José María Merino: La prima Rosa

José María Merino

Mi prima metió la llave en la cerradura y se ayudó con ambas manos para hacerla girar. Empujó la puerta, que se abrió con resistencia chirriante. La negrura, abalanzada de pronto sobre nosotros, se detuvo en el mismo quicio y quedó entreverada por súbitos flecos de claridad.
—Hala, pasa —me dijo.
Por dentro, la casa era también de piedra sin enlucir. En la penumbra, en mitad de la estancia, reposaba la gran masa de la muela. Salía de ella con suave ronquido el rumor de la corriente, dándole una apariencia misteriosa de bulto vivo.
La estancia estaba iluminada sólo por un ventanuco de vidrios polvorientos. Subían al desván unas escaleras hechas de losas de piedra que embutían un extremo en el muro y apoyaban el otro en una larga viga de madera oblicua sostenida sobre tres pies verticales, también de madera.
De modo brusco, sin rellano, la escalera terminaba delante de una puerta que mi prima abrió. Ante el armazón desnudo del tejado a dos aguas, que descendía a lo largo de la habitación y cuyas vigas longitudinales soportaban el entablado, imaginé penetrar en alguna cabaña muy alejada, en el tiempo y en el espacio, de aquella realidad: el pueblo de mis tíos, la tarde de junio, mi prima mostrándome mi lugar de trabajo. En el muro del fondo, una ventana abierta dejaba ver el río, el arbolado de la ribera, el monte lleno de violentos claroscuros.
En el centro de la habitación había una mesa casi negra y junto a ella una silla de anea.
—Aquí no te molestará nadie —dijo mi prima.
Al tiempo de poner los pies en el suelo —tambaleante, casi mareado tras el largo traqueteo en aquella baca llena de bancos de madera apretados donde nos apiñábamos pasajeros, paquetes y gallinas bajo el sol de la tarde— yo había comprendido que la tutela de mi prima iba a ser inflexible. Me había dado los besos rituales pero me dijo, antes que cualquier otra cosa:
—No te habrás olvidado los libros.

Yo no hablé. Negué con la cabeza y alcé apenas el paquete que colgaba de mi hombro izquierdo. Ella me llevó a casa, donde saludé brevemente a los tíos, me hizo dejar el equipaje —a excepción de los libros— y, sin descanso alguno, me obligó a seguirla. Anduvimos por la carretera, hasta dejar atrás las últimas casas del pueblo. Por un sendero estrecho, flanqueado de espesas masas de follaje entre las que se espesaban súbitos rayos de sol, vibrantes de polvillo y de insectos, mi prima me llevó hasta el molino. El ámbito que conformaban, en aquella hora, el edificio, el río y el paisaje todo, se marcó con precisión en mi aturdimiento.
—Aquí podrás estudiar a gusto —añadió—. Yo te tomaré las lecciones por la mañana, después del desayuno.
Mi prima logró infundirme un temor que ni el propio don Fulgencio había conseguido nunca, con toda aquella furia suya de los lunes, cuando utilizaba la lengua latina como arma contundente que aplastaba en sus alumnos la desconocida adversidad que, al parecer, hacía tan agrias sus jornadas.
Los días eran luminosos —aunque las masas arbóreas tamizasen la luz y envolviesen el molino en una sombra verdosa, empapada de frescor— y llegaban hasta mi cuarto de estudio, mezclados con el sonido perpetuo de las aguas —un sonido doble: agudo y voluminoso en los murmullos del exterior, grave y tenue en el susurro que vibraba bajo mis pies, debajo de la casa—, los cantos de los ruiseñores, los mugidos, los chirridos de los vencejos y de las golondrinas, los ladridos, alguna voz humana que, por llegar fragmentada, desaparecía siempre antes de que yo hubiese logrado interpretar su sentido.
Los días eran luminosos y en su sonoridad había una plenitud de cosa acabada e irreemplazable. Sin embargo, yo llegué a aborrecerlos tanto como los días oscuros entre las paredes del seminario, e incluso más, ya que las rutinas y los fastidios eran allí compartidos y la adversidad se distribuía ampliamente entre todos nosotros, pero en la soledad del molino, en mi aislamiento, yo era el único objetivo del rigor profesoral.
Intentaba forzar la demora frente al tazón de café con leche, pero mi prima no lo toleraba.
—Vamos, espabila, no te embobes.
Y luego era minuciosa examinadora de mis conocimientos, con una parsimoniosa evaluación de cada pregunta que no soslayaba ni la letra pequeña.
Al principio, estaba envuelto aún en una imprecisa modorra, que yo quería atribuir al aturdimiento del viaje, y en una voluntad no muy concreta pero indudable de ocio, que me dificultaba, hasta físicamente, fijar la atención en las páginas de los libros, emborronando el campo de mi visión. Todo aquello me impedía contestar, con mínima dignidad, las preguntas de la prima. No comentó nada el primer día, ni el segundo. El tercero, cerró de golpe el libro y me miró a los ojos con dureza, con un
fulgor de aversión y disgusto.
Tenía los ojos pardos, pequeños, llenos de chispitas doradas y rojas. Un ojo era de tono más oscuro que el otro. La fijeza de la expresión, junto con aquella disparidad, me turbaron.
—Oye, a mí no me vas a tomar tú el pelo —dijo—. Si sigues así, lías los bártulos y te vuelves a tu casa. Para empezar, esta tarde le escribo a tu padre.
Me imagino que palidecí. Aún me parecía sentir en las orejas, en el cuello, por toda la espalda, los rotundos manotazos de mi padre.
—No, prima —exclamé apresuradamente—. Estudiaré. Te juro que voy a estudiar. Es que estos días no sé qué me pasa.
Mi madre se había asustado de la paliza. Él estaba rojo y respiraba agitadamente.
—Te mato, mamón —balbuceaba.
Y aquella misma noche decidió mandarme a casa de su hermano, para que la prima Rosa, que era su ahijada y estudiaba Magisterio, me controlase. Mientras yo hipaba en la cama, ante el silencio asustado de mis hermanos, les oía hablar en la cocina, discutiendo todos los extremos de una larga carta en la que exponían dramáticamente el caso: aquel curso mío lleno de faltas, distracciones y continuo empeoramiento, que había culminado en la catástrofe de varios suspensos y una advertencia del padre rector sobre mi porvenir.
Me obligué a estudiar, con los codos apoyados en la mesa, violentando con una disposición dolorosa la repugnancia que sentía en todo mi cuerpo. A menudo, dejaba el estudio y bajaba a orinar en la presa, recuperando sólo en esos momentos, mientras mi meada salpicaba en el agua tranquila, multiplicando las ondas en la superficie y entorpeciendo la limpísima visión del fondo pedregoso, la conciencia del verano tan dulce y gratuito, que cruzaban felices las golondrinas y las libélulas. La meada concluía, y sobre mí caía el recuerdo del libro en la mesa del desván como debe caer la hoja de la guillotina sobre el cuello de las víctimas, haciendo definitiva la obligación de asumir una renuncia absoluta y sin remedio.
Nunca el verano ha sido tan hermoso, tan pleno, y nunca lo perdí tanto como entonces. Al cabo, me resigné a aquellas duras jornadas de estudio y examen, inmerso en una estupefacción similar a la que debían sentir los galeotes mientras empujaban los remos del navío y, cuando levantaba la vista y contemplaba el monte encendido de sol, y las hojas brillantes en el suave meneo de la brisa, comprendía que yo estaba condenado a contemplar el paraíso desde el exterior de la reja.
Pero con el paso de los días, aquella voluntad mía tan desesperada me fue facilitando la rutina del estudio, y me era ya posible pasar cada mañana el implacable examen de mi prima y, sin embargo, distraerme por la tarde algún tiempo, la mirada perdida en el paisaje. Así fue como la descubrí.
La primera vez fue sólo un instante: un bulto femenino, que me pareció el de mi prima, atravesó el sendero, en un pequeño trecho que no ocultaban los zarzales y los árboles. Al rato, oí un chapoteo, como de alguien que se hubiese tirado al agua.
La tarde siguiente ya estaba atento y, aunque también pasó rápida, vi con claridad que era ella. El chapoteo subsiguiente confirmó mi suposición de que, sin duda, mi prima venía al río a bañarse.
Se suscitó entonces en mí una gran curiosidad por contemplar furtivamente su baño. Creo que aquella curiosidad no estaba fomentada por una pasión concupiscente —ya que los estímulos de la carne tenían entonces para mí una sugerencia sólo muy borrosa e imprecisa—, sino más bien por una suerte de venganza. Me parecía que contemplar a mi prima en la intimidad de su baño, sin que ella lo supiese, era como desquitarme un poco de la férrea autoridad que continuamente, y sobre todo cada mañana,
dejaba caer sobre mí.
Aquella tarde me ensimismé, pues, en la imaginación del acto de rebeldía, y la tarde siguiente apenas miré el libro, pendiente tan solo de su llegada. Cuando la vi pasar, bajé rápido y sigiloso, busqué el sendero y lo seguí hasta adentrarme entre la vegetación de la ribera. Llegué por fin al lugar donde mi prima se había desnudado: sobre el tocón de un árbol, en cuya base se ofrecían las bandejitas doradas de unos hongos, estaba su ropa, doblada con cuidado.
Oí un fuerte chapoteo y me asomé con cuidado entre las ramas, esperando verla en el lugar de donde había provenido el ruido. Sin embargo, no encontré otra cosa que la superficie solitaria del río, alterada únicamente por los leves rizos de la corriente. La inesperada soledad me desconcertó, hasta que un nuevo chapoteo, esta vez al otro lado, en la parte del molino, me hizo pensar que sin duda mi prima había nadado hacia allí, y temí que acabase por descubrir mi acecho; de modo que, agachándome, retrocedí por el sendero hasta el lugar en que el agua era visible otra vez.
Tampoco en esa parte había indicio alguno de mi prima. Al fondo, el molino silencioso, rodeado de hiedra, que nunca había contemplado desde aquel punto, me hizo imaginarme a mí dentro, tras la ventana abierta que, como un ojo vacío, presidía en lo alto la inmovilidad pétrea y oscura del edificio.
El río seguía su curso a un lado del molino; el agua de la presa, oscura por la sombra, entraba bajo él como si fuera tragada por una enorme boca. El arbolado de la orilla ocultaba ya el sol, que estaba muy bajo, y había en el aire un reverbero azulado, casi violeta.
Recuerdo que sentí un extraño temor: hasta tal punto el lugar había adquirido, en aquel momento, una apariencia inusual.Y entonces vi la trucha.
Estaba muy cerca del lugar en que divergían la corriente principal y la de la presa, y era inmensa. Yo había visto en mi pueblo truchas grandes: hubo una que sacaron con garrafa, que pesó cerca de los trece kilos, y desde luego que en el agua no aparentaba ni la mitad que aquélla. Por un momento —aunque mi conciencia no dudaba— razoné que era una gran piedra oscura y alargada no vista anteriormente. Pero la forma inconfundible, que permitía bajo su bulto el paso de la incierta claridad, y una inmovilidad en la que era posible adivinar, no obstante, la permanente vibración, se manifestaban como testimonios indudables de que se trataba de una trucha. Su aspecto se hacía más imponente por la falta de profundidad del lugar donde se hallaba.
Me quedé contemplándola absorto durante largo rato. La oscuridad fue haciéndose mayor. Al cabo, la trucha giró de pronto, sacudió su aleta caudal y desapareció río arriba, con rapidez de relámpago.
Aquella trucha enorme se me presentó como una imagen desmesurada de todas mis nostalgias invernales. En aquella abulia del seminario, que me había atrapado entre sus mallas durante el curso, latía una nostalgia irremediable en la que el río y las truchas tenían un papel importante. Las rutinas hipnóticas que giraban entre el olor de los guisos, los chuscos de pan y los mármoles grasientos, a lo largo de estancias frías y pasillos altos y oscuros, de jornadas largas y desoladoras como purgatorios, me habían hecho patente aquel curso, segundo de mis estudios seminaristas, el valor de lo que había abandonado. Y uno de los mayores tesoros de mi recuerdo eran, precisamente, los días de pesca. Desde muy niño, yo me había ejercitado en conocer y practicar los modos diversos de pescar las truchas. Aún no sabía nadar y ya era capaz de atraparlas bajo las piedras, en una búsqueda tenaz que no inhibía la aparición de las culebras. Luego, aprendí a pescar con la caña larga y también a preparar mis anzuelos con unas moscas a las que la impericia de mis manos no impedía ser útiles para capturar los hermosos animales de cuerpo restallante.
La gran trucha era, pues, como el fantasma de aquellas truchas no pescadas, evocadas con tanta melancolía en días interminables: era invierno fuera, un sol pálido iluminaba la tierra del patio, los escuálidos arbolitos pelados, la tapia de ladrillo, y yo imaginaba con acongojada memoria el mismo día y la misma hora en mi pueblo, junto al río. Y ahora, entre mi verano también frustrado, aparecía como una señal misteriosa: sin duda nadie, nunca, había visto una trucha semejante.
Cuando quedé dormido, aquella noche, el recuerdo de su inmenso lomo oscuro, del preciso golpe de su cola, de su rápido y solemne movimiento, inclinaba mi ánimo al regocijo, y casi disculpaba las tardes de estudio insoslayable y las mañanas de minucioso interrogatorio.
Desde el momento que descubrí la trucha, nació en mí el propósito de capturarla. Además, aquella larga temporada, en la que me había visto obligado a violentar dolorosamente mis verda deras apetencias, había conseguido crear en mí una capacidad antes desconocida para mantener mi imaginación bullendo sin por ello perder el hilo de las abstrusas cuestiones académicas. Conservaba así, frente a la incansable evaluación cotidiana de mi prima, el ritmo frenético a que me había visto forzado desde los primeros días y, sin embargo, conquistaba poco a poco, dentro de mí, un espacio para la ensoñación.
En ese contorno introduje mi idea. Con disimulo que nunca fue descubierto ni sospechado, fui escamoteándole a mi tío pedazos de sedal, anzuelos y plumas, y preparé, con aquella paciencia que había aprendido a asumir, las moscas artificiales que me parecían más apropiadas, según las que caían en el agua aquellos días.
Dejé mis aparejos bien sujetos a la orilla, en diversos lugares que podía contemplar desde la ventana. Mi prima seguía viniendo a bañarse en el río, al otro lado del recodo, y la trucha bajaba corriente abajo hasta reposar en su lugar habitual.
Por fin, una tarde, cayó en uno de los engaños. La pesca se anunció con enorme chapoteo. Yo había asegurado los anzuelos con sedales muy fuertes, bien sujetos por el otro extremo a cuerdas resistentes. La trucha se había enganchado muy cerca de su lugar de acecho.
Bajé corriendo las escaleras y, sin dudarlo, me metí en el agua, que en aquella zona no me pasaba del muslo. El cuerpo de la trucha se me escurría y temí perderla, hasta que conseguí hundir mis manos en sus agallas. Tenía una fuerza muy superior a la sospechada y consiguió hacerme caer. Yo no sé cuánto tiempo duró nuestra lucha, pero recuerdo que rodamos por el agua largo trecho.
Pienso que la excitación intensísima que me dominaba fue lo único que impidió que, medio ahogado en mis revolcones, me viese obligado a soltarla. Al fin conseguí arrastrarme hasta la orilla y, con enorme esfuerzo, empujarla fuera del agua. Y ambos quedamos tumbados sobre el sendero.
Vista a mi lado, parecía todavía más grande. Seguía coleando con furia y abría la boca en grandes boqueadas. A lo largo de su gran cuerpo, los lunares se marcaban como piedras preciosas.
Me quedé observándola con emoción maravillada.
De repente, un descubrimiento me llenó de desazón. Eran sus ojos. Los ojos de la trucha trajeron a mi pensamiento los ojos de mi prima. Me pareció también que estos, como aquellos, eran
de distinto color, y que en ellos había una expresión similar. Y tuve miedo. La tarde estaba otra vez en esa hora azulada y misteriosa que parece el ámbito de un sueño. El edificio del molino se mostraba
en su apariencia de gran ser agazapado. Desde los ojos de la trucha boqueante me miraban los ojos de la prima Rosa. Le arranqué el anzuelo y la empujé hasta el agua. Quedó unos instantes quieta, y luego se fue alejando despacio, hasta desaparecer en el centro de la tablada, que la tarde ponía cada vez más
oscura.
Cuando volví a casa, no era yo el único que había sufrido un accidente: mi prima se había enganchado con una zarza y tenía un desgarrón sanguinolento en el labio superior. Mi tía nos riñó a los dos. Para prevenir la posible pulmonía que me vaticinaba, me hizo tomar una copa de orujo —que, tras quemarme las entrañas, me sumió en una modorra risueña— y curó la herida de mi prima, a quien reprendía por aquella manía suya del baño cotidiano. Sobre la herida de mi prima, el agua oxigenada hervía con una espumilla suave. Ella me miraba fijamente, pero yo desvié los ojos.
Ya no volvió a bañarse en aquel pozo cercano al molino. En cuanto a la trucha gigante, tampoco la vi nunca más.

1 comment:

Amalia Gallego said...

siempre he adorado ese cuento. puedo leerlo miles de veces.

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