Carlos Briones: La otra orilla

Carlos Briones


Un hombre sueña: una esquina, una calle, y en el fondo de la calle, una casa. Sabe que sueña. Avanza, entre neblinas, por unos gastados piedrones negros y lustrosos. Entra en la casa. Después de la puerta de calle, un amplio corredor le ofrece posibilidades diversas. Abre una puerta interior. En una habitación amplia y en penumbras, un hombre, en un sillón dormita. Un hombre de unos cuarenta años, que no parece cansado ni preocupado.

El recién llegado lo observa. En una mesa cerca del sillón hay un libro. Siete Noches, es su título. El recién llegado se acerca al dormido. Primero con curiosidad, luego con estupor. Reconoce los rasgos de la cara, el abundante pelo negro, el rictus de los labios en descanso y la manera de dormitar con la cabeza apoyada en el pecho, las manos cruzadas y abandonadas. Estos detalles le son familiares, más que familiares, le son íntimos. El que está sentado se inclina, toma una hoja de papel y un bolígrafo, y comienza a escribir rápidamente. Al recién llegado le incomoda esta indiferencia.

Transcurre un instante, unos segundos, una suma de segundos.

El que escribe, sigue concentrado en su quehacer. El otro no sale de su asombro. Observa con curiosidad y con inquietud controlada, reprimida. La letra del que escribe comienza a deformarse. Y sin interrumpirse le dice al recién llegado:



-Acabo de soñar conmigo mismo, y quiero seguir esa sugerencia de Borges, de manipular el producto más intenso de nuestra imaginación.

-También me parece estar soñando –dice el recién llegado.

-Lo sé, pero para usted que no es escritor no debe ser lo mismo que para mí.

-Naturalmente. Yo prefiero leer a escribir.

-No me dice nada nuevo.

-Yo también conozco algo de Borges –dice el recién llegado, con cierta, expresamente, mal disimulada vanidad-, y durante muchos años, siguiendo su recomendación, he aspirado a la dicha de comprender, más que a la de escribir.

-También lo sé –dice el que escribe sin interrumpir su quehacer.

El recién llegado pregunta:

-¿Se puede tener acaso dos personalidades?

-¿Qué quiere decir con eso de se puede? No sólo se puede, sino que se debe –le dice el que escribe, con cierta insistencia, con cierta entonación de convencimiento que denota más un deseo de convencer que de explicar-. De otra manera sería imposible –sigue-, no nos soportaríamos, no nos daríamos tregua.

-Me cuesta discutir sin imágenes –dice el otro interrumpiendo, pero el que escribe ignora la observación y sigue:

-Uno es uno, para uno; y uno es otro, para los demás.

-¿Cómo y cuándo –quiere saber el recién llegado-, podré tener la certeza, la comprobación de esa ecuación?

-La calle existe, ¿no? –interroga y afirma el que escribe-, lleva el nombre de uno de los signos zodiacales; los piedrones negros y gastados, los sacaron hace algún tiempo. Usted estuvo una vez aquí, y le gusta soñarse aquí. Le gusta soñar que una parte suya; sólo una parte, se repite aquí, se encuentra aquí nuevamente, sin molestar, sin preocupar a nadie.

-Sí –responde con incomodidad el recién llegado.

-A veces, durante la vigilia (con el propósito de realizarlas evidentemente), usted ha tramado distintas arquitecturas oníricas. Quiero decir que se ha dormido con el propósito, con la esperanza, de soñar lo que usted quiere soñar. Y lo que usted quiere, es soñar con la dueña de esta casa. Pero la dueña de esta casa sólo vigila su vigilia, donde usted cada vez le repite su veneración. ¿No es así? –pregunta el que escribe.

-Yo estaba convencido que uno soñaba lo que uno quería -argumenta el recién llegado-, y dudaba, todavía dudo, del Doble-Ser. Sin embargo he constatado algo con satisfacción. En mi modesto caso, a este y al otro lado de la vigilia, he reconocido con agrado una tranquilla veneración por Rulfo, una serena pasión, platónica acaso, por Rosa Río-Zugmann, y un ardiente apetito carnal por esa muchacha que en algunos relatos eróticos se llama Ariadna Francis.

-Pero nada respalda su certeza de que no hay motivos para que sienta angustia al despertar –objeta el que escribe, sin abandonar su quehacer.

-Mi terror no es durante la vigilia –argumenta molesto el recién llegado-. Lo diré de otra manera, intento decirlo de otra manera: en mis sueños, algo se niega en mí a despertar. Los psicólogos (a los que he consultado, para dejar tranquila a mi mujer), sostienen que mi verdadero terror es al hecho que, durante la vigilia, sin saberlo, yo pienso que me voy a dormir y a soñar eternamente. Los especialistas a los que he consultado son amigos míos, de manera que puedo asegurar que sus puntos de vista no están estrictamente apegados a los catálogos de interpretaciones. Sin que lo diga, no creo haberlo dicho, en verdad, le temo a la muerte, al tránsito hacia la muerte.

-¿Se refiere a ese tránsito lleno de mangueras y de tubos de oxígeno, con gente infeliz mirando la pantalla de algún aparato, e interpretando sus señales, al tránsito doloroso, a una agonía mortificante? ¿A eso se refiere? ¿Eso lo espanta?

-Mi ideal es una muerte durante el sueño, plácida, ignorada –confirma el recién llegado-. Me gustaría saber que mi regreso a la vigilia será feliz y no debajo de la carrocería de uno de esos artilugios que en Santiago de Chile se les llama micros -agrega con repudio.

-Una bala que lo mate, no una bala que lo despierte. ¿Ese es su ideal? –pregunta el que escribe.

-Disfruto, hasta donde puedo, de eso que llamamos vida, pero no estoy dispuesto a hacer nada por o para mantenerme en ella –reconoce el recién llegado y se sienta.

-Estamos de acuerdo –dice el que escribe. Y despierta.

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