Tales of Mystery and Imagination

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José Ferrer-Bermejo: El ángel custodio de Visitación Montera





El célebre teólogo jesuíta Oswaldo Santamaría estu­dió, en 1979, un extraño caso de «posesión angélica», ocurrido algunos meses antes en la ciudad de Madrid. Luego de entrevistar a varios sacerdotes que habían se­guido directamente los sucesos, el padre Oswaldo consi­guió que la protagonista, una joven llamada Visitación Montera, que permanecía a la sazón recluida en un es­tablecimiento psiquiátrico, le relatara en primera perso­na su historia. El teólogo, que publicó al respecto un pintoresco artículo en el diario madrileño Ya, grabó di­cha narración con el fin de incluirla en su libro Memorias de un Católico Curioso, cosa que finalmente no ha lleva­do a cabo. No explicaré de qué extraña forma la cinta llegó a mi poder; me limito a transcribir literalmente.

Tú sabes sin duda, porque eres cura, que antes que al mundo creó Dios a los ángeles, y que cuando los hom­bres empezaron a desperdigarse sobre la superficie de este planeta, en vista de las movidas chungas que venían realizando sin parar, allí quiso el Creador darnos a cada uno un ángel custodio que guiase nuestros pasos y nos sacase de los peligros y las tentaciones. Y también es del

dominio público que, a pesar de la perfección que van por ahí pregonando que tiene, el Padre Eterno metió como quien dice la pata, y ya sé que perdonas por la forma de señalar, porque más de un angelito le salió rana, y si no ahí tienes el ejemplo mismamente de Luci­fer, y Asmodeo, y Belcebú, y Gomaray, y Bechet y toda la basca de ángeles que quisieron ser rebeldes y subir al paraíso mismo para no sé qué rollo, que si estaban tan bien y eran tan guapos como la Biblia asegura no sabe una qué carajo iban a buscar total tres o cuatro nubes más arriba. Digo todo esto no porque esté así como zumbada, que es lo que sostienen las titis de aquí, y ellas sí que están un poco deterioradas de la chorla, sino por­que viene a cuento dejar bien claro que los ángeles, muy al contrario de lo que la mayoría de la gente piensa, no son de piedra, algo así como espíritus perfectos que nun­ca se equivocan, sino de naturaleza bastante más frágil, como ahora se verá.
Pues bien, quiso el Altísimo, que debe ser que está tan alto que no ve muy bien las cosas del suelo, que me tocara en suerte un ángel custodio más bien salidillo, que en mi barrio como en los demás se les llama a los mendas que la tienen ahora levantada y luego también, aunque eso sea exagerar un poco, ya me entiendes. Al principio, naturalmente, aquello no fue problema, segu­ramente porque el tal ángel de la guarda no atesoraba en su espiritual esencia el sutil vicio de la pederastía, y mientras fui chinorri nada ocurrió. Quiso también la suerte que mi viejo, un modesto comerciante de la calle San Bernardo, fuese uno de esos católicos a machamar­tillo, de los que la gente llama, no sin razón, beatones o meapilas, y me impuso una educación de colegio de monjas y misa diaria con el lógico resultado, entre otros, de que cuando me llegó el primer menstruo yo pensaba que los nenes los traía una cigüeña desde París en la mismísima punta del mirlo, que marchaba por las calles mirando en cada edificio y en cada hogar, a ver si encon traba alguna señora gorda para darle un mamón y que así se le pasara la hinchazón, fijo. Pero el tiempo fue pasando y las carnes se me fueron empezando a poner redondas, que tú mismo podrás apreciar si alargas la mano que este cuerpo que se comerán los gusanos no es moco de pavo, antes al contrario, ya con trece años em­pece a desarrollar un culito y unas tetitas y unos muslitos que hacían la boca agua. Y ahí empecé yo a notar histo­rias mosqueantes.
El primer desliz angélico que recuerdo me ocurrió una noche cuando, arrodillada junto a mi cama con el pijama ya puesto, rezaba esa oración tan capulla que dice:


Ángel de la guarda, dulce compañía, no me dejes sola ni de noche ni de día.
Vale, pues nada más terminar de orar sentí un beso en los labios que mira, macho, me dejó colgadísima. Me quedé de mármol, porque estaba, naturalmente, sola en la habitación, y no pude imaginar de dónde habría salido aquella boca misteriosa que tan deliciosa caricia me re­galó. Apenas dormí en toda la noche, y en mis ensueños de duermevela se mezclaban fantasmagóricos labios ro­jos flotando en el ambiente, sensaciones desconocidas que me rodeaban, y guapísimos chulos con cazadoras de cuero subidos en sus motocicletas y tirando niños hacia las ventanas, al ritmo de canciones sincopadas y rodea­dos de humo.
En días posteriores nada nuevo ocurrió, aunque algo dentro de mí me hacía cosquillas cuando cerraba los ojos y decía eso de «ni de noche ni de día», y estiraba los morritos como una boba, para ver si de esa manera el fantasma se animaba otra vez y me daba un beso tan embriagador como el primero. Pero al cabo de un par de semanas, una noche en que ya el sueño empezaba a ven­cerme, sentí cierto magreo sobre las nalgas y la espalda, tapadas por la manta; fue algo muy distinto al cariñoso y aséptico azotito que papá me daba segundos antes de arroparme convenientemente y desearme dulces sueños

(«que sueñes con los angelitos», solía decir, el subnor­mal). Me volví en seguida, con el corazón saliéndome por la boca de tanto miedo, pero no vi nada. Tuve tiem­po sobrado, en las interminables horas de insomnio que siguieron al acontecimiento, de unir mentalmente los dos sucesos, el ósculo invisible y el furtivo mimo, y no me fue muy difícil llegar a la conclusión de que ambas cosas me habían sido hechas por el mismo fantasma. El acojonamiento que me inundó tenía, ahora puedo decir­lo con seguridad, algo de agridulce. Pero imagínate a una chavalita de trece años que comprende de pronto que es visitada por un espectro: como para volverse loca, tronco, y no las gilipolleces que dicen que he hecho para meterme aquí dentro, en este puñetero asilo dé de­mentes.
Con el tiempo los signos se fueron sucediendo muy espaciadamente, y casi podría decir que me iba acostum­brando, ya sabes, un pellizco en un muslo al ir por el pasillo, el tacto etéreo de unos dedos sobre el busto inci­piente al sentarme en la mesa, un bocadito dulcísimo en el cuello al meterme en el agua tibia de la bañera... Co­sitas sin importancia, pero que me iban metiendo alacra­nes en el cuerpo tan tierno, y me impedían dormir y me daban fiebre. Hasta que pasó lo que tenía que pasar.
Ya es sabido que cuanto más rígida es la educación de una chica más caliente se va haciendo, y no tardé en enamorarme de un muchachito alto y rubio como la cer­veza, que eso decía la letra de una canción cachondísima del año de la patata que cantaba Conchita Piquer. Era hijo de un mercero y vivía tres manzanas más abajo de la mía. Tenía una bicicleta y alguna vez pasó frente a mí en el parque del Oeste, donde paseaba con mis amigas, hasta que un día nuestros ojos se encontraron y el co­razón me dio un vuelco. Y ya no pude quitarlo de mi cabeza, y lo espiaba tras los visillos de mi ventana cuan­do pasaba, tan rubio y tan delgado, con su bicicleta calle abajo, rumbo hacia el parque.
Te ahorraré ahora, colega, la tópica secuencia de ami­ga mensajera y en el fondo envidiosa, notitas tontas que decían «me gustas, estaré en el parque esta tarde», y gansadas por el estilo, pero el caso es que nos hicimos novios y nos cogíamos de la mano detrás de los árboles más gruesos, y nos poníamos colorados (sobre todo él, tan blanco y tan rubio), y no decíamos casi nada, sólo chucu-chucu-chucu nuestros corazones latiendo muy fuertes y nuestras pupilas encendidas. Y yo no sé si es que mi amiguito era algo bobochorra, o tan niño o qué, pero yo quería de él algún beso o algún roce o algún aliento caliente como los del fantasma, que me hicieran asustarme y alegrarme al mismo tiempo de esa manera tan extraña, y él sólo me miraba muy ruborizado y decía tonterías como «hoy escuché en la radio que a partir de mañana sube el precio del metro», o «mi padre ha pro­metido llevarme el próximo sábado al Campo del Gas a ver lucha». De todas formas yo le apreciaba y pensaba que era tan guapo y tan rubio, y montaba tan bien en su bicicleta.
Después vino el primer aviso del más allá, que no es­taba tan allá, pero no olvides, tío, que yo entonces pen­saba que se trataba de un fantasma. Un día, después de salir de la escuela, al cruzar Sagasta rumbo al metro de Bilbao para volver a casa, un Simca mil doscientos blan­co y como monstruoso estuvo a punto de atrepellarme; fue una chorrada, simplemente no miré y me metí en la carretera por la cara. El conductor anduvo listo y frenó con el tiempo justo de no llevarme por delante. Sólo un susto, comprendes, pero también a partir de entonces noté que las caricias escatológicas empezaban a ser me-. nos dulces, algo así como violentas. Los pellizcos dolían de verdad, y los azotes en el pompi parecían bofetones. En mi inocencia, todo aquello me desbordaba; no podía sospechar que mi fantasma, o mi alma en pena, o el hombre invisible o lo que carajo fuera se estaba ponien­do celoso por lo de mi amistad con el hijo del mercero. Y, por último, vino el acontecimiento que me hizo verlo tan claro, tan espantosamente claro y posible: mi amigo

el de la bicicleta y yo estábamos en el parque detrás de un árbol, como siempre, y él debió echarle valor o yo me le puse tan a tiro que no pudo contenerse y me abrazó y me besó. ¡Ah, qué indescriptible felicidad me asaltó cuando comprendí que aquella sensación dulcísima de unos labios resbalando sobre los míos también podía venir de un ser de carne y hueso! Pero no siguió; turba­do por su atrevimiento, mi amigo se levantó de golpe, miró a un lado y a otro como si alguien le hubiera propi­nado un capón en lo alto del coco, y después dirigió sus ojos hacia mí, absolutamente cabreado; sin comprender nada, pobrecito, levantó su bici y se fue sin despedirse. Pero no acabó ahí todo, porque al primer bordillo que encontró la rueda delantera de su máquina se despren­dió como por ensalmo, y dio con mi atribulado y recién perdido tronco en el duro suelo. A consecuencia de la caída comenzó a sangrar por la boca y a quejarse de un brazo. Suerte que algunos colegas suyos que por allí ha­bía jugando al fútbol lo recogieron y lo llevaron a su casa. Un rato después, pasando junto a ellos, escuché, horrorizada, la razón de la caída: las palometas de la rueda delantera estaban totalmente destornilladas.
Después de cenar aquella noche, ya en mi habitación, tenía el negro presentimiento de que algo muy grave iba a ocurrir entre mi fantasma y yo. Lo notaba por el am­biente tenso que la lámpara sobre la mesita de noche iluminaba con dificultad. Se respiraba igual que antes de las grandes tormentas, había un aire electrizado. Por fin, un par de horas después que mi viejo me había deseado buenas noches, como solía, la aparición se produjo. Co­menzó por un punto de luz azulenca a los pies de la cama que se fue moviendo trémulo en el ámbito del dormito­rio, como si eligiera el lugar idóneo para tomar forma definitiva. Después toda la habitación se iluminó con un resplandor sobrenatural y empezó a dibujarse frente a mí la figura de un joven musculoso de pelo muy largo y rostro afeitado, cubierto por unos ropajes brillantes y vaporosos de los que sobresalían, a sus espaldas, dos alas grandes y fuertes y limpias, que temblaban produ­ciendo una especie de rumor de pájaro agazapado. El horror de lo desconocido me impidió mover un solo músculo, apenas podía respirar, pero desde que la visión se aclaró por completo no me cupo duda alguna de que aquello era nada menos que un ángel en todo su esplen­dor. Se supone que una, acostumbrada a las lecturas pia­dosas, y al Corpus Christi y la Biblia y el bla, bla, bla, tendría que haberse postrado de rodillas diciendo «hága­se en mi según tu palabra» o cualquier soplapollez por el estilo. Pero aquello era impresionante, tío, me temblaba todo el cuerpo. Una vez que ya se hizo materia total el ángel dio un paso hacia mí. Ahora recuerdo claramente que estaba buenísimo, con el pelo tan largo y la barbilla tan afilada, y aquellos alones musculosos que parecían tener luz propia. «Parece talmente un ángel», pensé, qué bobada, ya ves, qué otra cosa iba a ser sino un ángel fetén de los pies a la cabeza. En mi atolondramiento, en mi pavor, me gustó mucho más que el hijo del mercero, dónde va a parar, era tan tuertóte y así como tan macho, tan demasiado, imagínate, colega, ¡un espíritu celestial!
En seguida se inclinó hacia mí, y con una voz ronca y profunda murmuró: «¡He sufrido tanto, Visitación mía!» Luego se despojó de su túnica, y ahora me río yo de todos aquellos que dicen que los ángeles carecen de atributos sexuales. Ja, ja y ja, porque el ángel aquel de la guarda mío, dulce compañía, etc., estaba en posesión de un atributo grandote y guapo, de cabeza colorada y ro­deado de plumitas muy pequeñas de aspecto suave, que, posiblemente por ser el primero que me era dado con­templar, me impresionó mucho más de lo que hubiera sido razonable, y cuando el espíritu se acercó más a mí y me dijo, en un aliento entrecortado: «ave, Visitación, no temas, amor mío, que no te va a doler», las aguantade­ras de mi terror se rompieron y empecé a gritar con to­das mis fuerzas, sembrando la alarma en toda la casa y desencadenando un mogollón de carreras, puertas que se abrían y se cerraban, estentóreos aullidos preguntan­do que dónde estaba el fuego, dolorosas luces repenti­nas hiriendo los ojos aún semidormidos y, finalmente, el rostro congestionado de mi padre diciendo que qué pa­saba, que por qué gritaba de esa manera, qué tripa se me había roto. El ángel se evaporó, con la mirada sor­prendida y tristísima, al primero de mis gritos, y fue como un dolor que se me pegó a la piel y salpicó las paredes de la habitación con una explosión silenciosa de repentina oscuridad.
Lo demás es ya más bestia y creo que tú lo sabes. Gritaba tanto y tan sin tregua que pensaron que estaba endemoniada. La histeria se apoderó de mi mente, y sentía tanto dolor y tanto placer a un tiempo dentro de mí que entre un aullido y otro no sabía si aquello era el paraíso o el infierno. Pero ni siquiera entonces estuve loca. Sólo que la idea de que tenía un ángel dentro de mí era demasiado grande para mi pobre cabecita de mucha­cha ignorante. Llamaron a un exorcista baboso, me ata­ron a la cama, me manipularon durante días y días, y al fin aquel espíritu enamorado salió de mí. Claro que para entonces ya había tenido tiempo de sufrir el castigo divi­no a su rebeldía y se había convertido en un auténtico demonio horrible con cuernos y rabo, pero aún bajo esa forma pavorosa, un instante antes de desaparecer para siempre en los abismos del infierno, me pasó junto al oído y me susurró, en un gemido: «perdona, Visitación, amor mío».
Y me curé, según dijo el exorcista baboso. Y me que­dé vacía también.
Pasaron varios meses y mi viejo palmó en olor de san­tidad. Recogí lo poco que me dejó y me fui a una buhar­dilla de Malasaña. Era muy joven y muy hermosa, viví de mi cuerpo. Me aficioné a la ginebra y, borracha, bus­caba ángeles por los arrabales. Luego los delirios, las pesadillas de día y de noche. Y el arroyo. Y el punto final justo y razonable: el manicomio cabrón.
Pero yo no estoy loca.
Ya veo que tú tampoco me crees, ya veo. Por la cara que pones piensas que estoy pirada, como todo el mun­do aquí, en este manicomio sin compasión. Pero yo lo sé que es verdad; sólo yo sé que fui tan estúpida. Tenía un ángel para mí sola, un ángel bellísimo enamorado de mí, y por mi culpa fue condenado por ángel malo, y luego por demonio malo también, y ahora seguro que ni Dios ni Satanás saben por dónde andará, pobrecito mío, an­gelito de la guarda bobo que perdió la cabeza por mí. Qué solo, qué triste vagará por los arcanos, tronco, qui­zá tan solo y tan triste como estoy yo aquí, sólita, viendo mi cuerpo tan lindo arrugarse poco a poco, sin razón, escuchando siempre que estoy loca, loca, loca. Quizá loca por no haber sabido querer a un ángel que un día quiso ser rebelde por mí.

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