Nuria C. Botey: El bolso de Marga




Tenía nombre de culebrón, Úrsula Margarita Willins, y caderas de vértigo. Y a pesar de que las raíces yankees de su padre le hubieran abierto las puertas de cualquier uni­versidad norteamericana, la sangre caliente de su mexicana madre —a quien enseguida comprendí que idolatraba— le impulsó a decantarse por la Universidad Complutense de Madrid para cursar el Master en Economía y Desarrollo Sostenible dirigido por D. José Ignacio Santos, uno de mis antiguos profesores de macroeconomía.
Era la época en que yo preparaba mis primeras oposi­ciones a inspector de Hacienda, y mi futuro se traducía en una estancia casi a pensión completa en la biblioteca de la Facultad de Económicas. Contra todo pronóstico, la situa­ción no era tan mala: el recinto estaba bien acondiciona­do, tibio en otoño e invierno, fresco en primavera y vera­no, y apenas había trasiego de estudiantes, ya que el ochenta por ciento de los alumnos de mi licenciatura pre­fiere esparcir sus apuntes en los puestos de lectura de la cercana biblioteca de Psicología, cuyo porcentaje de fémi-nas es muy superior al nuestro. Supongo que gracias a eso Marga se dirigió a mí y no a otro en aquella mañana de octubre de 2001.
—¿Está libre?
El susurro cálido y opaco, con un deje a humedad y a vai­nilla de Papantla, me obligó a levantar la cabeza del tema­rio como si aquella voz hubiese pulsado un resorte en mi nuca cuya existencia yo desconocía. Su propietaria no era alta, metro sesenta y cinco poniéndonos generosos, pero su lacia cabellera rubia y sus ojos azules bajo cejas oscuras apenas depiladas le hacían parecer imponente.
—¿Co... cómo dices? —balbuceé, incapaz de evitar el descenso de mis ojos al infierno de su busto, enhiesto y des­afiante bajo el canalé de un suéter naranja.

—Digo que si está libre este puesto —repitió con una mirada encendida por la risa, a la par que apoyaba su mano izquierda en el respaldo de un silla contigua a la mía.
Me sentí enrojecer por instantes. Sin embargo, o bien ella no reparó en mi gesto, o simplemente prefirió ignorarlo. Descorrió el asiento, permitió al suelo de la silla extasiarse sopesando la tela de los vaqueros que cubría sus nalgas prietas, y se acomodó en el regazo aquel enorme y llamati­vo bolso rojo que un momento antes pendía de su hombro derecho.
—¿Estudias acá? —me interrogó con una sonrisa desti­nada a fundir el hielo de los casquetes polares.
—¡No! No, yo ya no... —alardeé, procurando esconder al recién licenciado que prepara oposiciones de tipo A tras la fachada absurda del hombre de mundo que jamás he sido. Pero como era de esperar en una hembra de su calibre, ella se olió la trampa a distancia.
—Pues nadie lo diría —susurró, señalando con picardía los cuatrocientos folios que me acompañaban. Y, evidente­mente, no tuve más remedio que invitarle a un café.
A partir de aquel día, me convertí en su más devoto ser­vidor, comenzando por doblegar mi abnegado plan de estu­dios —ocho horas al día hasta la fecha de la convocatoria— a la laxitud de horarios de sus clases, las cuales apenas ocu­paban las tardes de los viernes y las mañanas de los sába­dos. «Al fin y al cabo, el examen no será hasta el mes de julio, y sólo estamos en octubre», trataba de consolarme los días en que ella prefería salir sola, de tiendas o de museos, a hacerlo en mi compañía, forzándome así a volver sobre esa montaña de apuntes que cada vez me atraía menos. Y es que Marga me tenía sorbido el seso.
Para empezar, su pelo rubio y sus ojos azules, inusitada herencia de Mr. Willins —ingeniero texano y jefe de pros­pecciones en la petrolera que perforaba las selvas del Toto-nicapán en busca de oro negro por la época en que su madre, Carmen Guerrero, se trasladó a vivir a la región— ejercían sobre mí un embrujo muy difícil de superar. Pero aquel hechizo de rasgos caucasianos no era nada en com­paración con el resto de la magia de Marga. Porque cuando el azul y el platino pasaban a segundo plano a fuerza de mirarlos, la energía primigenia de su sangre azteca se apo­deraba de mis retinas. Y entonces su piel tostada, tersa y brillante como chile verde, sus pómulos altos y arrogantes, su nariz recta y sus labios gruesos me subyugaban sin remedio. Eso, por no hablar del lo que sentí cuando me dejó conocer sus piernas torneadas, su vientre moreno o sus pezones de café.
Con todo, su físico distaba mucho de ser lo más deslum­brante en ella. En cambio, el tono de su voz, la fuerza de sus argumentos y, sobre todo, la vehemencia con que los defendía... En fin, ¿qué puedo decir? Me tenía fascinado
Sólo había algo que me disgustaba. Lo cierto es que no era más que una estupidez, un detalle sin otra importancia que la mera estética... Y que jamás habría ascendido de categoría de no haberme tomado yo la libertad de meter las narices donde nadie me había sugerido que las asomara.
Pero es que cuanto más tiempo pasábamos juntos, más me molestaba aquella cosa que, casi me da vergüenza decirlo, no era otra que su bolso. ¿Cómo podía una mujer así de bonita e inteligente cargar a todas horas con seme­jante adefesio? Especie de saco hecho en plástico color guinda, que colgaba casi a perpetuidad de su hombro dere­cho como una vejiga, o una presa decapitada, desollada e informe.
Eso sí, a juzgar por sus dimensiones, el trasto debía ser enormemente útil... Pero yo estaba convencido de que te­nían que existir cientos de modelos mucho más estéticos con igual capacidad. Y no porque fuera un experto en moda femenina, sino porque ninguna chica moderna, elegante y con tanto dinero como Marga se hubiera conformado con tener un solo bolso. En cambio, ella... En fin, no había sitio al que no lo llevase: al cine, a la facultad, al teatro, a la ópera o al parque del Retiro, cualquier lugar era bueno para estar los tres juntitos: ella, yo... y el dichoso fuelle de gaita aquél.
—Oye, cariño, ¿no has pensado nunca en cambiar de bolso? No sé, uno a juego con el color de tus ojos, por ejem­plo —me atreví a sugerirle una tarde—. A mí me haría mucha ilusión regalarte algo así —añadí luego, con esa cara de embeleso idiota que se nos pone a los enamorados. Pero su respuesta me sacudió rápidamente la tontería del cuerpo.
—¡Pues guárdese las ilusiones, m'hijito! —exclamó con el acento totonaco que reservaba para los momentos de auténtico enfado, al tiempo que ceñía entre sus brazos el objeto de mis pesares.
—Mujer, sólo era una sugerencia que...
—Mira, Antonio —me interrumpió, ya con su habitual castellano entre cosmopolita y mestizo—. Una cosa es que tú y yo hayamos cogido un par de veces, y otra que te metas en mis asuntos.
—¡Pero si no me estoy metiendo en nada, Marga! Ya te digo, sólo era una sugerencia. Es que ese trasto no te hace justicia, preciosa. Parece...
—No me importa lo que parezca, güey. Y si tanta ilusión tienes por regalarme algo, ¿por qué no me compras el últi­mo libro de Giddens?
Ni que decir tiene que al día siguiente le entregué, envuelto en papel de regalo y con un enorme lazo rojo, On the Edge. Y, por supuesto, el asunto del bolso jamás volvió a ser mencionado.

En honor a la verdad, tampoco me costó demasiado evi­tarlo. Y es que cuando estaba junto a ella, mis ganas de hablar se disolvían por completo en las de escuchar sus palabras. Era como si llevasen implícita la fuerza de las narraciones de Rulfo, Fuentes, Paz o Volpi. Sobre todo, cuando me contaba cosas acerca de su familia.
—Ya ves, a mí Mendel me hizo la higa —decía, sujetán­dose mecánicamente un mechón de pelo lacio tras la oreja derecha—. El cabello oscuro y los ojos marrones son genes dominantes... ¡y aún así, el pinche de mi viejo consigue preñar una niña casi gringa en la barriga de mi mamá!
—¿Y no te gusta parecerte a tu padre?
—Ni me gusta ni me deja de gustar. Es como la relación con él: ni me va ni me viene. Nunca se preocupó ni tantito por mí, ¿sabes? Me pasa pensión, eso sí... Pero jamás tuvi­mos de qué hablar. El estaba mucho tiempo lejos de casa por causa del trabajo, y a su regreso todo parecía molestar­le. En especial, las brujerías de mamá. ¡Ay, no pongas cara de zonzo, Antonio! Sí, mi mamá es bruja. Y no de naci­miento, sino de accidente, que son las más poderosas.
—¿Cómo que de accidente? ¿Qué clase de accidente puede convertir a alguien en bruja, vamos a ver?
Marga se puso muy seria, frunciendo un poco los labios. Sus ojos brillaban como dos carámbanos azules. Acarició la barriga del bolso como si rozase la cabeza de un niño y, tras un profundo suspiro, se lanzó a explicarme sus palabras.
—En la vida, Antonio, hay cosas que pueden volver del revés a una persona. Dejarle meramente el pellejo por den­tro y las entrañas a la vista, como quien diz. Pero si uno tiene el corazón tan fuerte como para que no se detenga de miedo ante ellas, los poderes que le quedan son tan formi­dables como los vientos más recios. Y eso nomás fue lo que le pasó a mi mamá un día de muertos, mucho antes de conocer al gringo y de nacer yo. Ella se lo contó a Eduardo Antonio Parra, y él lo puso por escrito en un cuento que llamó "Los Santos Inocentes". Pero ésa es una historia que merece leerse, no contarse, m'hijo, así que sólo te diré que lo primero que hizo mi mamá al salir de la tumba vieja y vacía en que le pusieron los difuntos, fue abandonar el pue­blo e instalarse en Papantla, donde no era conocida por nadie, para poder practicar las fuerzas que le subían por las piernas nomás cruzar las puertas del camposanto.
Así era Marga. Por supuesto, yo no daba el menor crédi­to a sus historias —aquélla de cómo su mamá había expul­sado al espíritu de un niño muerto que se aferraba a la barri­ga del médico que hizo abortar a la mujer que tenía que parirlo, o esa otra del perro decapitado en una ofrenda al diablo, que contagió la rabia a todas las vírgenes del pueblo con sus mordiscos—, pero disfrutaba escuchándolas, mien­tras el otoño empapelaba el campus de Somosaguas de tonos amarillentos y llenaba Madrid de hojas secas y fríos anocheceres apresurados.
Por eso me quedé de piedra el día que me dijo que se vol­vía para México. Era el último sábado del mes, y para cele­brar que no coincidía con ninguna fecha señalada, yo había reservado mesa para dos personas —y un bolso— en un restaurante con velitas. Sabía de sobra que aquel follón de camareros con pajarita, música de piano en vivo y platos con salsas de nombres rebuscados no me hacía ninguna falta para llevarme a Marga a la cama... pero ya he dicho lo embobado que me tenía, ¿no?
Estaban a punto de traernos los postres, tarta de queso con arándanos para mí, mousse de chocolate negro para ella, cuando me hizo la pregunta.
—El lunes tengo que estar en el aeropuerto a las nueve y media. Me acompañarás, ¿verdad?
—¿Al aeropuerto? Bueno, sí, claro, si quieres... ¿Vas a buscar a alguien?
—No, voy a tomar el avión de las once cuarenta y cinco —dijo con parsimonia, y a mí se me atragantó el sorbo de Ribera del Duero que acababa de beber.
—Es que... ¿te marchas, Marga? —atiné a musitar tras una sartas de toses.
—Voy a pasar la semana de difuntos con mi mamá. Es muy importante.
Suspiré, aliviado. Una semana, nada más.
—Ah, Halloween, sí. Aquí no se celebra mucho... ¿En México también os disfrazáis, como en Estados Unidos?
Un silencio de panteón se apoderó del hueco que separa­ba nuestros cubiertos. Las pupilas de Marga se estrecharon hasta quedar convertidas en dos minúsculos agujeros negros, y los músculos de sus mandíbulas se endurecieron mientras apretaba los dientes.
—Halloween es una chingada que inventaron los gringos para vestirse de mamarrachos a costa de sus muertos —sen­tenció, escupiendo con rabia cada palabra—. Para nosotros, los mexicanos, descendientes directos de la sangre y la gue­rra de los aztecas, los muertos son lo más sagrado que hay debajo de la tierra, Antonio, y aun encima de ésta, porque ellos son las únicas criaturas que ven a diario las caras de Dios y del Demonio. Por eso tienen el poder supremo, y nomás que se les puede tratar con veneración y respeto. Sobre todo, a los finados chiquitos.
»E1 próximo día uno de noviembre les haremos su fiesta. Mi mamá tejerá coronas de cempasúchil para ellos, y come­remos tortas de harina, pan de muerto y calaveritas de azú­car, que tanto gustan a los niños, con nuestros nombres escritos sobre las frentes. Y tomaremos vino y mezcal a la salud de los difuntos, para que estén tranquilos y sepan que no los olvidamos. Luego, cuando caiga la noche, ellos ven­drán a recoger las ofrendas de nuestros altares, como vinie­ron la noche en que mi mamá consiguió sus poderes... Y entonces yo les haré por primera vez mi ritual. ¿Sabes, Antonio? Les ha de agradar mi ofrenda. Estoy segura de que les ha de agradar.
Hasta ese momento, siempre me habían gustado las his­torias de Marga. Pero, por primera vez, aquel asunto de los muertos, las flores y las dádivas fue superior a mí.
—¡Oh, vaya, no sabes cómo me alegro por ellos! —ex­clamé con toda la mordacidad que me permitían los dimen­siones de un enfado que casi ni yo mismo alcanzaba a com­prender—. Hay que ver qué buena eres, Marga. Cómo te preocupas por los difuntos. ¡Ojalá que yo te importase la mitad que cualquier cadáver! Pero claro, como sólo soy un miserable vivo...
—¿Se puede saber qué carajo estás diciendo, Antonio?
—¡Que no es justo que me trates así, Marga! ¡Eso es lo que digo! ¿O te parece normal que esperes al día antes de tomar un avión para informarme de que te marchas? ¡Lo mismo podrías haber aguantado hasta la sala de embarque! ¿Y todo para qué? ¡Para rendir culto a un hatajo de huesos y de figuritas de mazapán!
—Mida sus palabras, m'hijo...
—¡Vete a la mierda, tía!
—Antonio —su voz se dulcificó un instante—, el día de muertos es la fecha más importante del año para mi mamá y para mí porque... —pero no le dejé terminar.
—Tu mamá, tu mamá... ¡Me tienes harto con tu mamá! Que si la visitan aparecidos, que si echó mal de ojo a éste, que si le vaticinó la muerte al otro... ¡Voy a tener que enro­llarme con ella sólo para que te calles, joder!
—¡Pinche güevón malnacido!

El manotazo con que Marga ilustró la retahila de insultos golpeó de lleno el talle de su copa de vino, sembrando de manchas color sangre la blusa blanca que vestía.
—¡Mira lo que hiciste, imbécil! —me gritó, desapare­ciendo camino del aseo con un taconeo rápido y furioso.
—¡Mejor! —exclamé en cuanto estuve bien seguro de que no podía oírme.
Luego apuré mi copa. Los camareros parecían haber olvidado nuestro postre.
Pero yo no estaba para dulces. Sobre todo, porque seguía sin entender qué era exactamente lo que tanto me había molestado. ¿El viaje inesperado? ¿O más bien aquel estúpi­do y folclórico asunto del día de muertos? El día de muer­tos... Una excusa tonta para emborracharse de tequila y desa­finar cantando rancheras y corridos.
Marga tardaba en volver. Las manchas de vino son difí­ciles de quitar. «Pero seguro que dentro del bolso lleva algo capaz de hacerlo», bromeé para mis adentros.
Y entonces me di cuenta de que, también por primera vez desde que nos conocíamos, ella se había marchado sin su capazo, que aguardaba paciente en el suelo, semi oculto tras una pata de la mesa.
Lo miré largamente. A pesar de la gruesa capa de plásti­co rojo que lo recubría, la impresión de estar contemplan­do una masa de carne blanda y amorfa me asaltó con fuer­za. Recordaba tanto a los despojos de casquería... Sin levantarme de la silla, me agaché hacia él. Casi me pareció caliente cuando lo cogí con las manos y lo apoyé sobre mis muslos. Pesaba bastante más de lo que había imaginado.
«Marga me va a matar», murmuré para mis adentros mientras mis dedos descorrían despacio la cremallera que sellaba su boca. «Me va a matar». Pero a pesar de la lógica de aquel pensamiento, los ojos se me volcaron en su interior en cuanto los dientes metálicos terminaron de abrirse por completo.
Ni kleenex, ni monedero, ni espejo, ni tampones. No había gafas de sol, ni tampoco peines o frasquitos de perfu­me. Nada de pintalabios, y ni rastro de pildoras anticoncep­tivas, preservativos, llaves de casa, agendas o bolígrafos. En lugar de todo aquello, un corazón granate del tamaño de un puño bombeaba sangre al árbol de venas y arterias que ente­rraba sus raíces en las paredes acolchadas del bolso.
Corrí la cremallera, y retiré aquella cosa de mis rodillas con un empujón. El golpe sonó como un globo de agua al reventar contra el suelo. Me levanté de la mesa, pedí la cuenta en caja, y salí del restaurante sin esperar las vueltas, rezando porque Marga no consiguiera limpiar jamás las manchas de vino de su camisa.
Ni que decir tiene que tardé meses en acercarme al aero­puerto. Entre otras cosas, porque el uno de noviembre sufrí un infarto que me tuvo mes y medio en el hospital.

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