Es el viejecito negro de los velorios, el que se sienta a un rincón, el paraguas enorme entre las piernas, el sombrero hongo sobre el puño del paraguas, la cara tan compuesta y melancólica que es la imagen de la oficial tristeza; a quien nadie pregunta con quién ha venido, porque se supone siempre que es el amigo del otro, y porque armoniza tan bien con el dolor de la casa aquella su antigua y espléndida tristeza.
Y si le dan café, lo toma suspirando pesaroso, como dolido de que el muerto no participe también del piscolabis. Y si no le dan, se está callado y tranquilo entre las coronas, hecho un cirio de repuesto.
Y cuando desaguazan la noche de entre el aire, quedando apenas sus últimos posos, y echan en su sitio las primeras cenizas del alba, el viejecito se escurre entre los asistentes, sube, a la puerta, el cuello de su saco, se pierde luego al cabo de la calle, sepultado bajo los copos cenicientos de la madrugada.
Y nadie lo recuerda luego, al viejecito invisible de los velorios.
En todos ha estado, vestido de distintas trazas, desde el principio del mundo. Y en todos estará, hasta que le toque velar la tierra calva, muerta de su vejez y de la enfermedad de sus grandes huesos.
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