1
Abrí los ojos y vi a Manuel, flotando en mitad de la habitación. Una sonrisa triste llenaba su rostro.
—Hola Diana —me dijo—, sabes que nunca he creído en fantasmas.
Alargué la mano, y mis dedos tocaron su mejilla; resbalaron por su cara hasta llegar a los labios. Él los besó suavemente. Aparté la mano.
—Pareces muy sólido —musité.
Él avanzó hacia mí; con todas mis fuerzas deseé retroceder, apartarme de él, pero permanecí inmóvil.
Yo sólo llevaba encima una delgada camiseta de algodón. Él apretó mis pechos a través de la tela, se acercó aún más, y noté su cálida respiración en mi cuello. Mis manos se deslizaron hacia arriba por su espalda, hasta alcanzar su nuca, más arriha mis dedos se perdieron entre su pelo, y tiré hacia atrás hasta que su rostro quedó frente al mío. Nos miramos durante un minuto o dos, sin querer comprender lo que estaba pasando. Sus lahios se apretaron contra los míos y nos besamos lentamente, con una intensidad enloquecedora. Nuestros cuerpos se entrelazaron en medio de la oscuridad y giraron uno en tomo al otro, flotando en aquella gravedad casi inexistente. En un lugar así, incluso una locura como aquélla parecía poseer una oportunidad de convertirse en algo real.
El placer se abrió paso hacia mi interior, y estalló como una supemova ardiendo en algún punto de mi abdomen. Su intensidad fue casi dolorosa, durante un instante sentí cómo la respiración me faltaba y luces brillantes danzaban locamente ante mis ojos...
—Manuel...
No sé qué me despertó. Abrí los ojos en la oscuridad, y sentí el cuerpo de Pablo durmiendo a mi lado. Me incorporé con cuidado de no despertarlo; algo que hubiera resultado del todo imposible en una gravedad normal.
El apartamento estaba casi a oscuras; sólo la débil luz de la pantalla de la terminal creaba un halo de luminosidad que lo teñía todo de color índigo.
Me acerqué a la terminal y pulsé la opción que anulaba la comunicación verbal. Me volví brevemente hacia Pablo que seguía durmiendo en la hamaca.
Un teclado virtual apareció sobre la superficie de cristal brillante.
«HÁBLAME DE MANUEL GIRAUD» —tecleé. La pantalla empezó a vomitar palabras que se fueron alineando unas tras otras ante mis cada vez más asombrados ojos.
Manuel había llegado a aquel lugar de la Nube de Oort hacía quince años. Había trabajado en los laboratorios de genética de Arcadia, durante dos años, perfeccionando una nueva cepa del árbol-vivienda.
Después había sido puesto al mando de una nave inseminadora, la Hoyle, cuya misión había sido visitar los cometas más cercanos y sembrarlos de brotes de árboles-vivienda.
La siguiente entrada de archivo afirmaba que la Hoyle se había perdido, y que toda su tripulación había muerto.
El resto era inaccesible. Un sello del ejército me indicó que la información que seguía estaba bajo censura militar.
Permanecí inmóvil, durante no sé cuánto rato, mirando aquella terrible palabra, «muerto», brillar en en la pantalla. Durante un momento olvidé todo lo que había a mi alrededor; todo excepto aquella palabra en el
monitor. Por eso no sentí a Pablo levantarse, y situarse a mi espalda.
—¿Quién es Manuel Giraud? —preguntó con voz soñolienta.
Me volví hacia él, apartando mi vista de la terminal. Le miré a los ojos, sintiéndome abrumada por aquel sorprendente dolor que empezaba a crecer dentro de mí.
Pablo preparó té con leche, y me entregó una taza humeante. La hice girar entre mis dedos, sin beber, observando el ingenioso dispositivo que impedía al líquido escapar en aquella baja gravedad.
—No es muy interesante —empecé—, seguro que habrás oído cientos de historias similares; y cada persona cree que la suya es única, que nadie antes que él ha pasado por algo así...
—No tienes que contármelo si no lo deseas.
—Quiero hacerlo. Lo había arrinconado en algún lugar de mi mente, y había tirado la llave...
—Lo entiendo —musitó Pablo—. Fuisteis una pareja, os amasteis... yo nunca pretendí...
—Todo acabó un par de años antes de que tú y yo nos conociéramos —bebí un sorbo de té—. En realidad, hacía más de quince años que no había vuelto a pensar en Manuel, hasta...
—¿Hasta?
—Esta noche... pero este sueño ha sido tan real, tan real que...
Pablo miró la pantalla de la terminal.
—¿Sabías que él había estado aquí? —preguntó.
—No —dudé—, bueno, lo sospechaba. En realidad era bastante probable. Nos conocimos en la Universidad, e inmediatamente nos vimos
envueltos en una relación más que tormentosa. Él quería abandonar la
Tierra, se sentía asfixiado por el gobiemo integrista. Me habló de las colonias en la Nube de Oort. «Allí necesitan biólogos» —me decía—. «Y
son la sociedad más libre que jamás ha existido.»
—¿Y tú te sentiste tentada por esa posibilidad?
—No —dije con firmeza—. Yo creía que le quería. Bueno, era muy
joven y estaba hecha un buen lío. Aquélla había sido mi primera relación
auténtica, y Manuel tenía una personalidad... —busqué la palabra adecuada— avasalladora.
Pablo rió, y su risa despejó algunos nubarrones de mi mente.
—Bueno —dijo—, en eso creo que era muy parecido a ti.
—¿Eso piensas? —dije con una sonrisa—. Quizá sí... pero no había
nada más que nos uniera. A mí tampoco me gustaba el gobiemo integrista, como a casi nadie, pero por aquel entonces no estaba dispuesta a dejarlo todo y partir. Pensaba que las cosas podían cambiarse, poco a poco,
desde dentro.
—Y, finalmente, él se marchó.
—Sí. Tuvo que elegir, y eligió irse sin mí. Yo me recuperé de una forma asombrosamente rápida. Cuando tú y yo nos conocimos, aquél era ya un capítulo cerrado de mi vida, y no había vuelto a pensar en él, hasta
ahora.
Pablo juntó los dedos de sus manos, y los acercó a sus labios.
—No hay nada extraño en todo esto —dijo razonablemente—; tú sabías que él había emigrado a la Nube de Oort. Hay muchas colonias semejantes a ésta, pero Arcadia es la más importante. Había una buena
probabilidad de que él estuviera precisamente aquí. Tu subconsciente hizo el resto.
—Y él está ahora muerto... —yo era incapaz de aceptar aquello—
Pablo, no puedes imaginar lo real que era este sueño...
—Tú sabes que cuando soñamos, no sólo soñamos imágenes; también soñamos sensaciones, sentimientos. En tu sueño, tú soñabas esa
sensación de que todo era muy real. Diana, es lógico; hemos hecho un
largo viaje, para llegar a un lugar extraño, donde todo es demasiado nuevo para nosotros. Nuestra mente intenta ajustarse a todo esto.
Pero yo había tomado una decisión.
—Es posible —dije mientras buscaba mi ropa—, pero ya no sería
capaz de volverme a dormir.
—¿Dónde vas ahora? —suspiró Pablo.
—Voy a ver a ese estúpido de Markus —dije mientras me vestía—.
Quiero que me aclare unas cuantas cosas sobre lo que sucedió con esa
nave... Ia Hoyle. Y qué significan esos sellos de alto secreto militar.
—Te acompañaré.
—No. Prefiero ir sola —coloqué mi mano sobre su mejilla para intentar suavizar la rudeza de mis palabras—. Tú necesitas descansar. Vuelve a tumbarte, yo regresaré en un par de horas.
2
Coloqué mi mano sobre la puerta del apartamento de Markus; y
transcurrido un momento, ésta se volvió transparente. Markus me miraba
desde el otro lado, con las manos metidas en los bolsillos de una especie
de bata. Era el ser humano más feo que yo hubiera visto nunca. Delgado, encorvado, calvo, con una piel arrugada y unos diminutos ojos de
reptil.
—¡Diana Costa! —dijo sorprendido—. ¿Qué demonios hace aquí?
—Necesito hablar con usted. ¿Puedo pasar?
La lámina de la puerta se deslizó a un lado.
—Por supuesto —dijo Markus invitándome con un gesto teatral—
las mujeres hermosas siempre serán bienvenidas a mi humilde hogar.
A pesar de que Markus era una especie de alcalde de aquella comunidad, su vivienda era un claustrofóbico apartamento de paredes irregulares
y techo abovedado, similar al que ocupábamos Pablo y yo. Estos hábitats
crecían como tubérculos entre las raíces de los árboles-vivienda, enterrados en el hielo de los cometas.
Una diminuta mesa plegable y un par de hamacas de lona parecían
constituir todo el mobiliario. Las hamacas colgaban en el centro de la
habitación, uno debía apartarlas para acceder al fondo del apartamento
ocupado por un baño-sanitario para baja gravedad, similar a los usados
por las naves espaciales. No había sillas, completamente innecesarias en
aquella minigravedad, y una terminal de ordenador ocupaba casi toda
una pared.
Allí estaba Ema, trabajando. Me vio, y me saludó:
—Hola, Diana.
Una vez más me sentí incómoda ante la presencia de aquella mujer.
A juzgar por su voz, Ema debía de ser muy joven, pero su aspecto
era tan extraño que resultaba imposible calcular su edad. Era al menos
un metro más alta, pero debía de pesar la mitad que yo. Esto no era extraño si había crecido en aquel ambiente de gravedad casi nula; lo extra-
ño era su piel, su rostro, y sus manos.
Su piel parecía gruesa y fuerte, de un tono sonrosado, cubierta completamente de pecas, casi sin arrugas, y sin pelo en parte alguna de su
cuerpo desnudo. Su rostro era liso, con unos ojos saltones de párpados
gruesos, y una boca muy pequeña, bajo una nariz casi inexistente. En vez
de orejas lucía una especie de pliegues concéntricos, semejantes a las agallas de un pez. Dedos de manos y pies eran extremadamente largos y delicados.
Toda mi educación en la Tierra me había inculcado que era contra natura alterar los genes que Dios nos había entregado. Pero, viéndola moverse en ingravidez, con aquella asombrosa facilidad, tenía que admitir
que Ema era una criatura que encajaba perfectamente en aquel lugar.
—Es un ángel —me dijo en una ocasión Markus, observando embelesado los movimientos de Ona—. Yo la llamo mi ninfa, mi pequeña
ninfa.
Si Ema era una ninfa, Markus podía muy bien ejecutar el papel de
troll en aquel pequeño mundo de locura. En realidad, Markus parecía
más fuera de lugar allí que Pablo o que yo misma.
Me pregunté qué motivos le habían conducido hasta aquella remota
frontera.
Pero sin duda los tendría, y tan buenos como los de cualquiera de
nosotros. Ésa era la principal característica de aquel lugar, algo que Pablo
y yo sabíamos antes de emprender tan largo viaje. Aquellas colonias se
alimentaban y crecían a costa de los fracasados y desheredados de todo el
sistema solar. Eran el último recurso para todo un ejército de inadaptados que habían elegido vivir en el más cruel aislamiento.
Pero el aislamiento fomentaba la diversidad. Allí había millones de
cometas habitados, agrupados en pequeñas colonias como Arcadia; cada
una de estas colonias albergaba unos pocos centenares de humanos, y
esto favorecía una lenta divergencia de las normas culturales y de comportamiento, y una enorme diversificación de opiniones sociales, políticas,
económicas, religiosas y de todo tipo.
Ema suponía un primer paso de esta evolución, pero era inevitable
para mí preguntarme dónde nos conduciría todo aquello.
—¿Qué le trae por aquí, Diana? —volvió a preguntarme Markus.
—¿Qué pasó con la nave inseminadora Hoyle? —pregunté.
Markus y Ema se miraron un instante. Luego Markus se volvió hacia
mí con un gesto de disgusto en su semblante.
—¿Quién le ha hablado de esa nave?
—Yo misma encontré ese nombre buscando en la memoria del ordenador. Pero la mayor parte de la información era inaccesible por un sello
de censura militar.
—Espere —Markus elevó una mano pidiéndome calma—, poco a
poco. ¿Qué estaba usted buscando en el ordenador? Si me permite preguntárselo.
—Manuel Giraud. Fue compañero mío en la Universidad.
Markus se frotó la barbilla pensativo.
—Giraud... le recuerdo. Un buen muchacho, muy inteligente.
—Estaba al mando de la Hoyle —dijo Ema—. No está entre los
cuerpos recuperados.
—¿Cuerpos recuperados? —pregunté horrorizada.
—Escuche, tranquilícese ¿quiere?
Markus intentó deslizar una mano sobre mis hombros, y yo me aparté bruscamente.
—Ésta es una asombrosa casualidad. ¿No crees Ema?
—Es muy extraño, es cierto.
—Sí que lo es, Diana, porque, precisamente, usted ha venido aquí
por ese motivo. Necesitábamos un exobiólogo para estudiar lo que hemos encontrado en la Hoyle. Por supuesto que esto es materia reservada,
y usted no debería saber nada hasta no estar en camino hacia el pecio de
la Hoyle... Pero ¡maldita sea si permito que esos estúpidos militares vengan aquí a decirme lo que debo hacer! Ema, ¿quieres hacerme el favor?
Ema tocó la pantalla del ordenador con los dedos y ésta se iluminó
mostrando una vista del exterior semejante a la que Pablo y yo habíamos
visto a nuestra llegada; un centenar de cometas, apiñados como un enjambre de abejas flotando en la nada, brillando en la oscuridad. Los más
cercanos a nosotros parecían bolas de pelo nacarado agitándose a cámara
lenta como empujados por una brisa fantasmal. Los «pelos» eran en realidad árboles de mil kilómetros de altura, modificados genéticamente para
crecer en los cometas de la nube de Oort, capaces de capturar los erráticos fotones del lejano sol, y de hacer posible la vida humana en aquel remoto lugar del espacio.
—Este lugar es llamado la Nube de Oort —dijo Ema— y, con este
nombre, la gente de la Tierra y de todo el sistema solar, se refiere al reino de hielo que empieza más allá de la órbita de Plutón. Pero, para los
que habitamos aquí, es un nombre curioso, porque los cometas se distribuyen de una forma que puede parecer cualquier cosa menos una nube.
Aquí la distancia media entre dos cometas de tamaño apreciable es semejante a la distancia que separa la Tierra de Júpiter. Una nube muy sutil.
—Imagino que no es rentable colonizar algo tan disperso —comprendí.
La pantalla mostraba ahora una nave de forma alargada; con cuatro
tubos de fusión en su popa, y un cilindro giratorio, en el que brillaban
pequeñas luces, en la proa. La nave se movía empujada por su cola de
fusión, rodeada por la más absoluta soledad.
—No lo es —siguió diciendo Ema—. Por eso movemos los cometas, los agrupamos. Y ésta es una labor que hay que hacer con paciencia.
Hemos tardado más de cien años en reunir este grupo de Arcadia. Las
naves inseminadoras están en continuo viaje por la Nube de Oort, buscando cometas cuya masa y trayectoria los haga utilizables. Los señalan, y
los siembran con semillas de árboles-vivienda.
Vi cómo se realizaba todo esto. La pantalla mostró a la nave acercándose a un cometa que creció desde el tamaño de un punto infinitesimal
hasta convertirse en una gigantesca masa de hielo y roca en rotación. La
nave lo sobrevoló disparando unas vainas transparentes que estallaban a
pocos metros sobre la superficie del cometa, esparciendo su carga de diminutas semillas sobre el hielo rojizo.
—Más tarde —prosiguió Ema—, y en un proceso que dura décadas,
disparamos pequeños misiles robots que estallan sobre el cometa, desviando grado a grado su trayectoria, acercándolo hacia nuestra posición.
—La Hoyle era una más de esas naves sembradoras —dijo Markus
que había permanecido en silencio durante un buen rato—, y su misión
era puramente rutinaria. Un cometa, como cualquier otro, que caía hacia el sol. Era bastante grande, de unos cien kilómetros de diámetro. Y
su velocidad era un poco alta, pero no tanto como para que resultara
sorprendente. La Hoyle hizo una correcta aproximación tras dos años de
viaje. Empezó a disparar las vainas... todo de acuerdo con un plan repetido un centenar de veces... cuando, repentinamente, perdimos el
contacto.
—¿Perdieron el contacto? —pregunté con asombro— ¿Así de fácil?
—Así de fácil. Pensamos que, por algún fallo imprevisible, la nave se
había estrellado contra el cometa. Al cual, por cierto, bautizamos «Fred».
—¿No intentaron hacer nada? ¿No intentaron rescatarlos?
—Fred —dijo Ema— estaba a dos años de viaje. No había ninguna
posibilidad de encontrar a nadie con vida tras permanecer veinticuatro
meses desamparado sobre el hielo cometario. Y era un viaje muy caro
sólo para rescatar unos cadáveres. Además, el cometa nos devolvería los
cuerpos; caía en nuestra dirección. Todo era cuestión de esperar.
—Diez años —aclaró Markus.
—Sí. Mi hermana clónica, Ona, fue la encargada del rescate, en cuanto el cometa se situó lo suficientemente cerca.
«Pero nadie podía imaginar lo que iba a encontrar...»
Con un gesto dramático, Ema seleccionó un nuevo vídeo en la terminal.
Ona era completamente indistinguible de su hermana Ema. La grabación la mostraba nadando desnuda, rodeada de frío y vacío: con la gracia
de un delfín deslizándose entre larguísimas algas, con sólo una pequeña
mochila colgando a su espalda. Los largos dedos de sus manos y pies se
sujetaban a las ramas, y le impulsaban firmemente hacia abajo.
La cámara iba tras ella, a pocos metros, dotada con un sistema automático, mientras Ona se deslizaba hasta la base de los árboles, y hundía
sus pies desnudos en la fría nieve cometaria.
Ona extrajo un pequeño artefacto de su mochila, y lo enfocó hacia
las luces lejanas, distantes un millón de kilómetros de ella.
—Estoy sobre la nave —dijo la chica con ayuda de un subvocalizador implantado en su garganta—. La Hoyle está completamente enterrada en la nieve. Pero puedo notar el metal a un par de metros bajo mis
pies.
—Muy bien, Ona —dijo la voz de Markus seis segundos después—, sigue adelante; pero ten mucho cuidado, muchacha.
La chica guardó el comunicador, y extrajo un nuevo artilugio de la
mochila. Parecía una pistola cuya boca se ensanchara como la de una
trompeta. La chica apuntó el aparato hacia abajo, y oprimió el gatillo.
El haz de microondas derritió lentamente la nieve, haciendo aflorar
el casco de metal plateado.
Ona siguió limpiando el hielo hasta dejar al descubierto una esclusa.
Accionó la cerradura, y se introdujo en el interior de la cámara de descompresión de la Hoyle con un ágil salto. Esperó un instante, hasta que el
indicador luminoso le aseguró que podía volver a respirar, y se puso en
marcha cerrando un par de compuertas tras ella.
—Estoy dentro —dijo por el comunicador. Esta vez haciendo sonar
su voz—. El aire es bueno, aunque un poco frío.
Al atravesar una nueva compuerta, Ona se enfrentó a un largo pasillo
blanco, de suelo metálico y paredes de hielo. Incrustados en el hielo se
alineaban en filas apretadas incontables receptáculos transparentes de
unos dos metros de largo. Ona los miró al pasar junto a ellos.
—Estoy en la bodega —dijo—. No pudieron lanzar todas las semillas. Al menos un centenar de vainas sigue en los silos.
Al abandonar la bodega, encontró el primer cadáver.
Se acercó a él. Era un hombre joven, y parecía como si hubiera
muerto apenas unos minutos antes. Su espalda estaba pegada a la pared,
sus brazos abiertos formando una cruz, con las palmas vueltas hacia
atrás. Su cuerpo estaba cubierto por una fina película de escarcha. Sus
ojos, abiertos y congelados en una última mirada de horror.
Ona se apartó de él e informó, sin dejar de mirar a su alrededor. De
repente parecía haber comprendido lo sola que estaba en aquel lugar.
Cualquier ayuda que pudieran prestarle sus amigos, se hallaba a casi un
millón de kilómetros.
—Ahora hay hielo por todas partes. No se trata de aire congelado, es
hielo, hielo del exterior. No sé por dónde ha entrado.
—Eso no es extraño, Ona —dijo segundos después la voz de Markus—
la Hoyle lleva diez años enterrada en hielo. Nada puede ser tan estanco.
La chica continuó avanzando por el pasillo. El hielo era cada vez
más denso, y se cerraba en torno al corredor central de la nave como colesterol pegándose a las paredes de una arteria. Finalmente, Ona tuvo que
escurrirse como una serpiente por un angosto paso semejante a una madriguera.
Mientras avanzaba arrastrándose, distinguió tras el hielo los silenciosos rostros de otros dos tripulantes muertos, que asistían impávidos a su
paso. Hasta que una pared de hielo le hizo detenerse.
—Creo que he llegado al final del camino —dijo mientras tanteaba la
masa infranqueable de hielo—. Nos va a costar alcanzar el puente, si tenemos que fundir todo esto.
Seis segundos después, la voz de Markus dijo:
—¿Dónde te encuentras ahora?
—Hacia la mitad del corredor central. Toda la proa de la Hoyle debe
de estar inundada de hielo cometario.
Seis segundos de silencio.
—Parece lógico, el escáner mostraha a la nave como un dardo clavado en el hielo. La proa es la que ha debido soportar más presión.
—Pero, tendremos que fundir todo este hielo. No podemos dejar a
nuestros compañeros aquí.
Silencio...
—¿Por qué no? tienen la mejor tumba que un hombre podría desear jamás.
—Pero... —Ona detuvo su protesta; algo que acababa de ver había
provocado un estremecimiento en su espina dorsal.
Para una mirada menos entrenada que la suya, aquellas marcas en
el hielo podrían haber pasado desapercibidas. Pero Ona pasó su mano
por la fría pared, y se convenció de que el hielo tras ella había sido removido.
Alguien había escarbado en el hielo, entre los cadáveres, como un
topo moviéndose bajo tierra, jugando entre las raíces de las plantas.
Ona extrajo su proyector de microondas, lo sintonizó con la textura
del agua helada, y enfocó la pared, moviendo su mano en un amplio
abanico.
Si hubiera tenido pelo o vello en su cuerpo éste se habría erizado al
ver lo que el rayo iba descubriéndole lentamente. Pero ella tragó saliva, y
redujo la potencia de haz al mínimo, para eliminar con cuidado los últimos restos del hielo pegado a aquella cosa.
El cadáver helado estaba limpiamente engarzado en el hielo. Su piel
era de un rosa sucio y malsano, moteada de púrpura, con el aspecto de
carroña en descomposición. Era enorme, y tenía forma de huso. Cerca de
su ¿hocico? se abrían ocho diminutos ojillos, como malignos botones negros y brillantes.
Algo así jamás había existido en la Tierra. Era una criatura alienígena,
y estaba tan muerta como los desafortunados tripulantes humanos de
aquella nave inseminadora.
Muertos y congelados hasta quedar duros como rocas...
Le pedí a Ema que rebobinara y detuviera la grabación en la imagen
que mostraba de cerca aquella cosa que parecía una enorme masa de carne putrefacta semienterrada en el hielo. Me acerqué a la pantalla, sin poder controlar mi curiosidad.
Era fácil calcular que aquel ser con forma de huso debía medir más
de tres metros de largo.
—¿Tienen idea de...?
—¿No sabemos qué es? —se apresuró a decir Markus—. Pero, desde
luego ya no podemos seguir pensando que la destrucción de la Hoyle fuera un simple accidente.
—Entiendo —asentí lentamente, intentando controlar mis emociones. ¡Dios mío, iba a ser la primera en estudiar la fisiología de una criatura extraterrestre!—. Necesitaré un vehículo para llegar hasta ahí, ¿no?
—No tan aprisa, Diana —dijo Markus gravemente, señalando el extraño cuerpo en la pantalla—. Los militares querían hacerse cargo de
todo esto, y ya sabe cómo llevan ellos este tipo de cosas... pero yo aún
conservo mi cota de influencia ante el Senado de Marte. Exigí que la investigación fuera llevada por un civil... y tuve que comprometerme a extremar las medidas de seguridad para evitar que algún microorganismo
alienígena pudiera infectar a toda nuestra colonia de Arcadia.
—Entiendo —dije sin apartar la vista de aquellas criaturas— ese lugar está en cuarentena total.
¡Jesús!, comprendí, eso quería decir que si decidía ir hasta Fred, estupendo, pero que el regreso no me iba a resultar tan sencillo.
Pero, ¿cómo iba a renunciar a algo así?
—Mi hermana sigue allí —dijo Ema, clavando sus extraños ojos en
los míos—. Ella no es bióloga. No puede realizar la investigación. Dependerá de usted que regrese o no. Si quiere ir...
—Iré —dije.
—Nadie puede obligarla a hacerlo. Piénselo bien, y luego déme una
respuesta.
—Ya tiene mi respuesta: iré. Ahora mismo si así lo desean.
—Por favor, piénselo durante un par de días —salmodió Markus—.
Esto es muy importante, no me decepcione señorita Costa, o este lugar
volverá a ser una reserva militar.
Me detuve como si un golpe me hubiera cortado la respiración. No
me importaba un bledo decepcionar a Markus, por supuesto, pero de repente recordé algo; Pablo.
Me había seguido hasta allí, hasta aquel remoto lugar sólo para seguir
a mi lado, ¿cómo iba a explicarle todo aquello?
Como siempre sucedía con Pablo, no fue difícil.
Ésa era su habilidad, hacer que esos momentos que toda pareja quisiera evitar, discurran de la forma más suave posible.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó apenas hube terminado de hablar.
—No —respondí—, los militares no lo permitirían.
—Es lógico. Yo no sería de ninguna utilidad, y sobrecargaría los sistemas de supervivencia.
Pero, en esta ocasión, yo me sentía lo bastante mal como para dejar
pasar aquello tan fácilmente.
—¿Has entendido lo que te he dicho? —le pregunté escrutando sus
ojos.
—Sí —dijo con voz tranquila—, debes marcharte sola. Quizá por
unos meses.
—Quizá para siempre —dije. Me exasperaba su actitud.
—Eso no puedo aceptarlo. Estoy seguro de que tú encontrarás
pronto todas las respuestas. Por supuesto que me aterroriza todo esto,
pero es tu trabajo. Aquello para lo que te has preparado, para lo que
hemos viajado hasta aquí. Sabíamos que tarde o temprano podíamos
encontramos en una situación como esta. Bueno, ha sido más bien
temprano...
Pasé una mano por mi pelo, echándolo hacia atrás.
—Pablo, Pablo... —musité— a veces desearía que no fueras tan razonable. ¿Sabes?, una discusión de vez en cuando tampoco sería tan
malo...
Me dirigió una sonrisa de asombro.
¿Estás hablando en serio?
—No, por supuesto que no. Pero... bueno, no importa. Tienes razón, como siempre. Quizá estoy haciendo una montaña de todo esto.
Todo pasará muy rápido, y volveremos a reunirnos —le dije abrazándolo como si deseara protegerlo de cualquier cosa que pudiera hacerle
daño.
Esa noche Pablo y yo nos tumbamos muy juntos en una de las hamacas de nuestro apartamento. Estábamos demasiado excitados para dormir
o para hacer cualquier otra cosa que no fuera permanecer entrelazados en
la penumbra.
—Te quiero —musitó él.
—Reconozcámoslo —dije—, tu vida se ha complicado en una dirección que jamás habrías previsto de no haberme conocido.
—He pensado mucho en todo esto —dijo.
Asentí, aunque no estaba segura de que él pudiera ver mi gesto.
—Yo sé perfectamente a cuánto has renunciado por mí, quiero ser
digna de algo así, quíero ...
—No, no —Pablo puso una de sus manos, suavemente, sobre mis
labios—; por favor, déjame terminar.
El cambio en su voz había sido casi imperceptible, pero yo lo noté e,
inclinándome hacia delante, pregunté:
—¿Ocurre algo?
—No, claro que no —respondió él moviendo la cabeza—. Esta noche te he dicho una cosa. Probablemente pensaste que no hablaba en serio. Pues si lo has pensado te equivocas, y voy a decirlo otra vez, aunque
tú no quieras oírlo... —Hizo una breve pausa—. Te quiero, Diana. Te
quiero. Por favor, deja de atormentarte con la idea de que mi vida se
desvió por tu culpa. Lo ha hecho, pero de una forma que jamás podré
agradecerte lo suficiente.
Sus ojos parecían enormes y brillantes. No tenía ninguna duda de
que decía la verdad, que era sincero: él no sabía ser de otro modo.
Le besé, y noté el sabor húmedo y salado de lágrimas en sus mejillas.
Markus y Ema nos llevaron hasta uno de los muelles. En él se alineaban una decena de vehículos, semejantes a huevos cromados dotados
de largas colas doradas.
Pablo y yo, nos acercamos a uno de ellos. Nuestras imágenes nos devolvieron la mirada desde el otro lado de aquel espejo curvo; un hombre
alto, delgado, de aspecto frágil, y una mujer con pelo muy corto, casi tan
alta como él, pero mucho más joven.
—Parecen espermatozoides, ¿eh? —comentó Markus mientras aparecía junto a nosotros—. Estos remolcadores son nuestro principal medio
de transporte entre cometas cercanos.
Subimos. Desde el interior la cubierta ovoide era perfectamente
transparente. Ocupamos cuatro de los seis asientos disponibles, y la abertura se cerró como un esfínter.
Una cinta nos transportó hacia el exterior del cometa, e impulsó al
vehículo con una pequeña aceleración final.
En torno a nuestro el paisaje surgió lentamente de la nada, mientras
el diminuto sol se alzaba sobre ese lado del cometa. Las enormes masas
de árboles de mil kilómetros de altura nacían de la oscuridad y se recortaban contra un cielo perfectamente negro; luego, aquellas masas se
dividían una y mil veces, adquiriendo precisión, dibujando sus contornos; grandes ramas surcadas por largas estrías de multicolores reflejos
metálicos.
Nos deslizamos silenciosos entre las delgadísimas ramas de aquel
bosque de cristal. Entre los árboles podíamos ver moverse y saltar multitud de figuras; la mayoría con una configuración física semejante a Ema.
Ninguna de aquellas figuras llevaba traje espacial.
—¿Cómo pueden soportar el vacío? —pregunté admirada.
—Ése es el talento de Ema y del resto de nuestros conciudadanos
adaptados —dijo Markus—. El vacío nos rodea, y defendernos de él es
caro, y nunca es perfectamente seguro. Ema pertenece a una generación
que ha crecido libre de ese miedo. Ella, y el resto de adaptados, poseen
trajes de presión naturales; y pueden almacenar oxígeno en sus músculos, y
contener la respiración durante horas.
Algunos de aquellos árboles tenían una longitud tal que cruzaban los
miles de kilómetros de vacío que separaba dos cometas, y se enredaban
con los árboles del cometa vecino. Algunos adaptados cruzaban de un cometa a otro como un mono saltando entre dos árboles unidos con lianas.
—Ahí lo tienen —dijo Markus señalando orgulloso a su alrededor—
incluso en este remoto lugar la vida se mantiene gracias a la energía de
nuestro viejo Sol.
—¿Para eso necesitan esos árboles tan gigantescos? —preguntó
Pablo.
Su pregunta me sorprendió, porque él nunca había demostrado ningún interés por la ciencia, ni por la forma en que funcionaban las cosas.
Lo aceptaba sin más; estaba seguro de que siempre había alguien, en algún lugar, dispuesto a hacer que todo siguiera marchando.
—Ustedes vienen de una zona del sistema solar donde hay suficiente
luz —dijo Markus mostrando sus dientes amarillos en algo que pretendía
ser una sonrisa amable—, pero poca agua. En cambio, aquí, en la nube
de Oort, es al revés: disponemos de toda el agua que necesitamos, pero
somos pobres en luz solar. El agua está donde falta la luz, y viceversa.
¿No es injusto?
Me encogí de hombros, pero Pablo parecía sorprendentemente interesado por todo aquello. Me pregunté por qué.
—Pero, afortunadamente —siguió diciendo Markus—, disponemos
de medios para restablecer el equilibrio. Podemos empujar los cometas,
acercarlos entre sí. Extraemos directamente el hielo de su superficie o
perforamos su costra orgánica para alcanzar el núcleo helado subyacente.
Disociamos el agua para fabricar carburante y oxidante. Y la materia orgánica, finamente pulverizada, puede utilizarse también como medio de
crecimiento para los árboles-vivienda. En un cometa como éste, de unos
noventa kilómetros de diámetro, los árboles pueden crecer hasta alcanzar
centenares de kilómetros de altura, y recoger la energía solar en una superficie miles de veces superior a la del mismo cometa. El oxígeno producido por la fotosíntesis baja a las raíces y es liberado en las zonas habitadas por nosotros. Sol, agua y vida... ciclo cerrado.
—¿Qué quiere decir con ciclo cerrado? —preguntó Pablo.
—La colonización de la galaxia se producirá de modo natural si
triunfamos aquí —dijo Markus con una sonrisa—, si demostramos que
somos autosuficientes. Los cometas individuales están ligados de un
modo tan débil a la nube que cometas desprendidos de la nube de Oort
se liberarán de las cadenas de la gravedad solar, y empezarán a sembrar la
humanidad por toda la galaxia.
«Ya no dependemos de la Tierra, ni siquiera de Marte. Hemos roto
nuestro cordón umbilical...
—Es fascinante... —dijo Pablo— aquí, a ocho horas-luz de la Tierra...
Es como... regresar a la existencia arbórea de nuestros antepasados.
Cuando la floresta quedó atrás, la espina dorada de nuestro vehículo
creció hasta alcanzar una longitud de cientos de metros. Entonces el
vehículo empezó a acelerar.
—¿Cuál será mi lugar aquí? —preguntó Pablo—. Nunca me ha gustado permanecer inactivo.
—Si quiere trabajar —dijo Markus—, si de verdad quiere ser útil a
nuestra comunidad, no se preocupe, encontraremos algo para usted.
4
Fred era similar a los cometas que habíamos abandonado horas antes.
Algo más pequeño, solitario, y con bastantes menos árboles. Un pequeño
remolcador, gemelo a aquél en el que viajábamos, flotaba a unos kilómetros de la superficie helada; con su larga cola enredada en la floresta.
Nuestro remolcador se acercó lento y silencioso, resbalando entre las
tiernas ramas de los árboles. Un tubo de abordaje serpenteó desde nuestra nave hasta quedar fijo a la escotilla de la otra.
Pablo y yo nos habíamos despedido antes de salir de nuestro apartamento, pero no pudimos evitar mostrar nuestras emociones ante Markus
y Ema. Ambos sabíamos que, en el mejor de los casos, no volveríamos a
estar juntos en varias semanas.
Luego, durante unos momentos, permanecí de pie mirando el tubo
que unía nuestro remolcador con su gemelo, con mi mente completamente en blanco.
—Diana... —musitó Markus—, si no te sientes preparada.
—¿Preparada? —pregunté como si despertara de un sueño—, por
supuesto que lo estoy.
Sin decir nada más, sin mirar siquiera una vez hacia atrás, me introduje por el tubo, y repté hasta la cámara de descompresión del otro remolcador. Ema me había instruido perfectamente en lo que tenía que hacer.
Colgando de un gancho había un casco con forma de burbuja, perfectamente transparente. Junto a él, una pequeña mochila de supervivencia.
Me desnudé completamente, y me calcé unas pequeñas zapatillas de
un material similar al látex. Cargué la mochila a mi espalda, apreté las sujeciones, y me encasqueté la burbuja.
Respirando ya el aire enlatado de la mochila, avancé hacia lo que tenía todo el aspecto de ser una pequeña ducha, con surtidores de agua
surgiendo en todas direcciones.
Me coloqué en el centro de la ducha y separé los brazos, tal y como
Ema me había indicado. El líquido a presión golpeó mi cuerpo con una
sensación pegajosa al principio.
Nunca había visto nada así. Al parecer era un diseño desarrollado en
Oort. Aquella especie de ducha había recubierto mi cuerpo con una segunda piel transparente, formada por un largo polímero extraordinariamente fuerte y flexible. Capaz de resistir la descompresión y el vacío,
pero a la vez capaz de permitir que mi cuerpo regulara su temperatura de
una forma natural.
Abandoné la ducha, y me situé frente a la esclusa de salida. Una luz
me indicó que se estaba haciendo el vacío a mi alrededor, y la esclusa se
abrió.
Ona me esperaba al otro lado, flotando desnuda en el vacío helado
del espacio.
Yo también me sentía desnuda. Mi experiencia hasta ese momento
me decía que los trajes espaciales eran algo grande y aparatoso. Algo que
te hacía sentir protegida. Pero aquella delgada capa de plástico sobre mi
piel... Ona extendió su mano hacia mí.
Era una copia idéntica de Ema, y al igual que su hermana clónica,
parecía haber evolucionado durante millones de años para adaptarse a
aquel lugar.
Inspirando con fuerza, abandoné la nave, y floté junto a ella. Ona
me cogió de la mano, y me arrastró con suavidad hacia la superficie del
cometa. A nuestro alrededor, las delicadas ramas de aquellos árboles kilométricos, se cimbreaban lentamente como algas bajo el mar.
Muchos kilómetros bajo nosotras, ninguna sombra delataba las aristas
ni los vacíos en el hielo, que desde donde nos encontrábamos parecía un
lívido manto uniforme.
Descendimos rápidamente hacia el suelo helado de aquel micromundo; y, al elevar la vista hacia su cielo, pude distinguir a los otros
cometas como diminutas luciérnagas ocultándose entre las ramas de los
árboles.
Yo hubiera deseado permanecer allí durante horas, admirando aquel
fantasmal paisaje, pero mi guía parecía tener mucha prisa.
Llegamos a la superficie de hielo rojizo, que se rompía en el hilillo de
una grieta horizontal, una simple fisura negra, que se agrandaba poco a
poco para dejar entrever el casco gris metálico de una nave espacial. Una
compuerta estaba abierta, y Ona me arrastró hacia allí.
Era otra cámara de presión. Ona cerró la compuerta, y cuando volví
a percibir sonidos, supe que ya estábamos rodeadas de aire respirable.
Pero yo tenía órdenes muy estrictas de no quitarme mi traje de vacío.
Ésa era mi protección frente a los hipotéticos microorganismos alienígenas que pudieran poblar aquella nave. Y Ema me había asegurado que
podía llevar aquel traje durante días, pegado como una segunda piel; aunque ésta era una perspectiva que no me entusiasmaba. Al parecer, aquel
material era perfectamente impermeable en una dirección, y capaz de permitirme eliminar el sudor y otros líquidos corporales en la otra.
—Me alegro mucho de que estés aquí —dijo Ona con exactamente
la misma voz que Ema— la soledad es algo terrible en un lugar como
éste.
Desde luego, era un lugar horrible. Interminables pasillos metálicos,
cubiertos de hielo del cometa, como si alguien lo hubiera embutido a
presión. Las paredes de algunos pasillos contenían largas vainas de cristal
semienterradas en el hielo, repletos de semillas de árboles-vivienda.
En otra de las paredes, también enterrado en el hielo, había un cuerpo humano.
—Es mejor no mirarlos —me aconsejó Ona—. En algún momento
todos fueron gente... pero ahora sólo son carcasas vacías. Es muy triste,
pero no sirve de nada pensar en eso.
Era como si conociera a Ona, y a la vez, como si ella me conociera a
mí. Me pregunté hasta qué grado serían iguales las almas de dos hermanas clónicas.
—No toques las paredes —dijo—. Un campo de osmosis impide al calor escapar del centro del corredor. Tampoco pises fuera de la alfombra.
La alfombra recorría el suelo de los corredores y era de un color amarillento, ligeramente traslúcida. El material que cubría mi cuerpo se adhería a ella como si estuviera cargada de electricidad estática, de modo que
caminábamos de una forma muy parecida a como lo haríamos en un
campo de gravedad normal.
En primer lugar, Ona me llevó junto al cuerpo alienígena. Éste asomaba entre el hielo como un gusano en un pastel de roquefort. Era horrible, odioso, repugnante, y muy excitante. Justificaba por sí solo todos mis
años en la universidad.
Yo sólo deseaba empezar mi trabajo.
Ona me enseñó el laboratorio biológico de la nave, transformado en
una improvisada sala de autopsias. Un cuerpo humano descansaba sobre
una mesa de disección, con varios robots médicos como mantis inmóviles a su alrededor.
—He preferido no mover al alienígena hasta tu llegada —dijo Ona—.
Los robots médicos solo están programados para trabajar sobre fisiologías humanas. Y yo no tengo conocimientos de medicina. Sólo he podido
hacer la autopsia a dos de los tripulantes.
—¿Cuántos cuerpos humanos has encontrado?
—Tres —enumeró Ona—. El doctor Rua González, la técnico de
comunicaciones Ela T’Challa, y el segundo piloto Jon Nasser.
—Tres de un total de diez tripulantes.
—El resto debe estar enterrado bajo toneladas de hielo. Más de la
mitad de la nave es inaccesible.
—¿Jon Nasser era el que hemos visto en el pasillo?
—Sí. Los robots le hicieron la autopsia a González y a T’Challa.
Puesto que ambos resultados coincidían, no vi la necesidad de traer, de
momento, a Nasser.
—¿Los robots médicos establecieron la causa de sus muertes? ¿No
fue congelación?
—No, ya estaban muertos cuando se congelaron. La causa de la
muerte fue... —Ona busco la palabra en la terminal del ordenador, y
leyó—: «Shock Anafiláctico». Al parecer es una especie de caso externo
de alergia.
—Sí, una respuesta letal del propio sistema inmunológico —dije—.
Lo conozco, pero no veo cómo se ha podido producir eso aquí —recordé al alienígena muerto— ¿encontraste algún tipo de microorganismo extraño en la sangre de los cadáveres?
—Cientos de ellos. Cuando los robots descongelaron la sangre de
los tripulantes, ésta contenía casi tantos microorganismos como glóbulos
rojos.
—¿Microorganismos?
—Los robots los catalogaron como bacterias. Tipo desconocido,
ADN inclasificable. Pero dedujeron que eso pudo disparar el sistema inmunológico de los tripulantes.
—No lo entiendo —dije casi para mí misma—, al parecer, los tripulantes de esta nave subieron a bordo ese cuerpo alienígena, y fueron
atacados por algún germen que éste portaba. ¿Cómo pudieron hacer
algo semejante? Algo así estaría en contra de todas las normas de seguridad.
Me pregunté cómo podía estar analizando la situación de una forma
tan fría. En algún lugar de aquella nave estaba el cuerpo de un hombre al
que había amado tiempo atrás. Pero el misterio estaba adquiriendo unas
proporciones tales que casi me sentía viviendo un nuevo sueño.
Conocía a Manuel, y sabía que entre sus muchos defectos no estaba
el de ser un incompetente. Jamás habría permitido que él y el resto de la
tripulación quedaran expuestos a un organismo alienígena sin antes haberlo sometido a todas las barreras de esterilización.
—Y, si encontraron un organismo alienígena, ¿por qué no informaron? ¿Cómo es posible que lo subieran a bordo sin informar a la base?
—No hicieron nada de eso. Hubiera quedado registrado en la memoria
del ordenador, y no es así. Algo les mató súbitamente, mientras se acercaban
al cometa, y la nave, con toda la tripulación muerta, se estrelló contra éste.
El alienígena ha debido penetrar en la nave después de que ésta se hundiera
en el hielo y, quizá, lo mismo que mató a los humanos lo atacó a él.
—¿Puedo ver esas bacterias?
Ona pidió a la terminal del ordenador que me las mostrara.
«No tienen nada de especial» —pensé mientras observaba las formas
esféricas y alargadas que se iban sucediendo en la pantalla—, excepto que
son alienígenas, que su ADN no se parece al de ninguna criatura registrada, y que —al parecer— han matado a diez hombres y a una extraña
criatura con forma de huso.
De repente pensé algo.
—Tu piel... quiero decir, tus características especiales, ¿te protegen
también de una infección microbiana?
Ona negó con un débil gesto.
—No. Mis alteraciones genéticas sólo me protegen del vacío. Nunca
consideramos que aquí pudiera haber penetrado un organismo alienígena.
Y ahora es demasiado tarde para empezar a tomar precauciones. Los robots médicos me dicen que estoy en perfectas condiciones, pero lo que
es seguro es que si tú no consigues encontrar una defensa contra esos
microbios alienígenas, jamás me permitirán salir de aquí.
Era una responsabilidad abrumadora, y yo sentí que no podía perder
más tiempo. Le pedí a Ona que me llevara de nuevo junto al cuerpo alienígena congelado.
Caminamos por aquellos lúgubres corredores. La luz procedía de
unos globos que colgaban del techo, y apenas proyectaban sombras. Sólo
estaban iluminados los corredores que conducían hasta la criatura. No
había pérdida posible, pero me estremecí. El frío de las paredes, ese frío
casi inimaginable sobre el que Ona me había advertido, parecía abrirse
paso por mi piel artificial.
La criatura seguía allí, tan inmóvil y congelada como recordaba.
Ona me aconsejó que si iba a manipularla me colocara un traje térmico, pues la función aislante de mi piel artificial tenía un límite.
Me ajusté los guantes con doble capa aislante, y toqué con cuidado la
horrible criatura. Hielo áspero y rugoso.
—Ordenador —dije en voz más fuerte de lo necesario.
—¿Sí? —preguntó la típica voz asexuada de sintetizador—. ¿En qué
puedo servirle?
—Prioridad a Alfa, —dije elevando mi tarjeta dorada sobre mi cabeza.
—Estoy a su servicio.
—Elimina el campo contenedor de calor en esta zona.
—Orden cumplida.
Inmediatamente sentí el auténtico frío estrellándose contra mi rostro
como algo sólido. Bajé la visera del traje térmico, pero observé que Ona
no parecía sentirlo en absoluto. Seguía junto a mí, contemplando mi trabajo con un silencio casi reverencial.
—Necesito una unidad de transporte —dije al ordenador.
Desde el laboratorio llegó una en menos de un minuto.
La unidad arrastró el cuerpo alienígena, sirviéndose de unas amplias
pinzas acolchadas, hasta el laboratorio.
—Colócalo sobre la mesa de disección... bien. Quiero que a partir de
ahora grabes cuanto suceda en un archivo llamado «Disección sujeto 1A».
—Grabación en marcha.
Me acerqué a la mesa, y observé a la criatura durante un par de minutos. Su aspecto, bajo la potente luz de los focos de disección, era aún
más enfermizo y repugnante.
—Medirá unos cuatro metros de largo —empecé—, con un diámetro
de metro y medio. Tiene forma de huso del que surgen dos aletas triangulares y membranosas. Tiene dos bocas, a ambos lados del cuerpo, en la
posición que en un pez ocuparían las agallas. Los bordes de cada boca
parecen flexibles, indicando ausencia de mandíbulas. Patas cortas y gruesas como muñones, con zarpas córneas curvadas unidas por membranas,
surgen del cuerpo aparentemente al azar. La cola se divide en un manojo
de tentáculos semitransparentes, del grosor de un dedo.
Ona, se había situado fuera del alcance de la luz, y ahora su figura se
silueteaba en la penumbra. Parecía no desear acercarse a aquella criatura
más de lo necesario, y yo no podía culparla.
—Bien —dije—, haremos un corte longitudinal y otro transversal,
aquí y aquí; luego otros dos transversales a un cuarto de longitud.
—Ejecutando —dijo la voz sintética, y sobre la mesa descendió un
enjambre de brazos robots.
Empezaron a manejar los instrumentos con gran energía. Una especie de pico, una sierra mecánica y un pequeño martillo neumático no
eran lo que se usa habitualmente en una disección. Descuartizar un cadáver helado y duro como roca, con instrumentos quirúrgicos tan poco refinados, era una tarea más adecuada para un robot minero.
El frío reinante parecía atravesar incluso mi traje térmico; sugestión,
pensé, pero eso no impedía que los escalofríos recorrieran mis piernas.
Cuando dispuse de las muestras de tejido congelado, pedí al ordenador que las dividiera en secciones delgadas. La superficie de hielo expuesta fue recubierta con metal vaporizado, y la examiné con el microscopio
electrónico. Con este método era posible ver las huellas dejadas por las
membranas de la célula o las de sus componentes, tan bien como el molde de una concha fósil.
Pasé las siguientes horas fotografiando aquellos cortes.
Las microfotografías resultaron muy claras: mostraban una estructura
celular muy parecida a la humana. Se veían con claridad las huellas de las
proteínas de la membrana, la forma característica de las mitocondrias y
los sacos apilados del retículo endoplasmático. Por supuesto, no indicaba
nada sobre la composición, que era lo que más me interesaba en aquellos
momentos; todo lo más que pude averiguar era que su química se basaba
en el agua. Tendría que esperar a que el cadáver se deshelase para eso.
La unidad transportó al alienígena hasta una improvisada cámara de
descongelación. Ésta estaba provista de una esclusa desmontable. La atmósfera era de nitrógeno a presión normal, y su temperatura aumentaba
poco a poco, a fin de procurar una descongelación uniforme para el
cuerpo. Todo esto había sido preparado por Ona, siguiendo las indicaciones de Markus, mientras esperaban mi llegada.
Y yo, de momento, no podía hacer nada más.
5
De regreso a la nave que flotaba sobre el cometa, me libré de aquella
piel artificial. Un chorro de radiación azul la vaporizó al mismo tiempo
que esterilizaba completamente la esclusa de entrada. Después me di una
buena ducha con agua de verdad, aunque para ello tuve que meterme
dentro de un cachivache semejante a una olla exprés del tamaño de mi
cuerpo.
Sintiéndome aceptablemente limpia y relajada, me situé frente a una
terminal para enviar a Markus mi informe.
No había mucho que decir, excepto subrayar unos interrogantes que
él ya tenía.
Después pedí que me comunicaran con Pablo.
Era su turno de descanso, y parecía evidente que le había interrumpido en mitad del sueño. Se frotaba unos ojos enrojecidos con los que miraba hacia el monitor con una divertida expresión de incredulidad. Una
imagen que, dada la enorme distancia que nos separaba, había sucedido
hacía ya seis segundos en Arcadia.
—¡Diana!
—Siento haberte despertado —dije— pero aquí es fácil perder la noción del tiempo, y el trabajo me ha tenido bastante...
—Es estupendo verte de nuevo, a cualquier hora...
—Espera —dije, divertida por su atolondramiento—. Recuerda la diferencia de tiempo. Estamos tan lejos que incluso la luz tarda tres segundos en cruzar esa distancia para ir, y otros tres para regresar. No hables
hasta que yo no haya terminado, o nuestra conversación se superpondrá.
Me miró un rato con cara de confusión, y preguntó:
—¿Ya...? Uf, esto es complicado. Tienes buen aspecto.
Si eso era verdad, entonces la ducha en la olla exprés había hecho
maravillas. Pero nadie puede tener buen aspecto después de haber permanecido catorce horas embutida en aquella piel de plástico.
—Adulador —le reproché con una sonrisa—; dime, ¿cómo te encuentras tú?
—Feliz. Muy feliz después de mi primer día de clase.
—¿Clase?
—Necesitaban maestros —me explicó él con una amplia sonrisa—.
Cada vez hay más niños en Arcadia, y no disponen de mucha gente con capacidad
para darles una educación. Diana, creo que yo he nacido para esto... esos muchachos son maravillosos.
Yo también me sentí aliviada de que todo estuviera funcionando así.
No me había gustado la idea de abandonar a Pablo casi inmediatamente
después de nuestra llegada, pero ahora estaba segura de que Pablo era
sincero al describirme su estado de ánimo, y eso me ayudaba a acallar mi
conciencia.
—Yo voy a descansar ahora. Espero que muy pronto volveremos a
estar juntos, cariño.
—Yo también lo deseo. Continuamente. ¡Y sólo han pasado unas pocas horas!
¿Cómo marcha tu trabajo?
—Estoy empezando, y es difícil prever ahora cuánto puede alargarse
todo esto. Pero me esforzaré en que sea lo menos posible.
Unos minutos después nos despedimos, y apagué el monitor sin dejar de pensar en aquello. ¿Cuándo podría regresar? y ¿me dejarían hacerlo, o yo era ya una prisionera de aquel lugar, exactamente igual que Ona?
Era inútil darle demasiadas vueltas a todo aquello pues, en primer lugar, yo no estaba dispuesta a volver aún. Aquel misterio me tenía atrapada allí tanto física como mentalmente.
6
Después de ocho horas de descanso, regresé a la nave inseminadora.
Volví a pasar por aquella especie de ducha que recubrió una vez más
mi cuerpo con aquella piel protectora y, como el día anterior, Ona me
condujo por los corredores oscuros hacia la parte iluminada de la nave
donde se habían establecido los laboratorios. Pero en esta ocasión parecía
bastante asustada, y ansiosa por mostrarme algo. Le pregunté qué pasaba,
y ella sólo me dijo que no lo podía explicar, que esperaba que yo lo hiciese.
Nos dirigimos a toda prisa hasta la cámara de descongelación... y
descubrí lo que aterrorizaba a la muchacha.
Habíamos perdido el ejemplar alienígena.
Los robots habían encerrado el cadáver en un saco de plástico transparente. Ahora lo que quedaba era... ese mismo saco lleno de un líquido
verdoso, turbio y repugnante, en el que flotaban piltrafas.
—¿Qué ha pasado? —Le pregunté a Ona.
—No... no lo sé.
—Bien, sacaremos muestras de... eso.
Ona gruñó.
—Me lo temía.
Conseguimos unas cuantas jeringuillas estériles. Con ellas regresamos
junto a los sacos, y extrajimos unos centímetros cúbicos del líquido.
Empleamos diferentes técnicas para separar sus componentes: cromatografía en capa fina, cromatografía gaseosa, electroforesis, ultrafiltrado
en gel... En el transcurso del día, los fuimos identificando. De nuevo,
eran moléculas muy similares a las de la vida conocida.
Le pedí a un robot que trajera una de las muestras que obtuvimos el
día antenor del monstruo, y la sometimos a descongelación, esta vez ante
nuestros propios ojos. Descubrí que, cuando la temperatura se acercaba a
los cero grados, las células del monstruo recuperaban su actividad... de
una manera explosiva. En el plazo de pocas horas, empezaban a disolverse. Los tejidos se volvían blandos y se licuaban. Las membranas celulares
se rompían, dejando en libertad el contenido del citoplasma. En otras palabras, las células se digerían a sí mismas.
Aquello era algo jamás visto. Las grandes moléculas de proteína son
frágiles y se desorganizan por el calor; por ello los alimentos se conservan en frío. Y por ello, en los laboratorios de bioquímica, siempre hay
una sala refrigerada, donde se trabaja con ropa térmica ¿Por qué entonces
aquella carne alienígena se descomponía con tal rapidez, a temperaturas a
las que la vida orgánica normalmente se detiene?
Empecé a sospechar la increíble respuesta.
Pedí una nueva muestra, e hice que el tomógrafo la cortara en finas
lonchas de hielo que examiné al microscopio, siempre a temperaturas
muy bajas. Las células tenían un aspecto muy normal... demasiado normal. Las descongelé aplicando calor intenso. Al fundirse el hielo, las células se colapsahan y arrugaban, y poco después empezaban a descomponerse ante mis propios ojos.
Después de presenciar esto muchas veces, la verdad se impuso.
—El alienígena estaba vivo —concluí— nosotras lo hemos matado.
Ona me miró boquiabierta.
Una hora después comunicamos con Markus. Para entonces yo había
repasado los datos una docena de veces, y estaba bastante segura de
todo.
—Pero es evidenle que eso no es así —gruñó Markus. Me miró indeciso—.
¿Qué quiere decir con que estaba vivo?
—No era un cadáver congelado —dije.
—¿Cuál es la temperatura de sus cuerpos? —el retraso de seis segundos
hacía aún más compleja aquella comunicación.
—Ciento treinta grados centígrados bajo cero. Justo por encima de la
barrera crítica.
Era un viejo problema de la criogenia: la barrera de los ciento
treinta grados bajo cero. Si los tejidos que componen un cuerpo orgánico son enfriados por debajo de esa temperatura, los distintos grados de
contracción de la materia generan una tensión que destroza estos tejidos, y las células que los forman, más allá de cualquier recuperación
posible.
De momento, para nuestra tecnología, la criogenia era sólo una lejana
meta. Teníamos que conformarnos con la hibernación, es decir, mantener
nuestros cuerpos dormidos a temperaturas superiores a cero. Pero lo que
yo había descubierto en aquellos seres era algo que quedaba mucho más
lejos. Algo en lo que nuestros científicos aún no se habían atrevido a so-
ñar: mantener la conciencia, y la actividad, durante la criogenia.
—Pero, vamos —dijo el anciano—, lo que dice es absurdo. ¿Vida en estado
sólido? La sangre no circularía, verdad?
—¿Por qué no? El hielo es plástico y circula a presión. En los glaciares, el hielo se mueve cuesta abajo muy lentamente, como un líquido
muy viscoso, varios metros al día, o algunos centímetros, depende... para
estas criaturas un glaciar sería un torrente impetuoso y burbujeante.
—Y tan cálido como una fuente termal —completó Ona.
—Sí, sí. Pueden nadar en el hielo —dije— como nosotros en el agua.
—Pero... sus reacciones, su metabolismo, esas cosas... Serían también muy lentos.
—Por supuesto. La velocidad de una reacción bioquímica se multiplica por dos cada diez grados de aumento de temperatura. Bien... imagine
un ser adaptado a temperaturas muy bajas. Tendría unas reacciones muy,
muy lentas. Aumentar su temperatura es cocerlo: sus moléculas se desorganizan en esa especie de... caldo. Las células se arrugan, porque el agua
aumenta de volumen al helarse; por eso las nuestras pueden romperse si
se hielan. Sus reacciones metabólicas se disparan.
—Pero ha dicho —dijo Markus— que la velocidad de una reacción varía en
un factor de dos cada diez grados de temperatura. Eso significa...
—De cero grados a 130 bajo cero, su vida y sus reacciones serían un
diezmilésimo más lentas que las nuestras.
Ona pidió al ordenador que hiciera unos cálculos.
—Un año nuestro sería para estos seres... ¡cincuenta y tres minutos!
—dijo la chica con más asombro del que era capaz de expresar. El ordenador siguió regurgitando números.
—Un siglo, apenas cuatro días; un milenio... treinta y siete días; un
millón de nuestros años, transcurriría en apenas uno de nuestros siglos.
Me volví hacia la bolsa de plástico llena de aquel líquido verdoso.
—Vivía en un tiempo diferente al nuestro... Ni siquiera debía de haberse dado cuenta de nuestra presencia —dije con remordimiento—. ¡Y
lo hemos asesinado!
—¿Cree que era un ser inteligente? —preguntó Markus.
—Quién sabe. Tal vez no. Quién sabe... Tendría que haber sido más
cuidadosa. Es imperdonable lo que ha pasado.
—Fue un accidente —dijo Markus—. No podía imaginar algo así. En realidad, aún no estoy seguro de creerlo. ¿Cree que puedan haber más de esas criaturas
ocultas en el hielo del cometa?
—Sí —comprendí lo que Markus quería decir—, es posible que esos
husos de carne congelada representen la fauna autóctona del cometa.
Quizá existe todo un ecosistema enterrado en el hielo.
Consideré aquello mientras llegaba la respuesta de Markus, y era un
pensamiento estremecedor: depredadores persiguiendo a sus presas por el
hielo...
—En ese caso, tal vez habría que empezar a buscarlas.
—Considerando lo que ha pasado —dije— creo que eso sería una
grave irresponsabilidad. Para esas criaturas somos hornos ardientes. Quizá sólo nuestro contacto pueda matarlas.
—Diana —Markus me miró con una expresión más hosca de lo que
era común en él—, ahí han muerto diez de nuestros mejores muchachos. Y todo
apunta a que esos monstruos congelados son los culpables. ¿O no lo cree usted así?
Desde luego, era lo más probable. Pero la Hoyle había empezado a
bombardear aquel cometa con cargas biológicas. Si había vida inteligente
allí, desde luego que no podrían haber considerado la aproximación de
nuestra nave como un acto pacífico. Y, dada la velocidad metabólica de
aquellos alienígenas, debían de haber considerado el crecimiento de nuestros árboles-vivienda como algo semejante a una plaga de rapidísima propagación. En realidad lo asombroso era que unas criaturas tan aparentemente indefensas hubieran sido capaces de defenderse, y de derribar
nuestra nave.
—Es posible que todo haya sido un accidente. Al parecer, esta cometa, contra todo lo que pudiéramos prever, contenía vida. Y microorganismos. Quizá la tripulación de la Hoyle cometió algún error y sufrieron una
contaminación biológica.
—Usted no cree en eso, yo no creo en eso, y los militares tampoco lo creerán
—gruñó Markus—. Pero le daré una oportunidad de que averigüe cómo llegaron
esos microorganismos a bordo de la Hoyle. Retrasaré el mandar una sonda para capturar otro alienígena hasta que estemos seguros de poder hacerlo sin dañarlo. Tiene
sólo doce horas, Diana.
Markus cortó la comunicación, y yo permanecí un rato mirando la
pantalla en blanco, pensando en todo aquello.
7
Estaba sola en el laboratorio de biología.
Ona se encontraba en otro lugar de la nave. Siguiendo la órdenes de
Markus, la chica manejaba por control remoto una sonda alrededor del
cometa. La sonda estaba fotografiando cada palmo de la superficie de
hielo en busca de alguna prueba de vida inteligente.
Markus me había asegurado que en doce horas no haría otra cosa
que eso: investigar desde lejos, recolectar datos. Pero transcurrido ese
tiempo, la sonda perforaría con un láser la corteza helada del cometa, e
introduciría una potente carga explosiva en el orificio. La onda de choque de esa explosión dibujaría a los ojos electrónicos de otras sondas dispuestas por todo el cometa, una clara imagen tridimensional del interior
de éste. Cualquier misterio oculto en el hielo saldría entonces a la luz.
Amigos o enemigos, aquellos alienígenas helados estarían desnudos y desprotegidos ante nuestra poco amistosa mirada.
Doce horas.
Ése era el tiempo que Markus me había dado para averiguar qué había pasado allí, por qué habían muerto nuestros hombres. Para obtener
respuestas antes de robarlas por la fuerza.
Doce horas. Ya habían transcurrido diez, y yo me encontraba casi
como al principio. Bueno, no del todo, pues había descubierto la auténtica causa de la muerte de los tripulantes de la Hoyle.
Al parecer, la cubierta de aquellas bacterias tenía moléculas similares
a las proteínas de los glóbulos rojos humanos. Esto era lo que había enloquecido el sistema inmunológico de aquellos desgraciados, matándolos
con unos síntomas semejantes a los del shock anafiláctico.
Pero mis progresos no iban mucho más allá. El programa de análisis
de ADN seguía negándose a reconocer la estructura genética de aquellas
bacterias alienígenas. Y no era el programa estándar que había utilizado
Ona. Yo misma había escrito muchas modificaciones, lo había hecho más
flexible. Era evidente que aquellas bacterias no tenían su origen en la
Tierra, pero si estaban vivas deberían de cumplir con algunas funciones
tales como la de hacer copias de sí mismas. El problema era cómo activar ese proceso.
La pantalla del ordenador me mostraba un preparado de microorganismos alienígenas inmersos en una sopa nutritiva. Era la veinteava vez
que repetía aquel experimento, con nutrientes distintos y bajo diferentes
temperaturas. Un desprendimiento de anhídrido carbónico en el preparado hubiera sido una buena señal, pero de momento no se había producido ninguna reacción.
La vista se me nublaba de tanto permanecer fija en la pantalla. Cerré
con fuerza los ojos, y los froté.
Olvidándome momentáneamente del experimento, una idea empezó
a formarse en mi cabeza.
Si los alienígenas eran inteligentes, ¿cómo podríamos comunicarnos?
Era imposible. Hasta el Universo tendría para ellos otro aspecto. Si poseían visión, deberían ver a las estrellas moverse en su campo visual
como... como un plato de gusanos luminosos.
Era como si vivieran en otro universo...
Y, de repente, pensé en algo aún más extraño.
«¡No han tenido tiempo para evolucionar!»
Evolución. ¿Cómo se podría haber desarrollado todo este ciclo de
vida helada? El Universo es demasiado joven para su ritmo vital. Si los
cálculos de Ona eran correctos, entonces para ellos la Gran Explosión
sucedió hace apenas un millón y medio de años.
«No puede ser —rechacé mentalmente—, debe haber algún error en
alguna parte...
En la pantalla del ordenador, la imagen de las bacterias alienígenas
había cobrado vida.
Di un salto hacia delante, y comprobé que, efectivamente, la grabadora lo estaba registrando todo. Me volví hacia la pantalla sintiendo en el
estómago el agradable nerviosismo que sigue al momento en el que un
experimento empieza a dar resultados positivos.
Me pregunté si no sería ya demasiado tarde.
Pero no era el momento de pensar en eso. Las bacterias estaban
reaccionando muy bien, con una asombrosa velocidad se desplazaban por
la pantalla, creando microscópicas estelas en el líquido nutritivo en el que
flotaban.
Y de repente, empezó la locura.
Fui comprendiendo muy poco a poco que estaba sucediendo algo
muy extraño. Algo que desafiaba cualquier intento de explicación racional.
Al principio parecía como si las bacterias se estuvieran alineando formando delgadas formas geométricas. Me estaba preguntando si sería algún tipo de cristalización cuando empecé a reconocer el significado de
aquellas formas geométricas: eran letras.
Y formaban palabras.
Antes de que terminaran completamente de agruparse, pude leer:
«DIANA, TE AMO.»
No era una alucinación. Esta vez no tenía ninguna duda de que estaba despierta, con todos mis sentidos alerta, contemplando aquella absurda frase que aparecía en la pantalla.
«No, no, no... estas cosas no suceden en la realidad —intenté convencerme». Pero estaba sucediendo.
Una declaración de amor por parte de un grupo de microbios aliení-
genas. Luché para contener una burbujeante risa histérica que pugnaba
por salir de dentro de mí.
Comprobé de nuevo que la grabadora estaba registrando aquello. Y
el fenómeno permanecía, no se disolvía ante mis ojos como si nunca hubiera existido. Busqué el intercomunicador para llamar a Ona, cuando
una extraña sensación a mi espalda detuvo mi mano.
Me volví como impulsada por un resorte.
Era la sensación de que alguien te está observando. Una presencia.
Unos ojos clavados en tu espalda... Pero allí no había nadie. Sólo yo, y
los cadáveres congelados. Mis dientes castañearon, pero no por el intenso
frío que me rodeaba. Empezaba a sentirme muy nerviosa. La sensación
de terror empezó a crecer a partir de algún punto insignificante en mi estómago. Sin atreverme a darle la espalda al resto de la sala, busqué a tientas el intercomunicador.
Mi mano se detuvo, paralizada por lo que estaba empezando a suceder en el centro del laboratorio.
Era un torbellino multicolor, como un tornado formándose de la nada,
girando cada vez más aprisa, hasta que los rastros dejados por las diminutas
partículas en rotación empezaron a confundirse unos con otros. Empezaron
a dibujar una forma que parecía sólida. Que parecía estar dotada de vida.
La forma abrió los ojos, y me miró.
Una figura humana, surgida de la nada, me observaba desde la entrada a la cámara de descongelación.
—¿Quién... —respiré hondo, intentando no demostrar el irracional
terror que empezaba a apoderarse de mí— ...es usted?
La fantasmal figura dio un paso, y quedó bañada por la luz verdosa
que llenaba el laboratorio de biología.
—¿Es posible que me hayas olvidado completamente?
El hombre tendría unos treinta y cinco años. No era mucho más alto
que yo, lo que indicaba que no había nacido allí, un colono venido de la
Tierra, como yo. Me observaba con unos ojos profundos, casi ocultos
por la sombra de unas cejas pobladas. Su boca era grande y sensual, con
una fina perilla bordeándola.
—Manuel —musité.
Ahora era el laboratorio entero el que parecía girar en tomo a mí, diluyéndose en una frenética amalga de colores y formas.
Comprendí que estaba perdiendo el sentido, y no intenté luchar contra ello.
8
Abrí los ojos.
Estaba tumbada en el suelo del laboratorio, completamente desnuda.
Mi piel protectora había desaparecido sin dejar rastro y yo estaba expuesta a un ambiente que debía rondar los ciento veinte grados bajo cero.
Pero todo había cambiado.
Me puse en pie. Sí, en pie; allí había gravedad. Una gravedad semejante a la de la Tierra, y una temperatura agradablemente tibia. Incluso la
luz que lo bañaba todo parecía distinta.
Caminé hasta la terminal, y tomé el intercomunicador.
—Ona —dije acercándolo a mis labios.
Pulsé varias veces el señalizador sin obtener ninguna respuesta. Lo
dejé. Empezaba a comprender lo que me estaba sucediendo. Era una locura, pero en aquellas circunstancias hasta parecía lógico.
Muy lógico en realidad. Mi mente parecía trabajar de una forma tranquila y eficaz. Me sentía relajada y lúcida a la vez.
El ordenador tampoco funcionaba. No me sorprendió.
Giré sobre mis talones. Manuel estaba junto al umbral. Esta vez no
era aquella imagen extrana e inmaterial que se me había aparecido antes
de perder el sentido. Esta vez era Manuel, no había duda. En carne y
hueso: sentía su olor, su presencia llenando el aire frente a mí.
Me tendió unos trapos cuidadosamente plegados. Sonreía.
—Ponte esto, cariño. Por tu tranquilidad y la mía —me dijo con
aquel tono irónico que yo recordaba también—. Es posible que tú te encuentres muy cómoda sin llevar nada encima, pero estás a punto de provocarme un ataque al corazón.
Observé aquellas ropas. Era un mono de faena, de una pieza, con
una insignia que rezaba Hoyle bordada sobre el pecho izquierdo. Me lo
puse. Se cerraba con una larga cremallera.
—Mucho mejor —dijo con una mirada de aprobación—; creo que
ahora puedo presentarte a mis compañeros.
—¿Cuántos sobrevivieron? —pregunté, asombrada por la tranquilidad que reinaba en mi mente.
—Siete —dijo, y añadió con un gesto de pesar—: fue una verdadera
pena lo de nuestros compañeros muertos. Un trágico accidente. Por sólo
unos minutos los nadadores no consiguieron salvarlos. Lo intentaron,
pero sus cerebros habían sufrido daños irreparables...
Se detuvo, y cerró con fuerza los ojos en un gesto de dolor.
—Discúlpame —dijo— pero, para mí, todo eso ha sucedido hace
apenas diez horas.
Diez horas. Entonces me di cuenta de algo que tendría que haberme
resultado evidente. Manuel era tal y como lo recordaba; sólo unos pocos
años más viejo, en realidad. Lo que para mí habían sido diez años, para
él había transcurrido en apenas diez horas.
—¿A qué temperatura están nuestros cuerpos?
Me miró con sincera admiración.
—Nunca me has decepcionado —dijo—; jamás he dudado de tu
perspicacia, ni por un minuto...
—¿A qué temperatura? —insistí.
—Ciento veintiocho grados centígrados bajo cero.
Yo había descubierto que el alienígena vivía de esa forma, con su
metabolismo ralentizado diez millones de veces para adaptarse a aquella
temperatura. Pero aplicar eso a la fisiología humana...
Sólo sería posible de una forma.
—Esas cosas no eran bacterias —dije— ¿no es cierto? Por eso resistían todos mis intentos de análisis. Eran nanorrobots.
—Bingo, una vez más —dijo Manuel.
Nanotecnología. Máquinas, estructuras y herramientas construidas
mediante la manufacturación molecular, manipulando incluso átomos individuales para crear sus piezas y engranajes; robots cuyos tamaños se
miden en micras. El no va más de la miniaturización.
Puedes beberte de un trago millones de estas nanomáquinas en una
solución de agua. Luego, una vez dentro de tu organismo, se ponen a
trabajar: destrucción de un tumor, operaciones de limpieza del interior de
las arterias... habían miles de posibilidades, y el Instituto de Diseño de
Marte apenas empezaba a explorarlas. Yo había visto algunos de los nanorrobots desarrollados allí y compararlos con éstos a los que todos habíamos tomado por bacterias alienígenas, era como comparar una hoguera de troncos con un hombre microondas.
Sí, era muy posible que aquellos nanorrobots hubiesen reestructurado
todo mi cuerpo para adaptarlo a vivir a un ritmo diez mil veces más lento que el normal.
Mi reloj interno se había ralentizado, pero seguía funcionando.
Pensé que el tiempo volaba a mi alrededor, y que mis compañeros ya
deberían de haber notado que me pasaba algo raro. Que la piel protectora había fallado, y yo había quedado convertida en un triste bloque
de hielo.
Manuel hizo un gesto invitador con su mano.
—Acompáñame, Diana —dijo—, te mostraré algo.
—Espera —dije—. Si todo esto es cierto...
—¿Lo dudas?
—No estoy segura de nada, pero si es cierto, en ese caso, tú y yo somos dos estatuas de piedra que conversan amigablemente. Un minuto
nuestro es casi una semana en el tiempo real. ¿Qué crees que harán Markus y los militares cuando descubran mi estado?
¡Dios mío! ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente, cuanto tiempo
real había pasado ya?
Manuel sacudió la cabeza.
—No te preocupes por eso —dijo con tranquilidad—. Me comuniqué con Ona casi en el mismo momento en el que lo hice contigo. A
estas alturas, Markus ya ha descubierto que lo que todos tomasteis por
bacterias eran en realidad nanomáquinas; y que éstas no han tenido
ningún problema en cruzar el vacío que separa este cometa del resto
de Arcadia. Los militares ya habrán extendido la cuarentena a todos
los cometas de esta colonia. Por supuesto no saben y no serviría de
nada intentar convencerlos de que los nadadores son amistosos. Las cosas están así, tú eres ahora su única baza aquí. Ona se ha retirado a su
nave, y todos esperan que regreses con información sobre lo que aquí
ha sucedido. Y yo ardo en deseos de ponerte al corriente de todo. Vamos...
Levanté ambas manos en un gesto nada amistoso.
—Alto, un momento... —tomé aire, y seguí hablando— ¿Por qué nadie me ha consultado antes de hacerme pasar por esto?
Manuel miró hacia un lado.
—Mea culpa. Lo siento, Diana, pero no puedes imaginar cuánto ansiaba volver a verte. Mostrarte lo que estamos construyendo aquí... —Manuel se encogió de hombros, y volvió a mirarme directamente a los
ojos—. Por otro lado, el proceso es muy seguro, y perfectamente reversible. Si lo deseas podrás volver inmediatamente al tiempo normal.
—¿Si lo deseo? ¿Por qué no iba a desearlo? —le miré asombrada—.
¿Quieres decir que tú, y el resto de los supervivientes de la Hoyle permanecéis aquí por voluntad propia?
—Sí —dijo él, asintiendo con suavidad.
—No puedo creerlo... ¿por qué?
Me tendió nuevamente la mano.
—Diana, ¿confías en mí?
Nunca había confiado en él, y éste no era el momento idóneo para
empezar a hacerlo. No me moví ni un milímetro de mi posición.
—Quiero saber qué pasó aquí. No daré un paso hasta que no me lo
cuentes con pelos y señales. Esos que tú llamas amistosos nadadores mataron a tres miembros de tu tripulación. Manuel, una vez más, ¿qué fue lo
que sucedió aquí hace diez años?
Manuel dejó caer su mano con un gesto abatido.
—Ya te lo he dicho, un accidente. Igual que fue un accidente el que
tú mataras a uno de los nadadores.
—Pensé... todos pensamos que era un cadáver congelado. Lo siento
muchísimo.
Era verdad, desde el momento en el que comprendí que había acabado la vida de una criatura —quizá inteligente—, no había podido alejar
de mi mente aquel error.
—Ellos lo entienden —dijo Manuel—. Es el peligro implícito en un
contacto entre seres de naturaleza tan distinta...
Entrecerró los ojos como si quisiera recordar algún detalle en particular, y empezó a hablar con voz tranquila. Sus recuerdos no podían
estar más claros; para él, todo aquello había sucedido hacía apenas diez
horas.
La Hoyle se había deslizado lentamente hacia el cometa que por aquel
entonces estaba mucho más lejos del grupo de Arcadia.
Tal y como Ema ya me había contado, dispararon las vainas inseminadoras, y se acercaron aún más a la superficie de hielo para analizar las
primeras reacciones de las semillas.
Un cometa posee tan poca masa que una nave no tiene la necesidad
de entrar en órbita. Ambos cuerpos pueden aproximarse uno al otro
como si se tratara de una cita entre dos naves. Era una maniobra muy
sencilla, sin ningún tipo de problemas, Manuel y su tripulación la habían
ensayado una y mil veces; pero en esa ocasión todo fue mal.
Toda la tripulación, incluido él mismo, enfermaron de una forma sú-
bita y terrible. Vómitos, mareos, erupciones... Todo sucedió tan rápido
que ni siquiera pudieron acudir al autodoc para analizar qué era lo que les
pasaba. El piloto fue uno de los primeros en morir, y la Hoyle, cuyo
puente estaba sumido en un agónico caos, se estrelló contra el hielo.
—Toda la sociedad de los nadadores está basada en el uso de las nanomáquinas —dijo Manuel—. Ellos son criaturas acuáticas, carentes de
manos, «poetas amables» e inteligentes como nuestros delfines.
Al parecer, en sus orígenes se comunicaban mediante sutiles y rápidas variaciones en la pigmentación de su piel. Pero esto había quedado
atrás. Los nanorrobots eran ahora su principal sistema de comunicación.
A simple vista parecía un método absurdamente complicado; era como
conversar con alguien contagiándole una enfermedad. Pero Manuel me
explicó lo maravilloso y preciso que realmente era aquel sistema:
—Cada nanorrobot transmite una idea, un concepto, directamente de
un cerebro a otro. Sin malentendidos, sin pérdida de información...
—¿Es eso lo que intentaron hacer cuando os acercabais?
—Sí —Manuel asintió con un amplio gesto—, así es. Sólo intentaban
hablar con nosotros, con el mismo sistema que utilizan para hablar entre
ellos. Pero nuestro organismo reaccionó mal ante la súbita invasión de
microorganismos extraños. Enfermamos... y cuando los nadadores comprendieron lo que había sucedido, se apresuraron en acudir en nuestra
ayuda. Pasamos por el mismo proceso por el que tú acabas de pasar, y
además nuestros cuerpos fueron reparados. Las nanomáquinas no habían
tardado nada en adaptarse a nuestro organismo, y trabajar en él sin causar ningún daño. ¿Te imaginas lo que nuestra sociedad podría hacer con
unos aliados como éstos...? ¿Qué te sucede, Diana?
—Eres un bastardo —dije—. Enviaste algunos de esos nanorrobots
a mi apartamento en Arcadia. Me obligaste a soñar que hacía el amor
contigo.
Pero Manuel no parecía en absoluto arrepentido de eso.
—Siempre supe que vendrías a reunirte conmigo. Eso fue sólo una
botella lanzada al mar; no podía estar seguro de que tú estuvieras en Arcadia en esos momentos, pero en caso de que así fuera, los nanorrobots
te reconocerían, y te transmitirían mis recuerdos.
—Has tenido mucha suerte —admití—, hasta hace un par de años
no había considerado viajar hasta aquí. Sígo pensando igual que entonces,
esto ha sido sólo una casualidad...
¿Intentaba convencerme de esto? ¿De dónde venía la seguridad de
Manuel sobre mis intenciones de abandonar la Tierra? Él siempre se había jactado de conocerme mejor de lo que me conocía yo misma. Pero
ésta era la parte auténticamente odiosa de su carácter, aquella estúpida
autosuficiencia.
Él se limitó a encogerse nuevamente de hombros, y dijo:
—Es posible... Bien, tuve suerte. Siempre fui más afortunado en el
juego que en...
—¿Qué ibas a mostrarme? —le corté.
—¿Confìas ahora en mí?
—No, pero te seguiré.
9
Caminamos juntos por el corredor que, ahora que estábamos bajo
una especie de gravedad, parecía inclinarse treinta grados o más.
¿De dónde vendría aquella gravedad? Pero, claro, la gravedad puede
interpretarse como una aceleración, es decir: espacio dividido por tiempo
al cuadrado. Y para nuestro tiempo alterado, la insignificante gravedad de
aquel cometa se convertía en algo similar a la de la Tierra.
Aquel corredor terminaba en la pared de hielo en la que habíamos
encontrado al nadador. Pero esto también había cambiado.
Al final del corredor el espejo líquido se ondulaba y burbujeaba de
una forma casi obscena. No parecía agua normal, pero tampoco lo veíamos como hielo que es lo que realmente era: hielo fluyendo como en un
glaciar, retorciéndose con el ritmo lánguido de las nubes arrastradas por
una tormenta. Nuestras imágenes se reflejaban y se rompían en aquel espejo inquieto.
Manuel avanzó hacia él con paso decidido. Se hundió en el líquido
hasta la cintura y se volvió hacia mí con una sonrisa.
—¿Sigues siendo tan buena nadadora como recuerdo? —preguntó.
—Ésa es una de las cosas que nunca se olvidan —dije intentando
aparentar una seguridad en mí misma que estaba muy lejos de sentir.
—Entonces ven, el agua está deliciosa.
Me situé junto a él. Aquel líquido parecía algo más viscoso que el
agua, pero su temperatura era agradablemente tibia. Era difícil recordar
que aquello era hielo. Hielo cometario, con una temperatura inferior a los
cien grados bajo cero. Nos estábamos zambullendo en algo que antes me
había parecido tan sólido como la más dura de las rocas.
Manuel tomó aire, y se zambulló. Yo dudé un instante, y le imité.
Me situé junto a Manuel dando potentes brazadas. La viscosidad de
aquel hielo líquido facilitaba, de alguna forma, la natación. Pero era bastante turbio, y yo me pegué a Manuel para no perderme mientras atravesábamos rápidamente aquella zona inundada del corredor.
A pesar de todo los vi.
Eran dos nadadores, como el que habíamos encontrado en el hielo.
Con una diferencia: éstos estaban activos y llenos de vida. Se situaron a
nuestro lado, como dos delfines extraños. Como si comprobaran que no
necesitábamos ninguna ayuda.
Finalmente volvimos a salir a la superficie en una burbuja de aire prisionera cerca de la proa de la nave. El hielo había actuado como un tapón aislando aquella zona.
Era una amplia sala con forma de donut. El suelo estaba curvado y
en las paredes metálicas se abrían multitud de ventanillas. Aquello debía
de haber sido el comedor de la Hoyle, y también el lugar de reunión de
toda la tripulación. Cuando viajara por el espacio, su forma de anillo, al
rotar, crearía una sensación de gravedad; ahora, con la nave enterrada en
el hielo, parecía la locura de un arquitecto de Laputa.
Allí estaban reunidos el resto de la tripulación de la Hoyle. Tres hombres y tres mujeres que me dedicaron una sonriente bienvenida.
Nos ayudaron a salir del líquido, y nos dieron ropas secas.
Manuel me los fue presentando: Luis, Jones, Miranda...
Yo apenas podía retener sus nombres en mi mente. Me encontraba
demasiado confusa, demasiado aturdida para cumplir con aquel acto de
cortesía. Markus ya me había dicho los nombres de todos ellos, pero por
aquel entonces todos pensábamos que esos nombres corresponderían a
cadáveres congelados, cuyos cuerpos irrecuperables yacían bajo toneladas
de hielo. Y ahora, de repente, recuperaban su estatus de seres vivos. De
personas.
Todos parecían ansiosos por conseguir noticias del exterior, eran plenamente conscientes de cómo el tiempo había discurrido de forma distinta para aquellos que habían dejado en Arcadia.
Yo era una recién llegada en la colonia, y no pude contestar muchas
de sus preguntas. Sin embargo, lo más sorprendente era que todos parecían convencidos de que jamás iban a volver a ver a sus conciudadanos.
Sabían que Arcadia ya no era su hogar. Y yo no podía entender esto.
—¿Nadie quiere regresar? —pregunté, y el pequeño grupo me devolvió una mirada de asombro.
¿Regresar?
Manuel estaba sonriendo de nuevo. Le hubiera dado un puñetazo en
la cara; aquella sonrisa suya que irradiaba autocomplacencia...
—¿Aún no has entendido lo que está sucediendo aquí? —me preguntó.
«No», le dije con un gesto; y él se acercó a una de las ventanillas.
—Observa ahí fuera —dijo invitándome a que me acercara con un
gesto.
Obedecí, y a través de la ventana pude ver el extraordinario aspecto
del interior del cometa contemplado a aquella velocidad subjetiva.
Intentad imaginarlo:
La Hoyle estaba clavada, hundida en el hielo. Un hielo que ahora, a
mis ojos, era un líquido. Habían potentes focos por todas partes, trazando turbios haces, e iluminando el oscuro interior de aquella bola de hielo
de casi cien kilómetros de diámetro.
Una maravillosa ciudad submarina estaba creciendo a partir de los
pequeños hábitats creados en las raíces de los árboles-vivienda.
Era como un castillo de cuento de hadas hundido en el fondo de un
lago.
Me sentía viviendo en una especie de ensueño, olvidándolo todo, dejándome mecer por aquel paisaje sumergido como por la más emotiva de
las músicas, con la impresión de hallarme tan lejos de todo que me preguntaba si en algún lugar seguiría existiendo la Tierra.
Veloces nadadores surcaban el líquido desde todas las direcciones, cruzando frente a la ventanilla, desapareciendo entre las torres de aquella
ciudad imposible. Ahora ya no parecían en absoluto malignos.
—Reconozco que el diseño es un poco chocante —dijo Manuel a mi
espalda—, pero ninguno de nosotros es arquitecto, y las nanomáquinas lo
han levantado en sólo diez horas. A mí me gusta, la verdad.
—¿Están construyendo eso para vosotros? —pregunté sin apartar la
mirada del castillo de cuento de hadas.
—Para nosotros, y para nuestros hijos —dijo Manuel, y sentí su
mano posándose sobre mi hombro—. Diana, ahora sé por qué te dejé
marchar. Por qué acepté vivir la vida sin ti. No tenía nada que ofrecerte.
Nada...
Me volví. Los compañeros de Manuel habían regresado a su trabajo. O al menos fingían haberlo hecho. Descubrí a una de las chicas mirándonos de reojo. Me pregunté si habría habido algo entre ella y Manuel y ahora me miraba como una posible intrusa. No logré recordar su
nombre.
Suavemente, retiré su mano y di un paso hacia atrás. Todo estaba sucediendo muy aprisa, pero esto era subjetivo. El tiempo real corría veloz.
Mis segundos eran días; mis minutos, semanas... De repente recordé a
Pablo y sentí un fuerte deseo de volver junto a él.
—Todos nosotros somos colonos —siguió diciendo Manuel—. Viajamos hasta Arcadia en busca de mejores oportunidades, y ésta es la mayor oportunidad que jamás ha tenido la humanidad...
Manuel siguió hablando durante bastante tiempo; y yo, que me sentía
cada vez más ajena a todo aquello, intenté concentrarme en lo que decía.
Al parecer, los nadadores recorrían el espacio, atravesando los eones
como si éstos fueran apenas un suspiro. Exploraban, y extendían su simiente; dos deseos que los igualaban con los humanos. Y creían haber
encontrado en nosotros unos buenos candidatos para establecer una especie de simbiosis.
Los nadadores habían vivido en simbiosis con otra especie mucho
tiempo atrás. Esta otra especie alienígena había encontrado a los nadadores
en su mundo natal; un planeta que era todo un inmenso mar. Una antigua
cultura semejante a la de nuestros delfines en los océanos de la Tierra.
Manuel dijo que esta otra especie, los llamó los Arcanos, provenían de
un universo diferente al nuestro. Un universo donde las estrellas eran
enormes, y se consumían muy lentamente. Los Arcanos habían tenido mucho tiempo para evolucionar, y para crear una civilización inmortal basada en la nanotecnología.
—Por eso, cuando llegó el fin de su universo, los Arcanos se negaron
a desaparecer con él. Simplemente crearon un nuevo universo, el nuestro,
y se trasladaron allí a vivir.
Se detuvo, observando mi reacción ante lo que acababa de decir.
—¿Crees eso? —fue lo único que le dije.
—No lo sé —musitó Manuel— pero los nadadores sí lo creen. Ellos
afirman que los Arcanos les dieron esta tecnología. Que les enseñaron a
vivir con el ritmo de las estrellas, y a viajar por el espacio. Un día, los
Arcanos les abandonaron y ellos desconocen el motivo. Desde entonces
buscan la respuesta, y están dispuestos a colaborar con cualquier especie
alienígena que se interese por su búsqueda.
—Eso tiene todo el aspecto de una religión. ¿No te habrás dejado
enredar por una religión alienígena? —sacudí la cabeza—. No, tú no, por
supuesto.
Manuel aceptó mi ironía.
—Es posible —dijo—. Quizá toda esa historia de los Arcanos sea
sólo una fábula... quién sabe. Pero esta tecnología es real. Los nadadores
nos ofrecen la inmortalidad, y un viaje a través del universo. Un viaje que
yo no deseo hacer solo, Diana. Esto es lo que te ofrezco; quiero compartir contigo esta aventura.
Manuel se quedó mirándome fijamente, con una media sonrisa en los
labios, esperando mi respuesta. Por primera vez parecía inseguro.
Sin duda había preparado ese momento con cuidado, había soñado
con tenerme allí, y lograr un doble éxito: recuperar mi corazón y recuperar todos los sueños que compartimos. Habría querido hacerme amar
aquella aventura que se abría ante él, y por ella que le amara a él. Debía
de sentirse el hombre más rico del universo. Y toda esta riqueza me la
ofrecía a cambio de algo que una vez había disfrutado gratis: mi amor.
—Eso no es posible —dije cruzando los brazos sobre mi pecho.
Su media sonrisa se fue helando lentamente en sus labios.
—¿Por qué?
—El tiempo ha pasado de forma muy diferente para nosotros dos. Y
lo gracioso es que, esta vez, no se trata sólo de una forma de hablar. Para
mí han sido quince años, Manuel. Quince años. Si tu ego te deja considerar esto durante un minuto lo comprenderás. Tú te marchaste a cumplir
con tu sueño, y mi vida continuó. Quizá entonces nuestros sueños podrían haberse mezclado, pero eso ya no es posible. No me conoces, Manuel, ya no soy la niña insegura que recuerdas, y nunca lo volveré a ser.
Él bajó los ojos, y asintió lentamente, como si lo comprendiese todo;
aunque yo sabía que no había entendido nada.
—¿Hay otro hombre, verdad? —su voz era un susurro.
—Y qué si lo hay. Eso no tendría nada que ver con lo que te he dicho. No necesito estar sujeta a un hombre o a otro. Soy un ser individual, ¿entiendes?
—Si existiera otro hombre lo comprendería —insistió él.
Éste era el hombre que había amado, con el que un día había soñado
compartir mi vida. Había dormido con él, le había confiado mis más íntimos pensamientos, me había sentido plenamente compenetrada con él, y
es esos momentos me parecía un perfecto desconocido.
—Existe otra persona —dije por fin, con un gesto de cansancio—.
Alguien muy diferente de ti. Alguien capaz de renunciar a todo por estar
a mi lado. Algo que ni tú ni yo hicimos el uno por el otro.
Manuel mantuvo su expresión hosca, y esperó a que siguiera hablando.
Pero yo no tenía nada más que decirle.
El silencio se estaba alargando y creaba un muro cada vez más sólido entre nosotros dos. Un muro que el orgullo de Manuel le iba a impedir escalar.
Miré a un lado y a otro, hacia las otras seis personas que le acompa-
ñarían en aquella aventura. La chica cuyo nombre no recordaba, seguía
mirándonos de tanto en tanto.
«Tranquila, muchacha, no hay ningún peligro en mí.»
—Creo que debo regresar —dije.
—Sí —dijo él con premeditada frialdad—, si no piensas quedarte debemos damos prisa, el tiempo corre muy rápido ahí fuera.
Yo no hacía más que pensar en eso. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
¿Una hora? ¿Y cuánto significaría eso en el tiempo real?
Tenía la mente demasido confusa como para calcularlo.
Luego, todo sucedió aún más rápidamente. Me despedí de la tripulación de la Hoyle y les deseé suerte a todos. Ellos me dieron un chip con
mensajes grabados para sus familiares en Arcadia y en la Tierra.
Di un último vistazo a aquella ciudad sumergida intentando grabar en
mi mente hasta el último detalle. Si en los próximos años iba a soñar con
aquel lugar, quería que mis sueños fueran lo bastante precisos.
Manuel y yo recorrimos juntos y en silencio el camino hacia la popa
de la Hoyle.
10
Desperté a bordo de un pequeño remolcador cometario, observada
atentamente por un adaptado que podría ser otro clon de Ona y Ema.
Pero no lo era, simplemente yo aún no era capaz de distinguirlos.
Había trascurrido un año y medio desde la última vez que tuvieron
noticias mías.
¡Un año y medio!
Me estremecí pensando en todo lo que Pablo debía de haber pasado.
Yo sólo deseaba una cosa; hablar con él, pero Markus no me iba a permitir hacerlo tan fácilmente.
Yo tenía muchas cosas que explicar. El adaptado me contó que durante ese año y medio en el cometa se había vivido en un estado de terror.
Al parecer, Manuel se había comunicado con ellos, y les había hecho
una descripción bastante exacta de lo que les había sucedido. Y la presencia de las nanomáquinas en todos los cometas de Arcadia no tardó en ser
detectada. Ésta era una medida de seguridad ideada por Manuel para evitar que los militares bombardearan el cometa Fred tras mi desaparición.
Pero esto, con ser efectivo, no había contribuido precisamente a tranquilizar los ánimos. Toda Arcadia había sido puesta bajo cuarentena, y una
flota de naves de guerra vigilaba que nada intentara abandonar este sector
de Oort. Bueno, quizá mi regreso, sirviera para tranquilizar los ánimos.
Quizá.
Antes de despedirnos, junto a la entrada de la cámara de descompresión de la Hoyle, Manuel me había dicho:
—Los nanorrobots de Arcadia están sincronizados con tu huella
mental. Podrían seros muy útiles si os decidís a usarlos, pero sólo tú, con
una sola orden, puedes hacer que todos se autodestruyan.
—No quiero esa responsabilidad —dije.
—Lo siento preciosa, pero aquí no te dejo elegir. Si las cosas se ponen feas con los militares quizá no te quede otra opción que destruirlos.
Pero tú siempre has sido muy persuasiva. Quizá les convenzas de que
son tan útiles como inofensivos...
Abrí la boca para protestar, pero Manuel me hizo callar con un beso.
Me cogió por sorpresa, y ni siquiera intenté resistirme. Bueno, lo consideré como un tributo por el pasado.
—¿No puedo convencerte de que te quedes junto a mí?
—No —dije con suavidad—. Manuel, celebremos que estamos vivos,
que hemos vuelto a estar juntos, aunque sea durante este breve instante,
y que tenemos la suerte de vivir la vida que cada uno hemos elegido.
—Son realmente cosas estupendas que merecen celebrarse. Sí, tenemos mucha suerte... —sonrió con tristeza—. Ojalá quisieras también venir conmigo...
—Ojalá fuéramos de nuevo aquellos dos jóvenes. Pero ya no lo somos, nunca lo seremos ya. Eso tienes que aceptarlo.
Manuel se apoyó en el marco metálico de la compuerta y me contempló detenidamente, en silencio, como si quisiera grabar mi imagen en
su retina.
—Nunca te olvidaré —dijo, y cerró la compuerta de la cámara dejándome sola en el interior.
Los nanorrobots debieron entonces dormirme, y realizaron en mí el
proceso inverso que devolvería a mi reloj biológico su ritmo original.
Me senté con paciencia frente al monitor del comunicador. La nave
se deslizaba con parsimonia hacia la agrupación de cometas de Arcadia.
Iba a tener mucho tiempo libre hasta que llegáramos.. Hasta que volviera
a reunirme con Pablo.
Esperé hasta que el feo rostro de Markus apareció en la pantalla.
Fueron sólo tres segundos, pero es curiosa la forma en cómo el tiempo
se alarga a veces. Pensé mientras tanto en lo último que Manuel me había dicho:
«Nunca te olvidaré.»
Era algo más que una frase de despedida. Era casi verdad.
En aquel momento, los labios de Manuel, debían de seguir pronunciando la última sílaba de aquella frase.
«Nunca te olvidaré.»
Miles de años después de mi muerte, Manuel podría seguir cumpliendo su promesa. Mientras las estrellas envejecían a su alrededor.
La voz de Markus me devolvió a la realidad:
—Diana, me alegro tanto de verla con vida. Tiene mucho que contarnos, hijita —dijo.
¡No podía imaginar cuánto!
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