José Manuel Benítez Ariza: Paladares



Alarmado por la presencia de unos bichitos de caparazón duro y crujiente, corrió a comprar un potente insecticida. De nada sirvieron las advertencias de su mujer: “Son bichitos de la fruta, no hacen nada”. Él tenía otras ideas al respecto. En sus años de estudiante en Madrid, había vivido en un piso interior atestado de cucarachas. Subían del patio de luces, salían de detrás de los muebles, brotaban del azucarero. Pequeñitas e insidiosas, alguna vez habían trepado a su cama.... “Déjalo, no tiene importancia”, le dijo su mujer. Pero él ya había abierto la puerta, sin siquiera molestarse en vestirse decentemente para bajar a la calle. En calzonas, arrastrando unas chanclas de goma desgastada, recorrió un tramo de acera, dobló una esquina y entró en el supermercado como quien entra en un dispensario en el segundo justo antes de desmayarse.

Más calmado, examinó el estante de los insecticidas. Al otro lado del pasillo, un hombre de aspecto elegante hacía lo propio con el de los vinos. Los movimientos de uno y otro se acompasaron. Éste no, éste parece más indicado para las hormigas, esta cosecha no fue buena, este otro sirve para “los bichos del jardín”, demasiado afrutado este otro... Por fin, oculto entre otros envases, vio un aerosol alto, único ejemplar de su especie. Sobre su superficie tenía serigrafiada una enorme cucaracha negra. Leyó las indicaciones. El producto parecía peligroso y eficaz. Peligroso, porque recomendaba toda clase de precauciones para evitar su inhalación fortuita. Eficaz, porque aseguraba el exterminio de todos los bichos que cayesen bajo su influjo. Al otro extremo del pasillo, el hombre de los vinos examinaba cuidadosamente una botella y asentía con gesto de aprobación.


Volvió a grandes zancadas, impaciente por llegar a casa. Se dirigió de inmediato a la cocina, se echó al suelo, desmontó los zócalos de los muebles, introdujo en el hueco el brazo armado y apretó prolongadamente el pulsador. La nube espolvoreada rebotó contra la pared y le envolvió la cara. Tosió, notó un escozor en la garganta. No importa, se dijo. Repitió la operación bajo otros muebles, luego en el cuarto de baño. Cerró las puertas de las dos habitaciones desinsectadas, para concentrar los efectos del gas letal. Se echó a descansar.

Media hora más tarde oyó un grito. Su mujer lo llamaba desde la cocina. Un ser monstruoso, de unos cinco centímetros de largo, viva réplica del diseño que campeaba sobre la superficie del aerosol, miraba cínicamente a la pareja desde lo alto de la encimera. Nunca más, pensó, podría comer nada que se hubiese preparado sobre esa superficie. Echó mano del aerosol y proyectó un chorro largo y firme sobre el bicho. Pero éste se limito a levantar un poco más la cabeza, menear las antenas y palpar con las piezas móviles de su horrible cara aquel veneno aromatizado. Como quien paladea un buen vino.

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