de Billy, la besaron dan­zando en una parte de su cuerpo: Juan, sin dejar de bailar, la besó en el cuello, Quirino en la coronilla, Torralba en el corazón (y, ella, rio entonces), y yo, de nuevo, me sentí excluido de lo que más que como una danza, se planteaba como una ceremonia secreta.
Al día siguiente, Ana hubo de irse. No se despidió de mí.
Días más tarde, Juan trajo a Astorga a tres mujeres más: las tres permanecieron sólo unos días, y luego desaparecieron; Juan, en el Casino, dijo algo así como «el banquete de las rosas», y tanto yo como Billy no supimos qué responder. Todos los demás se echaron a reír. Parecía que reían aun cuando a eso de las do­ce regresaba a mi casa con los harapos sangrientos de mis emo­ciones y de mis ideas. Caminaba en zig-zag por las calles de­siertas, tal un borracho. Decidí, como una pereza, entrar en una iglesia: todo estaba allí oscuro y no se veía nadie. Pero, paulati­namente, mis ojos fueron habituándose a la oscuridad, y en ella discerní tres formas -mis «amigos»- intercambiándose lenta­mente, y en silencio, la sagrada hostia. Una vez ingerida, todos se besaron. Creo que, entonces, me desmayé, y cuando salí del trance, todos se habían ido, si es que alguna vez estuvieron allí realmente. La poca luz que me quedaba me hizo contemplar con mayor terror la oscuridad que se aproximaba.
Pasaron tres días en los cuales opté por quedarme dormido hasta muy tarde, en lugar de ir a las reuniones del Casino. En sueños vi familias que se deshacían y amor entre las tumbas. Al amanecer del día cuarto, alguien llamó fuertemente a mi puerta, despertándome. Era Torralba, para decirme que Quirino estaba muerto, se había suicidado, al parecer. Y como quiera que su ca­sa estaba lejos, habían decidido que lo mejor era trasladar su cadáver a la mía, con el fin de velarlo allí. Alguien habló de lla­mar a sus familiares, pero no apareció nadie por allí. De manera que trajeron los restos del amigo envueltos en una tela violeta, y, al hacerlo entrar en mi casa, un anillo cayó rociando. Luego aulló un peno Más tarda no pasó nadie junto a mi puerta. Finalmente mis amigos se marcharon y me quedé solo junto al cadáver. Me iba a quedar dormido frente a las velas, cuando una voz, al pare­cer a mi dirigida, se oyó. Era la voz de Quirino, y decía: «Por la piedad de Ptah, no dejes que me entierren, porque robarán mi al­ma y mi carne. Y no seré ya nadie entre sus bocas».
Y luego siguió repitiendo: «Por la piedad de Ptah...». Y así in­terminablemente, hasta que, separándose con esfuerzo del cadá­ver, logré llegar a mi habitación y, con la ayuda de unas cuantas píldoras, dormirme.
Al fin, enterraron el cadáver. Lo único que consiguieron las voces fue convencerme de estar definitivamente loco, o al me­nos ya al irremediable borde de ese misterio que llaman locura. De manera que, con la temblorosa mente, decidí sincerarme con el único ser que parecía haber permanecido todo el tiempo aje no a esta conspiración «au complet». Me refiero, claro está, al Niño. Le llamé por teléfono y le invité a venir a mi casa, al día siguiente por la mañana. Esa fue la primera noche en que logré conciliar el sueño sin espectros. Pero mi ansiedad no cesó hasta que, por fin, llegó a mi casa. Entonces, le llevé junto a uno di los pozos que había en el jardín, y allí, frente al agua terrible, poco a poco, se lo conté todo: mis sospechas desde la aparición de esos libros, mi pavor y mi miedo, mis alucinaciones de la noche anterior cuando velaba el cadáver de Quirino, mi espanto de pli­sar a ser una figura más en el museo sin nombre de la locura. Billy, mi amigo, me escuchó pacientemente, pero, cuando le relaté las alucinaciones habidas durante el velatorio de Quirino, su rostro palideció, sus ojos se inundaron como de la luz misteriosa que había en los pozos, y, al acabar yo el relato, metió rápidamente la mano en su abrigo, y, sacando de allí la porra de Quirino, me golpeó con ella en la frente, caí al suelo muerto, y mi boca no volvió a emitir sonido alguno.

Ahora estoy muerto. Ahora estoy muerto y sé, al fin, qui la muerte no existe. Me encuentro en la cueva donde ellos realizarán sus abominaciones. En una de sus paredes están los labios de Ana. El resto de ellas lo cubren esqueletos rotos de mujeres y hombres. Allí estaba también el cadáver de Quirino, irreconocible: no tiene ya ni brazos ni piernas, ni ojos o cerebro. Sólo el tórax quedaba. En cuanto a mí, me han roto mis costillas para que el dolor de mi cuerpo endulzara su sabor, hoy me arreba­tarán el estómago y las ingles, y mañana cuando mastiquen mi corazón y mi cerebro, desapareceré para siempre del mundo de las almas, y no me contaré ya ni entre los vivos, ni entre los muertos.

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