Emilio Bueso: El hombre revenido


revenant
Noun:
1. One that returns after a lengthy absence.
2. One who returns after death.
Etimology:
French, from presentparticiple of revenir, to return, from Old
French. See revenue.
American Heritage Dictionary of the English Language


revenir
 verbe intransitif
Sens 1 Venir de nouveau.
Sens 2 Retourner quelque part.
Dictionnaire de la langue française


 

Se reunieron todos los gatos en los lindes de la muralla del pueblo, frente a la puerta norte, de repente, a plena luz del día; empezaron a llegar de madrugada y fueron tomando posiciones: los más viejos se tendieron al sol para remolonear duran­te la espera, mientras que los jóvenes llegaron un tanto más tarde para irse desplegando como una inquietud, dando latiga­zos ocasionales a diestro y siniestro con sus colas, nerviosas... Aguardaron al resto de sus congéneres y en cuanto se hallaron reunidos todos los del pueblo, se marcharon de él.
Lo hicieron juntos, a una. Gordos bien cebados, hembras en celo, sucios pulgosos, enfermos desvalidos, decrépitos desarra­pados, hembras preñadas, cachorros castrados, señoriales mini­nos domésticos, jóvenes musculados por la caza. Los gatos se reunieron en asamblea ante las miradas atónitas de todas las gentes del pueblo, que no se atrevieron a disuadir a sus masco­tas, sino que se limitaron a verlas marchar, a dejarlas hacer, embobados por lo turbador del espectáculo.
Y así fue como los gatos nos abandonaron. Se reunieron de repente y se fueron, caminando a paso ligero. Arrancaron la marcha al poco de congregarse junto al portón principal de la muralla. Primero se puso en pie un enorme y atigrado gato macho, articuló un exagerado bostezo y echó la mirada a la salida del pueblo. Los demás volvieron sus ojos en la misma dirección, poco a poco. Frente a ellos, la puerta norte que se abría al paso de una vieja calzada romana, a su vez flanqueada por un bosque de encinas en el que los gatos se adentraron sin más. Marcharon, unos muy juntos y otros más distantes, indiferentes todos, en una espantosa proce­sión que dejó a nuestro pueblo a merced del infierno. Y cuando nos abandonaron supimos que algo horrible había empezado.


A mediodía, el río dejó de manar. Se agostó, sin más. Primero su caudal se redujo a un menudo regato y luego el agua dio paso a un cieno hediondo que empezó rezumando, espeso y verde, para terminar por morir en un lodo marrón que se detuvo y sucumbió.
Las viejas del pueblo comenzaron a santiguarse cuando las cigüeñas alzaron el vuelo y dejaron sus nidos tras de sí, aban­donados en lo alto del campanario; los sacerdotes piando, los polluelos mirando. La estación y el cielo protestaron al uníso­no, en el mercado se habló de malos presagios y, cuando el sol se puso, todos los lugareños estaban convencidos de que se avecinaban desgracias.
Entonces vino el hombre revenido. Con él, la ruina.
Llegó al pueblo sin siquiera cruzar la puerta de atrás, apare­ció por el sendero que se abría tras la puerta sur. Todos los habi­tantes del poblado sabían que aquel camino no iba a ninguna parte, que era una vereda agreste que daba al cementerio y luego a algunas de las fincas y huertas de los vecinos del lugar, tras ellas, la nada. Tierras yermas que iban a dar a montañas deshabitadas que rompían contra el mar Adriático.
El hombre revenido vino desde ninguna parte, sólo lo vie­ron llegar los niños que jugaban a la pelota tras los muros de la ciudad, a milla y media del camposanto. Caminaba en solita­rio, báculo en mano, con un andar abatido, envuelto en un sudario traspasado por las manchas tras el que se adivinaba bamboleándose con cada pisada una panza henchida, igual que un odre de vino grumoso. Bajo sus pies, descalzos, las guijas del camino parecían apartarse y el lodo de la lluvia se secaba como si la tierra exangüe pudiera drenarlo a toda velocidad, de repente. A su alrededor zumbaba un enjambre de tábanos, a menu­do posándose sobre sus hediondas vestiduras y revoloteando en lo alto de su cabeza, amortajada, gacha. Ninguno de los chava­les le vio el rostro, tan sólo las manos, dos zarpas de piel negra terminadas en uñas largas y todavía más negras. Todos lo vieron pasar frente a ellos, caminando a paso lento e indiferente, sonando lleno lo mismo que el pellejo de agua de un pastor. Y así caminó, para plantarse frente a la verja del cementerio.
Las vallas parecieron cobrar vida y se abrieron frente a él, lo reconocieron y, acto seguido, lo engulleron. De modo que el hombre revenido atravesó el camposanto hasta llegar a las losas bajo las que se abrían las fosas comunes. Después, las verjas se cerraron con gran estrépito.
El huésped había sido alojado.
Día segundo

Los muchachos del lugar hablaron a sus padres de la llegada del hombre revenido, pero amaneció sin que mediara acción algu­na al respecto. A muchos de los niños no les creyeron, a otros les mandaron callar. El campanario tañó maitines, pero los gallos no cantaron. La leche se ordeñó con sangre y pus, o se cortó al poco de ser cuajada, la levadura no hizo fermentar el pan en los hornos. Los cuervos y las cornejas se adueñaron de los tejados de las casas. A media mañana, todo el pueblo se sabía infestado por un terrible mal.
El hombre revenido había llegado al poblado.
Con él, vinieron las pestes.
Aquella mañana fueron enfermando muchos de los lugare­ños. Los niños primero, en especial los que habían presenciado la llegada del forastero de piel negra; luego cayeron presa de extrañas fiebres muchos de los ancianos. Las mujeres encintas comenzaron a sangrar por el vientre y a parir abortos y niños enfermos. Al mediodía, el párroco hizo sonar las campanas y convocó una reunión.
Las escrituras fueron leídas, las oraciones fueron pronuncia­das, los exorcismos fueron proferidos, pero nada se hizo.
A media tarde, el cirujano y el barbero del pueblo se habían quedado sin ungüentos, sin óleos ni cataplasmas o sanguijuelas. Se hizo una enorme hoguera en la plaza mayor que devoró las legumbres del granero principal cuando un espantoso enjambre de gorgojos fue descubierto cebándose con las provisiones para el invierno. Así las cosas, el sol se puso y la alarma y el miedo camparon por doquier, asentándose con firmeza en todas y cada una de las casas de nuestro poblado.
El alguacil resolvió que aquello era del interés ya no de nuestro humilde pueblo, sino de todos los Estados Pontificios, por lo que dio la orden de enviar palomas mensajeras a Roma, de solicitarle a la capital un exorcismo para nuestra aldea; y así se con­gregaron los fieles frente a la puerta norte, para verlas partir.
Se lacraron las cartas y las aves fueron liberadas de sus jau­las. Acto seguido, alzaron el vuelo y volaron majestuosamente sobre las encinas, ante los rostros esperanzados de los nuestros. Por un momento creímos que pronto llegaría el fin de las penu­rias de nuestro pueblo.
Pero entonces una bandada de espantosas estirges surgió de la espesura, para dar caza a nuestros alados emisarios. Las palo­mas fueron interceptadas, desgarradas y devoradas al vuelo, convirtiéndose en explosiones de plumas que una bocanada de viento helado dejó caer sobre nuestras cabezas, como una nevada sangrienta. En las alturas fue donde las estirges se bebieron obscenamente a nuestros palomos, ante el horror que se adentraba en nuestros ojos; finalmente, se replegaron de vuelta al bosque.
Los aldeanos nos abrazamos y nos horrorizamos a la vez, porque los presagios y el mal fario habían dejado de ser una comezón para dar lugar a la certeza. Fue entonces cuando com­prendimos que nuestro destino en aquel lugar iba a ser aciago y que debíamos abandonar el pueblo antes de que el mal que se había instalado entre nosotros nos pusiera a merced de nuevas desgracias.
Los caballos más rápidos se ensillaron con presteza y con ellos partieron al galope, en busca de socorro, nuestros hombres más fuertes, dejando al resto del poblado al cuidado de quienes ya estaban demasiado enfermos como para marchar. Más de quiince jinetes cruzaron juntos la puerta norte para adentrarse en el encinar.
Los vimos desaparecer, dejando tras de sí el sonido de los cascos de sus herrajes sobre el empedrado de la vieja calzada romana, el trazado del camino flanqueado por encinas que desembocaba en la Via Flaminia. Con suerte, nuestros jinetes pronto estarían camino de Roma, o quizás contactando con poblaciones más próximas en nuestro auxilio.
Pero el infortunio hizo que sólo uno de ellos pudiera volver a nosotros, malherido, muy pocos instantes después de marchar.
Porque al poco de partir nuestros campeones, el encinar aulló al crepúsculo. Los lobos habían entrado en escena.
Una interminable jauría como nunca se había visto en los bosques de Pentápolis se desplegó a ambos lados del camino, para emboscar jinetes y monturas y dar buena cuenta de todos aquellos que se atrevieron a desenvainar las espadas frente a aquellas alimañas. Caballos y aldeanos fueron pasto de los lobos por igual. Sus gritos se escamparon por todo el valle.
El pueblo se supo asediado e incomunicado y se cerraron las puertas de la ciudad. Los hombres se hicieron en armas y el alguacil puso a ondear la bandera de cuarentena junto a la de auxilio. Después, mandó a todos los aldeanos encerrarse en sus casas y no abrir a nadie las puertas hasta el amanecer.
Nubes de tormenta se posaron sobre el pararrayos del cam­panario, y toda suerte de truenos y terribles rayos serpentearon en nuestros cielos, con mil estallidos, pero ni una sola gota de agua pura se derramó. Los lobos aullaron, las estirges grazna ron y ulularon en una terrible orgía, el llanto de los niños y las mujeres se abatió sobre todas las casas. El reloj del campanario tocó las doce, pero a muchos de nosotros no acudieron las palabras, muy pocas oraciones pudieron salir de nuestros labios, tan trémulos.
Extramuros, en el cementerio, bajo las losas de las fosas comunes, el hombre revenido masticaba carne muerta, sorbía coágulos,  mordía sudarios,  fornicaba,  tragaba y gorjeaba sonoramente. Se hinchó y se cebó en nuestros muertos mien tras las pesadillas y las fiebres se abatían sobre nosotros. Bajo su cuerpo blasfemo, los cadáveres hambrientos comenzaron a .abrir sus ojos podridos para luego agitarse, convulsionarse y, al fin, danzar como gusanos.

Día tercero

Amaneció y sonaron los maitines en lo alto de la torre del cam­panario principal, pero a su tañido las gárgolas de la iglesia se lucieron carne y echaron a volar, ensombreciendo con sus inso­portables gritos y maldiciones a la voz de los badajos. La primera visión de nuestras gentes al abrir las ventanas fue la de una espantosa horda de seres del infierno volando desde el campa­nario. El mismo sitio del que habían emprendido la huida las cigüeñas, tan blancas, haría apenas un par de días.
Semejante espanto fue el inicio de una jornada que ya se inauguraba marcada por la execración más diabólica de cuantas puedan hacer amanecer a un hombre. Supo entonces el pueblo que ninguna de las almas que lo conformaban hallaría la paz en aquel día.
Y así se hizo.
El mercado se cubrió de gentes que, ante la escasez de agua, vituallas y todo tipo de suministros, trató de comerciar duramente, con mucha regatonería. El alboroto fue en cres­cendo hasta que una de las rameras del lugar se vio inmersa en un mercadeo que se saldó con un airado tumulto. Las gentes, crispadas de ánimos y atenazadas por los acontecimientos, no dudaron en arrastrar a la prostituta hasta la plaza frente al pantocrátor, donde el sacerdote de la aldea se encontró con una multitud que acusaba de brujería a la miserable meretriz.
Se improvisó una hoguera y se condenó al fuego a aquella mujer. Niños, madres y jóvenes asistieron jaleando al espectácu­lo de ver arder a la ramera desnuda y aullar hasta carbonizar­le, estallar y convertirse en un amasijo de huesos humeantes.
Nadie supo a ciencia cierta si aquello había sido un ajusticia­miento, una expiación, una declaración de intenciones o una ofrenda. Los ánimos se sintieron reconfortados por un instante y la multitud comenzó a escampar hasta que un joven ladronzuelo fue sorprendido hurgando en los bolsillos de una respetada anciana, por lo que la turba de gente desquiciada se concentró nuevamente y resolvió acusarlo de maleficencia.
El pobre muchacho fue condenado al juicio del agua y el morbo tumultuoso de todos aquellos ojos enfadados tuvo por remate la escena de un asqueroso ahogamiento: el ratero pugnó hasta defecarse y luego morir por no poder desatarse de sus liga­duras sumergido en la fontana de la plaza del mercado.
Aquellos exorcismos más que redimirnos de nuestras culpas nos estaban aproximando a la ignominia de los pueblos bárba­ros que resuelven sus penas con sacrificios humanos. Lo sabía­mos, pero nada calmaba nuestra desazón.
Creíamos haber hecho bastante hasta que vimos la pila de cadáveres apestados que los barberos y el cirujano habían depositado al alba, junto a la muralla sur, apartándolos en un intento de detener la ola de contagios. Docena y media de nuestros familiares y vecinos yacía muerta y su carne verdeci­da se hacinaba en una espantosa masa de humanidad todavía caliente, porque la enfermedad ya se había cobrado a los más vulnerables de los nuestros.
Nuestras fuerzas y nuestro ánimo mermaban a cada momento. Por un instante las muertes de los ajusticiados y las de nuestros ancianos y niños se pusieron al mismo nivel «1 nuestros corazones. Todo pareció perder el sentido ante tanta muerte y destrucción manando de y hacia nuestros corazones.
Porque ningún ritual nos devolvería a aquellos seres, otrora nuestros conciudadanos. Ningún ritual que no viniera de los infiernos.
Se hizo envarar el tiro de una bestia y se llevaron sobre un gran carro todos los cuerpos infestados de tábanos de toda aquella pobre gente que nos acababa de dejar. Una comitiva de hom­bres voluntariosos la acompañó al camposanto, donde un inso­portable hedor se había instalado. Todos rememoramos entonces los acontecimientos sobre el hombre revenido que habían estado contándonos muchos de los niños que ahora teníamos que enterrar; pero, acuciados por las pestes que ema­naban de todos aquellos cuerpos y por la que parecía brotar de la tierra misma, apenas pudimos excavar una somera fosa común en la que se alojaron aquellos lastimosos cadáveres. Alguien pidió que se rindieran respetos y una enorme losa de mármol se dejó caer sobre la apertura de aquel triste agujero. Acto seguido, el lapidario se apresuró en tallar a escoplo algunas palabras sobre la improvisada tumba.
Nos sentíamos como aquel que no consigue poner orden ante un fuego dentro de su establo ni haciendo el mayor de los artificios. Al mediodía nos fuimos a comer cuanto pudimos con la hediondez de la muerte instalada en nuestras fosas nasa­les y las uñas repletas de la horrible tierra del camposanto.
A media tarde, los buitres comenzaron a volar en círculos «¡obre el campanario. Algunos de los nuestros trataron de hacerlos retroceder valiéndose de pedradas de honda y de disparos de ballesta, pero el pueblo entero parecía haberse convertido en una enorme buitrera para aquellas alimañas, pese a que el olor de la carne en descomposición manaba del exterior de nuestras murallas, donde apestaba el cementerio.
Entonces, alguien descubrió que los pozos del pueblo se estaban emponzoñando.
..... Sus aguas devinieron cienos que comenzaron a hervir, a
burbujear y a exhalar vapores que insuflaron la enfermedad
hasta lo más profundo de nuestras casas. Incapaz de drenar las aguas
fecales, se desbordó la cloaca principal anegando calles
y plazas con apestosos detritos. Además, una enorme y voluptuosa
lamia comenzó a agitase en el fondo del pozo de la
plaza del mercado. Se retorció en una inconmensurable obs­cenidad vociferando lascivias y adulterios hasta que el párro­co ordenó cegar las albercas y tapiar aquel foso con adobe. Los gritos sexuados de aquella concubina del demonio turba­ron el ánimo de todas las gentes decentes de nuestra vecindad y, ni al verse toda aquella fornicación sepultada por otra enor­me losa de mármol, nada, ni por asomo, mejoró en nuestros corazones.
Poco después, el agua de la fontana donde acabábamos de ajusticiar al ladronzuelo del mercado se tornó sangre y coágu­los negros. Las ratas corrieron por las balconadas. Los cuervos graznaron hasta desgañitarse y las cornejas formaron horribles bandadas por doquier.
Al anochecer, el campanario tañó preces y nuestra congregación se decidió a celebrar una importante reunión frente al altar de la iglesia principal, donde la voz del párroco se desgarró en homilías inculpatorias con las que nos abochornó y acusó sin piedad por cuantos males pudiéramos haber traído al mundo con nosotros. Las confesiones que le habíamos enco­mendado fueron aireadas ante la asamblea sin grandes tapujos, por lo que la falta se instaló en nuestro interior, haciéndonos ver que era el mal en nuestras almas el que había organizado todo aquel horror que se abatía sobre nuestro pueblo. Tras la comunión, el pontífice nos habló del hombre revenido y de su llegada como castigo a nuestros pecados. Cuando nos fuimos a nuestros hogares estábamos demasiado abatidos y apenados como para preocuparnos por las agonías de nuestro ganado, por las ratas que se enseñoreaban de nuestras calles y por el agostamiento de nuestros campos. De repente, los males de este mundo no nos parecieron nada comparados con los qui nos aguardaban tras él.
Fue así como nos dimos cuenta de que no íbamos a hallar cobijo ni auxilio alguno entre las paredes de nuestros templos y algo dentro de nosotros optó por torcerse y por emprender otros caminos, visto que el que nuestros sacerdotes estaban trazando no parecía conducirnos a redención alguna. Aquella noche, nuestro pueblo resolvió darle en cierto modo la espalda a la voz de sus clérigos.
La rabia y la impotencia se hicieron fuertes entre nosotros. La venganza se estaba fraguando en toda herrería del lugar. Se improvisaron diversas reuniones de vecinos y hubo todo tipo de correveidiles que comunicaron planes para la mañana siguien­te, tras llamar a las puertas de muchas de las casas de los aldea­nos. El pueblo estaba tomando el timón y preparaba un ataque despiadado que iría directo al foco del mal.
A medianoche, las campanas de la torre tocaron a muertos. La respuesta al tañido vino en forma de alaridos y cánticos horribles, que llegaron a nuestras casas desde el cementerio, donde se consumó una orgía con la sangre de los difuntos a los que ni siquiera habíamos podido velar. El hombre revenido, el comedor de mortajas, chupó y tragó, bebiéndose a nuestros seres queridos mientras nosotros llorábamos y rabiábamos bajo el graznar de los buitres y el resplandor de la tormenta sin aguacero que volvía a condensarse en nuestros cielos, para que Radie pudiera descansar en todo el lugar.
Los ojos de los lobos encendieron las tinieblas del bosque de encinas que nos cerraba la huida frente a la puerta norte, en el interior de la espesura se encendieron mil centellas que chis­pearon e hicieron chiribitas burlonas. El esqueleto de la mujer calcinada en la hoguera que todavía humeaba en la plaza prin­cipal se deshizo de sus ligaduras y echó a andar hacia el cementerio, llamando en su camino a todos cuantos habíamos yacido con ella durante sus tiempos de prostituta.
La luz de la luna emergió de entre las nubes de tormenta por un instante. Acto seguido, un implacable eclipse la infestó y consumió hasta que nadie en todo el pueblo pudo resistir más la maldición y se cerró hasta la última de nuestras ventanas. El campanario enmudeció. Todos los ruidos de la población se silenciaron por completo y por un instante nos supimos muertos en vida.
Después de todo aquello, rompió a llover, pero en vez de agua sobre nuestras casas se derramaron flemas y clavos de hierro que resonaron en las techumbres, hasta que empezó a clarear.
Muchos de los nuestros estuvieron apretando los puños durante toda la noche. Otros prepararon cuantas armas pudie­ron disponer.
Las iban a necesitar.
Día cuarto

Tañeron maitines y nosotros ya estábamos en la plaza mayor. Nos reunimos los hombres del pueblo, casi todos. La mayoría no habíamos sido convocados explícitamente, aunque los más fuertes y jóvenes, sí. No se habló mucho. No se hicieron preguntas. Vinimos portando azadones, dalles, espadas, tridentes, hoces, garrotes, alabardas, estacas, piedras, antorchas, un cuchi­llo de cocina, una soga, unas tijeras de podar. Trajimos hasta a nuestros perros, que, por alguna razón que se nos escapaba, habían dejado de gimotear y lamentarse al fin, y ahora se mostraban tensos, gruñentes y tan decididos como nosotros a ter­minar con todo.
Porque a eso habíamos venido. Íbamos de caza.
La respuesta del cielo a nuestra determinación fue igual de contundente que nosotros: estalló un trueno y un potente diluvio se derrumbó sobre nuestras cabezas para calarnos hasta los huesos, pero ninguno de los nuestros corrió a buscar refugio para guarecerse. Alguien hizo un ademán para apuntar al cementerio con la cabeza y otros asintieron. Las puertas de la iglesia se abrieron y un par de sacerdotes se unieron a nosotros. Ninguno de ellos vestía faldas. Ninguno dijo nada. Apenas si hablaba. Tanta gente y tan pocas palabras.
Las ventanas de nuestras casas se fueron abriendo a nuestro paso a medida que cruzábamos el poblado para abrirnos camino, bajo la espesa cortina de lluvia, en dirección al camposanto Nuestras mujeres nos miraban desde los balcones, bajo la sombra de los cuervos y la luz de los rayos, empapándose en silencio lo mismo que nosotros. Ninguna trató de detenernos. Muy pocas optaron por hacer la señal de la cruz ante lo que nos disponíamos a hacer.
El camino parecía estar claro para todos.
Cruzamos la puerta sur y dejamos los muros de la ciudad a nuestras espaldas para plantarnos frente a las verjas del cementerio. La tormenta arreció y en uno de los vendavales el enreja­do se abrió de par en par.
El hombre revenido nos invitaba a entrar.
El alguacil, espada en mano, siempre al frente de nuestro grupo, dio un paso adelante y nadie titubeó ni se arredró al entrar en el camposanto. Fuimos directos a las fosas comunales que aguardaban al fondo del lugar, sin apretar el paso ni dete­nernos a presentarle respetos a ninguna de las sepulturas que flanqueaban la vía principal. Los perros comenzaron a ladrar y a tirar de las correas para guiarnos hacia el foco del mal, con determinación y arrojo. Su agresividad nos enardeció y nos demostró que, finalmente, el pueblo se había levantado.
Alcanzamos la fosa común. Diez losas alargadas que tapaban una gran zanja. De entre sus juntas salían vapores amarillentos y se exhalaban terribles humores pestilentes. Ninguna rodilla se amilanó al oír a los muertos que reían, sorbían, bramaban y se sodomizaban bajo el mármol santificado.
Dos de los nuestros emplearon tridentes y báculos para hacer palanca con la más grande de las losas que sellaban el acceso a la fosa común donde, desde tiempos inmemoriales, se había soterrado a lo peor que había dado nuestra aldea: apestados, criminales, adúlteras, herejes, leprosos, abortos, ende­moniados, mendicantes. La losa se apartó y luego se volcó, destapando el acceso al enorme agujero. La luz de la tormenta nos mostró el fondo del sepulcro, donde se retorcían los sudarios a medio masticar, en una masa de mugre y coágulos. Docenas de cuerpos podridos infestados por un mal que los consumía después del infierno. Rostros renegados, escapados de la condenación, que proferían toda suerte de pestes y blasfe­mias al tiempo que nos amenazaban desde el fondo. Ojos podridos que nos miraban con la luz del demonio brillando en sus pupilas muertas.
El resto de las losas fueron retiradas hasta descubrir la trin­chera por completo y nuestro grupo se apostó en derredor del agujero. Entonces los sacerdotes arrojaron azufre y sal en gran­des puñados sobre los devoradores de mortajas al tiempo que proferían exorcismos y oraciones de purga. Se unió a nosotros el párroco, y procedió a bendecir la fosa y a asperjar aquella carne con el agua de la pila bautismal, los óleos de la extrema unción y el vino eucarístico. Acto seguido se arrojaron candiles y lámparas para que el aceite ardiendo se esparciera y ensañara con los malditos. Sus gritos enmudecieron los de la tormenta.
Después, los cuerpos corrompidos fueron arrancados de la tierra uno a uno, a veces tirando mano de guadañas y tridentes, a veces empleando alabardas, grandes estacas y lanzas para ensartarlos y sacarlos fuera del foso, donde los ensañamientos a los que nos abandonamos durante aquella aciaga jornada fueron impropios de toda civilización conocida.
Se desmembró y descuartizó a muchos de los no muertos hasta que ya no pudieron seguir moviéndose. Sus pedazos se soterraron por separado. Se atravesaron sus pechos con trance, y se rompieron sus esternones con las azadas, se decapitaron las cabezas hasta que las mandíbulas se detuvieron. A los que ya no se agitaban y sobre todo a las mujeres se las sepultó boca abajo, poniéndoles un ladrillo en la boca para que ya no pudieran morder nada que no fuera piedra durante el resto de la eternidad sin muerte que les aguardaba. Se pegó fuego a los más rugientes, a los furiosos, los más hinchados, rodándole con óleos sagrados que ardieron con fuerza bajo la tormenta. Y a los que llevaban años muertos y ya no tenían más que huesos animados que ofrecer a nuestra justicia, a ésos se los dejamos a los perros.
La barbarie se prolongó durante horas sin término hasta que los gritos de ultratumba dejaron de escucharse. Después, se anudó una tea al extremo de una lanza para iluminar con deta­lle el fondo del sepulcro, dado que el alguacil quería cerciorar­se de que hasta la última de aquellas abominaciones había recibido nuestra justicia sin excepción.
Al anochecer habíamos dado cuenta de gran cantidad de ali­mañas, pero no dimos con el hombre revenido. No había ni rastro del obeso extranjero de piel negra del que nos habían hablado los niños.
Estábamos exhaustos por el esfuerzo y la execración cuando empezamos a comprender que toda aquella purificación había sido a todas luces insuficiente. El portador de las pestes se había escapado de nosotros y eso sólo podía significar que nuestro pueblo iba a continuar siendo asediado por el mal.
El sepulturero recorrió el cementerio para encontrar la tierra removida en muchos lugares y alguien recordó la improvisada losa que nosotros mismos habíamos cavado el día anterior. Los cuerpos calientes de nuestros hijos y amigos descansaban en ella. O tal vez estaban allí, pero ya no descansaban.
Entonces, nuestras fuerzas flaquearon. Estábamos exangües, hastiados, muchos se sentían incapaces de comenzar de nuevo, otros temían que con la llegada de la oscuridad se hiciera impo­sible o peligroso continuar con aquella purga, muchos se encontraban visiblemente enfermos, y esputaban horribles fle­mas negras, mostrándose perlados se sudor y fiebre bajo la inclemencia helada del aguacero.
El alguacil bajó la mirada al barro y resolvió que, por el momento, debíamos retirarnos. De modo que nos recogimos iodos y volvimos a nuestras casas para llorar frente a las chime­neas y maldecir.

El campanario tocó medianoche, y sobre la torre, bajo la tor­il unta, se agitaron en una espantosa reunión incestuosa las figuras danzantes de los cuervos, las gárgolas, los buitres y las. estirges. Un enorme relámpago esquivó, como guiado por el diablo, el pararrayos del campanario y cayó sobre la bóveda del altar.
La iglesia ardió, pero nadie acudió a sofocar el fuego.
Día quinto
Amaneció el domingo y ninguno de los nuestros salió de su casa. No se celebró misa alguna ni abandonó vecino alguno la lumbre de su hogar. Fuimos bendecidos por un sol radiante pero la luz no entró en nuestros salones porque ninguna ventana se abrió. El abandono y la derrota se cernieron sobre nosotros como el amanecer sobre un borracho.
El silencio se hizo el dueño de todo y de todos. No se oyó ni el rebuzno de las bestias ni el graznar de los cuervos ni el habitual machacar de los morteros de tabaco y de grano. No brota ron de las chimeneas los aromas de los cocidos porque nadir pudo probar bocado. No lloraron ni jugaron los niños y no sonaron las campanas. Éramos un pueblo muerto. Y como tal, nos descomponíamos en vida, cada uno de nosotros en su respectivo agujero. Cada uno de los nuestros en su propia ignominia.
Éramos un pueblo muerto, una necrópolis.
Y hacia las necrópolis encamina sus pasos el hombre revenido.
Al atardecer, sin que nada bueno o malo hubiera acontecido salvo nuestra definitiva condenación, los buitres comenzaron a graznar presa. Celebraban por fin el advenimiento del cadáver y cantaban, dispuestos a posarse sobre el suelo para darse el festín del carroñero. El moribundo al que habían estado acechan do estaba ya quieto y llegaba la hora del festín, de devorar hasta el tuétano de sus huesos.
Armaron gran algarabía los cuervos y, entonces sí, a su voz comenzaron a abrirse las puertas y las ventanas de la calle principal. Las gentes de nuestra aldea salieron a la calle con el crepúsculo para ver cómo el hombre revenido atravesaba la puerta sur del pueblo para penetrarlo hasta la plaza principal.
Conocía el camino, lo mismo que lo conocían a él las verjas h] cementerio. Conocía el camino porque ya lo había recorri­do antes, en su anterior venida.
Así que venía, revenía, atravesando nuestra vecindad con su paso trastabillante. Báculo en mano. Con un sudario indecen­te por todo atuendo. Pies descalzos. Garras negras, de topo excavador. Envuelto en un enjambre de tábanos. Hediendo más que la tumba de ningún demonio.
Abrimos las puertas de nuestras casas para verle pasar y un rumor sordo se escampó por nuestras calles. Ojos atónitos, rostros atemorizados, gestos ensombrecidos, miedo por doquier. Pero todos los hombres y las mujeres de nuestro pueblo se irguieron frente a las puertas de las casas para asistir en primera fila al horror que acontecía en la aldea, dispuesto a culminar su infestación con un último y defini­tivo revenir.
Porque el hombre revenido volvía a nosotros.
De entre los nuestros vino, siglos atrás. Así lo graznan los cuervos. Lo danzan los buitres. Lo saben los gatos.
Alzó por un instante su cabeza y la mortaja que la cubría nos dejó ver la verticalidad de las llamas que tenía por ojos. El corte blanco de la enorme boca colmillada que le cruzaba el rostro de oreja a oreja. Su monstruosa obesidad. Su cuerpo ahora una enorme bola de la que apenas podían surgir, grotes­cas e infladas, cuatro cortas extremidades. Dos brazos termina­dos en zarpas que no habrían podido ni tocarse entre ellas y un par de piernas que a duras penas le daban para transportar toda la sangre de nuestros muertos, que ahora bullía y se coa­gulaba en su interior.
Caminó con gran impedimento entre nosotros, y a su paso corrieron las ratas. Sus pisadas hicieron que en su vientre se escucharan chapoteos que sonaron como fardos pesados hun­diéndose en una balsa. Aquel horror estaba gordo, cebado y abotargado lo mismo que uno de esos mosquitos que estallan en una obscena gota de sangre roja al aplastarse.
Pero al hombre revenido nadie lo iba a aplastar.
Nadie sintió que algo así fuera a servirnos de nada. Sabíamos que aquel adlátere del diablo saldría de nuestro pueblo lo mismo que ahora entraba.
La furia nos había abandonado. La certeza, la resignación y la rendición vinieron a nosotros, al fin. Doblegados, accedimos a dejarlo marchar, indemne. Atiborrado.
Su trabajo entre nosotros había terminado. Habíamos sido drenados una vez más.
De modo que el hombre revenido cruzó el pueblo hasta la puerta norte. Tras él caminaron los cadáveres corruptos di muchos de los que habían estado viviendo entre nosotros antes de su venida, los que no habíamos conseguido exorcizar en la noche anterior, que ahora le servían. Los buitres volaron en círculos sobre él, los cuervos y las cornejas formaron grandes bandadas, siempre acompañándolo. Salió del pueblo por la puerta norte sin apretar ni detener el paso bamboleante y se adentró en el encinar, donde los lobos y las estirges se le reunieron al fin. A la comitiva también se añadieron los espantapájaros de nuestros campos, que cobraron vida y nos abandonaron para seguirle. Se marchó lleno y saciado. Con él se fueron las pestes y la condenación.
Como él, ya volverían.
Tendrían que revenir.
Hay cosas que vienen y van. Vuelven tras las estaciones, las plagas, las crecidas de los ríos y de las desgracias, que nunca vienen solas. Son ciclos que aguardan, lo mismo que las coseche, la vida y la muerte.
El hombre revenido nos daba ahora la espalda y marchaba rumbo a otra y a otra aldea. Roma le esperaba al final de la Vía Flaminia.
Nosotros también le estamos esperando, desde entonces.
Vendrá. Volverá para consumirnos hasta doblegarnos. Siempre lo hace.

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