José María Latorre: Instantáneas





El flash disparado por el mecanismo fotográfico oculto en las entrañas de la máquina le deslumbró más de lo habitual cuan­do descargó sobre su rostro los cuatro relámpagos seguidos. Luego le pareció recordar vagamente que una de las veces había entrecerrado los ojos o fruncido el ceño, pero eso no justificaba el hecho de que las cuatro fotografías ofrecidas en una tira de cartulina barata todavía húmeda, que había sido literalmente vomitada por una de las aberturas de la máquina, mostraran el rostro de un hombre distinto: no se reconoció ni en las facciones, ni en el cabello canoso, ni en la expresión asus­tada de la persona de las fotografías. Tampoco lo explicaba la molesta sensación, mezcla de asco, angustia y temor, que había experimentado al sentarse en el taburete y hacerlo girar para adecuar su elevada estatura a la altura de la flecha negra que había marcada al lado de las instrucciones para el uso de la máquina. Ni el olor repugnante, anormal, que le había agredi­do al entrar en la cabina y que le había perturbado tanto como, creía, perturban los olores de las habitaciones que se abren des­pués de llevar cerradas varios años y el peculiar olor de los cementerios en verano. Olía como se figuraba que debían de

oler los viejos panteones y las viejas criptas. Un olor absurdo, inexplicable, porque el interior de aquella cabina de fotografía instantánea estaba continuamente ventilado, pues sólo una cortinilla de tela negra aislaba el interior del exterior, y porque no era verano sino invierno. Casi sonrió al pensar que tampo­co estaba en un cementerio, en una cripta o en un panteón. Pero olía a rancio, a polvo acumulado y a materias orgánicas en descomposición. Y las cuatro fotografías que le había entre­gado la máquina tras una especie de gruñido no eran las suyas. La única explicación posible era que pertenecieran al anterior usuario, ya que en esos aparatos automáticos las fotografías tardan cierto tiempo en salir; a veces, incluso, muchos minu­tos: a él mismo le había sucedido años atrás; un defecto del mecanismo, le dijeron. Quizás el anterior usuario, el propieta­rio de aquella cara envejecida, asustada, se había marchado, cansado de esperar unas fotografías que no recibía y pensando que debería efectuar una reclamación al nombre y al teléfono indicados en una pequeña placa metálica. Hay máquinas defectuosas y otras que se averían, pensó Elías, y ésta era una de ellas, lo cual podía significar que sus fotografías no saldrían o, en el mejor de los casos, que aún tardarían varios minutos en salir. Esperaría; no tenía prisa. Por unos momentos, la situa­ción le pareció divertida, pensando en la posibilidad de que la avería o el defecto de la máquina estuviera obsequiando a dia­rio a unos clientes con las fotografías de otros.


La cabina estaba situada en la entrada de una calle, junto a la Plaza Mayor, habitualmente bastante transitada, al lado de un quiosco de periódicos y revistas que a esa hora ya tenía echa­da la persiana, igual que también estaba cerrado el bar que había enfrente de ella. ¿No había cerrado antes que otros días? Hacía más frío que las noches anteriores: ésa podía ser la causa de que Elías no viera a nadie a su alrededor; coches sí, los auto­móviles transitaban a velocidades casi suicidas aprovechando el escaso tráfico. Mientras permanecía con la mirada fija en la ren­dija por la que, si todo iba bien, debían caer sus fotografías, expulsadas de las tripas de la máquina, Elías pensó que no debía haber cedido a la tentación de hacerse esa noche, y precisamen­te en esa cabina, unas fotografías que en realidad no necesitaba hasta el día siguiente. Encendió un cigarrillo, nervioso, pen­diente del sonido indicador de la llegada de sus auténticas foto­grafías reveladas, y tiró las otras al suelo. Diez minutos después se quedó convencido de que la máquina estaba realmente ave­riada. Su primera reacción fue marcharse de allí; sin embargo, no lo hizo. Apartó las cortinillas y, dominando a duras penas su aprensión por el mal olor, volvió a efectuar la misma operación de antes, comenzando por introducir en la ranura las monedas requeridas. Esperando los estallidos del flash se sobresaltó al no reconocerse tampoco en el espejo: sus ojos estaban más hundi­dos en sus cuencas y rodeados de ojeras; su cabello era blanque­cino y los rasgos que veía reflejados no eran los suyos. Notó una opresión en el pecho, como le sucedía siempre que lo domina­ba el nerviosismo, y salió apresuradamente de la cabina después de los cuatro fogonazos indicativos de que la nueva operación fotográfica seguía su curso. Le temblaban las manos; unas manos arrugadas, de uñas largas y amarillentas. Hacía más frío que antes y, sorprendentemente, hasta los automóviles habían dejado de circular por la calle, sumida en el silencio. No obstante, en la vecina Plaza Mayor el tráfico parecía nor­mal, a juzgar por el sonido de los vehículos. No cabía duda de que había sido víctima de una ilusión óptica; las cuatro foto­grafías bajarían dentro de poco, serían las suyas, las recogería y se alejaría de ese lugar olvidando el desagradable incidente. La ansiedad casi dificultaba su respiración.

La cartulina bajó enseguida. Seguía temblando cuando la recogió: el individuo fotografiado no era él, pero se parecía mucho al rostro que acababa de ver en el espejo. “¡Qué tonte­rías estoy pensando! —dijo en voz alta, como si quisiera justi­ficarse ante un testigo invisible—. El espejo no podía reflejar otro rostro que no fuera el mío. Yo era el ocupante de la cabi­na y era yo también quien me estaba mirando.” Sí, él había

sido el modelo fotográfico, pero el hombre fotografiado era un desconocido. El silencio que reinaba en la calle empezó a pesar­le; ni siquiera llegaba ya a sus oídos el tráfico de la Plaza Mayor. ¿Qué debía hacer? ¿Marcharse de allí y buscar otro espejo en otra parte para comprobar estúpidamente que seguía siendo el mismo? ¿Llamar por teléfono a algún amigo para que acudiera a la cabina y fuera testigo de tan anómalo suceso o corroborara que se trataba de una alucinación? La calle se había quedado a oscuras; las farolas estaban apagadas y no surgía ni una sola luz de las casas, como si el silencio y la oscuridad se hubiesen confa­bulado para hundir en la nada ese fragmento de paisaje urbano. Ni siquiera se vislumbraba una débil rendija de luz provenien­te de un patio o de una ventana; ni el parpadeo de un televisor en una habitación en penumbra. A pesar del deficiente alum­brado, la Plaza Mayor parecía, vista desde donde se hallaba Elías, un decorado iluminado por los potentes focos de un equipo cinematográfico en un rodaje nocturno. “Sólo me falta­ba tener que soportar ahora un apagón”, pensó para tranquili­zarse. Podía entender un apagón, igual que podía comprender que hubiera estado utilizando una máquina averiada, pero ¿por qué no circulaba ningún vehículo por la calle? Y, sobre todo, ¿por qué la luz de la cabina seguía encendida cuando todo a su alrededor estaba cubierto por un manto de negrura?

Una fuerte ráfaga de viento frío impulsó a Elías a refugiarse en la cabina. Desde dentro, conteniendo a veces la respiración a causa del insoportable hedor, oyó cómo silbaba el viento armando tal estrépito que parecía como si arrastrara a su paso toda clase de objetos. Cerró los ojos para evitar caer en la ten­tación de mirarse otra vez en el espejo, pero no pudo resistir el insano atractivo que el azogue ejercía sobre él. Lo que vio lo horrorizó: el hombre al que veía en el espejo todavía era más anciano que antes; carecía de cabello, sus ojos estaban hundi­dos, surcados por venillas rojas y enmarcados con un círculo negro; su rostro arrugado había adoptado la misma tonalidad de las ojeras. Elías se miró las manos: estaban más arrugadas, las uñas eran largas y amarillentas. Al acariciarse el rostro, notó el tacto áspero de la piel marchita. En el espejo, el desconocido anciano repetía los mismos gestos suyos, como en una triste caricatura trazada sobre una luna deformante. ¿Sería cierta la existencia de las criaturas de los espejos? Entre tanto, el viento había arreciado, agudizando su concierto de silbidos malignos. Elías, paralizado por el miedo, estuvo un rato escuchando las embestidas del vendaval contra la cabina. Más tarde se asomó, apartando a un lado la cortinilla, pero el intenso frío le hizo volver a refugiarse en el interior. No obstante, sudaba, notaba las ropas adheridas al cuerpo.

Mecánicamente, introdujo otras monedas por la ranura, movido por una morbosa curiosidad, por un extraño deseo de ver reproducida en la cartulina la imagen que había visto refle­jada en el espejo, por un afán de negarse a sí mismo en el horror. Luego, tuvo que agarrarse a la cortinilla, azotados ella y él por el viento, mientras esperaba la entrega mecánica de la fotografía por cuadruplicado. Un ruido aún más fuerte que el viento surgió de las entrañas de la máquina y la cartulina quedó depositada en seguida en el lugar previsto. Al contrario que las otras veces, había caído por el reverso, mostrando a la mirada de Elías su blancura enfermiza, provocadora. Y aunque el vien­to era muy fuerte, la cartulina no se movió ni un milímetro de donde había caído, como si estuviera sostenida por unas manos invisibles. Le dio la vuelta. Las fotografías correspondían al mismo hombre de antes, deformado por una vejez progresiva, pero era reconocible pese a todo. Fue como una visión de lo que podría ser su propia ancianidad, la luz que iluminaba la antecámara de la muerte. El viento cesó entonces, tan repenti­namente como se había levantado, y Elías pudo quedarse fuera de la cabina, aunque jadeante. Respiraba con dificultad, debía de tener fiebre; sentía calor en la frente y en las mejillas, pero cuando quiso comprobarlo llevándose una mano a ellas el tacto de la piel reseca rechinando contra sus dedos arrugados le produjo tal sensación de horror y asco que quiso gritar. De su garganta no surgió ningún grito, sólo un estertor. Se pelliz­có en una mano para que el dolor le arrancara del mal sueño; se hizo daño, mas no despertó de ninguna pesadilla: estaba despierto y notaba que se moría.

La calle seguía sumida en la oscuridad. Cerca del lugar donde estaba Elías, las farolas de la Plaza Mayor desparramaban su luz sobre el familiar lugar, sobre vehículos, semáforos y casas, pero para él la distancia parecía haberse centuplicado. Y sabía que aunque no fuera así tampoco echaría a andar hacia la Plaza: tenía que hacerse otra fotografía para demostrarse a sí mismo que nada de lo que estaba viviendo era real, o para demostrar al perverso monstruo de la máquina que no le tenía miedo. Cuando volvió a entrar en la cabina no podía recordar su nom­bre ni era capaz de saber por qué estaba allí, a esa hora tardía, haciéndose unas fotografías instantáneas. Todavía le quedaban unas monedas sueltas para introducir en la máquina. Las últi­mas. Se sentó en el taburete acondicionado para su estatura y miró de frente, con valentía, a la figura del espejo, casi un esqueleto con los huesos recubiertos por una piel cenicienta y vestido con un traje del que pendía como si fuera una percha, como un maniquí aterrador. Esta vez los cuatro flashes dispara­dos por la máquina le produjeron una especie de ceguera. Apenas pudo ponerse de pie y tuvo que agarrarse a la cortinilla para salir fuera de la cabina. Así, agarrado a la áspera tela, espe­ró la salida de las fotografías, que llegaron precedidas por el estrépito acostumbrado. Las cogió con una mano, esforzándo­se, sin soltar la otra de la cortinilla, y las examinó a la luz inte­rior: las cuatro fotografías eran iguales, no había ningún matiz que diferenciara a una de otra, y consistían en instantáneas de una calavera, con las cuencas de los ojos vacías, con la oquedad de la nariz, con la boca abierta en una estúpida sonrisa sin labios. Elías cayó al suelo antes de que pudiera volver a mirarse en el espejo. El tráfico se había reanudado, no abundante pero sí ruidoso. Lo último que vio fueron los huesos de su mano derecha, que se había quedado torcida, en grotesca postura, apenas a un palmo de su rostro, y dedicó su pensamiento pos­trero a imaginar el titular con que el periódico daría la noticia de la extraña aparición de un esqueleto vestido con ropa a la moda dentro de una cabina de fotografías instantáneas.

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