La estación estaba solitaria. Un hombre iba y otro venía. A veces la lengua de la campana mojaba de sonidos balbucientes sus labios redondos. Dentro se oía el rosario entrecortado del telégrafo. Yo me tumbé cara al cielo y me fui sin pensar a un raro país donde no tropezaba con nadie, un país que flotaba sobre un río azulado. Poco a poco noté que el aire se llenaba de burbujas amarillentas que mi aliento disolvía. Era el telégrafo. Sus tic-tac pasaban por las inmensas antenas de mis oídos con el ritmo que llevan los cínifes sobre el estanque. La estación estaba solitaria. Miré al cielo indolentemente y vi que todas las estrellas telegrafiaban en el infinito con sus parpados luminosos. Sirio sobre todas ellas enviaba tics anaranjados y tacs verdes entre el asombro de todas las demás.
El telégrafo luminoso del cielo se unió al telégrafo pobre de la estación y mi alma (demasiado tierna) contestó con sus párpados a todas las preguntas y requiebros de las estrellas que entonces comprendí perfectamente.
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