Fermín había sido siempre de carácter raro. Se le veía en silencio vagar largas horas por el campo, solo y sin objeto, de día o de noche, lo mismo a pie que a caballo. Si lo detenía alguien para preguntarle qué hacía, lo miraba sorprendido como si despertara de repente sin haber oído, y después de repetírsele la pregunta, contestaba invariablemente:
—Nada; tomo el fresquito.
Y a veces hacía un sol que achicharraba.
Una tarde de un día de esquila, varios peones dormían la siesta debajo de un galpón, y entre ellos estaba Fermín, tendido sobre una carona, recibiendo todo el sol que le caía a plomo, haciéndolo sudar a mares como si lo derritiera. Enfrente del galpón estaba la casa: un rancho inclinado que parecía quererse echar a la sombra de los álamos, cuyas ramas se doblaban agobiadas por el calor, y un poco más allá, se veía el ancho y bajo corral lleno de ovejas, que, ansiosas de sombra, se apiñaban en grupos jadeantes y embrutecidas.
Temprano había empezado la tarea. Las ovejas agarradas y maneadas en el corral, eran llevadas al galpón y colocadas sobre cueros tendidos expresamente; y allí los paisanos, casi todos trayendo chiripá de merino o arpillera, inclinados sobre el animal, en cuclillas unos y otros arrodillados, manejaban hábilmente la tijera de esquilar, quitando el vellón, que entero y limpio otros ataban con un hilo.
Eran quince los que trabajaban, y sólo bromas livianas y el resoplido de cansancio que lanzaban los animales por las móviles narices de su apretado hocico, resaltaban sobre el áspero e incesante chirriar de las tijeras. De cuando en cuando alguien concluía, y una oveja era soltada, saliendo del galpón a tropezones, entumida por las ligaduras, extrañada de ver a sus compañeras tan feas y sentirse desnuda, sin el vestido que hacía un año no mudaba.
Mientras tanto, Fermín seguía durmiendo. De pronto despertó, y se sentó sobre el recado afirmando las dos manos en el suelo. Estaba pálido, parado el lacio y cerdoso pelo, y con una expresión de terror en sus pardos ojos, brillantes y saltados, como si la fermentación de su cerebro los empujara.
Las tijeras dejaron de chirriar y todos lo miraron. Entonces Fermín se puso en pie, con el cuerpo echado hacia adelante, los brazos entreabiertos y en tensión, los puños crispados y temblando todo. En seguida atropella al grupo, con fuerza incalculable toma en los brazos a uno, lo aplasta contra el suelo, y le aprieta el cuello como queriéndolo estrangular.
Es preciso el esfuerzo de tres hombres para sujetarlo y mientras el contuso se alza medio ahogado y uno del grupo grita: "Sujeten bien a ese mamao!", él sigue forcejeando, nervioso y terrible, mostrando que en un momento su mansa manía se había transformado en locura furiosa.
Al otro día el comisario se hizo cargo de él para llevarlo al pueblo. Ya entonces estaba más tranquilo, se reía a carcajadas sin motivo, miraba a sus amigos sin conocerlos, y a todos les ofrecía vacas y caballos por cigarros que mascaba en vez de fumar.
El día de la marcha, se dejó sin resistencia atar los pies por debajo de la barriga del caballo, y, escoltado por la policía, marchó siempre riendo ruidosamente dejando sin sentimiento el campo, las casas y los montes que lo habían acompañado toda la vida. Cuando llegó al pueblo mostró la misma indiferencia: parecía no ver nada.
Lo llevaron al cuartel, donde estaba lo que llamaban impropiamente cárcel.
El cuartel lo formaban dos cuadras largas y paralelas en que vivían los soldados; un cerco muy alto separaba la mitad del fondo de un terreno baldío y la otra mitad la limitaba el calabozo: una pieza obscura con un patio al frente, al que cerraba una reja de hierro enclavada sobre una pared baja; en lado opuesto el cuerpo de guardia que protegía la entrada, a cuya derecha se veía el pequeño cuarto de la mayoría.
En el conjunto y mirado de fuera, era un edificio grande y viejo, que con descaro mostraba sus paredes hendidas y sus revoques deshechos, como pordiosero acostumbrado desde tiempo a sus andrajos. En los ladrillos desnudos y gastados, en las puertas y ventanas desvencijadas, en todo él, se leía este triste convencimiento del que siente que se arruina sin remedio; y el portón, que era lo más alto, con sus robustos pilares vencidos, parecía la gran cabeza del cuartel, inclinándose con resignado cansancio.
Ese día, como en todos, se notaba dentro de él, el aspecto y la actividad propios de los cuarteles. Dos soldados hacían fagina barriendo con escobas de chilca el espacioso patio; otros, sentados en las puertas de las cuadras, limpiaban con perezoso cuidado sus armas, que debían aprontar para la próxima revista. En el fondo del patio, un cabo armado, de una vara, enseñaba a tres reclutas a marcar el paso, al son del incesante: "uno, dos; dos, dos", que pronunciaba con aburrido esfuerzo, sin interrumpirlo ni para dar los frecuentes varazos. En las cuadras, muy limpias y vigiladas por una imaginaria, brillaban sobre caballetes los largos fusiles, caladas las bayonetas, lucientes y puntiagudas. Sobre las tarimas había ponchos arrollados mostrando su roja bayeta; otros, tendidos, servían de cama a los soldados que descansaban de la guardia anterior, acostados, sentados y echados en distintas posturas, haciendo cigarros los unos, y otros tomando mate en la galleta lustrosa y con la característica bombilla de lata, vieja y cortada.
En la mayoría, el oficial de guardia leía la táctica, mientras el capitán se hacía afeitar por un asistente. Los presos, algunos se mostraban en la reja, recostándose aburridos, y otros se paseaban en su estrecho patio con las manos atrás, silbando o fumando.
Cuando entró la comitiva que traía a Fermín, muy poco se modificó el aspecto del cuartel: nadie se movió, acostumbrados como estaban a aquellas entradas. Sin embargo, cuando el oficial de guardia dijo que se trataba de un loco, hubo un poco de agitación, un momento de curiosidad; después, como si tal cosa.
Fermín, dentro del calabozo, estuvo tan a gusto desde el primer momento como si fuera su casa. Hablaba a todos con gran confianza y les pedía cigarros, que era una de sus manías. En cambio ofrecía siempre caballos y novillos, y hablaba a gritos de los innumerables animales de su hacienda imaginaria.
Y allí vivía gritando, siempre contento, conversando familiarmente con los militares y dirigiéndoles la palabra a los centinelas, a quienes llamaba ''hermanos".
Las evoluciones y los ejercicios de la compañía, lo entusiasmaban. Marcaba el paso como ellos, gritaba hasta desgañitarse en las alegres dianas y se excitaba principalmente con las formaciones, que él llamaba "paradas de rodeo".
Una noche, tiempo andando, Fermín dormía como de costumbre en la tarima, junto con los demás presos. El cuartel estaba en silencio. En las cuadras, alumbradas por una lámpara que quebraba su luz en las bayonetas de los fusiles, todos dormían menos la imaginaria que caminaba perezosamente. En el cuerpo de guardia, varios soldados rodeaban en grupo el fogón, otros se sentaban en los bancos del frente bien iluminado, donde paseaba el centinela, que se eclipsaba a ratos al pasar por la sombra alargada de la garita. Desde el patio sólo se veían el oficial de guardia leyendo en la mayoría, y un farol grande que parecía un ojo vigilante del cuartel, desparramando su soñolienta mirada sobre el calabozo, y a cuya luz otro centinela paseaba también con aire distraído. No se oía otro ruido que el susodicho de la guardia y esas palmadas con que a intervalos regulares los centinelas se preguntan si están alertas.
De repente Fermín despertó, como le sucedía con mucha frecuencia; mas si había de quedarse con los ojos muy abiertos pero indiferentes, medio se recostó en la tarima, empezó a observar el techo y las negras paredes a la escasa luz que penetraba por la única puerta del calabozo, que siempre quedaba abierta. Por primera vez, desde que estaba allí, hacía aquello, como si un vestigio de lucidez hubiera alumbrado su mente, como si hubiera amainado un instante el viento que se agitaba dentro de su cráneo, arrebatando su pensamiento.
Después, en obscura asociación, empezó a concebir jirones de ideas que le evocaron recuerdos turbios y lejanos. Pensó vagamente en su vivienda, que comprendía no era aquella, en sus animales, en sus cuchillas queridas y se le despertaron anhelos de reanudar sus solitarios paseos.
Se levantó de la tarima brusco y asustado; pero una vez en pie se tranquilizó en seguida y se dirigió hacia la puerta con el paso calmoso y la actitud silenciosa que en otros tiempos le eran peculiares.
Salió al patio, y al primer paso que dio en él, el centinela le mandó hacer alto.
Como no fuese atendido, le gritó con mucha más fuerza a la vez que martillaba su fusil.
Esta vez Fermín oyó. Se estremeció sorprendido, se le embravecieron los ojos y el huracán de su locura se desencadenó con más fuerza que nunca dentro de su cabeza, como si quisiese volarle el cráneo. Fijó la mirada incierta en el centinela, y amenazador, con los puños crispados, se precipitó hacia él en un salto de fiera.
Pero éste disparó su fusil, y la bala, arrastrada por una impulsión vertiginosa, le fue al encuentro para detenerlo en su arranque de locura, abrasándole el pecho y tumbándolo de espaldas en el suelo. Esto fue tan rápido, que el golpe seco de su caída, levantándose entre un grito de rabia, fue el eco pesado y lúgubre de la detonación que se produjo.
Aún no había tocado el suelo, cuando Fermín, revolviéndose con el esfuerzo rápido de la fiera herida, se levantó abalanzándose, ciego, hacia el centinela que preparaba su fusil de nuevo, gritando por el cabo; pero se estrelló contra la reja sin conseguir abrirse paso. Allí, rabioso, forcejeando hasta desgarrarse las carnes por querer pasar su espantosa cabeza por entre el espacio de dos barrotes, tomó entre sus puños otros dos, zamarreándolos con vigor centuplicado, capaz de arrancarlos, moviendo la reja toda, que crujió en un largo quejido, como si sintiese destroncarse, sus miembros metálicos.
En aquel esfuerzo de un segundo, esfuerzo sobrehumano, monstruoso, pareció gastar las energías todas de su vida, pues cerró los ojos entre temblores violentos y resuellos rápidos, entrecortados y difíciles. Después volvió a abrirlos, húmedos y tristes, iluminados por la luz de la razón, ausente en ellos desde antes que por primera vez los hiriera la luz del día; y envolviendo al centinela en una mirada de angustia, llena de una amarga expresión que nunca sus miradas habían tenido, le dijo con voz quejumbrosa, débil, que parecía abrirse paso apenas al través de una espuma sanguinolenta que ya le llenaba la boca: "Qué bárbaro, hermano... me lastimaste!..."
Sus brazos se aflojaron, su cabeza pegó en el pretil de la reja, produciendo un ruido mate, y rodó por el suelo, silenciosamente, para no levantarse nunca más.
La detonación, el grito y el ruido, pusieron en movimiento en un instante a todo el cuartel. El oficial salió al patio, la guardia corrió a sus armas, la soldadesca, despertada con sobresalto, se levantaba y corría, saliendo en confusión, desatinada, sin saber de lo que se trataba ni adónde dirigirse, y los presos, fuera de su calabozo, se aglomeraban alrededor del pobre loco, cuyo cuerpo ensangrentado alumbraba la luz del farol. Ordenes, gritos, ruidos de armas, carreras por las cuadras, pisoteos en las tarimas, se oían a la vez, confundidos, produciendo un rumor sordo, que sonaba como un amplio murmullo malhumorado y enorme, creciente más y más.
Pronto se supo el origen de aquella barahúnda, que fue disminuyendo poco a poco.
Se reveló el centinela, levantó el cadáver y se mandó que todos volvieran a sus puestos.
Empezaron a acallar los rumores; las corridas por las cuadras y pisoteos por las tarimas se hicieron menos frecuentes; se oyeron los últimos ruidos de armas, los últimos comentarios, y un cuarto de hora más tarde todo estaba enquiciado y tranquilo. El frío egoísmo convidaba al descanso y el viejo cuartel volvió a sumirse en su letargo de la media noche, sólo interrumpido por los cuchicheos de la guardia y por las palmadas con que, a ratos, los centinelas anunciaban estar alertas.
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