La última clase es siempre la peor. El cansancio acumulado durante la mañana finalmente vence nuestras fuerzas y nos oprime contra los pupitres. Hoy ha sido otro día vacío de significados, tal vez porque el gran hueco que deja el autoengaño al desvanecerse no puede ser ocupado por las pasajeras afectividades cotidianas.
El profesor expone en voz alta su interesante monólogo sobre la lógica kantiana. Al igual que los escritores, los filósofos son seres curiosamente extraños. Todos parecen escandalizarse ante la simplicidad del monótono ciclo de la vida y, para evitar la desesperación, dedican su tiempo a la creación de posibilidades razonables, mundos paralelos, complejas interconexiones conceptuales de difícil comprensión, realidades no acontecidas y toda una extensa gama de metafísicas ridículamente humanas; como si lo que es pudiera adentrarse un poquito en lo que jamás podrá llegar a ser. Aquel que no reconoce sus límites está irremisiblemente condenado a chocar contra ellos, y los ahogados bufidos de la clase parecen confirmar lo que pienso.
Al mirar por la ventana puedo captar la fluctuación de memorias olvidadas, sin sentido ni rumbo en el subconsciente. El aire dobla las malas hierbas que crecen junto al edificio y el cielo parece cubierto de ceniza; es muy probable que llueva.
Estoy empezando a sentirme mal. La cabeza me da vueltas, las formas parecen desdibujarse en manchas difusas ante mis ojos. Un agudo malestar constriñe ni vientre; creo que estoy enfermando por momentos.
Con gran esfuerzo consigo ponerme en pie -todos giran sus inexpresivos rostros hacia el novedoso estímulo- señalando la puerta con una mano mientras apoyo la otra sobre la mesa para no caer de bruces en el suelo. El profesor hace un indescriptible movimiento con su brazo sin interrumpir su discurso, que yo interpreto como la concesión del permiso para abandonar el aula, aunque de igual modo podría ser un recurso más de su repertorio gestual, tan histriónicamente explotado en la explicación de sus abstracciones.
Cierro la puerta a mi espalda y me dirijo hacia los servicios a paso ligero. Algo está bullendo, cambiando en mi interior, pero no siento ningún dolor. Comienza a escocerme el brazo derecho. Desabrocho la manga de mi camisa y, para mi sorpresa, compruebo que tengo el antebrazo despellejado, en carne viva; puedo ver el fino entramado de vasos sanguíneos que recorren mi extremidad descubierta, aunque sigo sin sentir el más mínimo dolor.
Un intenso olor a orín me golpea al entrar en la estancia de azulejos blancos. Antes de llegar a los lavabos una repentina arcada convulsiona mi cuerpo y vomito un espeso líquido negro. Caigo de rodillas al suelo con los brazos extendidos para evitar el terrible golpe y mi brazo derecho se rompe con un sonoro crujido. Al incorporarme veo mi brazo astillado flotando en el charco oscuro.
Tambaleándome intento volver hacia la clase. Una nueva arcada recorre mi tembloroso cuerpo. La masa de mis intestinos rasga la carne, rompiendo la camisa, irrumpiendo al exterior; en un acto reflejo, intento inútilmente mantenerla en su lugar con mi brazo izquierdo. No sé lo que está ocurriéndome, no siento nada.
Toda mi epidermis comienza a replegarse sobre sí misma como pergamino viejo y mi carne se cae a pedazos a cada paso. El maxilar inferior se desprende de mi cráneo y mi ojo derecho queda colgando del nervio óptico; lo arranco con un rápido tirón para no perder la estabilidad visual. El dolor físico es ahora sólo el recuerdo de una sensación inexistente.
Entre no pocos esfuerzos consigo abrir la puerta del aula. Durante una décima de segundo, mi único ojo percibe fugazmente todos los rostros de los alumnos, justo un instante anterior a su transformación en máscaras de puro terror. Intento hablar, pero me resulta imposible. Gritos inconcebibles inundan la clase cuando la percepción colectiva se hace real y efectiva. Muchos caen desvanecidos sobre sus mesas, otros quedan paralizados por el horror. Mi aspecto ha de ser espantoso, aunque lo cierto es que, mentalmente, sigo siendo yo.
Me arrastro lentamente hacia la tarima del profesor, que yace sobre ella con los ojos en blanco. Tras de mí escucho los aullidos dementes de los que consiguen escapar, cada vez más lejanos, reverberando por los amplios pasillos vacíos.
Mi cuerpo carece ya de los elementos y energía que lo sustentaban normalmente y caigo hacia delante, decapitándome con el borde de la mesa del profesor; mi cabeza queda encima, cerca de la ventana.
Soy sólo consciencia.
Soy materia insensible.
Puedo ver sobre las montañas del horizonte una bandada de pájaros alejándose. El cielo que todo lo cubre está hilvanado con nubes grises.
Mañana lloverá.
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